13

Vi la frágil figura de Joseph Meyer de espaldas, junto a la ventana. Seguí la estela de su colonia secreta dando pasos vacilantes y me detuve, a la espera de que se volviera y me lanzara su característica mirada evaluadora.

—Soy Sam, señor Meyer —apunté.

Un par de cajas de música entonaron sus últimos compases y enmudecieron; solo la que estaba sobre el escritorio seguía alentando con sus acordes a las figurillas circenses de hojalata.

—Acércate, Sam —pidió el señor Meyer—. Fíjate cómo se mueven los zancos de ese hombrecito, ¡si hasta parece que camina con ellos!

—Es increíble.

—Lo es.

Guardamos silencio hasta que la melodía se extinguió. Creí que el señor Meyer le daría cuerda a la caja una vez más, como hacía casi siempre, pero esta vez se recostó contra el respaldo de la silla y entrelazó las manos sobre el pecho. Con un movimiento calculado y preciso hizo que la silla rotara y me miró.

—Es la primera vez que entro en esta habitación —me dijo con solemnidad—. Acabo de verla marcharse…, a mi propia esposa. Me pregunto si regresará.

—Claro que regresará.

Me lanzó una mirada inquisidora. Agregué:

—Seguro que ha ido a casa de alguna de sus amigas a jugar al bridge. —Después enumeré a las amigas de Collette como si se tratara de una ristra de nombres de presidentes aprendidos en la escuela.

Joseph apartó un insecto imaginario para aclararse las ideas.

—Las «chicas» —masculló.

Asentí con entusiasmo. Él sonrió apenas y escrutó las estanterías repletas de cajas de música.

—Nunca me ha permitido entrar aquí —reflexionó—. Durante años me he preguntado cuál sería el secreto tan terrible oculto detrás de esta puerta.

Miró la caja de música sobre el escritorio. El hombre zancudo estaba petrificado, los dos payasos detenidos en plena pirueta y las bolas del malabarista levitaban frente a su cabeza. Los ojillos vivaces de Joseph Meyer pasearon de una atracción a otra.

—Todos esos detalles… —dijo, maravillado, aunque yo sabía que en realidad no podía apreciarlos. Posiblemente su cerebro se apiadara de él y echaba mano de sus archivos para suplir la deteriorada visión—. Los espectadores parecen tan felices…

Permití que reflexionara un poco más acerca de la multitud jocosa y luego sugerí ir a leer al porche trasero, su sitio de la casa predilecto. Primero me dio las excusas de rigor, me dijo que su vista ya no era la misma de antes y que ni siquiera con anteojos podía leer la letra pequeña, a lo que respondí, como de costumbre, que yo leería por él. Y eso lo animó. Se acomodó el pañuelo de seda que envolvía su cuello y nos marchamos.

En el porche trasero soplaba una agradable brisa cálida. El señor Meyer ocupó su mecedora y yo una de las tres sillas de metal con almohadilla. De tanto en tanto se volvía y me dispensaba una mirada desconfiada, como si ambos fuésemos parte de un juego en que doblegar al adversario fuera el objetivo final. Era fascinante ver aquellos ojillos intentando leer mis intenciones. Yo sabía que debía mencionar mi nombre de vez en cuando, porque aunque no significaba nada para él, algún mecanismo interno parecía activarse y fortalecer su confianza en mí. Era posiblemente la manifestación de un instinto primitivo, algo que la vida en sociedad se encargaba año tras año y generación tras generación de matar silenciosamente, sepultándolo en algún sitio profundo, pero que seguía allí, quizá con el único propósito de aflorar en personas como el señor Meyer. Lo único que yo debía hacer era demostrar cariño y seguridad, y eso era suficiente para despertar el instinto dormido: la confianza en el prójimo.

