5 INFLUENCIAS DE SANTA GILDA

COMIENZO a creer, Polly, que su marido es un ser puramente hipotético —dijo Lady Potts—. Como le estaba diciendo, en Injah Lionel gobernaba un distrito mayor que Gran Bretaña, y es natural que esto me parezca un villorrio, sin valor alguno como colonia. Realmente, nadie que ha llevado la clase de vida que yo podría aguantar Santa Gilda ni una semana, si no fuera por el clima. El clima, preciso es reconocerlo, es admirable, y cuando una tiene mis años comienza eso a tener su importancia. Naturalmente, usted no tiene que pensar en semejante cosa ni mucho menos. ¿Cuántos años me dijo usted que tiene?

—No he dicho... Treinta y cuatro —respondió Polly impulsivamente, y enrojeció al preguntarse qué le habría hecho mentir de tan descarada manera.

—¿De veras? ¡Maravillosa edad! Nadie lo diría —dijo Hedley mirándola fijamente, mientras Polly sentía que su rubor le bajaba hasta la garganta.

Lady Potts no hizo ningún comentario.

Polly se dijo que, en cualquier caso, la edad que ella pudiera tener era un asunto que solamente a ella concernía; que aquel hipopótamo no tenía derecho alguno a preguntar tal cosa; que mientras permaneciera en Santa Gilda continuaría teniendo treinta y cuatro años, por encima de todo, y que era menester avisar a Arthur para que no cometiera alguna indiscreción acerca del asunto.

—¿Otra taza de té, Lady Potts? —preguntó en voz alta.

—Muchas gracias, tomaré otra. Con leche, pero sin azúcar. Tengo que tener cuidado con la línea —respondió Lady Potts, al mismo tiempo que elegía el trozo más grande de bizcocho de coco, y se reclinaba en su cómoda silla.

Hedley rió silenciosamente, y comentó:

—Yo diría que hay en Santa Gilda cosas más interesantes que cuidar que su línea, y estoy segura de que usted piensa lo mismo.

Lady Potts sonrió al oír esto. Sus ojillos sagaces y maliciosos se fijaron sobre el comandante, medio enterrados entre rollos de sebo.

—Es usted un picarón, Ronald. Realmente no sé por qué me gusta usted tanto, como no sea porque es usted tan guapo. Polly se va a formar una idea completamente falsa acerca de mí si le hace caso a usted. Tenga usted mucho cuidado con él, Polly: es el hombre más malo de Santa Gilda.

Hedley miró a Polly, que pudo ver el profundo color azul de los ojos del comandante, que destacaba sobre el color atezado de su rostro agraciado.

—Polly tiene sobrada inteligencia para formarse una opinión acerca de mí —dijo el comandante—. Y confío que tenga muchas oportunidades para hacerlo con tranquilidad.

Lady Potts cerró sus ojillos y comenzó a temblar a impulsos de la risa. Sus piernas desnudas y fofas, no poco semejantes a las columnas de mármol caídas de un templo en ruinas, temblaron también. Polly no comprendió en qué consistía el chiste, pero sonrió cortésmente. El comandante conservó su gravedad.

—Polly podrá formar su opinión acerca de todos nosotros —dijo Lady Potts sentenciosamen te—. Va a conocer a todo el mundo aquí. Se lo he prometido a Kitty y lo cumpliré. Naturalmente, tendré que presentarla a Cathy, aunque mucho me temo que no congeniarán.

Hedley contempló tristemente su vaso, y pareció darse cuenta por primera vez de que estaba vacío.

—Déjeme que le dé otro whisky —dijo Polly—. ¿Quién es Cathy?

—Con agua, por favor —respondió Hedley—. No tomo soda nunca. En estos climas es mucho mejor olvidarse de la soda con el whisky. Tomándolo con agua se suprime la resaca del día siguiente.

—¿Quiere usted explicarle a Polly quién es Cathy, Ronald? ¿O prefiere que lo haga yo?

—Lo va usted a hacer, en cualquier caso...

—dijo Hedley, encogiéndose de hombros.

—Como si alguno de los dos pudiéramos decir algo... Cathy Livingstone. Pero si eso de Livingstone es su nombre de soltera, el apellido de alguno de sus maridos o el nombre profesional de teatro, eso no lo puedo asegurar. Porque trabajó en el teatro, ¿no es cierto, Ronald?

—Creo que sí. Tiene una voz preciosa. De hecho es una mujer encantadora.

