8 SIRENA DE TIERRA

YA sentado junto a Hilary, Peabody permaneció observando cómo Cathy observaba a Polly. Resultaba patente que Polly lo estaba pasando muy bien. Tenía la cara iluminada por la alegría y reía con frecuencia. Cathy parecía estar divirtiéndose menos. Estuvo contestando con aire abstraído las frases de un hombre gris que se le había acercado, en tanto que se ponía un gorro blanco de goma, bajo el cual ocultó cuidadosamente la encendida cabellera. Luego se lanzó decididamente al mar y se alejó nadando con brazadas poderosas, rítmicas y competentes.

Estuvo Peabody contemplando el gorro blanco en su curso a través del agua azul, apenas escuchando las palabras del muchacho de las gafas, el cual le recordó, no de manera desagradable, un novillo manso. El marido de Hilary estaba discurseando acerca de las maravillas de la vida submarina del mar Caribe, en obsequio de dos oficiales de la Policía, el coronel Mandrake, comisario de Policía, y un tal capitán Whitby. Ambos habían venido «para tomar un bocado», interrumpiendo su camino hacia algún lugar al cual los reclamaba su obligación. Habían rechazado las bebidas que les fueron ofrecidas, y estaban concentrando su atención en aquellos instantes sobre dos platos colmados de tortuga y solomillo. Ninguna otra persona a la vista de Peabody se había preocupado aún de los manjares ofrecidos para su refrigerio festivo. En compensación, una procesión continua de vasos iban y venían desde la cabaña.

Prosiguió con su discurso el biólogo, con igual énfasis y ordenada coherencia como si estuviera pronunciándolo en el aula. Su mujer le miraba con amor y complacencia. Los oficiales de Policía comían tranquila y constantemente y le escuchaban. Peabody se abandonó a conjeturas caprichosas, cobrando en tanto el convencimiento de que la biología submarina estaba aún en su infancia y que sus misterios esperaban todavía ser desentrañados y clasificados. Brown era hombre de conversación interesante, y parecía profundamente versado en la disciplina en que estaba especializado. Pero en aquellos instantes, otros pensamientos exigían atención considerada en la cabeza de Peabody. ¡Qué calor daba el sol! Y el cocktail le había dado sueño.

Decidió encontrar aquel mismo día respuesta a la pregunta que le tenía preocupado: ¿Sería el peine dorado propiedad de Cathy? La cosa parecía segura. ¿De quién pudiera ser, si no? La mujer nadaba admirablemente. Allí estaba su gorrito blanco, a una distancia realmente temeraria de la playa. La comparó con la veintena de muchachos y muchachas que jugaban y gritaban a la orilla. Polly, nadadora de la escuela antigua, se había abstenido, muy prudentemente, de mojarse ni tan siquiera los pies, aunque había dejado su ropa colgada en una rama, con notable beneficio para la exhibición de su innegable buen tipo.

La tarde anterior, Peabody creyó ver en Cayo de Oro a una mujer de piel blanca como la plata y cabellos más pálidos que las doradas espigas de un trigal. La piel de Cathy tenía la tonalidad del ámbar, pero entre la luz crepuscular y los ojos de Peabody, la divergencia pudiera deberse a una ilusión óptica.

Esta Cathy tenía que ser, indudablemente, persona poco corriente, que se bastaba a sí misma, dada a la soledad y al misterio y dotada de inclinaciones románticas que la impulsaban a ir una y otra vez, con peligro nada despreciable, a una islilla desierta en donde expresaba las ansias ocultas de su corazón con canciones desazonadoras. ¡Qué poco entienden las mujeres a las mujeres!, pensó. Incluso Polly, esencialmente buena, se había unido a la jauría femenina que siempre se muestra dispuesta a arremeter contra cualquier mujer subyugadora. Polly ya había decidido, por anticipado, que Cathy no le sería simpática. Era una verdadera pena.

Peabody exhaló un ruidoso suspiro y se dió cuenta inmediatamente de haberlo hecho. Afortunadamente, nadie le hizo caso. Los dos oficiales ya podían ver el fondo de sus platos, y el biólogo estaba explicándoles las enfermedades hereditarias de las esponjas. Peabody podía seguir absorto en sí mismo sin que nadie lo resintiera.

Tal vez era natural que Polly sintiera animadversión contra Cathy. Pero ¿qué pudo Cathy hallar en Polly para encontrarla merecedora de tan atento escrutinio? Polly no tenía nada de notable.

Se le ocurrió de repente que lo que Polly pudiera tener de notable para Cathy era su habilidad para conservar junto a sí al comandante de los ojos azules, estando por allí cerca Cathy. Este pensamiento le produjo disgusto manifiesto, pues aludía a detalles ingratos acerca de la manera de ser de la beldad de Cayo de Oro. Después de todo, el cayo era suyo, de Peabody, y en él nada tenía que ver ni que hacer el comandante Hedley. Pero tal vez la deducción fuera errada. Parecía poco probable que una mujer como Cathy sintiera interés alguno por los comandantes británicos, aburridos y entrados en años. El hombre tenía cincuenta años. El mismo se lo había dicho.

