23

La excursión al pantano de las mariposas sería especial por varios motivos. Para empezar, sería la primera incursión en el bosque en compañía de Miranda. Y si había algo que yo no quería era echarla a perder hablando de mi encuentro con Orson en la camioneta abandonada, por lo que le pedí especialmente a Billy no hablar de ello. Él y yo habíamos ido al pantano de las mariposas tantas veces que nos hubiera resultado imposible enumerarlas, pero sería la primera vez para Miranda, y no me parecía justo aburrirla con mis problemas.

Casi todos los niños conocían el pantano; era probable que nos encontráramos con algunos durante la travesía o al llegar allí. En nuestros mapas había sitios mucho más inaccesibles, lejanos y secretos, pero ese día, en que el verano daba comienzo formalmente, no se trataba de hacer grandes proezas ni de presumir. Se trataba de pasarlo bien.

Cuando llegué al claro, Miranda y Billy ya estaban allí, y esta vez no me sorprendí al verlos juntos inspeccionando el contenido de la caja de herramientas. Había visto sus bicicletas en el puesto del señor Mustow, un hombre que además de vender hamburguesas y patatas a los visitantes del Límite había asumido el rol de cuidador de bicicletas. Hoy la travesía sería a pie.

—¡Al fin! —dijo Billy cuando me vio. Se había vestido con su ropa especial, la que yo denominaba «de cazador»: una chaqueta de franela beige con doscientos bolsillos que había pertenecido a uno de sus hermanos y que le iba unas tallas grandes, y un gorro que no hacía exactamente juego con ella pero casi. Me lanzó una mirada entre preocupada y suplicante para que no hiciera ningún comentario al respecto.

—¿No crees que hace un poco de calor para esa chaqueta? —disparé.

Billy negó con la cabeza, pero no demasiado molesto. Mi observación había sido bastante sutil en comparación con otras. Le guiñé un ojo.

—Yo creo que está muy bien para nuestra misión —comentó Miranda un poco desconcertada.

Billy hinchó el pecho con lo de «misión». Si hasta parecía que Miranda ya empezaba a entender los códigos de mi amigo tan bien como yo. Billy aferraba uno de los planos del bosque —¡como si hiciera falta!—, y supuse que hasta mi llegada habría estado explicando los peligros a los que tendríamos que enfrentarnos, como lo haría el capitán Nemo ante la tripulación del Nautilus. Habría sacado a relucir su arsenal de historias del bosque, especulado con la posibilidad de encontrarnos con un ciervo o hasta un oso, cosas que en la zona en la que pretendíamos movernos sería imposible.

—Sam, debes ponerte el repelente —dijo Miranda acercándose con el envase—. Billy me ha dicho que hoy los mosquitos están especialmente pesados.

Reparé en la vestimenta de Miranda. Llevaba unos vaqueros ligeramente ajustados, lo cual estaba más que bien, aunque no se adaptaran específicamente a las necesidades del bosque, y una camiseta rosa. Tenía el cabello recogido.

—Sí, es cierto —dije mientras me rociaba de repelente—. El calor se ha tomado en serio el calendario.

Eso los hizo reír. La temperatura había subido por lo menos siete u ocho grados desde el día anterior, superando los treinta. Posiblemente alcanzaba los treinta y cinco. Sería divertido ver cuánto tiempo aguantaría Billy con su chaqueta de cazador.

—¿Estamos listos? —preguntó Billy todavía en su rol del capitán Nemo—. ¿Tenemos todo lo necesario?

Sabía la importancia que aquellos rituales tenían para él, así que no reí, pero lo hubiera hecho de buena gana. Un bebé podría haber llegado gateando al pantano de las mariposas.

—Tengo los bocadillos en mi mochila —dijo Miranda, solícita.

—Yo tengo el mantel —dije—. Tal como me pediste.

—Perfecto. Tenemos suficiente repelente para mantener a estos jodidos a raya —dijo tras sacudir el envase.

Lo de los mosquitos no era una exageración de Billy. El calor los había espabilado. Una nube de puntos danzantes se estaba haciendo cada vez más espesa en el claro. La noticia de que allí había sangre fresca estaba corriendo a toda prisa.

—¡En marcha!

Y así, los tres nos pusimos en movimiento. Del claro surgían cuatro senderos bien definidos. Cogimos el más ancho de todos, hacia el oeste.

