6 DESAPARICION DE UN PEINE
LA mañana siguiente fué desgraciada para Peabody y para Blip.
Blip, bañado con el jabón perfumado de Polly y peinado cuidadosamente, fué encarcelado, y luego sujeto a la ignominia de la cadena hasta quedar completamente seco. Así que recobró la libertad, salió al patio con aire aburrido, despreció olímpicamente el estanque de los peces y fingió sentir un interés profundo por las palmeras y sus troncos. Detestaba aquel repulsivo olor que él mismo despedía; pero la experiencia le aconsejó no ensayar el librarse de él revolcándose en la tierra tentadora.
Peabody, aunque no sufrió encarcelamiento ni detención, no sabía qué hacer. Se encontraba totalmente superfluo. Deseaba hablar con Polly de varias cosas, pero no logró que ésta le atendiera debidamente. Estuvo yendo de un lado a otro de la casa, desasosegado, ocupada la mente con pensamientos que no eran ni lógicos ni coherentes.
Polly se estaba mostrando competente de manera superlativa. Daba órdenes, discutía con Romania, hablaba sin cesar por teléfono, y a la hora de comer le comunicó a su marido que tenía necesidad de ir de tiendas a la ciudad. El picnic del día siguiente dijérase que era una especie de crisis. Polly lo estaba pasando divinamente. Después de informar a Peabody que pensaba ir a la ciudad, añadió, como si se le acabara de ocurrir, si le gustaría a él acompañarla.
Peabody respondió que no; que desde luego que no, que no iría por su gusto a la ciudad, aunque la acompañaría si le podía ser de alguna utilidad. Otros deportes conocía que le resultaban preferibles al ir de tiendas.
Polly respondió que su presencia a su lado no le serviría a ella para nada en absoluto, pero que había pensado que quizá a él le gustara ver la ciudad. A lo que añadió la pregunta concreta de si Peabody necesitaría el automóvil para algo.
¿Qué iba a hacer él?
Probablemente salir en el bote.
¿Otra vez en el bote? En tal caso, Polly se llevaría a Blip a la ciudad, para que la acompañara.
—Perfectamente —dijo Peabody.
Ya solo, Peabody fué andando por la cuesta abajo hasta llegar a la cabaña de la playa. Comenzó a pasear por ésta inquietamente, atormentado por su propia indecisión. Pensó nadar un rato en el agua en calma, pero pronto rechazó la idea. Había bajado hasta allí con la idea de salir en el bote, y ahora estaba dudando, como si el hacerlo o no hacerlo fuera algo de inmensa importancia. Era pueril, era grotesco y se sintió profundamente enojado consigo mismo por aquellas vacilaciones necias. No tenía necesidad de salir en el bote si no sentía deseos de hacerlo. ¿O acaso sí existía tal necesidad? No; claro que no existía. Igual podía regresar a la casa y coger un libro. Y eso era, exactamente, lo que iba a hacer. No iba a meter las narices en asuntos que no eran de su incumbencia, norma que había seguido toda su vida con excelentes resultados.
«¿Excelentes resultados? —preguntó otro Peabody, menos habitual—. ¿Excelentes? ¿A qué te ha conducido esa norma? Cincuenta años tienes. Y ¿qué eres? Espectador de inocencia sin rival, que se limita a echarse a un lado para que pase la Vida. De la cual, por cierto, ya no te queda mucha.»
«No es sensato buscar el peligro —replicó el primer Peabody—. Nada tengo yo que ver con las gentes que decidan ir a Cayo de Oro.»
«¿Nada? ¿De quién es esa isla? Y ¿crees que vas a poder dormir a gusto si no averiguas lo que deseas averiguar?»
«Pero ¿qué deseo averiguar?»
«No tengo ni la más remota de las ideas. Pero sabes que esto no lo puedes dejar así. Sabes también que tienes que volver al Cayo.»
Diez minutos más tarde, Peabody navegaba con rumbo al mar abierto en el Amberjack. Ya comenzaba a caer la tarde. La ensenada formada por la playa estaba tranquila como un estanque y apenas soplaba una levísima brisa. Al principio, apenas pudo ganar camino. Avanzaba durante unos minutos, cesaba el viento y el barquichuelo era nuevamente arrastrado por la marea hacia la playa. Incluso cuando la brisa soplaba se movía con gran lentitud. Peabody no pensaba en nada. Ya no sentía impaciencia, sino únicamente una expectación profunda.
Cuando, al fin, se acercó al extremo de la playa, ya el sol comenzaba a declinar y el viento se hizo aún más débil. Al Sur veía la punta aguda del triángulo de Cayo de Oro. Ancló en un punto desde el cual la cima rocosa quedaba justo a su vista, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar, vigilante, el tiempo que fuera menester.
El sol, hinchado monstruosamente en el horizonte, encendía las rocas del derrumbadero hasta tornarlas en ascuas candentes. El cigarrillo de Peabody cayó al mar y se alejó flotando. Abrió los ojos más y buscó sus gafas.
No cabía duda de que alguien había sentado en el pétreo cornijal que estaba observando.
Esforzó la vista, ya ayudada de las gafas, para ver con mayor claridad. ¿No era aquello una mujer desnuda, una mujer de cuerpo increíblemente blanco teñido de tonalidades de madreperla por la puesta de sol, una mujer de pelo largo y dorado? La figura, vaga y deslumbradora, permaneció inmóvil, como una estatua.