—Creo que se ha dormido usted —le dijo una voz acusadora.

Hilary le ofrecía un plato.

—Le he traído a usted su comida —le dijo.

—¿Cómo? ¡Oh, ah! Muchas gracias. ¿Por qué se ha molestado? Y no me he dormido.

No obstante los dos oficiales habían desaparecido, y el biólogo estaba bañándose en el mar. Peabody comenzó a comer con gusto.

—Tiene usted un cedazo de tomate en la barbilla, y me parece que será mejor que se lo quite —dijo Hilary— porque en este momento se dirige hacia nosotros una beldad, la beldad, y supongo que el único motivo que puede traerla aquí es su deseo de conocerle a usted.

Y, en efecto, Cathy se dirigía hacia ellos con pasos largos y elásticos. Se había quitado el gorro blanco de goma y, en aquellos momentos, sacudía la cabeza para liberar su espléndida cabellera cobriza.

Peabody se puso en pie trabajosamente, metió el barriguín con gesto automático, memoria de otros tiempos, y ensayó otro gesto, destinado a echarse atrás un pelo que ya no existía. El corazón le latía alborozadamente, y todo él guardó con emoción indefinible el momento de oír la voz de la mujer que se aproximaba. Cathy alargó a Hilary sus dos manos del color de la miel, y Peabody observó con dolor que las manos estaban afeadas por uñas muy largas y pintadas de color rojo oscuro. A Peabody no le gustaban las uñas rojas.

—Me acabo de enterar que nos dejas mañana —dijo Cathy—. ¡Qué pena! ¿Qué vamos a hacer sin ti?

Tenía la voz baja y seductora, pero Peabody, sin darse cuenta de ello, se sintió decepcionado.

—También a nosotros nos duele el irnos. Pero yo me conozco Santa Gilda. En el mismo momento en que nos hayamos ido, ya no volveréis a acordaros de nosotros.

—Sí que nos acordaremos de ti. Eres muy especial tú para que te podamos olvidar. Lo que pasa en Santa Gilda es que siempre hay gente nueva e interesante— y, al decir esto, sus ojos grises bordeados de pestañas negrísimas acariciaron durante un segundo a Peabody.

—Creo que no conoces a Arthur Peabody. El y su mujer han alquilado la casa de Kitty.

—Ah, ¿sí? No lo sabía. ¡Estupendo! Kitty es adorable, ¿verdad? Y su casa me chifla —dijo dirigiéndose a Peabody—. Es mi hogar espiritual. Es parte de mí. Estoy segura de que me va usted a ser muy simpático 8, lo cual será maravilloso, pues no sé qué sería de mí si no pudiera ir a Villa Marina con toda libertad. La vista, el patio y ese fascinador estanque lleno de peces...

—Venga usted siempre que lo apetezca, naturalmente —dijo Peabody.

—¡Qué amable! No crea que voy a echar en saco roto esa invitación. ¿Está aquí su mujer? Quiero decir en el picnic.

—Sí. Anda por ahí.

—¿De veras? Creo que no la he visto, pues me doy buena maña para descubrir cualquier cara nueva. Espero que nos haremos muy buenas amigas las dos.

Hilary se levantó inesperadamente.

—Tengo que dar una vuelta, y hablar con unos cuantos. Antes de irnos le daré a usted nuestra dirección, Peabody, en la esperanza de que vayan algún día a vernos en Wood’s Hole.

—Muchas gracias, Hilary. Desde luego, desde luego —dijo Peabody, aterrado.

Aterrado, porque Hilary se iba y le dejaba a solas con Cathy, y Cathy era aterradora. Mientras Hilary se alejaba a buen paso hacia la cabaña, Cathy pareció querer acabar de abrumar al infeliz Peabody. Le disparó a quemarropa las miradas de sus ojos grises y asombrosos. Peabody se sintió perturbado por las pestañas y se encontró preguntándose cómo se las arreglaría para colocárselas en los párpados.

—Siempre es fácil saber inmediatamente qué gente nos va a ser simpática, ¿verdad? —dijo Cathy.

—¿Sí?

La respuesta de Cathy fué una sonrisa. Tenía muy blancos y regulares los dientes. Vistos desde tan cerca, sus labios, excesivamente pintados, parecían casi negros. ¿Por qué, se preguntó Peabody, y no por primera vez, tienen las mujeres que llevar todas esas cosas en la cara en la playa?

