4

El proyecto de la casa del árbol se gestó casi por casualidad.

Patrick, el tío de Billy, recibió unas maquinarias embaladas en unas enormes cajas de madera, y mi amigo se las pidió sin un propósito específico. Mientras las desmantelaba se le ocurrió la idea. Cuando me habló por primera vez del ambicioso proyecto le dije que estaba loco, y le solté una ristra de objeciones que iban desde dónde obtendríamos el dinero para comprar el resto de los materiales hasta cómo trasladaríamos toda esa madera hasta el corazón del bosque. Billy me escuchó con atención y luego me mostró una serie de planos hechos a tinta en papel vegetal con una precisión asombrosa. Llevaríamos la madera en varios viajes, en nuestras bicicletas, y la almacenaríamos en el puesto de comida de Mustow, a quien ya le había pedido permiso. En cuanto a los otros materiales, me dijo, Patrick nos los facilitaría. No era mucho, apenas unos cuantos clavos, sogas y herramientas de mano. En los planos, Billy había concebido la manera de fijar la base, que según él era lo más complejo de todo. El pretil podríamos construirlo con calma, y el techo sería opcional.

Cumplimos con las tareas preliminares según el cronograma que Billy elaboró. Trasladar la madera hasta el puesto de comida del intrigado Mustow nos dio algo que hacer durante el inicio del verano del 84. Muchos niños se interesaron por el destino de aquellas tablas y a todos les dijimos que pertenecían a un cliente del tío de Billy que nos pagaría cinco dólares por trasladarlas. Algunos se ofrecieron a ayudar, pero Billy se negó. Tenía que ser nuestro secreto, me dijo. Cuando la casa del árbol estuviera lista ya veríamos a quién invitaríamos.

La selección del árbol adecuado constituyó la siguiente etapa. La más grata, por cierto. Caminamos por senderos conocidos y otros no tanto. Billy había trazado un abanico de búsqueda. El árbol no podía estar demasiado cerca del Límite, decía, porque habría niños merodeando todo el día, lo que dificultaría la construcción y que la casa del árbol pasara desapercibida. Tampoco podíamos elegir un árbol demasiado distante. Fue emocionante examinar ejemplares y compararlos con los precisos parámetros que Billy había representado en sus planos de ingeniero. Fueron quince días de largas caminatas.

Al final, Billy dio con el abeto plateado.

El comienzo de la construcción resultó traumático. Trabajar a semejante altura —aunque siempre teníamos la precaución de atarnos a alguna rama— fue más complicado de lo que habíamos creído. Billy tenía que hacer todo el trabajo, porque yo sentía mareos con solo instalarme en una de las ramas de aquel árbol imponente. Cuando el vértigo me daba un respiro, mis golpes con el martillo eran tan débiles que el resultado era deplorable. Por no hablar cuando se me caían las herramientas y perdía diez minutos en bajar y volver a subir. Pero a Billy las cosas no le iban mucho mejor. Era difícil maniobrar con los tablones a semejante altura. Así pasó la primera semana, con avances mínimos, porque no encontrábamos la manera de fijar las primeras tablas de manera que permitieran sustentar al resto.

La solución la encontró Billy, por supuesto. Dijo que tendríamos que construir la base abajo y luego izarla. Y antes de que le preguntara cómo lo haríamos ya me explicaba que le pediría a su tío una roldana metálica y una soga resistente. Yo ni sabía lo que era una roldana.

De ahí en adelante la construcción fue sobre ruedas. Preparamos una base cuadrada de dos metros y medio de lado y dejamos previstos cajones en una de las caras para abrazar las ramas del abeto. Tenerla lista nos llevó casi todo el verano, pero le dio al izamiento mayor espectacularidad, porque en unas horas pasamos de no tener nada a tenerlo casi todo. El resultado fue majestuoso.

—¿Qué te parece, Miranda?

Arrodillados, nos asomamos por uno de los laterales. Aunque el pretil estaba terminado, era peligroso permanecer de pie.

—Es maravillosa —dijo Miranda, asomada al océano verde sobre el cual flotábamos.

—Apenas hemos acabado con los laterales —dijo Billy, y me lanzó una mirada cómplice.

Le dediqué una sonrisa que nuestra amiga, absorta con el paisaje, no advirtió. Si bien la casa del árbol había nacido como uno de los tantos proyectos delirantes e irrealizables de Billy, lo cierto es que con el correr de los días del verano pasado, yo me entusiasmé casi tanto como él.

—¿Alguien más lo sabe? —preguntó Miranda.

—Nadie —dije—. Solo nosotros tres.

—No puedo creer que hayáis podido hacerlo sin ayuda —se maravilló.