—Naturalmente, todos los hombres la adoran. Es la niña de moda de este año en Santa Gilda, si es que es eso lo que se les llama aún.

—No puedo decirlo —respondió Polly—. La verdad es que creo que ya hace mucho tiempo que no oigo esa expresión. Pero sé lo que quiere decir usted. Aunque haya cambiado la frase coloquial, el tipo persiste.

—La cosa carece de importancia. El caso es que Cathy conoce a todo el mundo y va a todas partes, incluso al Palacio del Gobernador. Naturalmente, cuando Lionel era el Gobernador de la isla, la vida social aquí era completamente distinta. En aquellos tiempos sabía una la clase de gente que era recibida en el Gobierno. Pero de eso hace ya treinta años. Hoy... En fin, ya sabe usted lo que ocurre después de todas las guerras, y aquí...

—Aquí todo va a casa de Potts 6.

Lady Potts le miró afectuosamente.

—No sé lo que haría sin él. No tiene usted idea lo útil que me resulta.

—No obstante —dijo el comandante—, me ha prometido buscarme una esposa rica.

—¿La esposa de quién? —preguntó Polly.

Lady Potts rió de muy buena gana. Polly procuró no mirar las piernas, que temblaban más que antes.

—¿No tiene usted una mujer propia en alguna parte, Ronald? ¿O estoy confundido? Realmente no lo recuerdo; pero es de suponer que la tendrá en algún sitio.

Apareció en esto tímidamente en la puerta el señor de la casa, admirablemente tropical, todo de impecable blanco y cuidadosamente almidonado. La corbata ponía en la blancura una muy alegre nota, con la cual competía el rojo subido de la nariz y de la frente cruelmente quemadas por el sol. Polly, que se dió cuenta inmediata de la sencillez grisácea del atuendo de Hedley, decidió que su marido no se había vestido con discreción o buen gusto. Para que no tuvieran los visitantes tiempo excesivo en que examinar al fulgente Peabody, Polly dijo rápidamente:

—Téngala o no la tenga, yo tengo un marido encantador, y aquí está, por fin.

—Encantada —dijo Lady Potts—. ¿Qué es usted? ¿Cerdos o acero?

—¿Usted perdone? —dijo Peabody más que sorprendido, y pensando que aquella señora reunía las características más esenciales de las dos cosas; pero que, indudablemente, la esotérica pregunta se refería, sin duda, a alguna otra cosa.

—Zapatos —respondió Polly, firmemente, por él—. Y existen muchas otras posibilidades. América es un país muy grande. Lady Potts —añadió, dirigiéndose a Peabody— es muy amiga de Kitty, y se ha ofrecido muy amablemente a tomarnos bajo su protección mientras estemos aquí. El señor Hedley es amigo de Lady Potts. Vino aquí durante la guerra y...

—Y ahora está estudiando para vago profesional. Realmente vine aquí por cuestiones de salud, y no he descubierto ningún motivo para irme de esta isla.

—Sí, comprendido. ¿Quiere usted beber algo?

—Estoy bebiendo todavía. Bueno..., un chorreoncito nada más. Me han dicho que llegaron ustedes ayer.

—Sí —dijo Peabody lentamente—, llegamos anoche. Es una isla extraordinaria.

Le parecía que llevaba en Santa Gilda mucho tiempo.

—¿Usted cree?

—¿No opina usted lo mismo?

—Francamente, no. Supongo que llevo aquí demasiado tiempo. Uno de estos días voy a tener que hacer un esfuerzo y trasladarme a algún otro lugar.

Lady Potts enlazó su vasto brazo con el de Polly.

—¡Qué bobadas dice usted, Ronald! Sabe perfectamente que le encanta esto y no se marchará por nada del mundo. Y ahora, Peabody, voy a sacar a su mujer a la terraza para hablar del picnic. Ustedes dos se quedan aquí y pueden hablar de mí todo lo que quieran. No me importa en absoluto.

—¿Picnic? ¡Ah, picnic! —dijo Peabody, mirando a su mujer desconsoladamente.

—Lady Potts nos ha pedido que le prestemos la cabaña de la playa para dar su picnic —dijo Polly.

—Kitty siempre me la presta —explicó Lady Potts—, y he supuesto que a ustedes no les importaría hacer lo mismo, por lo cual he hecho mis planes como siempre. Supone mucho trabajo, y espero que su mujer me ayude a que todo salga bien. Naturalmente, será una ocasión excelente para que conozcan ustedes a todos los que hay que conocer en la isla.

