13 COLA DE PEZ
EN el momento en que Peabody salía de la —«Tienda de Prendas Intimas» con Cathy, los saludó con grandes voces una mujer gruesa con un gran sombrero rojo de paja. Otras personas hubiera preferido Peabody encontrar en Santa Gilda en aquel instante. Camino de Chez Darling maldijo repetidamente su mala suerte. Cathy no le ayudó ni poco ni mucho. Cuanto más se esforzó él para asegurar a la correveidile número uno de la isla que el encuentro en la tienda fué puramente casual, más claramente consiguió Cathy, con el juego de sus ojos y sus risas, indicar que Peabody era un mentiroso de tomo y lomo. La maldita mujer, por algún motivo, estaba decidida a dar una impresión errónea del asunto. No podía él imaginar por qué.
Lady Potts, temblorosa como una gelatina, estuvo escuchándolos con enorme interés, y cuando se separó de ellos lo hizo con el aire de quien sale de una conjura.
Y no era aquello lo peor. Ahora tendría que comunicar a Polly que Cathy iba a ir a verlos aquella noche. Cuando Peabody le explicó a Cathy la crisis doméstica que estaban sufriendo, sólo consiguió con ello que ella mostrase más vehementes deseos de ir a Villa Marina aquella noche para ayudarlos. Se ofreció a hacerles la cena, asegurándole a Peabody que ella conocía la cocina de la casa mejor que Polly y que él. Pescado en sus propias redes, Peabody no tuvo más remedio en acceder a que las nueve de la noche sería buena hora para dedicarse al estudio de los manatíes y de la ictiología en general. Confió en que Min tendría el sentido común de permanecer oculta en su reducto submarino. Los sucesos del día le trajeron a la memoria unas frases leídas en algún sitió, probablemente en la Enciclopedia el día anterior, aunque parecióle mentira que su consulta con el libro datara de la víspera solamente: «Ya como esposa o amante de un mortal, la sirena acarrea desgracias sin cuento.» La pobrecita Min no podía ser clasificada ni como lo uno ni como lo otro, y aunque Cathy resultaba una pequeña complicación, fuera excesivo decir que era una desgracia o un desastre.
Al detenerse delante de Chez Darling, Peabody recordó guardar su pequeña colección de medios bañadores en el cajoncillo con llave del automóvil. No era necesario explicar su compra aún. Sería prematuro. Peabody se sintió consolado por el pensamiento de que cuando llegara el instante de presentar en público a Min, podría ésta exhibirse decentemente vestida. Según reflexionaba así, se dió cuenta de que, de manera imperceptible, comenzaba a considerar a Min como una cosa suya, que no deseaba hacer público su sensacional descubrimiento hasta que...
¿Hasta qué?
Permaneció pensativo, sentado detrás del volante, buscando una respuesta a aquella pregunta, hasta dar con una que le satisfizo: hasta que supiera algo más acerca de las costumbres y psicología de las sirenas; hasta que pudiera él hablar sobre el asunto con autoridad y competencia. Miró su reloj. Eran las cinco. Decidió hacer saber a Polly que estaba allí esperándola. Incluso era posible, aunque poco probable, que Polly estuviera lista para irse ya. Peabody entró en Chez Darling de mala gana.
Una muchacha de uniforme blanco le informó que la señora de Peabody se encontraba todavía sometida a un proceso secativo capilar, aunque con palabras distintas a éstas, y le ofreció un ejemplar de Vogue y un sillón de mimbre.
Peabody ensayó leer determinados vaticinios acerca de lo que sería la moda primaveral, sin poder evitar la sensación común a los varones en tales lugares de que se encontraba allí como transgresor de alguna ley no escrita.
Una de las característica de los aparatos secadores de pelo es que impiden a las propietarias de los cabellos sometidos al proceso de desecación juzgar con exactitud el volumen de sus voces al hablar. En uno de los cubículos que había detrás de Peabody, una mujer, evidentemente inglesa por su acento, vociferaba alegremente en conversación con una amiga oculta en lugar más remoto.
—Para ser americanos, son simpáticos, pero son difíciles de entender. Y es que no son coloniales, realmente, ¿comprendes?
—A eso voy. El le dijo a ella que si jugaba al tenis, y ella le preguntó a él que si se bañaba. Y entonces él hizo una cosa muy rara: dejó de bailar, la acompañó a su mesa, saludó secamente y se fué. Wendy estuvo varios días sin saber qué había ocurrido. Pero parece ser que él se creyó que Wendy le había preguntado si se lavaba 11.
—¡Qué cosa más extraordinaria!
—Son deliciosas, Pero se me olvidaba una cosa. ¿Conoces a esos americanos que han tomado la casa de Kitty? Seguramente te los presentaron en el picnic de Margaret.
—¡Ah, sí, sí! La mujer esa que tiene muy buen tipo y le gusta que la gente lo vea.
—Lo encantador no se refiere a la mujer. Es él. Es un Don Juan terrible.
—¿Quién? ¿Ese búho disecado?