Mi mayor temor era que Miranda se aburriera durante la caminata. A fin de cuentas, no había que cruzar arroyos, trepar por pendientes escarpadas ni nada demasiado emocionante. Aquello era como caminar por el Límite. Sin embargo, Miranda observaba todo como si aquel corredor vegetal fuera un pasillo del Museo Vaticano. Tácitamente aminoramos el paso para que ella pudiera acercarse a las plantas que le llamaban la atención, detenerse ante el canto de algún pájaro u observar una fila de insectos particularmente llamativos.

—¿Qué son esas? —preguntó.

Billy se había autoproclamado el encargado de responder las preguntas y yo se lo permití. Cada minuto que pasaba se hacía más evidente su interés por Miranda.

—Gaulterias —respondió.

Miranda observaba aquel arbusto vulgar con verdadero interés. Billy y yo permanecimos detrás, con cierta expectativa. Aunque no lo manifestamos en voz alta, supongo que pensamos que podía estar gastándonos una broma.

—Son como los adornos navideños. —Miranda se agachó y sostuvo en la palma de la mano un ramillete con los pequeños frutos rojos.

—Más adelante creo que hay unos acebos —dije—. Los frutos son de un rojo más intenso, y las hojas más bellas.

—Sí —se apresuró a confirmar Billy.

—¿Se comen? —Miranda sostenía uno de los frutitos entre los dedos.

—¡Claro! —Billy se acercó y, sin nada de delicadeza, arrancó una rama con dos o tres ramilletes de frutos apelotonados. Cogió tres o cuatro y se los metió en la boca de una vez.

Billy odiaba las gaulterias; decía que sabían a calcetín humedecido. Era la primera vez en mi vida que lo veía zampándose cuatro al mismo tiempo.

Entonces supe que lo de mi amigo y Miranda iba muy en serio. Si Billy hacía por ella sacrificios en su dieta alimenticia —claramente uno de los puntos no negociables entre él y la humanidad—, estaba dispuesto a hacerlos con casi cualquier cosa.

Billy le extendió una gaulteria a Miranda mientras masticaba la pasta rojiza y fingía que no era como masticar un calcetín humedecido. Ella se la metió en la boca con delicadeza. Primero la saboreó y por fin la mordió. Cuando se la tragó, Billy todavía batallaba con las suyas.

—Están bien —dijo Miranda, pero todos entendimos que era un comentario de cortesía.

Billy aprovechó un descuido de Miranda para engullir las gaulterias con una mueca de desagrado.

—¿No vas a comer las otras, Billy? —pregunté con ironía en referencia a la ramita que todavía tenía en su mano.

Mi amigo refunfuñó algo y se deshizo de los frutos. De no haber sido por Miranda seguramente hubiera dado cuenta de un bocadillo para quitarse el mal sabor de la boca; pero, claro, de no haber sido por ella tampoco hubiera comido un puñado de gaulterias primero.

Las preguntas de Miranda siguieron, y durante los siguientes minutos nos convertimos en sus guías, aunque dejé que Billy tomara la iniciativa la mayoría de las veces. Nos preguntó por el repiqueteo de un pájaro carpintero, por varias especies de árboles, entre ellas alisos, abetos y otros que no supimos identificar. Nos dijo que sus padres le habían regalado una cámara fotográfica y que les pediría permiso para traerla consigo en la siguiente excursión. Entonces fue nuestro turno de maravillarnos, porque ningún niño de Carnival Falls tenía una cámara fotográfica propia.

—¡¿Qué es eso?! —gritó Miranda de repente, alarmada.

Billy se me había acercado para decirme que nos desviaríamos para ver algunos acebos, y yo le estaba respondiendo que no me parecía buena idea, cuando Miranda nos sorprendió con su exclamación. Durante una fracción de segundo pensé que habría visto un oso negro. Nosotros nunca nos habíamos topado con uno, pero sabíamos lo que teníamos que hacer si tal cosa sucedía algún día: correr como almas que lleva el diablo.

Me volví, con el corazón desbocado. Billy instintivamente me aferró el brazo.

Nos relajamos al mismo tiempo.

—Es solo un faisán —dijo Billy.

El pequeño animal nos observaba con fijeza, de pie en el centro del sendero, a no más de cinco metros de donde estábamos. Tenía la cabeza erguida, luciendo su penacho multicolor con toda la soberbia que es posible endilgarle a un ave. Un rayo de sol que se filtraba entre los árboles hacía resplandecer su plumaje azul metalizado.

