19 LA LIBERTAD DE PRENSA
NO, señor —dijo el empleado del Hotel Princess—. No hay aquí ninguna señora de Peabody.
Peabody regresó al taxi que le esperaba en la calle. Había tomado la precaución de salir al encuentro del taxi para que no llegara hasta Villa Marina. No veía necesidad de complicar más las cosas, y Min se encontraba durmiendo en la mitad del patio, dentro de un nido de almohadones. Cuando a mitad de la tarde decidió que aquél era el momento e ir a la caza de su mujer, le explicó a Min lo que iba a hacer. Si Min le entendió, preciso será reconocer que acogió la noticia con suprema tranquilidad. La mirada que le dedicó fué inescrutable; pero sonrió con buen humor, bostezó y se dispuso a echar una siesta.
—Tendrás que ayudarme, Min —le dijo él, algo nervioso—. La situación pudiera ser un poco difícil al principio.
La sirena no volvió la cabeza. Al parecer, ya dormía bajo los templados rayos del sol.
En el Hotel Royal, Peabody tuvo más éxito.
—¿La señora del perrito? Se ha despedido hace una hora.
—¿Sabe usted adónde ha ido?
—Sí, señor. Ha embarcado en el Lady Sussex.
—¡Ah! ¿Y ha zarpado el barco?
—Sí, señor. A las cuatro en punto. Ya debe de estar en la mitad de la bahía.
Como Peabody no se fuera y se quedara junto al mostrador con expresión indecisa, el empleado le preguntó:
—¿Puedo servirle en alguna otra cosa?
—¿No dejó la señora ningún recado?
—¿Es usted el señor Peabody?
Peabody confesó serlo.
—Sí, dejó un recado. He llamado a su casa, pero no he conseguido contestación. Su señora me encargó que le dijera que el automóvil lo encontrará usted en el garaje del hotel.
—¡Ah! Muchas gracias.
Un muchacho lánguido, de pelo moreno y muy atusado, hizo un esfuerzo y se levantó de uno de los sillones de mimbre del vestíbulo. Tenía la costumbre de mandar durante sus viajes a la redacción de su periódico, para la columna de Ecos de Sociedad, cualesquiera rumores que pudieran ser de interés.
—¿Quién era ése? —le preguntó al empleado.
—Se llama Peabody. De Massachusetts.
—Peabody. Me suena.
En efecto, le sonaba. No hacía mucho tiempo aún que el lánguido mozo había oído de labios del capitán de navío Spears un extraño relato referente a un bostoniano llamado Peabody y una beldad rubia junto a un estanque.
—¿Le ha dejado su mujer? —preguntó.
—No lo sé. Tal vez —respondió el empleado.
—¿Qué tiempo ha estado ella en el hotel?
—Llegó anoche.
—¿Y ha embarcado en el Lady Sussex?
—Sí.
—Deme un sobre de avión y un sello.
Dos días más tarde, la siguiente noticia aparecía simultáneamente en cuarenta o cincuenta periódicos repartidos por todas las ciudades más importantes de los Estados Unidos:
LO QUE PASA EN SANTA GILDA.—En esta ciudad de invierno, en donde el alcohol es fuerte y las cuentas de los hoteles más fuertes aún. Hombre cansado de negocios instala belleza rubia en el estanque de su domicilio. El chiste no merece las risas de la señora del cansado hombre de negocios, de Boston, quien hoy procura arreglar el asunto mediante varios billetes de a mil.
Muy bonito.
El mismo día, Butch Milligan, redactor deportivo especializado sobre todo en asuntos de pesca, del Telegram, de Miami, escaso de noticias y víctima de un terrible dolor de cabeza, como le faltara un párrafo para llenar el espacio que le estaba destinado, se echó para atrás el sombrero, lo que dejó al descubierto su melena gris, atrajo hacia sí la máquina de escribir y redactó lo siguiente:
CUIDADO CON EL RON.—Andy Fleischer, de Coral Gables, y Terre Haute, cuyas hazañas con aparejos de seis anzuelos son comparables con las más sonadas por estas tierras, volvió ayer de una excursión de pesca que le llevó hasta Santa Gilda, y ha regresado con un cuento que merece ser incluido en el Libro de Cuentos Escogidos.
El piloto de Andy tiene un hermano allí, que explota un bar para pescadores, de peces y de esponjas. El hermano oyó el cuento a un cliente, que a su vez lo escuchó, tal vez, de otra persona. Dícese que un bostoniano llamado Peabody ha pescado un manatí en aguas de Santa Gilda que se parece lo bastante a un ser humano para que pudiera serlo. Este manatí, según el informador de Andy, tiene pelo largo y rubio, brazos y de todo. Los cocktails a base de ron en esas latitudes hacen maravillas.
Gerald Mudgely, joven y honrado subdirector del Colonist, de Santa Gilda, que estaba hojeando el Telegram, de Miami, recién llegado a la isla por avión, leyó este párrafo de noticias deportivas con extraordinario interés. Y lo volvió a leer.