El jardín trasero de los Meyer, en comparación con los colindantes, era una versión en miniatura de la selva amazónica. A Collette no le gustaba el césped corto ni los arreglos florales salidos de manuales de jardinería. Por el contrario, permitía que la hierba creciera más de diez centímetros y que las plantas proliferaran a sus anchas. Ted King, un joven jardinero de la zona, recibía instrucciones precisas de Collette Meyer cuando acudía una vez al mes. «No quiero asomarme por la ventana de la cocina y ver una postal, Ted. Las plantas son bellas en estado natural. Cortarlas todo el tiempo es como vestir a las mascotas; y no necesito decirte lo estúpido que considero vestir a las mascotas».

De tanto en tanto, mi visita coincidía con la presencia de Ted. Una vez, el joven me dijo que la filosofía de Collette había generado disputas entre los vecinos, que aseguraban que un solo jardín mal conservado desmerecía a todo el vecindario y los hacía ver como un hatajo de dejados, y que Collette, diplomática como era, había accedido a darle un cuidado regular al jardín delantero, pero que de ninguna manera accedería a hacer nada en el trasero. A mí me gustaba esa anarquía descontrolada con que las plantas crecían allí atrás, colonizando los senderos de piedra y trepando unas sobre otras. No era un jardín muy grande, pero atravesar sus treinta metros podía ser una aventura emocionante, porque Collette lo utilizaba además como museo tecnológico: había una nevera, una lavadora y un lavavajillas del que las plantas trepadoras se habían apropiado. Eran el equivalente a los arrecifes creados artificialmente, pero en versión tecnológica y terrestre.

Lo más importante de todo era que Joseph disfrutaba enormemente de sus horas de ocio en el porche trasero.

—Sebastian está a punto de ser sepultado por la maleza —comentó Joseph.

Busqué a Sebastian debajo de una parra de ramas encorvadas. El enano de yeso seguía en su posición habitual, afortunadamente, y Joseph tenía razón, casi estaba oculto entre la hierba. El tiempo lo había descolorido y un golpe prehistórico le había arrancado la punta de su gorro rojo, pero por lo demás se las arreglaba para tolerar decorosamente el paso del tiempo. A mí no me agradaba particularmente; había algo en su desquiciada mirada petrificada que no terminaba de gustarme. Más de una vez había imaginado que al mirar en aquella dirección Sebastian ya no estaba. Pero a Joseph el enano lo alegraba. El señor Meyer podía no recordarse de mí, o de la habitación de las cajas de música, pero sí se acordaba del nombre de ese jodido enano sonriente.

—En un rato le arrancaré la hierba que tiene delante —dije, aun en contra de mis verdaderos deseos—. Encima de tener que ver siempre lo mismo, ahora la hierba se lo impide.

El señor Meyer lanzó una risita.

—Eso ha estado muy bien, Sam. Muy ocurrente —me felicitó.

Me sentí un poco culpable porque mi comentario no había sido espontáneo, sino el resultado experimental de mis visitas pasadas. Las bromas acerca de la falta de movilidad de Sebastian hacían las delicias del señor Meyer. Era un golpe fácil.

—¿Qué tienes ahí? —me preguntó.

Entre él y yo se interponía una mesita de hierro, que utilicé para exhibir el botín literario que había escogido de la biblioteca de Collette. Además de los tres libros estaba el periódico local.

El señor Meyer apartó el Carnival News con cierto desprecio. Se concentró en los libros. Uno era una recopilación de relatos de Jack London. Los otros, dos novelas cortas de Lawrence Block, autor que sabía no era de su preferencia.

—No hay nada como una buena historia de detectives —dijo Joseph, que durante sus años como abogado había hecho gala de una sobresaliente perspicacia para abordar litigios.

—Ya lo creo.

Dejó los libros sobre la mesa y fijó la vista en la parte más alejada del jardín. Escondido parcialmente detrás de un abedul, había un cuartito que antes había funcionado como lavadero y que ahora servía de almacén de toda la documentación que Joseph había acumulado durante su carrera profesional. Era posible que su cerebro hubiera realizado alguna conexión entre los libros y aquella construcción gris casi invisible entre tanta vegetación.

—¿Qué hay allí? —me preguntó, señalando con un dedo firme como un mascarón de proa.

Era una pregunta nueva. Normalmente el señor Meyer no se apartaba de su repertorio habitual.

