7 PICNIC EN LA PLAYA

EN dónde está esa mujer? —preguntó Polly, irritada—. Lo menos que puede hacer es estar aquí para recibir a sus propios invitados.

El picnic era inminente. Un automóvil mixto de coche y camión, en muy evidente estado de cansancio mecánico y palmariamente deslucido, llegó hasta la cabaña de la playa y se detuvo ante ella. Sus puertas se abrieron y vomitaron a una mujer de gran espetera, ojos verdes y pelo teñido de morado, y a cierto número de negros portadores de cestos de comida y cajas de whisky y ginebra. Otros negros llevaban guitarras corrientes y de cuatro cuerdas, usadas por los indígenas de Hawai.

—¡Buenas tardes, buenas tardes! —dijo, con voz muy sonora, la mujer del pelo morado—. Soy Anne Hayes, y ustedes, naturalmente, son los Peabodys. ¿No ha venido todavía Margaret Potts? No, claro; no llega nunca hasta que todo el trabajo está terminado. ¡Ambrosio! ¡Tenga cuidado con esos cangrejos cocidos! ¡Los va usted a llenar de arena! La gente comenzará a llegar muy pronto, de modo que si me quiere usted echar una manita... ¿Es ése su marido? Dígale que tenga cuidado de Julian.

Julian resultó ser un hombre moreno y cortés, cuyo cometido sería el de mezclar y servir las bebidas, cocktails, whiskies, ponche de ron, ginebra y agua tónica, etc. Pero también resultó que Julian era muy capaz de cuidarse a sí mismo. Sacó de algún lado unos caballetes y unas tablas, formó una mesa, la cubrió con un gran mantel blanco y puso sobre éste botellas en cantidad alarmante. Luego dispuso junto a las botellas hasta medio centenar de vasos y copas, la mitad de los cuales pertenecían a Villa Marina. Peabody le dió algunas ideas, que el hombre moreno acogió con un amable «Sí, señor.» Peabody advirtió sin tardanza que el hombre era de singular competencia, y se alejó de allí. Al hacerlo observó que su mujer, por lo general autoritaria y más que decidida, era arrastrada en aquel momento hacia la cocina por la exuberante señora de Hayes, con igual facilidad que el viento del aquilón o la ponientada arrastran una pajuela.

Estaba Peabody, por no tener nada mejor que hacer, cambiando su ropa por un bañador, cuando se abrió la puerta del vestuario de hombres y entró en él un sujeto rechoncho, sanguíneo y de mofletes y rostro enrojecidos por el sol y el aire.

—¡Hombre! —dijo el recién llegado—. ¿No soy el primero? Lo suelo ser en estas ocasiones. Cuestión de costumbre, ¿sabe? Creo en la puntualidad. La gente aquí llega tarde a todo siempre. Lo cual me parece mal. Me llamo Spears.

—Yo soy Arthur Peabody —confesó el aludido.

—Americano, ¿eh? Ha venido a pasar el invierno, ¿eh? Esto está aburridísimo este año. Aburridísimo.

—Hemos alquilado la casa a los Keith-Drummonds para unos cuantos meses. Se supone que yo estoy aquí para reponerme de una enfermedad. De la gripe.

—Gripe, ¿eh? Mal asunto. La tuve yo una vez, durante la guerra, la primera guerra. Beba usted leche con ron.

—Gracias. Lo probaré.

—De manera que ha alquilado usted la casa a Kitty, ¿eh? Pedía un montón de dinero. Y probablemente se lo ha sacado a usted.

—Su suposición es correcta —dijo Peabody, sin sonreír.

—Bueno, ustedes, los americanos... ¿Quién va a venir hoy?

—No tengo la más ligera idea.

—¿Es usted amigo de Margaret Potts? —preguntó el hombre rubicundo llamado Spears.

—Tengo entendido que Lady Potts es la que da el picnic.

—¡Ah, Margaret, Margaret! Da las fiestas más extraordinarias. Buena comida. Buenas bebidas. Las viejas y las maduras, a docenas.