—Lo creas o no lo creas, es el amor de turno de... y bueno, ya sabes a quién me refiero. Un asunto completamente volcánico.
—No lo puedo creer. Pero si parece un conejo tímido. Cath...
—¡Cuidado! ¡Nada de nombres! Que te pueden oír.
—No, si estoy hablando muy bajito. En cualquier caso, no es el tipo de ella.
—Pues habrá cambiado de gusto. Pero lo que es más, la mujer lo sabe y no le importa en absoluto, con tal de que él no quiera llevársela a Estados Unidos. Ella misma se lo explicó a Ronald.
—¡No me digas!
—Te lo aseguro. ¿Verdad que los americanos son asombrosos?
—Yo lo llamaría de otra manera... ¿Ya estoy seca, usted cree?
Le ardían a Peabody las orejas. Sacó el pañuelo y se enjugó el sudor que le perlaba la frente. Chez Darling estaba caldeada de manera insufrible. Limpió las gafas y procuró abstraerse en la lectura de un artículo, cuyo título le aseguraba que sus facciones eran más bellas de lo que pudiera imaginar o creer. Pensó en huir de allí, pero acabó por decidir permanecer en su puesto, defendido por el escudo protector de la revista contra las asechanzas de un mundo hostil.
—Ya estoy lista. Perdona que te haya hecho esperar —oyó que le decía la voz de su mujer, en repetición de una frase que Peabody ya había oído hartas veces en su vida de casado en lugares semejantes a aquél.
Estaba en pie junto a él, capilolavada, ondulada, manicurada y, por tanto, feliz y de mejor humor, Le sonrió gentilmente. No presentaba de ninguna manera el aspecto de una mujer que acaba de oír comentarios profundamente estimulantes acerca de su vida particular.
—Esos secadores de pelo deben de ser muy incómodos —dijo Peabody al abrir la puerta.
—Incómodos, no son; pero los odio. Cuando los tienes encima te encuentras completamente aislada del mundo.
—Sí, supongo que sí.
—Y ahora vamos a Eccles y Butts. ¿Crees que habrán encontrado otras criadas?
—Pues, francamente, no. Pero no hay mal alguno en ir allí y probar suerte.
Peabody acertó. No solamente no hallaron en Eccles y Butts criadas que los esperaran, sino que ni siquiera vieron a la muchacha que los había atendido. Pero les había dejado una nota, la cual decía: «Lo siento mucho. No he conseguido nada. Probaremos otra vez el lunes.»
—¿Quieres que nos quedemos a cenar aquí? —preguntó Peabody.
—Prefiero volver a casa. Estoy preocupada con Blip, arrepentida de haberle dejado con Basilio. Creo que no está bueno ese perro.
—Me extrañó que no lo trajeras.
—No ha querido venir. No ha habido forma de hacerle salir de debajo de la cama. Esta mañana estaba tan fastidiada con lo de las criadas, que no le he hecho mucho caso. Pero ahora estoy segura de que le pasaba algo.
Durante el viaje de regreso apenas hablaron. Al pasar por delante de la casa de repostería, Peabody dijo:
—Me encontré esta tarde con Cathy Livingstone. Va a venir a vernos esta noche.
—¡¡Pero... Arthur!! ¿Cómo se te ha podido ocurrir...? Has tenido que elegir precisamente esta noche. ¡Qué cosas tienes! ¿No podrías avisarla que no viniera?
—He hecho todo lo posible por disuadirla. Tu amigo Hedley le ha contado lo del manatí, y está loca de ganas de verlo. Y no es exactamente un manatí. Como he tratado de decirte varias veces...
—Me tiene sin cuidado lo que sea —le interrumpió Polly, disgustada—. Ni me interesa esa mujer ni me interesa ese pez. Probablemente, cuando lleguemos, le encontraremos muerto. Y te diré que así lo espero.
Dió un vuelco el corazón de Peabody. Comenzó: a hacer planes cuidadosos. Le explicaría aquella noche a Polly todo lo referente a Min, pues era esencial que lo supiera. Así que llegaran, él mismo le prepararía a su mujer un cocktail, o quizá dos. El decidió no beber. Era indispensable estar completamente sereno. Entonces irían al estanque y él le contaría todo. Tal vez lograra convencer a Min de que se dejara ver y saliera de su escondrijo. Y, si salía, ¿qué tenía que hacer? ¿Presentarlas? «Min, quiero presentarte a mi mujer.» O «Polly, te presento a Min, mi sirena... la sirena... una sirena.» O tal vez, con rudeza, sin ambages: «Mira lo que he pescado, lo creas o no lo creas.» Decidió fiarse de la inspiración del momento.