Habló al director, cuya superioridad consistía en haber trabajado una vez varios meses en un periódico de Londres, y le preguntó:
—¿Cómo se llaman esos americanos que han alquilado la casa de Keith-Drummond?
—¡Hijo de mi vida! ¿Es que te crees que no tengo otra cosa que hacer sino acordarme del nombre de todos los americanos que desembarcan en la isla?
Dicho lo cual siguió poniendo en un inglés gramatical el discurso del ilustrísimo señor diputado de Cayo, Shirttail. El Colonist tomaba muy en serio las noticias gubernamentales.
—Escucha, Brian —insistió Mudgely—. ¿No se llama Peabody? Estoy seguro de que se llama Peabody. Y es que he estado oyendo estos días unos cuentos que... Claro, no se trata de nada que nosotros pudiéramos publicar. Luego, entre los pasajeros que han embarcado el domingo en el Lady Sussex me encuentro con una señora de Peabody. ¿No crees que vale la pena de averiguar qué es todo esto? Toma, lee.
El director leyó el suelto y no le gustó.
—¡Qué estupideces! Típico de la Prensa yanqui. Pero haz lo que quieras.
Peabody se encontraba en la despensa de Villa Marina, preparando una sencilla comida en una bandeja. Ya habían transcurrido tres días apacibles de manera perfecta, como un sueño placentero. Mediante el sencillo procedimiento de no contestar el teléfono, que había llamado algunas veces durante los pasados días, logró aislarse totalmente del mundo exterior. Las puertas de hierro del patio estaban cerradas con candado, cerrojo y cadenas, probablemente por primera vez en la historia de la casa.
Con gran sorpresa de Peabody, Min resultó no ser problema alguno. Se mostraba dispuesta a comer cualquier cosa que él le ofreciera y a la hora en que se lo ofreciera. Comía poco, pero parecían gustarle las frutas tropicales de la isla, de las cuales había gran abundancia en el jardín. Incluso compartía con Peabody el café por las mañanas sin visible repugnancia. Peabody se sintió muy aliviado así que descubrió que Min no necesitaba alimentarse exclusivamente de peces de colores caros. Pues ya no quedaba ninguno.
La sirena estaba dotada de un tacto admirable. Cuando Peabody volvió solo en el automóvil, de regreso de su fracasada misión, Min estaba esperándole para saludarle. Cuando llegó, le examinó la cara preocupada, apretó con sus manos frescas la calenturienta de Peabody, y se ocultó, discreta y silenciosamente, entre las matas que crecían cerca del estanque.
Peabody se fué a la biblioteca, en donde permaneció durante algún tiempo cavilando y triste; ensayó escribir una carta y rompió en pedazos lo que escribió. Y entonces, a través de la ventana abierta, le llegó el rumor de los cánticos de la sirena. Permaneció escuchándolos en tanto que la oscuridad del crepúsculo iba descendiendo sobre la tierra.
No era el canto de Cayo de Oro ni se le parecía. Las notas de cristal eran dulces y alegres y la melodía era serena, de manera triunfal. Desapareció el desasosiego de Peabody, quien, vencido por el sueño, subió a la alcoba y se dejó caer en la cama. A los pocos segundos estaba tranquilamente dormido.
A la mañana siguiente se despertó como si esperara algo profundamente placentero. Cuando los sucesos de la pasada semana fueron surgiendo recordados en su mente, se dió cuenta de que aquella semana había sido la más asombrosa de su vida. Los examinó con admiración, pero sin miedo. Polly y Priscilla, sus socios y empleados y una procesión inacabable de zapatos y de botas, fueron desfilando vagamente por su cabeza para luego desvanecerse en el remoto planeta a que pertenecían. No volvió a pensar en ellos durante los tres días siguientes.
Peabody colocó una flor roja del hibisco sobre una fuente llena de frutas tropicales, sonriendo al pensar en su propio gesto. Estaba tarareando suavemente, sin pensar en lo que entonaba. Dejó de hacer aquel ruido, que más se asemejaba a ronronear de gato que a música alguna, cuando oyó que alguien llamaba enérgicamente a la puerta de la cocina. ¿Quién podía ser?
—Que se vaya —dijo para sí, sin hacer movimiento alguno.
Fué la llamada repetida con aumentada energía. Luego vinieron dos minutos o tres de silencio.
—Se ha ido —murmuró para sí Peabody.
Sirvió dos tazas de café y colocó un tarro de miel sobre la bandeja.
En aquel momento, la puerta que daba a la despensa desde la cocina se abrió.
—Perdóneme —dijo un muchacho, algo asustado—. Estaba tratando de encontrar alguna criada. No han contestado a mis llamadas, y como la puerta de la cocina estaba abierta... Me llamo Mudgely. Soy redactor del Colonist.
—Pase usted —dijo Peabody secamente—. ¿Qué desea?
El muchacho miró a uno y otro lado, hasta que su mirada quedó fija con profundo interés sobre las dos tazas de café.
—Pase usted al comedor —le dijo Peabody—. No hay mucho sitio aquí.
Una de las ventanas de la despensa daba al patio. Las del comedor miraban al mar.
