5
La última vez que fui al baño el reloj de la sala marcaba las cinco y media. Me dormí después, no sé bien cuándo, para despertar con una sacudida pasadas las nueve. Me vestí apresuradamente con la misma ropa que el día anterior y me asomé por la puerta de la habitación. En la cocina, Claire le daba instrucciones a Katie, quien con dieciséis años era la que le seguía en edad. Me acerqué y permanecí detrás de ellas, observándolas. No había rastro de Amanda y eso me inquietó.
—Lava aquellos tomates —ordenaba Claire—. Será mejor que dejemos el almuerzo listo y nos ocupemos del gallinero, que está hecho una mugre.
Katie asintió sin rechistar. Llevaba seis años en la granja y cargaba en sus espaldas con una historia terrible. Su padre se había pegado un tiro antes de afrontar la bancarrota, y su madre, que vivía sedada, estaba internada en un hospital psiquiátrico. Cuando Katie se refería a su padre, lo hacía con una mezcla de amor y furia que siempre me llamó particularmente la atención. De su madre no hablaba mucho. Una vez al mes, Randall la llevaba en coche a Concord para que la visitase. Las tragedias familiares la habían apagado; en su rostro había una constante pátina de tristeza, una cualidad distante y sombría que la hacía misteriosa, al menos a mis ojos. Era de lejos la más bella de la casa; varios le habían asegurado que podría dedicarse al mundo de la moda si quisiera, o convertirse en actriz. Yo estaba de acuerdo.
—Hola, Sam —me dijo Katie mientras trasladaba el cubo de tomates de la mesa a la encimera.
Claire se volvió al escuchar mi nombre.
—¿Vas a ayudar o te quedarás mirando? —dijo con una severidad que resultaba una caricaturesca versión de Amanda.
—Debo ir a casa del señor Meyer —anuncié.
—Oh, sí. Martes, claro. Tú sí que te lo pasas en grande leyéndole a ese viejo. Con tal de no ayudar aquí…
Claire me lanzó una mirada acusadora y siguió con lo que estaba haciendo. Había en su comportamiento un dejo de exageración que no terminaba de resultar creíble. Katie se volvió y me dedicó una sonrisa cómplice…, a veces la manera de ser de Claire nos hacía gracia.
—¿Amanda no está en casa? —pregunté.
—No —dijo Claire, esta vez sin mirarme.
—¿Dónde está?
Claire se volvió otra vez. Se secó las manos en un paño y me miró durante unos segundos sin pronunciar palabra.
—Sam… —dejó la frase en suspenso. Sus ojos se convirtieron en ranuras.
—¿Qué? —pregunté, aunque intuía lo que vendría.
—Tú no tendrás algo que ver con ese libro pornográfico, ¿verdad?
Reí sonoramente.
—¿Yo? ¿Qué interés podría tener en un libro así?
Claire no pareció convencida con mi defensa. Me siguió escrutando unos segundos.
—¿Sabes qué pienso? —dije en tono confidente.
—¿Qué?
Katie dejó de remojar los tomates y se volvió abiertamente para observarme. La miré y asentí con la cabeza para que ella también escuchara mi teoría.
—Creo que ese libro lleva allí años —mentí con total naturalidad—. ¿Recordáis a ese niño raro que fue de regreso a Milton Home? ¿Cuál era su nombre? ¿Maxwell? Apuesto a que el libro era suyo.
—Puede que tengas razón —convino Claire.
—Para mí es de Orson —nos sorprendió Katie.
—¿Orson? —pregunté—. ¿Lo has visto merodeando por el sótano o algo?
Contuve la respiración. Nada bueno podía surgir si Katie en efecto lo había visto. El bastardo tendría la sobrecubierta de Lolita, recordé con fastidio.
—No, no lo he visto —reconoció ella—. Pero es capaz de tener ese libro, y más cosas también. He visto cómo me mira estas…
Se señaló los pechos.
Claire negó con la cabeza desaprobando el comentario, pero Katie insistió:
—Contigo es igual. No digas que no. Te mira todo el tiempo.
—¿Quién os mira todo el tiempo? —preguntó una voz a mis espaldas.
Me volví.
Era Mathilda.
Acababa de ducharse. Tenía el cabello mojado y se lo peinaba con las manos, la cabeza ladeada. Esbozaba una sonrisa enigmática y sus ojos se enfocaban en el infinito. Era una mirada cautivadora, pensé, capaz de hacer que un chico hiciera lo que ella quisiera. Sentí un escalofrío.