Cuando entraron en el patio exterior de Villa bruscamente. Vió a Basilio delante del garaje, Marina, Peabody frenó y detuvo el automóvil vestido con un traje azul oscuro, con los zapatos en una mano y empujando con la otra una carretilla, sobre la que transportaba una maleta vieja. Atado a un árbol por una cadena que hubiera bastado para sujetar a un elefante irritado, estaba Blip. Así que el perro vió el automóvil, lanzó una serie de ladridos lastimeros capaces de derretir el más duro corazón, con los cuales buscó informar a sus amos de la ignominiosa situación en que se hallaba. Peabody bajó del automóvil y se acercó a Basilio. El muchacho se detuvo, pero no alzó la vista.
—¡Pero, Basilio! ¿Adónde va usted?
—A la ciudad, señor —dijo el negro murmurando.
—¿Es que le toca salir hoy?
—No, señor.
—¿Entonces?
—No quiero seguir trabajando aquí.
—¿Por qué?
Basilio escarbó con los dedos de los pies en el suelo, mas no respondió.
—¡Hable, hombre, hable! ¿Qué le ha ocurrido?
—Es ese perro. Y los peces.
Basilio apenas podía hablar. Peabody pudo ver que estaba completamente descompuesto y de una palidez amarillenta.
—Ya le dije, señor, que si el perro se metía con los peces...
Señaló hacia el patio interior con un dedo tembloroso y prosiguió:
—¡Todos! O casi todos.
Sonó la portezuela del automóvil. Peabody hizo señal a Polly de que se quedara en donde estaba, y ella obedeció la orden perentoria con docilidad sumisa. Blip daba incesantes tirones a la cadena y lloraba tristemente.
—Venga usted. Enséñeme lo que ha ocurrido —dijo Peabody, con la sensación de que cierto número de mariposas volaban alocadamente dentro de su estómago. Entró en el patio, y Basilio le siguió sin entusiasmo alguno.
En la luz anunciadora del crepúsculo, el patio presentaba un aspecto claustral y apaciblemente bello. Unos rayos de sol fulgían sobre las palmas argentadas, y sobre las flores amarillas de un árbol «de la suerte». Aves gorjeadoras, de cuellos coloreados como los rubíes y colas de oscura púrpura salían disparadas y se abrían veloz camino por entre las frondas floridas de encendidos tonos. La superficie del estanque remedaba la tersura serena de un espejo. Con excepción del arrullar de un palomo, oculto por un hermoso hibisco, no se veía u oía señal alguna de vida cerca del estanque.
Peabody avanzó hacia él. Basilio le seguía a diez pasos de distancia. El plato de salmón, seco y oscuro ya, estaba cubierto de hormigas y seguía en el bordillo en donde él lo dejó. Un poco más allá, también sobre el borde del estanque, había algo interesante. Una serie de diminutos esqueletos de peces estaban alineados cuidadosamente, alegrada la monotonía de su descarnada igualdad por colas de pescado de tamaño adecuado, negras las unas, purpúreas las otras y de curioso y delicado dorado algunas. ¿Era posible que ni el mismo Basilio diera creencia a la teoría de que Blip era responsable de aquella primorosa simetría?
—¿Qué le hace creer que haya sido Blip quien haya hecho esto? —preguntó Peabody sin darse cuenta exacta de lo que decía.
Basilio alzó los ojos al cielo y murmuró:
—Señor, ojalá haya sido Blip.
—Sí, sí; probablemente ha sido el perro. Bueno, pues no se preocupe usted. No ha tenido usted la culpa. Yo me encargo de reemplazar los peces por otros iguales.
—Yo me dije que el perro se los comió. Le he visto una vez tirarse al estanque detrás de los peces. Pero... el perro está seco. Yo no me he dado cuenta de que se haya apartado de mí en todo el día. Y me ha parecido notar que no quería venir al patio. Pero alguien se ha comido los peces... y ha puesto luego las raspas así...
Peabody arrancó una gran hoja de una planta, que, si no recordaba mal, se llamaba oreja de elefante. Envolvió en ella los restos mortales de los pececillos.
—Lo siento, Basilio. Yo mismo me encargaré de regañar a Blip; pero no le diga usted nada a la señora, haga el favor.
—Yo no le voy a decir nada a nadie. Yo me voy a la ciudad.
—Vamos, sea razonable. No puede usted...
Peabody se interrumpió, comprendiendo que era inútil razonar. El muchacho estaba evidentemente aterrado y tan seguro como él mismo de que Blip no se había comido los peces.
—Está bien, Basilio. Si está usted decidido a irse, más vale que lo haga. Diga usted en casa de Eccles y Butts que le paguen. Y diga usted a las criadas que se fueron lo mismo de mi parte.
—Gracias, señor. Adiós, señor —dijo Basilio, mostrando todos sus espléndidos dientes en una abierta sonrisa.
Salió del patio sin perder un segundo. Peabody le siguió más despacio para liberar a su perro y a su esposa.
Blip dió muestras de un placer atemperado. Polly, ninguna.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
Peabody se encogió de hombros.
—Basilio se ha despedido. Dice que Blip ha cogido y se ha comido uno de los peces de Kitty.
Blip saltó sobre el regazo de su ama y le lamió la nariz sin ser reconvenido por ello.
—¡Pobrecillo! —dijo Polly—. Tendría hambre.