El tono coloquial y cortés de Spears comenzó a desaparecer. Alzó la vista del zapato que se estaba desatando, miró a Peabody y le dijo en tono confidencial:

—Siempre le gusta a uno una cara bonita, ¿eh?

—Sí, sí —respondió Peabody, embarazado—. Le veré a usted luego— y se apresuró a salir a la playa.

Allí encontró a una mujer, cuadrada, morena y joven, que hundía los achatados dedos de los pies en la arena. Le sonrió agradablemente y le hizo señas de que se sentara junto a ella. Le recordó a Peabody un caballito enano de Shetland, peludo, cuadrado y manso.

—¿No es usted Arthur Peabody? —le dijo—. Yo soy Hilary Brown. Supongo que le gustará a usted saber quién es toda esta gente.

—Sería de utilidad —dijo él—. No conozco aquí absolutamente a nadie, más que a Lady Potts y a un tal Hedley, y ninguno de los dos ha venido aún.

—Ese hombre de aspecto preocupado que acaba de salir es el Secretario Colonial. Está de Gobernador interino, porque Su Excelencia está en Inglaterra. Se llama Vivian Thripp. Cree que se da muy buena maña con los indígenas. En mi opinión es un imbécil cabezón, pero espero que no le dirá usted que se lo he dicho así. Esas tres chicas tan monas, tan rubias y tan lánguidas son de Santa Gilda. Van a todas partes para suple mentar la belleza del paisaje. Son primas o algo así.

—¿Es usted de Santa Gilda?

—¿Yo? ¡No, por Dios! Soy inglesa, pero estoy casada con un americano. Un biólogo marino. No es que él sea marino. Es que las cosas que estudia están en el mar. Anda por ahí. Luego se le presentaré. Nos vamos mañana a Estados Unidos, y lo siento.

—¿Me permite que le traiga un cocktail? Todo el mundo parece estar bebiendo.

—¡Encantada! Preferiblemente, uno fuertecito. Y si en el curso de sus viajes hacia el bar descubre usted a alguien cuya identidad le interese, dígamelo. Procuraré complacerle.

Tres hileras de desconocidos estaban ante el bar, cuando Peabody, mediante corteses y hábiles empujones, logró abrirse paso hasta el interior de la cabaña. Vió durante un instante a Polly, vaso en mano. Tres o cuatro hombres, todos ellos desconocidos, a excepción de Hedley, reían en aquel momento una frase suya.

El ambiente estaba cargado de olor a guisos. Fuera del hogar, sobre cocinillas isleñas alimentadas con carbón vegetal, se asaban filetes de vaca. Dos inmensas tortugas cocidas se calentaban sobre un infiernillo eléctrico, y su inquietante aroma se mezclaba con los demás que allí dentro podían respirarse, dominando otros, perceptibles, pero menos pronunciados, a ron, a algas marinas y a aceite cosmético para evitar la mordedura del sol tropical. Otros olores eran identificabas: esencias de Guerlain, grasa quemada y café.

Peabody fué avanzando hacia Julian y los cocktails. Una mano pesada se posó sobre su hombro. Era la de Lady Potts.

—¡Pero hombre de Dios! ¿Todavía no está lista la comida? —le preguntó.

—¿Perdón?

—No sé que les pasa a Anne y a Polly. La verdad, me gusta que la comida esté lista a la hora que debe estarlo.

Peabody olfateó un par de veces el aire y respondió humildemente:

—Creo que estará lista muy pronto.

—¡Así lo espero! —dijo Lady Potts; y se separó de él.

—Venga a conocer a unas mujeres encantadoras —le dijo otra voz.

Peabody se encontró ante el sofocado amigo del vestuario, quien le presentó a tres mujeres. Dos de ellas acogieron la presentación con un saludo formal y reasumiendo su incomprensible charla. La tercera se dirigió a Spears llamándole comandante y examinó a Peabody con expresión crítica.

—No se puede usted imaginar lo que pasé durante la guerra —estaba diciendo.