—¿Usted se refiere además de los documentos viejos del bufete?

Bajó el brazo.

—Los documentos del bufete, por supuesto. Espero que Collette no cumpla con sus constantes promesas de quemarlos —dijo.

Sentí incomodidad ante aquella conversación que tomaba rumbos para mí desconocidos, cogí el periódico (solo porque estaba más cerca que los libros) y lo abrí en una página cualquiera. Es imposible saber si los acontecimientos siguientes se habrían producido de la misma forma si yo no hubiera abierto el Carnival News en ese preciso momento, en esa página específica.

—Veamos qué dice el periódico de las noticias locales —dije en tono alegre.

El Carnival News tenía una sección de actualidad nacional e internacional donde incluía artículos de otros periódicos que cubrían los aspectos básicos de la economía y otras cuestiones generales. Normalmente me la saltaba entera. Para Joseph, el presidente era Jimmy Carter y era algo que no convenía cuestionar. Aunque se refiriera a él como «ese demócrata blando», y enterarse de que había sido sucedido por un republicano —aunque fuese un actor— lo llenaría de júbilo, yo sabía que traer a Joseph a la realidad proporcionaba una lucidez instantánea que desaparecía con la velocidad del aliento en un cristal. Cuando él miraba la televisión o tomaba conocimiento de algún suceso reciente, enarcaba las cejas y aparecía en su rostro una mezcla de revelación y horror, e inmediatamente su mente se catapultaba al pasado. Era evidente que no había nada placentero para él en esa efímera teletransportación al futuro. Así que normalmente buscaba en el periódico artículos de índole local, que tuvieran que ver con la apertura de una nueva tienda, la construcción de un puente o cosas por el estilo. Todo aquello que gozara de la bendición atemporal.

Así di con la noticia que tanta trascendencia adquiriría para mí ese verano. Y aunque bastaba con el título para entender por qué el periódico local no gozaba de gran prestigio, no pude ocultar mi interés. Leí en voz alta:

MODERNAS PRUEBAS PODRÍAN CONFIRMAR

PRESENCIA EXTRATERRESTRE EN CARNIVAL FALLS

Philip Banks, el reconocido investigador británico del fenómeno ovni residente desde hace años en nuestra ciudad, así lo afirmaba ayer, en una conferencia impartida en la biblioteca pública ante una pequeña multitud de entusiastas seguidores de sus teorías. Respetado por algunos, catalogado como un excéntrico fabulador por otros, lo cierto es que el anuncio ha suscitado reacciones dispares. Las cadenas nacionales se han hecho eco de esta noticia que podría reafirmar las creencias de miles de personas que año tras año se reúnen en esta y otras ciudades a la espera de avistar ovnis. La comunidad científica, por su parte, se ha mostrado cauta; diversos catedráticos consultados han preferido no emitir juicios precipitados y esperar a disponer de más información. Por su parte, el profesor de la Universidad de Harvard, Ronald T. Frederickson, consultor de la Nasa y célebre entre otras cosas por sus enfrentamientos con el propio Banks, ha sido terminante: «Las posibilidades de que estemos solos en el universo son increíblemente bajas. Es como lanzar un dado mil veces y obtener siempre el mismo número. Sin embargo, cuando la existencia de vida extraterrestre sea confirmada, no será por un hatajo de locos amantes de acampar a la intemperie con telescopios de juguete. Seremos nosotros, los científicos, los que transmitiremos ese conocimiento a la humanidad».

