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De las tonterías que he hecho por amor, la de aquella tarde fue de lejos la más escandalosa. Cuando Miranda vio la caja de música que nos esperaba en la casa del árbol no entendió lo que era, lo cual hizo que el acto previo de taparle los ojos para aumentar el suspense resultase un fiasco rotundo. Me observó con incredulidad, la misma que cuando se presentó en el claro una hora antes, pero ahora con una mezcla de desconfianza y temor. Entendí en ese instante que yo prácticamente me había criado en una habitación repleta de cajas de música, pero que ella no debía de estar familiarizada con una de aquellas, más grande y aparatosa que las comunes. Sin perder un segundo le quité la tapa y procedí a abrir las pestañas metálicas desde donde la multitud vitoreaba a las atracciones circenses. En cuanto Miranda vio las figurillas de hojalata, su expresión se suavizó.
—Dales cuerda —le pedí.
En uno de los laterales estaban las seis diminutas manivelas mariposa. Miranda eligió una y la hizo girar. El equilibrista se sacudió, como si despertara de un sueño, y comenzó a deslizarse por la pista, pasando junto al resto de las atracciones, todavía dormidas. Una de las particularidades de aquella caja de música era que, si bien los mecanismos eran independientes, cuando se activaban a destiempo los tamborcillos se alineaban, de manera que la melodía general siempre era la misma. A medida que Miranda fue accionando las diversas manivelas, las atracciones despertaron de su letargo como si un hada invisible se paseara por la pista y les diera vida con un toque de su varita mágica.
—Es preciosa, Sam —dijo Miranda. El equilibrista ya empezaba a perder velocidad, pero la rueda de su velocímetro todavía giraba—. ¿Cuándo la has traído?
—Esta mañana —respondí con cierta vergüenza.
Aquella caja de música era una de las más preciadas de Collette, herencia de su padre, y yo no había tenido mejor idea que dejarla a la intemperie, donde podía mojarse o alguien podía encontrarla. Era cierto que en el cielo no había una sola nube y que la casa del árbol era un sitio seguro, pero de todas maneras no dejaba de ser algo arriesgado. Si Collette descubría lo que había hecho, no quería ni pensar en la decepción que le causaría.
—¿Es tuya? —Miranda no terminaba de entender qué hacía exactamente la caja de música en la casa del árbol; pude advertirlo en sus ojos y en el tono de voz.
—En realidad, no. Es de Collette.
—Oh.
El equilibrista se detuvo. El resto de las atracciones seguía girando en la pista circular.
—¿La has traído para mí? —preguntó Miranda. No tuvo más remedio que hacer la pregunta. La situación se me había ido de las manos. Yo había creído que la presencia de la caja de música hablaría por sí sola, pero en ese momento, ante el rostro desorientado de Miranda, entendía que me había equivocado. Explicarlo sería lo peor de todo.
Sentí un calor abrasador en las mejillas.
—La primera vez que vinimos a la casa del árbol —expliqué—, dijiste que nunca habías ido al circo.
Uno de los payasos hizo su morisqueta final en ese instante.
Miranda me miró con una ternura que casi hizo que la locura valiera la pena. Lo que mi cabeza pergeñó como un modo original de pasar la tarde con ella se convirtió, a la luz del día, en una demostración evidente de mis verdaderos sentimientos, algo que no podía permitirme, por supuesto. Bajé la vista, incapaz de sostenerle la mirada. La melodía de la caja de música seguía desarticulándose, ahora orquestada únicamente por el paso del domador y su león y el hombre con zancos.
—Te lo agradezco mucho, Sam. Es muy bonita.
Miranda alargó una mano blanca y la posó en mis rodillas, donde sus dedos ejercieron una suave presión.
—Ha sido una estupidez —dije.
—Claro que no.
—Es solo una caja de música.
—El gesto es lo que cuenta. Además, es una preciosidad. Apuesto a que es de colección.
Agradecí el esfuerzo de Miranda por convertir aquella realidad bochornosa en algo perfectamente razonable, aunque cuando volví a mirarla no me pareció que fingiera. Pero a esas alturas ya no me fiaba de mi juicio.
La razón no engaña al corazón.
Las últimas notas de la melodía se estiraron, dejando que el silencio se llenara poco a poco con los sonidos del bosque.
—¡Quiero verlo de nuevo! —dijo Miranda, aplaudiendo.
Hizo girar las manivelas otra vez, y mientras las atracciones volvían a cobrar vida, se concentró en los detalles de aquella verdadera pieza de colección, escrutando cada rincón del circo de hojalata y mencionando cada cosa que le llamaba la atención: la diminuta rueda del monociclo que giraba al avanzar, la boca del león que se abría y se cerraba cuando alzaba la cabeza, los brazos articulados de los dos payasos.
Cuando concluyó la segunda función, volvió a darme las gracias y apenas pude soportarlo. Sabía que las suyas eran muestras condescendientes para no herirme. Sentí deseos de aferrar la caja de música y lanzarla al vacío.
—¿Puedo preguntarte algo? —Necesitaba cambiar de tema. Un comentario más sobre la caja de música y el tesoro más preciado de Collette se estrellaría contra la tierra tapizada de agujas de pino.
—Claro.
—¿Te irás de Carnival Falls?
La pregunta la pilló por sorpresa.
—No lo sé.
—He pensado que como tu padre ya no tiene motivos para permanecer aquí…
—Mi padre sigue con la idea de marcharse —confesó Miranda—, pero ya no discute con mi madre, ni bebe tanto. Además, las clases están a la vuelta de la esquina. Mi sensación es que nos quedaremos aquí. A mí me gusta mucho Carnival Falls y mi madre está encantada, nunca la he visto tan feliz como aquí, a pesar de las discusiones.
