18 VACILACIONES DE POLLY
POLLY causó cierta sensación al aparecer en la madrugada del sábado al domingo en el Hotel Royal, de Santa Gilda, y pedir con voces perentorias al empleado encargado de recibir a los viajeros una habitación y un billete para el aeroplano del domingo.
—Tenemos una habitación por suerte, señora. No solemos permitir perros en los cuartos; pero en las circunstancias... Mas en cuanto al aeroplano, los domingos no hay servicio. Haré lo que pueda para el lunes...
—¡Ah! No hay servicio los domingos. Mañana hablaremos.
Se encontraba muy deprimida. Blip, tolerado, la siguió al tabuco mal ventilado, que era lo mejor que el hotel tenía disponible en aquellos momentos en plena temporada. Polly rechazó el pensamiento de que quizá se había conducido con precipitación excesiva. Lo que necesitaba, se dijo, era dormir. Disponía de más de veinticuatro horas para pensar lo que hacer.
Y a la puerta de la habitación, el empleado, al darle la llave, le dijo:
—Naturalmente, señora, se da usted cuenta de que no podrá llevar el perro en el avión.
Blip gruñó.
—Nosotros tampoco permitimos perros en el hotel. Unicamente debido a la hora que es...
—Lo comprendo —dijo Polly sin ánimos y alargando un billete de diez chelines al empleado.
—Muchas gracias.
Era cierto que no podía llevar a Blip en el avión. Eso complicaba las cosas más aún. La vida era terrible.
En el duro lecho estuvo contemplando el mosquitero y el anticuado ventilador. Blip, para protestar de aquellos insólitos y nada agradables acontecimientos, se tumbó en el suelo y comenzó a jadear ruidosamente.
«No podía ser verdad todo aquello —pensó Polly—. No era posible que ella hubiera abandonado a Arthur después de tantos años. Se trataba, indudablemente, de una pesadilla, de la que despertaría de un momento a otro. Pensar que Arthur, ¡Arthur!, hubiera podido hacer semejante cosa era inconcebible.»
Blip se acercó a la puerta, rascó en ella y comenzó a llorar.
—Puedes callarte cuando gustes —le dijo Polly—. No te voy a sacar. Puedes hacer en el hotel lo que quieras. Me tiene sin cuidado.
Dieciocho años de vida como Dios manda para acabar de aquella manera... Arthur, en garras de una aventurera. Pues eso era lo que había pasado, expresado en pocas palabras. Era increíble. Sin duda, se había vuelto loco. Todo ello carecía de sentido. Quizá ella se había equivocado.
Pero no. La había mentido de la manera más descarada. Y ninguna mujer digna podía permanecer bajo el mismo techo que aquella Cathy. Aunque, reflexionó, Cathy no estaba bajo ningún techo.
¡Era tan horriblemente injusto! Todo el edificio de su vida, construido con tantos desvelos, con tantos trabajos, desmoronado en cuanto Cathy lo tocó. Y era irónico. Ella fué siempre tan absolutamente intachable... Había permanecido generosamente junto a Arthur, marido el menos emocionante de cuantos pudieran encontrarse, y había rechazado todas las tentaciones que surgieron en su camino. Pues hubo momentos malos en su vida durante aquellos dieciocho años, a los que ella se había sobrepuesto sola y sin ayuda. Nunca tuvo Arthur sospecha de sus momentos de rebelión, de las noches pasadas en claro.
Procuró pensar en Cathy fríamente, y se preguntó, perpleja, qué pudo ver en Arthur. No se preguntó lo que Arthur vió en Cathy. Esto lo deploraba, pero lo comprendía.
«¡El muy estúpido!», se dijo, airada.
Una ola de compasión por sí misma la anegó, y Polly empezó a llorar silenciosamente, con la cara hundida en la almohada. Esto la alivió profundamente. Fueron sus sollozos cobrando más y más fuerza, hasta que, al romper el día, se quedó dormida.