—Nadie —repliqué—. Debo irme. El señor Meyer me espera.
Ellas empezaron a hablar de otra cosa y aproveché para escabullirme a mi habitación. Me calcé la mochila, en la que todavía conservaba los prismáticos, y me dirigí a la segunda planta. No había nadie a la vista y fue sencillo devolverlos a su sitio.
Minutos después salía de la granja en mi bicicleta.
Mientras pedaleaba sin pausa pensé que mis prioridades para ese día no habían cambiado. Tenía que hablar con Collette y suplicar su colaboración, solo que ahora habría una complicación adicional: si Orson me delataba y enseñaba la sobrecubierta del libro como prueba, Collette quedaría en evidencia. Descargué mi furia contra la Optimus, que se quejó con un chirrido en la rueda trasera y un temblequeo en el manubrio. Me hallaba en una posición difícil. Lamenté no tener tiempo para pedir consejo a Billy. Mi amigo se masajearía la barbilla como si fuera el mismísimo Sherlock Holmes, luego intentaría dirimir la cuestión utilizando palabras difíciles cuyos significados ambos desconocíamos, pero en el fondo, dejando de lado sus habituales espectáculos gestuales, era inteligente y especialista en resolver dilemas de este tipo. Tenía pensado reunirme con él por la tarde en el bosque, pero el instinto me decía que mi conversación con Collette no podía esperar tanto.
Cuando llegué a su casa, con la lengua fuera y sudando, descubrí que no solo mi instinto había estado en lo cierto, sino que ya era tarde.
En la entrada particular de la casa de los Meyer vi la furgoneta de Amanda.
La inercia me ayudó a recorrer los últimos metros. Una luz de esperanza se encendió cuando creí advertir detrás de la puerta mosquitera a dos siluetas que se alejaban. Coloqué la mano delante del radiador del vehículo y el aire caliente me templó de optimismo. Quizá no era demasiado tarde después de todo.
—¡Sam!
Alcé la cabeza. Observé en todas direcciones al mismo tiempo. Randy me saludaba desde el asiento trasero de la furgoneta.
Me acerqué a la ventanilla.
—Hola, Randy, no te había visto ¿Cuándo habéis llegado? —Había dos cajones con comestibles en la parte trasera, por lo que supuse que Randy habría acompañado a Amanda al mercado.
—Ahora mismo —confirmó el niño mientras bajaba la ventanilla—. Amanda ha dicho que…
—Escucha, Randy —lo interrumpí—, debo pedirte un favor muy grande.
—¿Cuál?
—No le digas a Amanda que me has visto, ¿vale?
—Pero…
—Luego te lo explicaré todo.
—No lo sé. Es que…
—Es por una buena razón. Luego te lo explicaré. Ahora necesito que me prometas que no le dirás a Amanda que me has visto.
Randy lo pensó unos segundos, pero yo sabía que terminaría aceptando. Era posiblemente el único de los niños de la casa al que quería como a un hermano, y el sentimiento era mutuo.
—Está bien —accedió—. No diré nada.
—Gracias —dije, y sin más dilación me escabullí por el costado de la casa hasta el jardín trasero.
Supuse que las mujeres irían directamente a la cocina y no me equivoqué.
Las unía una profunda amistad y no había entre ellas necesidad de formalismos. Aunque sus gustos y los círculos que frecuentaban eran diferentes, existía entre ambas un respeto muy grande, especialmente de Collette hacia Amanda por llevar adelante el hogar de acogida de la forma en que lo hacía.
Caminé por el porche trasero hasta una de las ventanas. Cuando me asomé, en efecto, las dos mujeres estaban sentadas a la mesa redonda de la cocina, Collette de espaldas a mí, Amanda de frente. Todo había sucedido tan deprisa que no tenía idea de cuál sería la mejor manera de proceder, de minimizar los daños. Supuse que podría intervenir si la conversación viraba hacia terrenos indeseados, o huir en mi bicicleta si las cosas se echaban a perder del todo.
Amanda no se anduvo con rodeos. De su bolso extrajo el ejemplar de Lolita y lo dejó sobre la mesa.
—¿Es tuyo, Collette? —inquirió.
Contuve la respiración.