—Me alegra mucho oír eso.
—Creo que aquí podremos ser una familia feliz —dijo Miranda—; aunque últimamente las cosas no vayan bien, tengo esperanzas.
Entonces, Miranda hizo algo totalmente inesperado. Rodeó la caja de música y avanzó de rodillas hasta mí. Me abrazó con fuerza. Por un instante no pude gobernar mis brazos, que caían laxos como si pesaran mil kilos cada uno. Superado el shock inicial logré doblegarlos y le devolví el abrazo.
—Hay algo que tengo que decirte, Sam —me dijo al oído—. Pero debes prometerme una cosa.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—¿Qué?
—Tienes que prometerme que no te enfadarás.
—Lo prometo.
Miranda volvió a su anterior ubicación.
—¿Recuerdas cuando os hablé de los otros encuentros con el hombre diamante?
Solté el aire. Sin darme cuenta había dejado de respirar.
—Claro que los recuerdo. ¿Has vuelto a verlo?
—No. Es solo que hay algo más que no os he dicho…
—¿Algo más?
En la casa del árbol, las sombras ganaban terreno. Todavía no había oscurecido, pero los rayos de sol que conseguían filtrarse dentro de la densa maraña de ramas proyectaban apenas un puñado de círculos desvaídos que bailoteaban aquí y allá.
—Cuando el hombre diamante se apareció en mi habitación, me habló. Yo… ya estaba dormida, estoy segura. Soñaba con vosotros, estábamos en el bosque, aquí, en la casa del árbol. Algo nos inquietaba. Algo muy peligroso. No sé si era exactamente una pesadilla. Cuando desperté, no grité, pero me senté en la cama respirando agitada. Y entonces lo vi. El hombre diamante estaba parado en un rincón, solo que su luz no era tan intensa esta vez. Era apenas una silueta. Al estar casi apagado pude verle la piel, era… parecida a la de un cocodrilo. Lo primero que pensé es que seguía soñando y fue entonces cuando me habló por primera vez; me dijo que aquello no era un sueño.
»Fue diferente esta vez, Sam. Esta vez, el hombre diamante no me dio ni pizca de miedo. Al contrario. No sé si ha sido el mismo de las otras veces, y estoy casi segura de que no. Este no era el autoritario de la galería, que me llevó a espiar a mi padre, o el burlón que se pavoneaba por el jardín frente a mi madre y a mí. Aunque todos a su modo buscaban decirme algo, este solo quería ayudarme. Por eso me levanté de la cama y caminé hacia él. Creo que era más bajo que los otros. Y más esbelto. Cuando me acerqué se encendió un poco más, pero apenas para iluminar la habitación como una lámpara pequeña. Extendió la mano y me di cuenta de que me ofrecía algo.
Miranda interrumpió su relato y se llevó las dos manos a la nuca, donde comenzó a manipular el broche de la gargantilla. Una vez que se la quitó, la sostuvo frente a su rostro.
—¿Qué te ofrecía? —pregunté, como si la respuesta no fuera obvia.
Miranda sostuvo la gargantilla con dos dedos de una mano y la dejó caer en la otra, formando un diminuto montículo plateado que observé con fascinación.
—Me dijo que la gargantilla me protegería. Me dormí aferrándola en el puño, así, y no volví a tener pesadillas. Pero antes de regresar a la cama le pregunté al hombre diamante si sabía quién me la había regalado, junto con el poema.
Me embargó un cosquilleo súbito, paralizante. Ni siquiera me atreví a abrir la boca. Me concentré en un par de manchas de luz en el pretil de madera, que aparecían y desaparecían como dos ojos que pestañeaban.
—Me dijo que yo ya sabía la respuesta a esa pregunta.
Alcé la vista, solo para encontrarme con los insondables ojos azules de Miranda.
—¿Tú lo sabes? —me obligué a preguntar.
Ella hizo una pausa reflexiva.
—Sam, yo… ¿te gusto? —preguntó tímidamente.
—¿Qué? —Forcé una sonrisa, negando con la cabeza, como si aquella pregunta fuera el disparate más grande que hubiera escuchado en mi vida—. Eso es ridículo, no tiene sentido. Eres mi amiga.
Intenté dotar a la frase de una convicción casi indignada, pero todo se fue al garete cuando algo en mi interior se quebró. Fue algo explosivo, como si las jarcias de un barco se rompieran todas al mismo tiempo y las velas aletearan descontroladamente. Perdí el control.
Miranda se acercó más y volvió a abrazarme. Ahogué el llanto en su cabellera, mientras ella me aferraba con fuerza.
—Nunca más volveré a preguntártelo —me decía mientras me pedía perdón una y otra vez—. No hace falta que hablemos de ello, nunca más.
Permanecimos así durante mucho tiempo. Cuando las lágrimas cesaron encontré que la oscuridad que me proporcionaba el abrazo de Miranda era reparadora, y seguir junto a ella me pareció la mejor idea del mundo. No pensé en qué le diría a continuación, o en cómo serían las cosas de ahí en adelante, simplemente me dejé llevar por lo que más quería en ese momento, y eso era abrazarla y dejarme abrazar. Esta vez, mis brazos hicieron más que la vez anterior y rodearon el delicado cuerpo de mi amiga, estrechándolo con fuerza.
Todo iba a estar bien, pensé.
Entonces advertí cómo Miranda, sin soltarme —ni yo a ella—, estiraba uno de sus brazos y le daba cuerda a una de las manivelas de la caja de música. La melodía hizo que nos meciéramos ligeramente.
Cuando ella se disponía a hacer girar las restantes manivelas, escuchamos la risa desquiciada de Steve Brown, estallando en la distancia como una jauría de perros rabiosos.