—Es un macho —dije.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el colorido.

Miranda apartó la vista del ave por primera vez y me miró como si yo hubiese revelado el nombre científico del animal o algo por el estilo.

—Debe de haberse escapado de algún lado —acotó Billy.

—Parece bien alimentado.

Di dos pasos. El animal se fijó en mí, pero no retrocedió.

—Claramente está familiarizado con las personas —dije—. Si no ya se hubiera marchado.

—¿Vuelan?

—No. Saltan y aletean un poco, pero nada más.

—Es muy bonito.

Cuando me acerqué un poco más, el faisán recorrió un arco hacia atrás, todo sin quitarme la vista de encima.

—No creo que nos deje acercarnos mucho —dije.

Billy no agregó nada. Los animales —especialmente los de granja— eran mi especialidad.

—¿Y si le ofrecemos algo de comer? —propuso Miranda.

Lanzarle un bocadillo de queso a un faisán era el tipo de cosas que hacía la gente de la ciudad.

—Comen granos, y creo que insectos —dije con seriedad—. Este debe de saber bien cómo llegar a algún maizal.

—Intentemos tocarlo —dijo Billy.

—No se dejará tocar.

—Prueba.

Giré la cabeza y lo miré con una mueca. Después me agaché y avancé en dirección al animal, extendiendo mi mano como si me propusiera alimentarlo.

—Vosotros no avancéis —ordené.

Tras un par de minutos de escarceos, el faisán había retrocedido lo suficiente para internarse en la maleza al costado del sendero, pero todavía nos observaba con cierto interés. Cuando estuve lo bastante cerca, lo enlacé con el brazo y logré capturarlo. Lo tranquilicé con mi voz y le acaricié el pecho. Al principio, el ave intentó desplegar sus alas, pero rápidamente se tranquilizó.

Miranda me observaba con fascinación, como si hubiera doblegado a un león y no a un ave regordeta y torpe que ni siquiera podía volar.

—Acercaos despacio.

Cuando mis amigos le acariciaron el cuello esbelto, el faisán movió su cabeza hacia uno y otro lado, con los ojos rojos y penetrantes puestos en cada uno de nosotros alternativamente.

—Hola, bonito —decía Miranda con la vista puesta en el animal, ahora en mis brazos—. ¡Qué bueno eres!

Yo no podía quitar los ojos de Miranda, aprovechando que ella estudiaba al faisán. Recordé el poema que le escribí, donde decía que me conformaba con soñar su sonrisa o imaginar su rostro…, nada de eso era cierto. Creer que podía soñarla o imaginarla era darme demasiada importancia, o menospreciar su belleza. La dulzura con la que le habló al faisán me estremeció. Mis sentimientos hacia ella crecían, y eso me aterraba profundamente.

—Creo que quiere que lo bajes, Sam —dijo Billy—. Está agitando las patas.

Miranda se apartó de inmediato.

Deposité al ave en el suelo. Billy tenía razón. El faisán se internó en la maleza como un gordo que se abre paso entre una multitud. Cuando se alejó unos metros, se volvió. Su cuello asomaba entre las plantas rastreras como un periscopio colorido.

—Adiós, amigo —dijo Miranda con solemnidad.

El resto del trayecto se desarrolló en silencio. O bien Miranda se dio por satisfecha con nuestra escueta lección de botánica y fauna, o algo le había sucedido y yo no me había dado cuenta. Incluso cuando nos desviamos hasta el bosquecillo de acebos la noté ausente. Unos cuantos mosquitos trazaban órbitas a nuestro alrededor y temí que la estuvieran fastidiando demasiado. Cuando le pregunté si quería reforzar su dosis de repelente me contestó que no. Sacudió la cabeza y me sonrió, apenas consciente de los mosquitos, a los que apartaba casi sin darse cuenta.

Billy también advirtió el cambio en su actitud.

—¿Qué sucede? ¿Te aburre el bosque? —preguntó.

Miranda pareció sorprendida. Me apresuré a intervenir.

—Billy es así de diplomático a veces. No te preocupes, podemos hacer otras cosas también.

—Oh, no, no es eso, de verdad. ¡El bosque me encanta! —Miranda mantuvo la vista en el suelo—. Es que… pensaba en el faisán.