—El mayor mérito ha sido de Billy.

—Fue un trabajo en equipo. —Billy se sonrojó—. Tuvimos que permanecer colgados a esta altura, como trapecistas.

—Increíble. Yo nunca he ido al circo, pero he visto trapecistas por televisión.

—¿¡Nunca has ido al circo!? —preguntamos Billy y yo al unísono.

Ahora fue Miranda la que se sonrojó. Nos habíamos apartado de la barandilla y estábamos en el centro de la casa del árbol, en torno a las tres mochilas dispuestas en un montículo en el centro.

—No, nunca he ido —reconoció Miranda, incómoda—. Mi madre dice que…

Nos quedamos a la expectativa de que terminara la frase, pero no lo hizo.

—A la gente rica no le gusta el circo —salió al rescate Billy con total naturalidad—. Prefieren el teatro. No hay nada de malo en ello.

Miranda guardó silencio. Hasta yo dudé de si Billy le tomaba el pelo con su comentario, pero él ya abría su mochila para sacar los bocadillos de salami de la señora Pompeo, dando por zanjado el tema.

No volvimos a hablar del circo ni de los pasatiempos de la gente rica. Estábamos hambrientos y teníamos una buena cantidad de cosas que comer. Saqué de mi mochila el mantel de Collette y lo desplegamos en la base de madera. Esta vez no fue un momento penoso para mí, porque Katie me había ayudado a preparar unos panecillos riquísimos que exhibí con orgullo. Billy se relamió al ver la bolsa de papel llena a rebosar. Miranda sacó de su mochila dos botes de mermelada y uno de mantequilla de cacahuete. Eran de marcas caras a las que Amanda se refería como prohibitivas y que yo nunca había probado.

Aquel sería nuestro primer picnic en la casa del árbol. Todo un acontecimiento.

—Un momento —dijo Miranda.

Nos entregó unos pequeños cuchillos sin filo, para untar los panecillos.

—¿Son de plata? —preguntó Billy.

—¿Qué importa sin son de plata? —le espeté.

Pero Billy lo había dicho para provocarme. Antes de que yo terminara la frase ya se reía y cogía el primer panecillo. Lo abrió con los dedos y después lo untó con mantequilla. Miranda y yo lo seguimos un instante después, pero preferimos la mermelada.

—Aquí no hace tanto calor —comentó Billy.

—Sí que hace —respondí.

—Pero menos que abajo.

—Estaríamos caminando a pleno sol, probablemente a mitad de camino.

—Nada de eso. Ya habríamos cruzado el arroyo, estoy seguro.

—No importa. No hubiéramos llegado todavía.

Miranda nos miraba, divertida.

—A vosotros os encanta pelearos —comentó.

—Billy es el culpable —expliqué—. Siempre quiere tener razón.

—Casi siempre la tengo.

—No esta vez. No quieres reconocer que fue un acierto venir en bicicleta.

Silencio.

—¿Lo ves, Miranda?

Billy pensó un instante su réplica:

—A veces hago cosas para que Sam tenga razón.

La frase hizo que los tres riéramos.

De repente, Miranda se puso seria.

—¿Y si alguien sube?

—No te preocupes —la tranquilicé—. Después de utilizar la rama-escalera, la he subido al árbol.

—Habéis pensado en todo —dijo. Terminó de prepararse su segundo bocadillo y acto seguido se tendió en la base.

—Mi madre dice que no debo comer acostada, que puedo atragantarme —comentó.

Me tendí a su lado.

—Quiero deciros algo… —dijo Miranda.

El corazón se me paralizó. Fue su tono de voz. Por un segundo tuve la convicción de que nos hablaría de la gargantilla y el poema; aunque en el invernadero nos habíamos prometido no volver a tocar el tema, quizá ella había cambiado de opinión.

—¿Qué? —preguntó Billy.

—Ya se lo he adelantado a Sam —agregó Miranda con cierto tono de disculpa.

Dejé de respirar a la espera de la revelación que lo echaría todo a perder.

—Entre las cintas de Marvin French —dijo Miranda—, había una rotulada con la fecha del accidente de la madre de Sam.

Hasta los pájaros parecieron guardar silencio.

Fue un alivio descubrir que no hablaríamos de la gargantilla y el poema; no obstante, advertí la tensión de Billy, que también se quedó quieto como una estatua.

—¿Se la habéis entregado al comisario? —preguntó.

—No —respondimos al unísono.

Me incliné para poder ver el rostro de mi amigo y advertí cómo luchaba por ocultar la sorpresa de haber sido mantenido al margen.

—¿La habéis visto?

—No, está en el ático de mi casa. La escondí allí. Y creo que deberíamos verla.