Collette giró el libro sin levantarlo, lo abrió y le echó un vistazo a la primera hoja. Supe que había reconocido el libro de inmediato (a fin de cuentas me lo había prestado apenas unos días antes) y que estaría sopesando cómo proceder. Lamenté no haber podido prevenirla, aunque su actitud me reveló que al menos su intención inicial era protegerme. Era una mujer inteligente y habría supuesto que si Amanda la interrogaba con esa solemnidad era porque algo había sucedido.
—Lo leí hace años —dijo Collette—, puede que haya estado en mi biblioteca alguna vez, pero no lo recuerdo. ¿Te lo he prestado en algún momento? No es el tipo de lectura que esperaría encontrar en tu mesilla de noche, Amanda.
Sonreí. La formulación de aquella contestación se me antojó perfecta. Collette no negó la posibilidad de que el libro fuera suyo, pero tampoco lo confirmó. A estas alturas no tenía sentido seguir observando y exponerme a que me descubrieran, así que me arrodillé en el otro lado de la ventana. Con escuchar era suficiente.
—Yo no leo esta basura —sentenció Amanda.
Collette dejó escapar una risita.
—Lo sé, lo sé. ¿De veras no quieres algo de beber? Todavía tengo media hora para la cita con las chicas. Puedes decirle al pequeño Randy que venga. Le daré un bizcocho.
—No, gracias. Tengo cosas que hacer.
—Siempre tienes cosas que hacer…
—No me cambies de tema, Collette, ¿entonces este libro no te pertenece? ¿No hay posibilidades de que Sam lo haya tomado «prestado»?
—Pues si lo ha hecho, no creo que sea tan grave.
Escuché el sonido de una silla al arrastrarse y luego un suspiro de Collette, por lo que supe que ella se había puesto de pie. Me permití asomarme un instante y vi que se acercaba a la nevera para coger un recipiente.
—No sé qué pensar —decía Amanda, más para sí que para su amiga.
—¿Por qué no me dices qué ha sucedido? Yo apostaría mi colección de cajas de música a que ese libro no ha salido de mi biblioteca. Suelo escribir mi nombre en alguna parte, casi siempre en la primera página, y la de ese está en blanco.
—Es verdad. Tú tienes esa manía desagradable de arruinar los libros.
Collette colocó el recipiente sobre la encimera y con delicadeza cogió un bizcocho de chocolate. Luego lo envolvió en una servilleta de papel.
Me permití seguir observando.
—Las chicas no advertirán que falta uno —dijo Collette depositando la servilleta con el bizcocho sobre la mesa—. Dáselo a Randy, por favor.
Amanda asintió en silencio.
—Te tomas las cosas muy a pecho, Amanda. Vamos, dime qué te preocupa tanto de ese libro.
—No es el libro lo que me preocupa —confesó Amanda—. Lo encontré en el sótano por casualidad. Dentro había una fotografía… obscena. La conservé hasta hoy por la mañana, cuando no pude soportarlo más y la lancé al retrete. No puedo quitármela de la cabeza. Eran dos mujeres completamente desnudas, manoseándose…, una tenía una especie de arnés con una prótesis. Aberrante.
Collette dejó escapar una risita. Aunque tenía al menos veinte años más que Amanda, su manera de ver las cosas era ciertamente mucho más liberal.
—No te burles.
—Perdón. Si te sirve de consuelo, querida, no creo que Sam tenga algo que ver con esa fotografía que mencionas.
—No lo sé. A veces pienso que… —Amanda se puso de pie y negó con la cabeza—. Les he dicho a todos que agotaría los recursos para llegar al fondo y eso es lo que estoy haciendo.
Collette asintió.
—Sam debe de estar por llegar de un momento a otro —anunció.
—Lo sé. Prefiero que no me vea aquí. Gracias por el bizcocho.
—Te acompaño hasta la puerta.
—No hace falta. Saluda a las chicas de mi parte.
«Las chicas» habían sido también amigas de la madre de Amanda. Advertí tristeza en su rostro al referirse a ellas.
—Siempre me preguntan por ti —dijo. Pero le habló al vacío. Amanda ya se había marchado.
Collette permaneció pensativa. El bramido del motor de la furgoneta se hizo audible a la distancia.
—Entra, Sam, por favor —dijo.
—¿Desde cuándo sabes que estoy aquí? —pregunté desde el otro lado de la ventana.
—Desde que abrí la nevera.
Sonreí. Abrí la puerta trasera del porche y crucé el umbral en silencio.
—No tengo nada que ver con la fotografía, Collette. Lo juro —dije cuando estuve a su lado.
—Lo sé.