24

El martes 6 de agosto de 1985 fue uno de esos perfectos días de verano donde la temperatura no llega a los veinticinco grados. A solo dos semanas de empezar las clases ya sentía esa nostalgia tan conocida, ahora mezclada con la íntima sensación de que ese verano en particular quedaría grabado en nuestra memoria para siempre. El octavo grado estaba a la vuelta de la esquina y era probable que cuando nos reuniéramos en el claro al siguiente año —si es que reunirnos en el claro seguía siendo una idea atractiva—, ya no quisiéramos jugar en la casa del árbol o ir de excursión al pantano de las mariposas. Estuve a punto de preguntarle a Billy si creía que debíamos llevarnos la caja de tesoros —todavía escondida en el tronco caído—, pero me contuve. Además, mi amigo estaba inquieto, caminando de un lado a otro y lanzando miradas desesperadas al sendero por el que Miranda debía llegar.

—No vendrá… —decía Billy.

—Sí vendrá —le respondía yo.

Y así pasamos la siguiente media hora, prácticamente sin hablar de nada más. Billy había trazado un plan, para variar; uno que, me prometió, nos daría todas las respuestas que necesitábamos: quién era Helen P., qué relación había tenido Preston con mi madre (tanto a Billy como a mí nos costaba hablar de mi madre en tiempo presente), qué había mostrado la fotografía tomada por Patrick. Todo.

Alguien se aproximaba por el sendero.

—¡Miranda! —dijo Billy con algo de indignación. Inmediatamente rectificó su actitud con una pregunta—: ¿Te ha sucedido algo?

—He ido con mi madre a comprar el material nuevo para la escuela —explicó mientras llevaba su bicicleta hasta el tronco y la apoyaba en él.

—Ahora que estamos los tres… —empezó Billy.

—Espera —lo interrumpí—. ¿Cómo van las cosas en tu casa, Miranda?

—La verdad, un poco mejor. Mis padres ya no discuten; incluso han mantenido algunas conversaciones breves. Es un avance.

—¿Adrianna ya se ha marchado? —indagué.

—Sí. —Miranda se sentó en el tronco caído—. Creo que ese anónimo le ha hecho bien a mi familia, por alguna razón.

Como siempre que se refería a temas privados, sus manos se movían inquietas en el regazo y conservaba la vista baja. Billy abrió la boca para decir algo pero lo detuve con un gesto. Me acerqué a Miranda y apoyé las manos en sus rodillas. Ese día llevaba unos pantalones cortos, de modo que el contacto fue directamente entre mis manos y su piel. Alzó la vista. Miranda había pasado por cosas horribles esa semana. Yo no podía quitarme de la cabeza que podía salir lastimada de todo aquello

—¿Has vuelto a verlo? —le pregunté sin mover las manos.

Ella inclinó ligeramente la espalda hacia atrás, sorprendida. Durante un instante, su mirada se desvió hacia Billy, que seguía detrás de mí, en silencio. No parecía decidida a hablar.

—Miranda —volví a intentarlo—, ¿has vuelto a ver al hombre diamante?

—Sí —dijo al fin.

Lentamente aparté mis manos de sus piernas.

—Cuéntanoslo, por favor.

Volví mi rostro para asegurarme de que Billy no hiciera ningún comentario. Iba a indicárselo con la mirada cuando él se me adelantó con un casi imperceptible gesto de asentimiento.

—Lo he visto dos veces en realidad —dijo Miranda—. La primera fue el viernes, después de que os marcharais, el día que le entregué el sobre a mi padre.

Ya podía escuchar la voz de Billy en mi cabeza como si me hablara telepáticamente. Otra vez Miranda veía al hombre diamante el día que cargaba con la culpa de hacer algo indebido contra su padre. Primero había sido al espiarlo desde la galería, después al mentirle acerca del origen del sobre que ella misma le había entregado.

—¿Has vuelto a la galería? —pregunté, asumiendo que el encuentro con el extraterrestre había tenido lugar allí.

—¡No! —se apresuró a responder ella—. Odio ese sitio. Fue en el jardín de mi casa.

—¿En el jardín? —El tono de Billy fue más de sorpresa que de incredulidad.

—Después de cenar fui al invernadero —dijo Miranda—. Mi madre estaba allí, podando sus plantas y cantando, que es lo que hace cuando está sola. Me acerqué al cristal y lo vi, la luz que emitía era más fuerte que la de las farolas. Estaba parado junto al Mercedes.

—¿En qué parte? —preguntó Billy.

—¿Qué importancia tiene eso? —le espeté, creyendo que aquella pregunta lo único que buscaba era desacreditar el relato de Miranda.

—El Mercedes fue donde encontramos la grava que nos condujo a mi tío —se defendió Billy.

¡Era cierto!

Miranda tampoco había reparado en ello, al parecer, porque abrió bastante los ojos.

—Billy tiene razón, ahora que lo pienso, estaba junto a la parte de atrás del coche.

—¿Hizo… algo? —pregunté.

Miranda continuó:

—Lo observé un rato y entonces comenzó a caminar por el jardín, solo que no caminaba, era como si flotara a ras del suelo. Fue hasta la fuente en la que tú y yo estuvimos esa tarde. Allí se detuvo. Había estado observándolo con tanta concentración que olvidé a mi madre, que en algún momento dejó de cantar y se acercó. Se paró a mi lado y me hizo un comentario. Sobre lo bonito que era el jardín de noche o algo así.

Se detuvo.

—Tu madre no podía verlo —dije.

Ella asintió.

—Me sentí una tonta. Mi madre estaba detrás de mí, peinándome el cabello con las manos mientras me hablaba del jardín, de sus plantas, no sé de qué, y allí estaba el hombre diamante, emitiendo una luz tan poderosa que yo tenía que cerrar un poco los ojos para no quedarme ciega.

—¿Esta vez no te dijo nada? —pregunté—. En tu cabeza, quiero decir.

—No. Cuando llevaba más de un minuto junto a la fuente, hizo una cosa extraña, creo que se burlaba de mí. Adoptó la pose del ángel sobre la fuente, ya sabéis, con las manos abiertas formando las alas y una de sus piernas doblada. Se quedó en esa posición unos segundos y desapareció. Durante un buen rato seguí viendo su silueta en la oscuridad, como cuando miras directamente a un foco y lo apagas.

No sabía qué decir. ¿Por qué Sara Matheson no podía ver al hombre diamante?

La voz de Billy me gritó la respuesta en mi cabeza:

¡Porque no había ningún hombre diamante!

—Antes dijiste que lo has visto otra vez…

—Sí, al día siguiente, en mi habitación —dijo Miranda con un cansancio en su voz que hizo que me arrepintiera de haberle preguntado—. Pero justo antes de dormirme. Quizá fue un sueño.

—Me alegra que nos lo hayas contado —dije.

Retrocedí tres pasos describiendo una curva. Ahora tenía a Billy a mi derecha y a Miranda a mi izquierda.

—A mí también me alegra —dijo Billy.

—Gracias, chicos.

Me senté en el tronco al lado de Miranda. Me incliné y le susurré al oído:

—Todo va a salir bien.

Entonces fue el turno de Billy de decirnos lo que había pensado. Aseguró que su plan nos permitiría averiguar la verdad de todo, y que el riesgo sería muy bajo. Billy sabía vender sus planes magistrales.

El pantano de las mariposas
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