La ligera brisa, que según cayó el sol se fué haciendo más débil, ahora cesó por completo. Peabody levó el ancla, sacó los rudos y pesados remos y comenzó a bogar. Según se aproximaba al Cayo, las grandes rocas que salían del agua ocultaron el cornijal a su vista. Una absoluta quietud había descendido sobre el golfo, rota únicamente de tarde en tarde por el grito de un ave que volaba por encima de la tierra lejana. Incluso el murmullo incesante de la escollera se había hecho más dulce y callado. Peabody creyó poder oír los latidos de su propio corazón.
En tanto que avanzaba lentísimamente hacia la punta de la islilla, no se le ocultó la ridiculez de su situación. Allí estaba él, Arthur Peabody, espiando a una mujer, cometiendo lo que merecía ser clasificado, por lo menos, de soberana y grosera impertinencia. No tenía su actitud justificación alguna mirárase desde donde se mirara. El asombro que la propia conducta le inspiró, únicamente pudiera ser comparado con la determinación obstinada de seguir conduciéndose de aquella manera, por encima de todo. Su conciencia y su educación le impelían a que diese alguna señal de su aproximamiento. Era lo menos que podía hacer. Mas no hizo caso de tales pensamientos, y siguió impulsado exclusivamente por la emoción del cazador que busca sorprender a su pieza.
Sin sentir en absoluto su timidez acostumbrada, experimentando, por el contrario, una creciente certidumbre de su capacidad para hacer frente a una situación que, evidentemente, requería cierto tacto y diplomacia, dió la vuelta a la última roca y se detuvo suavemente a la vista del cornijal.
Estaba vacío por completo.
Peabody buscó ávidamente con la vista por encima de las rocas desnudas. No había nadie en el pequeño promontorio. Estaba solo, en medio de un silencio total. La desilusión que se apoderó de él fué tan aguda como su contrariedad. Hasta aquel momento no se dió cuenta exacta de la certidumbre que había sentido acerca de la presencia en Cayo de Oro de alguien. Y no había nadie. Se había engañado miserablemente.
Permaneció largo rato sentado, con las manos sujetando la cabeza humillada, dejando que la desesperación y la tristeza le anegasen por completo. Tuvo conciencia de sentirse infeliz de manera positiva, pero le hubiera sido difícil decir por qué. Nada había que justificara aquella sensación de autopiedad y de melancolía. Pensó ver a una mujer en el cayo. Erró. Y nada más. Ninguna calamidad le había acontecido.
Realmente, nunca le ocurría nada. Su vida se desarrollaba con absoluta placidez, sin peripecias. Lo mediocre le era inherente. Era éste un estado de nada despreciable comodidad. No tenía derecho alguno a sentirse desgraciado; pero, no obstante, tenía lástima de sí mismo. Algo de suprema importancia se le había escapado, ¡y ni siquiera sabía qué era!
Sabía, empero, todo aquello que no era. No; no se sentía fustrado. Su vida doméstica era placentera; no sentía ambiciones desmedidas que le hicieran apetecer dolorosamente la fama o las riquezas; no sentía ansias de ser paladín de perdidas causas; no le desvelaba por la noche la consideración del precario estado en el que el mundo se hallaba; no se aceleraba su pulso de manera apreciable al ver a una mujer bonita; y en cuanto al vino y a la disolución, tenía a ambos rígidamente disciplinados y no le causaban trastorno alguno. ¿Qué le pasaba, entonces? Era sencillamente ridículo sentirse deprimido porque en Cayo de Oro no abundasen las bellas bañistas. Y decidió que lo mejor que podía hacer era volver a casa, pues con tan tenue brisa el hacerlo le llevaría probablemente un tiempo considerable.
Mientras izaba la vela recordó repentinamente el peine de oro. Antes de partir era necesario comprobar si seguía en el mismo lugar. Recordó el sitio en que él lo había dejado, y, usando los remos, acercó la embarcación al punto deseado, hasta que su proa rozó con el rocoso atracadero natural.
El peine había desaparecido. De nuevo, Peabody sintió una interna excitación que hizo desaparecer su melancolía. La propietaria del peine había regresado. No había error alguno en las suposiciones de Peabody, y, en efecto, había visto allí a una mujer.
Lo que le resultó más difícil fué el encontrar una hipótesis que explicara la rápida y total desaparición de la mujer vista. No se divisaba bote o barca que pudiera haber usado. Pero fuera quién fuera la mujer, una cosa era segura: había estado allí y se había vuelto a ir. El cayo estaba desierto a la sazón. La misteriosa mujer ya no volvería aquella tarde, y, por tanto, decidió Peabody era inútil esperar más tiempo.
Una ligerísima brisa movió suavemente la vela. Comenzó a abalanzarse sobre el mundo la súbita oscuridad crepuscular de los trópicos. Fué largo el viaje de regreso, navegando las aguas teñidas de oscuro por el ocaso fulminante. Le pareció que pasaron varias horas antes de lograr desembarcar en el atracadero. Cuando se inclinó para amarrar la embarcación al muelle, le temblaban las manos y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
En el momento en que estaba asegurando la estacha con doble nudo marinero a la argolla del muelle, sus manos apretaron convulsivamente la cuerda y sus oídos escucharon atentos. Cesó el escalofrío. Se sintió entrar en calor, y que con el calor, una gran felicidad le invadía. Desde la lejanía, a través de las aguas en calma, le llegaron unas notas melódicas esfumadas. No cabía duda. Alguien estaba cantando en el islote que hacía poco tiempo dejó él.