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La iglesia católica de Saint James estaba emplazada en un promontorio junto a la carretera 16, no demasiado lejos de donde los hermanos Duvall dijeron haber tomado la filmación de las tres luces en el cielo. Lo único que había cambiado desde esa época era la reja perimetral. Detrás de la iglesia había un cementerio en desuso al que se podía acceder desde la propia iglesia o por una puerta lateral que normalmente permanecía cerrada. El reverendo Pegram me ofreció una vez una copia de la llave pero la rechacé; me gustaba visitarlo, y conversar con él se había convertido en parte integral de aquel ritual. Me conocía desde mis trece años, cuando la casualidad quiso que descubriera la tumba donde había sido tomada la fotografía de Helen P.
Una de las cosas que más me gustaba de Michael Pegram era su discreción. Nunca me preguntó por qué quería visitar el cementerio, aunque al principio yo simplemente me colaba por la parte de atrás sin avisarle. Dos o tres veces lo descubrí observándome desde alguna de las ventanas traseras de la iglesia, pero nada más. Cuando se me acercó por primera vez, yo ya había cumplido los quince, y con el tiempo nos hicimos amigos. Si no había trabajo en la iglesia, me invitaba a beber una taza de chocolate caliente y a conversar, o se quedaba un rato a mi lado.
Helen P. resultó ser Helen Peterson. Descubrí su tumba unos meses después de escuchar la conversación entre Preston y Patrick desde la galería secreta en la mansión Matheson. Parecía algo sencillo por lo que dijeron esa tarde, pero no lo fue. Por ese entonces no sabía de la existencia del viejo cementerio de Saint Mary, así que me concentré en el municipal. Los paseos por allí no me hacían mucha gracia; después de unos pocos intentos lo dejé estar. Fue por casualidad como me enteré del cementerio en la iglesia del reverendo Pegram, y en cuanto llegué, supe que estaba en el sitio correcto. Los árboles que bordeaban la propiedad eran idénticos a los de la fotografía tomada por Patrick, que todavía conservaba en mi caja floreada.
A diferencia de las otras tumbas, que eran de mármol o estaban ornamentadas, la de Helen Peterson estaba señalada por una cruz de madera bastante austera. La iglesia contaba con registros, sin embargo, no todas las sepulturas estaban identificadas y aquella en particular era una de ellas. El hecho no me extrañó en absoluto.
La sombra proyectada en la fotografía también encontró su explicación racional. A escasos metros de la cruz de Helen se hallaba una de las estatuas más bonitas del cementerio. Pertenecía a una niña de nombre Mary Ellen McBridge, muerta el 19 de junio de 1880, poco después de su séptimo cumpleaños. La escultura era de una calidad asombrosa; los pliegues del vestido, la capellina en su cabeza y los rizos que caían sobre sus hombros y espalda estaban muy conseguidos. En la mano sostenía una canastilla donde casi siempre había flores. Sus pupilas esculpidas habían sido testigo de lo sucedido en la tumba contigua.
He visitado el cementerio todos los 10 de abril que he podido. He dejado flores y es el sitio donde más cerca de mi madre me he sentido. Allí le conté acerca de mi primer libro y de los que vinieron después, de las mujeres que amé, de las metas que he alcanzado y de aquellas que anhelo. Allí he llorado y he reído. El tiempo de preguntarme si Christina Jackson realmente está enterrada en aquella tumba quedó atrás en algún momento, no importa cuándo. He tenido el mismo sueño recurrente muchas veces, y en él sigo viendo su rostro entre los dos asientos delanteros, hasta que su cuerpo es arrastrado fuera del coche. Lo que sucedió de ahí en adelante…