Las muestras a analizar, y que podrían confirmar la existencia de vida extraterrestre, fueron recogidas hace más de diez años por el propio Banks y guardadas celosamente hasta hoy. Él mismo ha brindado precisiones al respecto, manifestando que el 10 de abril de 1974, en horas indeterminadas de la noche y bajo una lluvia torrencial, una joven enfermera llamada Christina Jackson viajaba en un Pinto por la carretera 16 cuando, por razones que aún hoy no han podido aclararse completamente, el vehículo perdió el control y se estrelló contra unos árboles. Por lo menos, media docena de testigos concuerdan en que esa misma noche, en plena tormenta, tres luces surcaron el cielo describiendo movimientos imposibles de ejecutar por artefactos terrestres. Cuando la policía llegó al lugar del hecho, el cuerpo de Christina Jackson ya no estaba allí. Aunque la teoría policial es que la mujer fue despedida del coche tras el impacto y arrastrada por el río Chamberlain, la hipótesis nunca se llegó a confirmar de un modo fehaciente, pues el cuerpo no fue recuperado. La suya se suma a las más de diez desapariciones que han tenido lugar en Carnival Falls y zonas cercanas, sobre las que pesa la sospecha de abducciones extraterrestres. Banks, que investigó activamente el caso y que incluso llegó a asegurar que contaba con material fílmico que probaba la existencia de las misteriosas luces —aunque nunca llegó a exhibirlo públicamente—, logró recolectar restos de una sustancia misteriosa en las proximidades del Pinto que conducía la mujer. Banks asegura que esa sustancia no es sangre humana y que pertenecería a un ser de otro planeta.

Una década después, parece ser el momento en que finalmente se conocerá la verdad. Banks ha revolucionado a todos con el anuncio de pruebas de última generación que están siendo realizadas en Suiza. Al respecto precisó: «Posiblemente, muchos de ustedes no estén familiarizados con el concepto de ADN —las moléculas que portan la información genética de todos los organismos vivos—, pero les aseguro que dará que hablar en el futuro. Apenas hace un año, el experto en genética Alec Jeffreys desarrolló un método de identificación por medio del ADN que podrá usarse del mismo modo que las huellas dactilares. No solo será posible identificar especies, sino individuos específicos. En dos o tres años, no será descabellado encarcelar a un criminal porque ha dejado en la escena de un crimen una gota de sangre o un cabello». Hace meses que Banks viene anunciando sus intenciones de analizar la sustancia; sin embargo, fue apenas ayer cuando dio datos del procedimiento, confirmando que las muestras ya se encuentran en los laboratorios europeos para ser estudiadas, y que es posible que hacia finales del verano pueda dar a conocer los resultados. «Los miembros de esta comunidad saben que he destinado buena parte de mi fortuna personal a la investigación del fenómeno ovni. Aunque existen innumerables pruebas que dejan constancia de las visitas de seres extraterrestres a nuestro planeta, todavía hay muchas personas reticentes a aceptarlo. Espero, a finales de este verano, poder convencerlos a todos de que lo que vengo sosteniendo desde hace años es cierto».

El señor Meyer debió de percibir mi inusitado interés, porque no me interrumpió.

No era la primera vez que Philip Banks mencionaba el accidente de mi madre. Siempre me pregunté si Banks sabría de mi existencia o si, como me decían Amanda y Collette, los servicios sociales habían hecho bien su trabajo y preservado mi identidad y existencia. Parecía que así había sido, porque Banks nunca se ocupó de mí en sus artículos.

—Philip es un buen hombre —dijo Joseph al cabo de un rato. Se mecía suavemente con la vista fija en el infinito.

Me sorprendió que se refiriera a Banks por su nombre de pila.

—¿Usted lo conoce?

—Todos en Carnival Falls lo conocen. ¿Tú no…, Sam?

Su voz tembló antes de pronunciar mi nombre, que en su cabeza seguramente había sido escrito en arena húmeda, junto al mar de sus recuerdos más profundos. Para preservarlo era necesario repasarlo continuamente, aunque las olas eventualmente acabarían borrándolo.

—Apenas he escuchado su nombre unas pocas veces —mentí. Aunque en la granja me dijeran que Banks era un chalado, siempre había leído sus artículos.

—Vive en la calle Maple. Una casa imponente.

—Sí, la he visto. —De hecho, la había visto infinidad de veces últimamente, porque estaba muy cerca de la de la familia Matheson—. ¿Entonces, de verdad lo conoce?

—¡Claro!

—Hábleme de él —pedí. A Joseph le fascinaba hablar del pasado. El pasado lo alejaba de las incertezas del presente.

