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En circunstancias normales hubiera optado por pasar el resto de la tarde en el bosque en compañía de mi amigo Billy Pompeo, pero el peso de los prismáticos me torturó durante el trayecto hasta la calle Cook, donde tomé la decisión de enfilar hacia la granja de los Carroll. Cargar con ellos más de lo necesario era como esperar al último momento para lanzar una granada. Por la tarde, la granja era un sitio relativamente tranquilo, y bien podría presentarse una buena oportunidad para devolverlos a la mesilla de noche de Randall.

La propiedad en la que había vivido desde que tenía un año, y a la que me costaba referirme como «mi casa», estaba a dos kilómetros de la ciudad por un camino desvencijado llamado Paradise Road. Una tremenda contradicción porque aquella zona empobrecida de agricultores no tenía nada de paradisíaca. Llegué pedaleando con alegría, celebrando el éxito de mi obsequio a Miranda, hasta que pude ver a Randall Carroll apoyado contra la cerca, esperando a alguien, o a mí, y supe que algo no andaba bien. Vestía sus acostumbrados pantalones de trabajo sujetos con tirantes y el eterno sombrero de paja. Masticaba nerviosamente un tallo. Una florecilla blanca bailaba delante de sus labios.

Rex, un pastor alemán capaz de percibir como nadie el estado de ánimo de las personas, yacía a los pies de su dueño con el hocico apoyado sobre las patas delanteras.

—Hola, Sam —dijo Randall.

Me apeé de la bicicleta.

—Hola. ¿Ha sucedido algo? —pregunté suavizando mi impaciencia.

Randall se quitó el tallo de la boca y me observó con su característico cóctel de melancolía, paciencia y resignación.

—Te estábamos esperando, Sam.

—¿Quiénes?

—Todos.

Tragué saliva. Había dos razones por las que una reunión multitudinaria podía tener lugar. La primera era la bienvenida a la granja de un nuevo niño, hecho que normalmente era sabido con anticipación y que a primera vista no encajaba con la actitud esquiva de Randall. La segunda era el anuncio de alguna medida disciplinaria. Temblé ante la perspectiva de una restricción horaria que pudiera poner en riesgo mis visitas a la casa de Miranda.

—¿Un nuevo hermano? —probé.

Randall se incorporó. No había cruzado la barrera de los cuarenta y cinco años pero en ese momento su rostro exhibía un cansancio anciano. Se acercó y me colocó una mano en el cuello, apenas alejada de la mochila.

Me detuve en seco.

Los prismáticos.

¿Serían los prismáticos el motivo de tanto revuelo? Quizá Randall intuía que yo podía tener algo que ver y me estaba ofreciendo una oportunidad de redención. El hombre siempre había sentido por mí una debilidad especial. Esa podía ser la razón por la que me esperaba allí afuera y no con el resto. Abrí la boca para confesar, pero en el último momento cambié de opinión; mejor contar con todos los hechos antes de enterrarme en el lodo hasta la coronilla.

—Primero voy a dejar la bicicleta en el granero —dije.

—No, déjala aquí en el porche. Ya podrás llevarla más tarde.

Asentí con la cabeza.

Entramos.

El pantano de las mariposas
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