—Claro, claro —dijo Peabody.

Cuando se retiraron las dos mujeres, Peabody contempló el insólito espectáculo de su mujer, movida por una fuerza superior a la propia, que salía por el balcón que daba a la terraza. Luego se sentó para entretener como pudiera a aquel desconocido moreno y bien parecido, de ojos azules y boca con gesto de amargura. No se parecía en absoluto a ninguno de los amigos de Peabody, y éste se sintió vagamente desconcertado.

—Me dicen que la pesca es magnífica aquí. ¿Ha pescado usted mucho?

—Poco. He salido un par de veces; pero la verdad es que no me gusta mucho el mar.

—No se me hubiera ocurrido. Debe usted de encontrar la vida poco agradable en una isla.

—No encuentro la vida demasiado agradable en ningún lugar —dijo Hedley—. Este es un sitio abominable; pero la diferencia con los demás no es muy grande.

Peabody volvió a llenar los vasos. Hedley no protestó. Callaron ambos durante un breve espacio de tiempo. Peabody se encontraba con la cabeza excesivamente ligera, y se daba cuenta de su estómago vacío. Miró esperanzado hacia la mesa del té; pero todos los emparedados habían sido devorados, y Peabody decidió que no le atraía la combinación de whisky con bizcocho dulce de coco.

Hedley volvió a hablar, casi con sequedad, como si estuviera irritado por algún motivo.

—No me gusta el mar, supongo que porque me torpedearon en el Canal de la Mancha, en un barco de transporte de tropas. Cuando me recogieron tenía rota la columna vertebral, amén de otras minucias. Me pasé varios meses en el hospital. Luego me enviaron aquí. No pude incorporarme a servicio activo de nuevo. Cuando la guerra acabó me encontré desorientado... Perdone que le aburra con tales historias. A su salud.

—A la suya —respondió Peabody—. No me aburre usted. El reajustarse a la vida después de un golpe de esa naturaleza tiene que ser doloroso y difícil.

—Lo es, cuando uno no tiene nada que reajustar.

—Yo no estuve en el Ejército. Me colocaron detrás de un escritorio. Tengo cincuenta años...

—¡No me diga! —dijo Hedley—. Los mismos que yo. Brindemos por los cincuenta años. Es una edad asquerosa.

—¿Verdad? —dijo Peabody. Se le iba la cabeza. Aquel comandante le resultaba simpático. Sintió deseos de contarle su aventura.

—Óigame una cosa —le dijo—, ¿conoce usted en la isla a alguna mujer que tenga una voz maravillosa?

La cara enjuta y morena del militar quedó desprovista de toda expresión.

—Sí, la conozco. ¿Cómo se le ha ocurrido hacerme semejante pregunta?

—¿La conoce? ¿Quién es?

—Cathy Livingstone canta de manera excepcional. ¿La conoce usted?

—No. No he oído hablar nunca de ella. ¿Es cantante de ópera?

—Pues... que yo sepa... No, no creo. Pero no es imposible. No le puedo decir.

Tuvo Peabody la sensación de que Hedley estaba mostrándose más indiferente de lo que pareciera natural, pero no le preocupó esto. Deseaba averiguar una cosa.

—¿Vive esa mujer cerca de aquí?

—No vive demasiado lejos. Ha alquilado una villa de la playa, como a una milla de aquí, en dirección a la ciudad. Creo que tiene a una tía o algo parecido viviendo con ella. Nunca he visto a la tía. ¿Me permite usted que le pregunte qué es todo esto?

—¿Nada bien esa mujer? Quiero decir excepcionalmente bien.

—Cathy tiene la costumbre de hacerlo todo bien —contestó Hedley, con una sonrisa seca—. Es más que probable que nade como un pez —terminó diciendo, al mismo tiempo que miraba a Peabody con interés considerable.

Peabody comprendió que era menester dar alguna explicación.

—Verá usted. Es que esta mañana me ha ocurrido una cosa extraña. No he dejado de pensar en ello hasta ahora. Quizá usted me puede ayudar a desentrañar...

—Aquí vuelven las señoras —le interrumpió Hedley—. Por lo tanto, si se trata de un asunto personal... Cuente usted conmigo, si en algo le puedo ayudar, aunque yo diría que soy la última persona del mundo para eso. Nos veremos, naturalmente, en el picnic de Lady Potts, y allí verá usted, claro está, a Cathy.