Se acomodó en la mecedora y empezó:

—Banks recibió una herencia importante de un tío al que no había visto nunca. Tenía veinte años y se convirtió en millonario de la noche a la mañana. Eso fue en el año 1936. Vino desde Inglaterra y se reunió con la abogada de su tío, una muchacha joven y hermosa con uno de los nombres más bonitos que he escuchado en mi vida. Se llamaba Rochelle. ¿Verdad que es bonito?

Asentí.

—Banks era un muchacho inteligente y pensó que sería buena idea contratar a un abogado local. Por aquel entonces yo empezaba a dar mis primeros pasos en la profesión, y no había muchas opciones en Carnival Falls. Los bufetes no eran como ahora. Eran… —hizo una pausa reflexiva— como esos negocios familiares donde el trato es amable: una pequeña pastelería o una sastrería, tú me entiendes. Nosotros escuchábamos a los clientes; los hacíamos pasar a nuestros despachos atestados de papeles y decorados con el mejor gusto posible pero con austeridad, y los escuchábamos. Ahora… se asemejan más a cadenas de comida rápida, donde lo único importante es facturar. Mis colegas de la actualidad se refieren a los clientes como casos. Para nosotros eran personas.

Hablar de sus épocas de abogado era una de sus debilidades. A veces me sentía mal, porque la realidad que él delineaba había empeorado sustancialmente en los últimos años. En eso su enfermedad era una bendición. Yo nunca me quejaba; lo dejaba explayarse aunque conociera sus reflexiones de memoria. Luego simplemente lo ayudaba a reencauzar la conversación.

—Me estaba hablando de Banks, y de su herencia.

—Ah, sí. Philip me pidió que revisara todo el asunto de su herencia. No quería quedarse con dinero que no le correspondiera. Contacté con Rochelle y, en efecto, el joven era el beneficiario del testamento. Su tío no había tenido hijos y aparentemente guardaba en su corazón un especial cariño por una de sus hermanas, que resultó ser la madre de Banks. Pero el destino le tenía preparada otra sorpresa, además de los billetes en el banco.

—¿Cuál? —pregunté de inmediato. Todo lo referente a Banks me intrigaba. No era mucho lo que sabía de él.

—Philip y Rochelle se enamoraron perdidamente. Se casaron a los pocos meses de conocerse y se mudaron a la casa de la calle Maple.

—No sabía que Banks estuviera casado.

—No lo está —agregó Joseph de inmediato—. Ya no. El matrimonio duró poco tiempo.

Se llevó los dedos pulgar e índice a su delgado bigote y lo peinó con parsimonia. Tenía en la mirada ese brillo especial que aparecía cuando buceaba en los recuerdos que se negaban a ceder a la fatalidad del Alzheimer.

—Estuvieron siete años casados —dijo con voz grave—. Una noche, Rochelle salió sola de casa en el coche para visitar a su madre. Una hora después, un amigo de la familia llamó a Philip por teléfono. Le dijo que había reconocido el coche de su esposa abandonado en plena intersección, creo que en Madison. Banks fue al sitio y en efecto allí estaba el coche de Rochelle, con el motor en marcha, las luces encendidas y la portezuela abierta. Pero no había rastros de ella. Philip me confesó más tarde que la radio estaba sintonizada en la emisora favorita de su esposa, y que cuando asomó la cabeza para echar un vistazo al interior del coche todavía era posible percibir su perfume. No volvió a verla, ni al hijo que llevaba en el vientre.

No supe qué responder. Amanda no hablaba del accidente de mi madre casi nunca, pero con Collette sí lo había hecho algunas veces, y me extrañó que nunca mencionara nada referente al pasado de Banks. Ambas lo consideraban un fabulador, pero aun así… Sentí pena por la pérdida del pobre hombre. Y no me pasó desapercibido el hecho de que su esposa desapareciera cuando viajaba en su coche, con un hijo en el vientre…

—¿Era un niño o una niña? —pregunté.

—¿Quién?

—Usted acaba de decir que Rochelle estaba embarazada. ¿Iba a tener un niño o una niña?

Joseph emitió una risita suave.

