31

Miranda se presentó en el claro con cierta incredulidad, algo que sus ojos azules no fueron capaces de disimular. Habíamos estado a solas otras veces, por supuesto —en el invernadero, en los jardines de su casa, en el porche trasero de los Meyer—, todos fueron encuentros intensos, donde incluso derramamos lágrimas y nos confiamos intimidades. Pero esta vez había algo más y ella debió de advertirlo desde esa mañana, cuando la llamé por teléfono desde la casa de Collette, porque su actitud al llegar fue distinta. Y había un detalle más.

—Llevas puesta la gargantilla… —dije, señalándola.

—Sí —dijo Miranda. Se llevó la mano al pecho y la mantuvo allí un segundo—. Como me has dicho que Billy no vendría, decidí usarla.

—Ya veo.

—De todas maneras —comentó al pasar—, ya sé que Billy no ha sido el que me la envió.

Me miró.

—¿No ha sido Billy? —murmuré.

Esbozó una sonrisa que no pude descifrar.

—Yo creo que no —dictaminó—. Pero no sé quién pudo ser, la verdad. No se me ocurre nadie.

—A mí tampoco.

Miranda caminó hasta el sendero que conducía a la casa del árbol y se volvió.

—Hay una huella de bicicleta —dijo.

—Es mía. Aproveché que he llegado antes para recorrer el sendero y ver en qué condiciones está. No muy buenas, la verdad. Y seguro que más cerca del arroyo será un lodazal.

Ese parecía ser el día destinado a las verdades a medias.

—Oh —dijo ella con cierta decepción—, la verdad es que me has intrigado mucho con eso que quieres mostrarme. ¿Crees que deberíamos dejarlo para otro día?

—No —dije de inmediato—. Podemos coger el sendero hasta el pantano de las mariposas y luego un camino diagonal. Es un poco más largo, pero no nos estancaremos en el lodo.

—¿Sabes cómo llegar? Digo, Billy es el que…

—No te preocupes por nada —la interrumpí—. Hemos hecho ese camino mil veces. Además, podremos detenernos un momento en el pantano de las mariposas; con tanta lluvia quizá valga la pena.

Consulté mi Timex. Eran las tres y veinte. Antes de las cuatro estaríamos en la casa del árbol, calculé. Mis nervios no me dejaban en paz. Una voz me insistía que lo que había preparado para Miranda era una gran estupidez, pero entonces se acoplaba otra, más pausada y racional, que me decía que lo verdaderamente importante era disfrutar de su compañía por última vez. Algo me decía que las cosas cambiarían a partir de ese verano, tanto si Miranda se marchaba como si se quedaba y hacía amigas en su nueva escuela.

Cuando llegamos al pantano de las mariposas, descubrimos lo que yo había anticipado: estaba completamente anegado a causa de las lluvias recientes. Pocas veces lo había visto en ese estado. Apenas unas pocas islas afloraban como los lomos de hipopótamos a medio sumergir; la cascada brotaba de la cresta del peñasco en todo su esplendor. Los helechos, muchos de los cuales daban la impresión de flotar, lucían un verde que parecía artificial. Y, por supuesto, estaban las mariposas; decenas de ellas, revoloteando en torno a los rayos de sol que se filtraban hasta abajo. Nunca había visto tantas. La mayoría eran monarcas, pero había otras especies también. Nos quedamos sin poder creerlo.

Unos cuantos niños se habían congregado para disfrutar del acontecimiento. Uno de ellos me saludó en cuanto me vio; se llamaba Hector y era alumno de séptimo grado, no de mi clase sino de otra; tenía los pantalones arremangados, el agua lodosa a la altura de la pantorrilla y enarbolaba una red para capturar mariposas. Justo antes de advertir nuestra presencia, lo habíamos visto quieto como una estatua, con un brazo embadurnado de mermelada extendido hacia delante. La mermelada era de fresa, lo que de inmediato me recordó nuestro pacto en la casa del árbol. A su lado había otro niño, cuyo nombre no recordaba, y que se mantenía a prudente distancia en una isla, sosteniendo un frasco de cristal que todavía estaba vacío. No había sido alcanzado por una sola gota de lodo.

Hector me hizo señas para que nos acercáramos.

—¿Queréis quedaros con nosotros, Sam? —preguntó Hector.

El niño pulcro no quitaba los ojos de encima a Miranda.

—Gracias, pero tenemos cosas que hacer —dije—. Solo vinimos a echar un vistazo.

—Es increíble, ¿verdad?

—Sí. Nunca había visto tantas mariposas. Lástima que casi todas son monarcas.

—No —me corrigió Hector—. Lo que sucede es que algunas se les parecen mucho. La gente piensa que todas las mariposas naranjas y negras son monarcas, pero no es así. Ya hemos visto unas de borde dorado, Virreyes y algunas Baltimore.

Hector buscaba impresionarnos con sus conocimientos, y la verdad es que lo consiguió, aunque no teníamos manera de saber si toda esa información era cierta.

—¿Adónde se dirigen? —preguntó Miranda. Observaba hacia arriba, a las mariposas que volaban más alto.

—A cualquier parte del bosque. —Tenía su lado cómico escuchar a Hector hablar tan seriamente con la mano embadurnada de mermelada—. Aquí se crían, porque hay humedad y están las plantas de las cuales se alimentan. Pero cuando sucede la metamorfosis y las crisálidas se convierten en mariposas, se marchan a otras partes.

—¿Para qué las cazas? —inquirió Miranda.

—Eso mismo digo yo… —empezó a decir el niño pulcro.

—Yo las colecciono —tartamudeó Hector, intentando explicar que él no era un simple asesino de mariposas—. En mi casa tengo una jaula grande, de alambre tejido. Cuando mueren, las enmarco y las agrego a la colección.

Miranda asintió. Volvió a concentrarse en las mariposas que revoloteaban a nuestro alrededor.

—He visto una dama americana —dijo Hector—. Son bastante difíciles de ver, pero hay una por aquí. La he visto.

—Yo no he visto nada —lo contradijo el niño pulcro.

—Te digo que sí, lo que sucede es que tú no las conoces. Ya te he dicho, son negras y tienen el centro de las alas rojo. Si la ves, no te muevas.

Miranda y yo estábamos a unos dos metros de los niños. Avanzar más hubiera significado adentrarse en el lodazal, cosa que no íbamos a hacer.

—Nos vemos después —anuncié.

—Espera, Sam —dijo Hector mientras salía del agua y se subía a la isla colonizada por el niño pulcro, que sutilmente se alejó de él como si fuera un leproso—. Hoy vinieron unos chicos preguntando por ti. Eran tres.

Fruncí el ceño.

—¿Quiénes?

—No lo sé. Eran mayores que nosotros. A uno lo conozco de la escuela.

—Se reía todo el tiempo —acotó el niño pulcro.

Supe de inmediato que Hector se refería a Mark Petrie, Steve Brown y probablemente también a Jonathan Howard, el trío con el que nos habíamos enfrentado Billy y yo. Le agradecí el dato. Aquellos tres no podían traerse nada bueno, pensé. Sería buena idea mantenerse lejos del claro como teníamos previsto.

Nos marchamos del pantano de las mariposas y veinte minutos después llegamos a la casa del árbol. Escondimos las bicicletas en los arbustos y recorrimos los metros finales a pie.

—Me muero de ganas por saber cuál es la sorpresa que me tienes preparada, Sam —dijo Miranda mientras llegábamos al abeto.

El pantano de las mariposas
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