Peabody se preguntó por qué arrugaría la nariz como si un olor nauseabundo la rodeara, pues los caballos rara vez hacen semejante cosa. Y quitando el gesto nasal, la mujer era el vivo retrato de un caballo.

—¿Bombardearon su casa? —preguntó Peabody cortésmente.

—Nada de eso —respondió la mujer con voz desagradable—. Estaba en Estados Unidos. En un sitio horrible que llaman Cambridge. ¿Lo conoce?

—Sí. Estuve allí cuatro años. A mí me gusta bastante 7.

—Tal vez no sea tan malo para los que viven allí. Pero es un sitio abominable. No es que la gente no estuviera amable conmigo. Había dos profesores viejos, amigos de mi marido, que estuvieron muy simpáticos. Pero, estaba sin dinero y sin coche. ¡Imagínese usted! Tenía que ir andando a todas partes. Aunque eso no fué lo peor, pues no había ningún sitio a que ir y nadie a quien visitar. Vamos, quiero decir, nadie de interés.

Peabody era un hombre apacible, de reacciones calmosas, pero aquella mujer estaba comenzando a irritarle profundamente. Le pareció aconsejable apartarse de allí.

—Encuentro sus opiniones muy interesantes —dijo, con su voz tranquila y amable—. Antes de irme de esta isla me gustaría mucho charlar con usted.

—¿De veras? —dijo ella, exhibiendo todos sus dientes, grandes, tanto en anchura como en longitud.

—Sí. Creo que las relaciones angloamericanas son muy importantes, y que el asunto merece la pena de ser examinado detenidamente. Pero no ahora. Tengo que llevarle un cocktail a una muchacha amiga, de manera que si me dispensa...

Peabody emprendió el viaje de regreso a la playa llevando en equilibrio y con gran cuidado dos Daiquiris. El trozo de playa que se extendía delante de la cabaña estaba ya casi tan lleno de gente como la cabaña misma. Un grupo de gente joven chapoteaba bulliciosamente en el agua, y otro, que Peabody supuso que estaba compuesto por la «juventud dorada» de la isla, estaba cobijado debajo de una gran sombrilla playera a rayas, cantando tonadas isleñas con el acompañamiento de una guitarra. Vió cierto número de muchachas, esbeltas y cimbreñas, que encontró muy agradables. Los hombres no fueron tan de su gusto. Personas de mayor madurez, aquí y allá tomaban el sol, o lo dejaban, es decir, se resguardaban de él, o no, según se tratara de visitantes invernales o de residentes en la isla. La muchacha semejante a un caballito peludo estaba sentada en el mismo lugar en que él la dejó, con tres hombres formando un semicírculo ante ella. Uno de ellos, con pantalones de baño y gafas, era, probablemente, el biólogo. Los otros dos, de uniforme caqui con galones rojos, no parecían entonar con el ambiente. Se acercó cuidadosamente al grupo, procurando no tropezar con las piernas extendidas sobre la arena, pertenecientes a tres seres totalmente desconocidos para él. Vió entonces a una mujer bien formada, que vestía un bañador rojo de dos piezas, el cual bañador se interrumpía para exhibir una parte central de admirable blancura y conformación y descubrió, atónito, que era su propia mujer. Junto a ella, y, al parecer, muy satisfecho de su compañía, estaba el comandante de los ojos azules. Polly saludó a su marido alegremente, agitando una mano, y continuó con la conversación.

A menos de quince pies de Polly, vió a otra mujer, sola, al parecer abstraída en la contemplación del color turquesa del mar, pero sin que esto le hiciera olvidar su propia perfección física, que exhibía con postura estatuaria, a la orilla. Tenía las piernas largas, bien torneadas, de un color moreno pálido; una cintura admirable en su estrechez graciosa; pechos redondos y llenos, y una abundosa cabellera color de cobre, que le caía sobre los hombros. En aquel momento volvió la cabeza y miró lánguidamente a Polly, que reía. Sus ojos, grandes y claros, estaban rodeados de unas pestañas de longitud y negrura imposibles de imaginar.

Peabody se dijo que era bella la mujer y comprendió, sin duda alguna, que se trataba de Cathy Livingstone.