A las once del día siguiente avanzaba Lady Potts por la terraza del Hotel Royal con sus característicos andares de pato, cuando descubrió con profundo interés a Polly, sentada en soledad y cariacontecida ante una pequeña mesita. Viró de bordo y se dirigió hacia ella a toda la velocidad que su vasto tamaño le permitió.
—¡Mi querida Polly! ¡Qué sorpresa verla a usted aquí a estas horas y en domingo! ¿En dónde está su marido?
—En casa —respondió Polly, inexpresivamente.
—¡Ah! Seguramente pescando, ¿no es eso?
—Seguramente.
Lady Potts la miró inquisitivamente con sus ojillos sagaces, observando la cara triste, el vestido de viaje y el perro, atado a la pata de la silla.
—Me alegro mucho de haberla encontrado aquí. Así me ahorro el tener que telefonearla. Quiero que su marido y usted vengan a casa mañana, a un cocktail.
—Lo siento, pero no podremos. Tenemos otro compromiso...
—¡Qué tontería! Es muy importante. Esta mañana ha llegado Lady Sussex con un grupo de víboras.
—¡Qué vieja más rara! —murmuró Polly, sin prestar mucha atención.
—Polly, el Lady Sussex es un barco. Generalmente no toca en Santa Gilda. Y cuando hablo de víboras me refiero a personas muy importantes. Viene el Secretario Colonial del Estado y el Gobernador de...
—¿El Lady Sussex? ¿Hacia dónde se dirige? ¿Cuándo zarpa?
—Mi querida Polly, ¿qué importa eso? —exclamó Lady Potts, impaciente—. Estoy tratando de decirle a usted que mañana doy un cocktail a las seis y que debe usted procurar llegar puntual, porque las víboras cenarán en el Gobierno.
El subdirector del hotel se acercó a ellas en aquel momento y saludó a Lady Potts con una protocolaria inclinación de cabeza, cuya frialdad tenía por origen cierta acerba discusión que había tenido lugar a causa de la cuenta presentada por el hotel de una comida dada en él por Lady Potts. A Polly la habló cordialmente:
—Señora, tengo buenas noticias para usted. Creo que he podido satisfacerla a usted, aunque realmente es un poco milagroso. Sir Geoffrey Graham ha decidido quedarse a pasar unos días en Santa Gilda. No hay ningún billete pedido y Sir Geoffrey me asegura que ha venido a bordo un pekinés, por lo que entiendo que no habrá dificultad en que a usted la acompañe su perro. El Lady Sussex zarpa a las cuatro.
—¿Para dónde?
—Nassau. Allí podrá usted conseguir sin dificultad otro barco para Estados Unidos. No podría conseguirle a usted un billete para el avión hasta el martes, y como tiene usted el problema de su perrito, yo me permito aconsejarla que...
—Sí, sí —le interrumpió Polly—. Es usted muy amable. Le daré la contestación dentro de un cuarto de hora.
—Se lo agradecería mucho. El séquito de Sir Geoffrey llenará todas las habitaciones de que disponemos, aunque, naturalmente, él y Lady Graham se hospedarán en el Gobierno.
—Naturalmente —dijo Polly—. Lo comprendo perfectamente.
Lady Potts la miró encantada, al tanto de lo que ocurría:
—Permítame que le diga, mi querida Polly, que no debe usted hacer eso. Le aseguro que es un error táctico.
—¿Que no haga el qué? —preguntó Polly fríamente.
—Resista. Defiéndase. No huya tan fácilmente.
—¡Ah!—exclamó Polly.
Entonces, se dijo, su situación, en la cual ella casi misma había dejado de creer examinándola a la luz del sol rutilante de Santa Gilda, estaba siendo motivo de comidillas y pasto de los chismosos.
—Vamos, vamos —dijo Lady Potts—. No va usted a engañar a una mujer de mis años y experiencia. Cuéntemelo todo.