Dejó de hablar en el mismo momento en que Lady Potts, sofocada de placer por el éxito obtenido, entraba como una nave poderosa, pero mala marinera, por la puerta de la terraza. Detrás entró Polly, también sofocada, pero no por el éxito.

¿Lo arreglaron ustedes todo? —preguntó Hedley.

—Polly es un encanto y me va a ayudar en todo —respondió Lady Potts, colocando su mano gordezuela sobre el hombro de Polly—. Me va a dar las cosas de comer del cocktail y hielo. ¿Y no dijo usted que también la ensalada? Pero déjelo ahora. Mañana hablaremos de la ensalada. Realmente no sé qué iba a ser de mí sin mis amigos. Por ejemplo, Ronald. Yo no sé conducir y no sé qué sería de mí y cómo podría ir de un lado a otro si no fuera por Ronald y su estupendo coche. Y ahora, de veras que nos tenemos que ir. Ya hemos dado bastante la lata; pero es que son ustedes dos sencillamente encantadores. Mañana por la mañana temprano la llamaré a usted por teléfono. ¡Adiós, adiós, adiós!

Peabody acompañó a los dos invitados hasta el «estupendo» coche, que resultó ser un Austin Bebé de antes de la guerra. Lady Potts se acomodó con gran dificultad en uno de los asientos. Peabody regresó y se encontró con Polly echada en el sofá y con las manos sobre los ojos.

—No me pasa nada —dijo—. Es ese diablo de vieja. No sé si reír o llorar.

Decidió reír, y se sentó.

—¡La ensalada! —siguió diciendo—. Correrá de nuestra cuenta la servidumbre, carbón de encina para asar los filetes, cuchillos y tenedores y vasos. No sé realmente si el picnic lo va a dar ella o nosotros.

—¿Por qué lo has consentido?

—No lo he podido remediar. No hay quien resista a esa mujer. Y, después de todo, será divertido. Conoceremos a toda la gente de un golpe.

—¿Cuándo es este picnic?

—Pasado mañana. ¿Qué te ha parecido Ronald Hedley?

—No está mal. Algunas veces se conduce un poco raro, como si le hubiera quedado una psicosis de guerra.

—¡Psicosis de guerra! ¿Cómo puedes decir esas cosas? Es sencillamente encantador. Creo que es uno de los hombres más guapos que he conocido en mi vida.

—No está mal, para sus años.

—Es por lo menos diez años más joven que tú. Nunca sabes la edad que tiene la gente. ¿De qué habéis estado hablando?

—De pesca. Y de una mujer que se llama Cathy Livingstone.

—¡Ah! ¡De ésa!

—¿La conoces?

—Me han hablado de ella. Según me ha dicho, Lady Potts anda detrás de Hedley de la manera más descarada y repugnante.

—¿Te ha dicho si Hedley la encuentra... repugnante? —preguntó Peabody con una sonrisa intencionada.

—Mira, Arthur, a ver si no empiezas tú a interesarte por semejante mujer. Ya sabes que te das mala maña para tenorio. ¿Qué te ha dicho él de ella?

—¿Quién?

—Arthur, no seas pesado.

—¿El comandante de los ojos azules? Que canta muy bien.

—No me extraña. Creo que ha sido artista de varietés. El jueves conoceremos a esa hurí. Puede que quiera cantar. Pídeselo tú. Probablemente te hará caso.

Polly se levantó con una sonrisa y se dirigió hacia el espejo que había en una de las paredes de la habitación. Se apretó el cinturón de su traje blanco, ciñéndoselo a su cintura, aun esbelta, y se enderezó. Su aspecto era juvenil y beligerante. Peabody la observó con interés relativo. Santa Gilda comenzaba ya a dejar sentir su influencia sobre Polly. Era indudable que estaba rejuvenecida, pero desgraciadamente no más comprensiva ni cariñosa. Decidió no decirle nada todavía de su aventura en Cayo de Oro. En el estado de ánimo, inducido en ella por la combinación Potts-Hedley, no escucharía de sus labios comentario agradable alguno.

—Puede que se lo pida —dijo.

—Que le pidas ¿el qué? —dijo Polly, abandonando sus pensamientos.

—Que le pida a Cathy Livingstone que cante. ¿Es soltera o casada?

—Pídeselo, desde luego. Te das muy buena maña para domesticar sirenas.