—Pues en esos años no creo que fuera posible saberlo.

Asentí. Joseph estaba en uno de sus días lúcidos. Normalmente perdía la concentración y empezaba a dormitar, pero todavía no había rastros de somnolencia.

—¿Banks creyó que los extraterrestres se la habían llevado? —pregunté—. ¿Le dijo algo a usted, señor Meyer?

—Philip estaba convencido de ello. Un borrachín de poca monta dijo que había visto unas luces intensas y desde ese entonces no pudo abandonar la idea. Empezó a investigar como un poseso. —Joseph negaba con la cabeza—. Un día vino a verme, y aunque yo no lo consideraba mi amigo, aparentemente él a mí sí. Lo hice pasar y me empezó a hablar de todas las pruebas que había reunido en los últimos meses. Yo lo escuché respetuosamente, pero al final le dije que todas esas teorías eran pura basura, una manera de esconderse de la verdad, de la muerte de Rochelle, y que si no empezaba a afrontarla nunca llegaría a sobreponerse del todo. Fui duro, lo sé. Creí que era el mejor consejo que podía darle. Él no lo vio así. A partir de ahí nos distanciamos.

Mientras el señor Meyer terminaba su relato, bajé la vista y seguí las palabras del artículo que había leído minutos antes, repasando frases aisladas como si diera los retoques finales a una pintura, aplicando pinceladas aquí y allá. 10 de abril de 1974. Lluvia torrencial. El vehículo perdió el control. Tres luces surcaron el cielo. Diez desapariciones. Abducciones. ADN… Esa pintura era parte de mi vida, pensé.

Cerré los ojos. Vi al Pinto transitando en cámara lenta por un tirabuzón de luz, para finalmente estrellarse contra una muralla de troncos. La potencia del impacto fue tal que me arrancó con una sacudida de mi ensoñación. La noche tormentosa fue reemplazada por la esquelética tipografía del Carnival News. Separé aquella página del periódico y la enrollé. Joseph me observó, aprobando mi acción en silencio.

Pasamos la siguiente hora leyendo algunos relatos de London. Elegí los que más conocía para poder abstraerme de ellos lo máximo posible. Mi interés seguía puesto en el artículo del Carnival News, que seguramente Collette no había leído porque de otro modo lo hubiera hecho desaparecer antes de que yo lo viera.

Mi falta de entusiasmo en la lectura debió de evidenciarse en mi voz, porque Joseph empezó a adormecerse en To build a fire, uno de sus relatos favoritos. En cuanto advertí que capturaba un bostezo en el puño, interrumpí la lectura y le sugerí ir a dormir su siesta.

Él me observó con incredulidad, ese desconcierto en la mirada que regía el inicio y el final de nuestros encuentros. Aceptó en silencio. Le dije que lo acompañaría hasta la segunda planta y él estuvo de acuerdo. Seguí a Joseph mientras subía la escalera, colocando invariablemente los dos pies en cada peldaño y aferrándose a la barandilla con ahínco. Repuso energías en el rellano y yo lo esperé en silencio. Cuando llegó a la segunda planta recorrió el pasillo silbando por lo bajo. A mitad de camino, se detuvo. Lanzó una mirada contrariada al cuarto de las cajas de música y negó con la cabeza dos veces. Segundos después lo vi entrar en su habitación, sin siquiera volverse para echarme un vistazo.

Me quedé allí de pie, observando el corredor vacío. Al cabo de un rato regresé al porche trasero para recoger los libros y devolverlos a la biblioteca, pero antes de eso me ocupé de arrancar la hierba delante de Sebastian. Aunque seguramente en ese momento el señor Meyer ya habría olvidado mi promesa, cumplí con ella.

—Ahora no puedes quejarte —le dije a Sebastian.

La sonrisa de medialuna prendida en aquellos pómulos regordetes y encendidos fue la única respuesta que obtuve.

Entré a la casa. Collette llegaría de un momento a otro y podría marcharme. Mientras la esperaba pensé en la página enrollada que tenía en el bolsillo trasero de mi pantalón.

El pantano de las mariposas
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