—No llevan ustedes aquí mucho tiempo, ¿verdad? Santa Gilda es un sitio muy raro, ¿no lo sabe? Pueden ocurrir las cosas más extrañas. Y muchas veces ocurren. Yo le puedo decir a usted muchas cosas que le convendría saber. Esto es muy complicado. No es la vida aquí lo sencilla que parece a primera vista.

—No espero encontrarme con ninguna complicación. He venido aquí para descansar. He estado bastante enfermo y...

—Nadie espera complicaciones. Aquí sobre todo; le ocurren a uno de la manera más imprevista. Vamos a dar un paseo por la playa y a alejarnos de toda esta gente. No puedo aguantarlas multitudes. ¿Y usted?

—No me perturban de manera especial. Pero en este momento me estaba preguntando si no debiera ir a ver si Lady Potts...

—Mi consejo —dijo Cathy riendo— es que tenga usted lo menos posible que ver con ella. Es una arpía, una verdadera arpía, y le devorará a usted si se lo permite. Vamos por la izquierda, por donde hay menos rocas.

Peabody se rindió a una fuerza superior que la suya y echó a andar. Se sentía halagado y, al mismo tiempo, intranquilo. Aquella bellísima mujer que caminaba a su lado le estaba dedicando su atención por completo y procurando darle la impresión de que Arthur Peabody era una persona importante. Mucho hablaba, pero todas las mujeres eran parlanchinas, y la cosa no era grave si uno no prestaba excesiva atención a lo que decían. ¿Cuál sería el momento oportuno para rogarle que cantara? La acababa de conocer, pero ya una cierta intimidad parecía ir surgiendo entre ellos. Peabody miró hacia atrás. Ya los invitados de Lady Potts eran meros puntitos salpicados en la playa, de la cual se encontraban ellos dos a una milla de distancia. ¿Qué clase de paseo le gustaba dar a Cathy?

Como si Cathy contestara a la pregunta no formulada, en aquel preciso momento se sentó sobre una roca y miró a Peabody. Peabody procuró recordar de qué le había estado hablando ella. Su cabeza había venido sufriendo todo el día de una confusión extraña. Afortunadamente, Cathy siguió hablando.

—Y por eso sé que si usted quisiera emplear a fondo sus facultades, sería usted una persona de fuerza extraordinaria. Una verdadera potencia...

Peabody decidió emplearse a fondo y ser una verdadera potencia.

—¿Quiere usted cantarme algo? —preguntó.

Cathy le miró, profundamente sorprendida.

—¿Cómo sabe usted que canto?

—Lo sé instintivamente. Estoy ardiendo en deseos de oírla cantar.

Cathy le miró con acrecentado interés. Tal vez, se dijo, el marido de aquella mujer no fuera tan insignificante como a primera vista pudiera parecer. Quizá la ocupación de dar celos a Ronald no fuera a resultar tan tediosa como se había figurado. Acaso aquel hombre escondía bajo su aspecto baladí fuegos insospechados. En aquel momento la estaba mirando como si su vida dependiera de la respuesta que ella diera a su petición.

—No puedo cantar sin acompañamiento —objetó.

—Sí puede usted. Canta usted sin él —dijo Peabody, con cierta brusquedad.

Cathy subió las cejas.

—Está bien. Canto sin acompañamiento. Voy a cantarle algo. ¿Qué ha de ser?

—Lo que quiera. Lo que sea que cante usted cuando se encuentra sola.

—Un minuto. Voy a ver si se me ocurre algo.

Brillaba ardiente el sol sobre la playa blanca y polvorosa, en la cual se destacaban las rocas grisáceas y comidas por los siglos, con sus siluetas punzantes y erizadas. Cathy estaba recortada contra el firmamento azul y contra un mar que mostraba tonalidades de mayor profundidad azulina que el cielo. Le colgaba la magnífica cabellera cobriza sobre los fuertes hombros cuadrados, y sus piernas largas y esbeltas, saliendo del bañador negro, estaban extendidas ante ella. Peabody la contemplaba con una intensidad casi dolorosa, y ella se sometía a la observación escudriña dora con placentera tranquilidad. Cathy sabía perfectamente que era hermosa. En medio del silencio sosegado del mar y del silencio tenso de Peabody, la mujer comenzó a cantar.

Eligió la canción Mon coeur s'ouvre à la voix, y la cantó bien. Su voz, dulce y cultivada, se alzó por encima de las aguas, afinada y fuerte. Era una voz de soprano, rica, potente y admirable.

Mientras cantaba, tenía los ojos fijos sobre Peabody. Vió en su cara una expresión curiosa. La tensión que antes pudo observar desapareció para dejar lugar a algo que le pareció alivio.

Así que acabó la canción, Peabody le dió las gracias efusivamente y alabó su voz y su escuela ditirámbicamente.

Peabody se sintió profundamente gozoso al advertir que aquella no era la voz que había escuchado en Cayo de Oro.