Admiré la valentía de Miranda. Comprendí, posiblemente por primera vez, que dentro de aquella niña aparentemente frágil, criada entre sirvientes, había una persona con convicciones y voluntad de pelear por ellas.

—No me parece una buena idea —dijo Billy—. Deberíamos dárselas a la policía. Puede ser una prueba.

—Tenemos que verla —insistió Miranda—. Si es una cinta cualquiera, no hacemos nada con ella. Si es importante para la policía, se la entregamos. Ya veremos qué decimos. Seguro, Billy, que se te ocurre algo.

—Puede ser —aceptó él—. Lo que no entiendo es por qué creéis que puede estar relacionada con el accidente. Hasta donde sabemos, la única relación entre los French y Sam es a través de ese psicópata de Orson.

—Marvin French era amigo de Banks —le recordé a Billy—. Lo leímos en el artículo del periódico, ¿recuerdas?

—Me lo temía —masculló Billy—. El lunático de Banks, que…

—Billy… —lo detuvo Miranda amablemente—. Tienes razón, es un poco descabellado, pero no tenemos nada que perder, ¿verdad? Vemos la cinta, y si no tiene que ver con nada, nos olvidamos del asunto.

El poder de Miranda en acción. Bastaba que ella alzara su mano o mirara a Billy para que él hiciera lo que ella quería.

Miranda se incorporó.

—Tenemos que formalizar lo que empezamos en el pantano de las mariposas.

—¿Qué? —preguntó Billy.

Miranda tomó mi mano y la sostuvo con la palma hacia arriba. Yo la observaba sin entender, pero incapaz de preguntarle qué se proponía. Con la mano libre agarró uno de los cuchillos de plata y lo acercó a mi muñeca. Lo apoyó sobre mi piel un instante, como si ensayara el movimiento que tenía pensado hacer, pero entonces lo apartó y lo introdujo en el pote de la mermelada de fresa. Cargó una buena cantidad, y cuando deslizó la punta del cuchillo sobre mi piel, una estela de mermelada apareció en mi muñeca.

Soltó mi mano, que yo de todas maneras mantuve en la misma posición.

—Es tu turno, Billy.

No digas que es estúpido, por favor. No te niegues. Dale la mano sin rechistar. Por favor.

Billy extendió su mano.

Miranda repitió el ritual.

Observé a mi amigo, con la muñeca embadurnada de mermelada, y otra vez me maravillé de lo que Miranda era capaz de hacer con él. Durante nuestra excursión al pantano de las mariposas, recordé, Billy se había zampado un puñado de gaulterias solo para demostrarle a nuestra amiga que eran comestibles. Ahora permitía que le untaran la muñeca de mermelada. Era increíble.

Un destello me arrancó de mis pensamientos. Miranda me ofrecía el cuchillo. Lo agarré y lo introduje en el pote de la mermelada prohibitiva. Unté la muñeca de Miranda y los tres nos aferramos los antebrazos formando un triángulo.

El pacto estaba completo.

—Ver esa cinta es importante para Sam —dijo Miranda con seriedad, mirándonos alternativamente—. Cuando algo es importante para uno de nosotros, debe serlo para los tres, ¿estáis de acuerdo?

Asentimos en silencio.

No salía de mi asombro. Nunca olvidaré ese día; era como si Miranda hubiera estado esperando el momento adecuado para hablarnos de aquella manera. Hasta entonces Billy y yo habíamos funcionado de una manera muy simple: él disponía y yo lo seguía, a veces razonaba con él y lo hacía recapacitar sobre alguna cosa, pero en líneas generales él era el líder y yo estaba de acuerdo con eso. Miranda rompió ese esquema esa tarde agobiante, con su espontáneo pacto de mermelada de fresa.

Miranda y yo nos limpiamos con servilletas de papel. Billy se lamió la muñeca hasta dejarla reluciente y luego utilizó la servilleta. Cuando terminó, lo mirábamos como a un cavernícola, pero él se mostró orgulloso de sus actos. Con toda seriedad dijo:

—¿Cómo haremos para ver la película? —En sus ojos se encendió la llama del desafío por vencer—. No podemos pedirle a Elwald que nos proyecte otra vez dibujos animados de Disney, ¿no os parece? Ni siquiera podemos pisar el ático sin levantar sospechas, no después de lo que ha sucedido con Orson.

Billy era rápido. Mientras yo me ocupaba de analizar el lado romántico de nuestra amistad, la mente de mi amigo ya trazaba un plan práctico para cumplir nuestro cometido, evaluando los posibles obstáculos.

—Yo sé cómo llegaremos al ático sin que nadie en mi casa se entere —dijo Miranda.

El pantano de las mariposas
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