—Le aseguro a usted que está usted muy equivocada.
—Lo que usted necesita es una buena tacita de té.
—No me gusta el té —dijo Polly.
—¡Camarero! Té para dos. No lo tome tan a pecho, mujer. Cuando estábamos en Injah, Lionel y yo solíamos pelearnos como panteras. En aquella época yo era muy joven. Cuando Lionel perdió la cabeza con la hija del coronel, una cosita insignificante, pero que se las arreglaba divinamente para traer a todos los hombres al retortero, he de confesar que le hice una escena. No cometa usted la equivocación que yo cometí entonces. No haga escenas. Ya verá como todo se arregla dentro de muy poco tiempo. Esas cosas pasan.
Polly miró a la impertinente con ojos rebosantes de indignación. ¿Qué había ocurrido que todo Santa Gilda parecía estar enterado de sus asuntos particulares? ¿Qué otras cosas había hecho Arthur?
Si es cierto que Lady Potts era incapaz de sentir gran admiración por ninguna mujer, su animadversión era capaz de grados. No le resultaba particularmente odiosa aquella americana que tenía una casa tan útil, y si llegaba el momento de elegir entre ella y Cathy Livingstone, prefería a Polly.
—Le aseguro, Polly, que la cosa no durará. Confesaré que me sorprendió cuando los vi salir juntos de Félice. Y no pude resistir la tentación de preguntarle a Merle, una buena chica de una excelente familia de Santa Gilda, que ahora no tiene dinero y por eso trabaja ella en la tienda, y es muy guapa, seguramente la vió usted en mi picnic; bueno, pues le pregunté a Merle que qué había estado haciendo Arthur allí. Por lo que me contó, yo le aseguro, Polly, que los sostenes no eran para Cathy. Cathy no gasta el treinta y dos ni mucho menos.
—No entiendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. ¿Sostenes? ¿Treinta y dos?
—Estoy tratando de decirle a usted que se trata de otra mujer y que no necesita usted preocuparse. No es una mujer. Es una fase de la vida de su marido. Si yo fuera usted, ni siquiera me molestaría en averiguar quién era la rubia.
—¿Rubia?
—¿No llaman ustedes en América «rubias» a las mujeres que tienen el pelo claro? Yo no sé quién sería la rubia del estanque. Después de todo, no se trata más que de los cuentos de una sirvienta.
—¿Me quiere usted disculpar? Como ha oído usted, voy a embarcar en el Lady Sussex.
Polly se levantó de la silla. Lady Potts, con gran horror por su parte, se encontró en la situación sin precedentes de tener que pagar el té. Procuró evitarlo.
—Créame si le digo que va usted a cometer un error lamentable. Fíese de mi experiencia —gritó a Polly, que ya se iba.
Un grupo de turistas americanos, soltados del Lady Sussex para que en unas horas adquiriesen de Santa Gilda todos los conocimientos que lograrían reunir en su vida, la oyeron con delicia.
—Escucha el acento inglés de esa señora vieja. Parece que se ha escapado del escenario.
Lady Potts le oyó y le miró. Pero como el turista americano no había oído hablar nunca de Medusa, no se convirtió en una estatua de piedra.
Polly se dirigió a la dirección del hotel tirando de Blip y preguntó por el subdirector, que vino y la sonrió amablemente.
—Tomaré cualquier billete que pueda usted lograr en el Lady Sussex para Nassau.
—¿Y me permite usted preguntar por qué? —dijo una voz a su espalda.
Polly reconoció la voz y maldijo su suerte. ¿Por qué no pudo irse de aquella horrible isla sin tener que encontrarse con Ronald Hedley?
—¡Hola! —dijo Polly en un tono de voz que esperó que sonara natural y despreocupado—. Otro día magnífico, ¿eh?
—¿Se va usted de Santa Gilda? —dijo Hedley, y sus ojos azules, fríos por lo general, mostraron verdadera preocupación.