—Espero que no haya venido a molestarle, señor Peabody. He leído ese suelto del Telegram, y mi intención no es sino ver qué tiene de verdad.
—¿Qué suelto?
Mudgely lo sacó y esperó mientras Peabody lo leía dos veces lentamente.
—¿Qué me dice? —dijo el periodista.
—¿Qué quiere que le diga?
—¿Es verdad?
—Lo es y no lo es —respondió Peabody cautelosamente.
No deseaba que le molestasen. A su debido tiempo, en las circunstancias oportunas y a la gente adecuada, Peabody estaba dispuesto a anunciar su descubrimiento. Pero no en semejante momento y no hasta que Min estuviera a distancia segura de Santa Gilda. Cuál sería el lugar deseable y cómo iba a llevarla hasta él, Peabody aún no lo había decidido. Tampoco había pensado en la posibilidad de visitas de semejante índole a la que estaba sufriendo en aquel instante. Comprendió que sería imprudente negar el asunto rotundamente. Ya había dicho demasiado a algunas personas y no podía permitirse el lujo de enemistarse con la Prensa. El mentir abiertamente era contrario a su manera de ser, como hijo de Nueva Inglaterra, y, además, se temió demostrar incompetencia al hacerlo. Decidió decir la mitad de la verdad.
—Hay algo de verdad en este suelto; pero, naturalmente, es confuso y está muy exagerado.
Mudgely sacó rápidamente lápiz y papel.
—¿En dónde y cuándo lo pescó usted?
Pensó Peabody durante unos instantes, no vió que hubiera mal en dar tales detalles y se los dió.
—¿Qué tamaño tiene este sirenio?
—No sé si esa clasificación es exacta. Tanto es así que hasta que el caso no haya sido estudiado por un biólogo y un ictiólogo, no quisiera que citara usted mi opinión acerca de su especie. No la sé.
—¡Ah! Entonces es que se trata de un ejemplar muy raro.
—Sí. Supongo que no es corriente.
—¿Se parece a un ser humano?
—Ya le he dicho que no quisiera expresar opinión alguna hasta que autoridades competentes expresen la suya. Debe usted comprender mi punto de vista. Si es que mi descubrimiento tiene verdadera importancia científica, no deseo que unas palabras mías pudieran dar a quienes las leyeran una impresión errónea.
—Muy razonable. ¿Lo podría ver?
—Desde luego que no —dijo Peabody secamente, a lo que luego añadió en tono más cordial—: Lo siento, pero en este momento es imposible.
—Supongo que ha tomado usted sus medidas para conservarlo debidamente.
—Esté usted tranquilo. Está recibiendo los más exagerados cuidados, y en cuanto a la alimentación...
—¡Cómo! Pero ¿es que ha logrado usted conservarlo vivo?
—Sí. Está vivo.
—¡Pero eso es maravilloso! Va a ser un reportaje admirable. ¿No puede usted darme una idea de cuándo lo podría ver?
—En este momento, no. Quizá otro día...
—Tiene usted que darme más detalles, señor Peabody, se lo ruego. Hechos. Nada de conjeturas. En el Colonist tenemos cuidado con lo que publicamos y puede usted fiarse de mí. ¿Qué tiene que decirme, por ejemplo, acerca de los cabellos largos y rubios? ¿Es cierto que tiene pelo?
—Hay algo que pudiera pasar por pelo.
—¡Extraordinario! ¿Qué le da usted de comer?
—Pescado.
—¿Pescado? Pero los manatíes —dijo Mudgely, que había consultado el diccionario— son herbívoros.
—¿Lo ve usted? Ya le he dicho que preferiría no discutir el asunto hasta estar seguro del terreno que piso.
—Pero comprenda usted, señor Peabody, que tendré que decir algo. Después de todo, los periódicos americanos ya han recogido la noticia. Para Santa Gilda, la cosa tiene gran importancia y es natural que deseemos dedicarle el espacio que se merece.
—Creo que si, por ahora, se limitan ustedes a informar que he pescado un ser marino poco corriente, el cual entregaré al cuidado de los sabios para beneficio de la ciencia, pronto tendrá usted noticias más interesantes y concretas —dijo Peabody con mayor exactitud de la que él mismo pudo suponer, según conducía al visitante hacia la puerta de la terraza—. Y ahora, si atraviesa usted la rosaleda y la huerta, verá usted una puerta que le llevará a la parte exterior.
—Por lo menos prométame usted la información.
Peabody hizo un gesto de asentimiento.
—Y si puedo serle de alguna utilidad —continuó el periodista— para ponerle en contacto con las autoridades, tendré mucho gusto en hacerlo.
—Se lo agradezco. Ya me estoy encargando de eso.
Peabody regresó a la despensa, exhaló un profundo suspiro de alivio y vió que el café estaba completamente frío. Decidió hacer más. Pero no volvió a canturrear. La roja flor del hibisco cayó al suelo y él no lo advirtió. Una pedrezuela había sido arrojada y había alborotado la paz de su lago espiritual.