—Sí. Me han llamado a casa urgentemente.
—Salga usted a la terraza un momento. Me gustaría hablar con usted.
—No; a la terraza, no.
—Vamos entonces al invernadero.
—No tengo mucho tiempo. Creo que sería mejor que...
Pero como Hedley ya se alejaba seguido de Blip, que trotaba detrás de él, Polly decidió hacer lo mismo.
—¿Qué quiere tomar usted? —le preguntó Hedley.
—Nada, gracias.
—Necesita usted una copa. Tiene una cara terrible.
—Muchas gracias. Sin embargo, no quiero tomar nada. ¿Qué desea?
—Créame que esto que voy a hacer es la acción más desinteresada de mi vida. Es usted una buena persona. Y deseo que sea todo lo feliz que pueda.
—Muy amable.
—No se ponga en guardia, Polly. Créame que únicamente quiero ayudarla.
—No necesito ayuda.
—Claro que la necesita. Sé lo que la ocurre. Luche. No ceda. Todo pasará pronto.
Polly comenzó a llorar inopinadamente, con infinito embarazo por parte de Hedley.
—Por Dios, no se ponga así —le dijo, ofreciéndole un pañuelo de buen tamaño.
—Perdóneme —dijo ella—. Apretó la boca, hizo un esfuerzo y siguió—: No es más que la desagradable sorpresa de ver que todo el mundo está al tanto de todo. Y yo no lo hubiera creído posible. Y no lo hubiera creído si no fuera porque yo misma lo he visto con estos ojos a las tres y media de esta mañana...
—¿Visto? —dijo Hedley, muy extrañado—. ¿El qué? ¿A quién? ¿En dónde?
—Es igual. Realmente no hay motivo para que no se lo diga a usted. Lo va a oír en cualquier caso. Esta noche, de madrugada, me desperté. Arthur no estaba en la habitación y salí a buscarle. Naturalmente, ni se me pasó por la imaginación que... Le encontré. Con Cathy Livingstone, en el patio. ¡A las tres de la mañana! Por lo visto, habían acordado de antemano que ella volvería, Claro es que no pude quedarme en la casa ni un minuto más. Seguramente, Cathy está allí todavía.
—Permítame que le diga, Polly, que a las tres de la mañana Cathy estaba en el bar del Club Ruby, rodeada por seis hombres, uno de los cuales era yo mismo. Iba vestida muy bonitamente, con un traje de seda negra y un turbante hecho con lo que parecía una toalla de baño sujeta por un alfiler de diamantes. El efecto general no era nada malo. Nos estuvo entreteniendo con un cuento bastante inverosímil de un pez que la había mordido. A las cuatro estaba haciendo unos huevos revueltos en su propia cocina para una porción de noctámbulos hambrientos. Los huevos estaban deliciosos, A las cinco estaba sentada al piano, acompañando a un coro masculino más entusiasta que disciplinado o musical. Qué ha hecho después de las cinco, no se lo puedo decir a usted, porque me fui a esa hora.
—¡Es imposible! —exclamó Polly.
—Le aseguro a usted que no tengo segunda intención alguna en contarle todo esto. Digan lo que digan los chismosos, Cathy no es mi tipo.
—Pero le digo a usted que la vi yo misma. Junto al estanque. Abrazada a Arthur.
—Sería otra mujer. Cathy, no.
—¡Dios mío! —suspiró Polly.
La cabeza le daba vueltas. Todo lo que la rodeaba pareció perder realidad. Hedley la contempló preocupado.
—¿Se encuentra usted bien?
—Sí, sí, me encuentro bien. Pero he cambiado de parecer. Quisiera un whisky. Un whisky doble.
—Y una vez que se haya tomado el whisky, ¿me permitirá usted que la lleve a Villa Marina, que es lo sensato?
La cara de Polly reflejó una acerada determinación.
—¡Volver junto a ese Don Juan! ¡De ningún modo! Podrá usted acompañarme al barco.