—¿Qué pasa con él? —Billy vio una rama caída y se agachó a recogerla.

—Si se ha escapado de alguna granja… —dijo Miranda con voz queda—. Quizá no sepa cómo alimentarse solo.

Billy despojaba la rama de los brotes más pequeños para utilizarla como guía y para apartar maleza. Siempre lo hacía.

—¡No te preocupes por eso! —dijo restándole importancia—. En el bosque hay suficiente alimento para todos los animales.

—Pero es que… —insistió Miranda—, el modo en que permitió que Sam lo alzara…, es obvio que está acostumbrado a estar con personas.

Aparté a Billy sutilmente.

—Los faisanes no son animales agresivos —dije acercándome a Miranda—. Es probable que lleve un tiempo en el bosque y haya aprendido a valerse por sí solo. Te diré lo que haremos: al regresar, lo buscaremos. Has visto que no son ágiles, así que no les gusta moverse mucho. Solo lo necesario.

Mi comentario le arrancó una sonrisa.

—¿Y si lo encontramos?

—Lo llevaré a mi casa —dije con seguridad. Apoyé una tímida mano sobre su hombro—. No tienes de qué preocuparte.

—¡Eso sería grandioso!

Por un momento tuve la embriagadora sensación de que Miranda me abrazaría. Su rostro se iluminó y festejó dando saltitos y aplaudiendo…, pero no me abrazó.

Billy me miraba con una ceja en alto, con una expresión más cerca de la confusión que del enfado. Mientras sostenía su rama como un bastón supe leer en su mirada exactamente lo que pensaba: que sería imposible encontrar a ese faisán otra vez, y que si tal milagro tenía lugar, llevarlo a la granja de los Carroll, lejos de comprarle un boleto a la salvación, lo condenaría a una cena de Acción de Gracias, donde sería el invitado de honor. Con una leve inclinación de cabeza y abriendo al máximo los ojos, procuré responderle a mi amigo que a veces, con las mujeres, un poco de cariño y contención es mejor que un cóctel de sinceridad. Él asintió suavemente.

—Estamos cerca del pantano —anuncié—. Ya nos ocuparemos del faisán más tarde. Disfrutemos mientras los mosquitos nos lo permitan.

—¡Suena perfecto! —respondió una renovada Miranda. Cambiando el tono agregó—: Billy, a ti los mosquitos ni se te acercan.

—Es el repelente.

—No es cierto —me burlé, sabiendo que mi amigo no se sentía del todo feliz de que los mosquitos lo despreciaran. Una vez me había dicho, mitad en serio mitad en broma, que un explorador debía ser capaz de tolerar el asedio de los mosquitos.

—Es increíble —dijo Miranda, que observaba cómo unos cuantos revoloteaban cerca de ella, debatiéndose entre lanzarse en picado o esperar a que el repelente perdiera su poder y, sin embargo, ninguno se acercaba a Billy en un radio de un metro.

—Es la ventaja de caminar a su lado —observé.

Miranda rio. Billy forzó una sonrisa.

—Vamos —dijo con su rama en alto.

Unos minutos después llegamos al pantano de las mariposas. A diferencia de otros sitios que habíamos bautizado nosotros mismos, este era conocido con ese nombre por casi todos los niños de Carnival Falls. Miranda estaba visiblemente sorprendida.

Aunque era evidente que habíamos transitado por una suave pero constante pendiente durante todo el recorrido, allí el desnivel entre la desembocadura del sendero y la cresta del barranco que teníamos delante no dejaba de llamar la atención. Por encima de la cresta de piedra crecía una hilera de árboles apretados que se asomaban al abismo. El agua de un arroyo sin nombre caía en forma de cascada desde varios sitios diferentes. En épocas de tormentas intensas, el caudal llegaba a ser tal que el agua bañaba completamente la superficie escarpada. Abajo se formaba una verdadera laguna, con dos o tres pies de profundidad. En épocas de sequía, o durante el breve y a veces recalcitrante verano de Nueva Inglaterra, las cascadas desaparecían y la tierra se secaba y agrietaba.

Esa tarde, el suelo estaba lodoso y en determinadas zonas hasta era posible caminar sin hundirse. La ausencia de rayos de sol, que apenas podían filtrarse una vez al día durante unos pocos minutos, hacía del pantano un sitio sombrío y húmedo, donde afloraban rocas y unos troncos raquíticos que se esforzaban por sobrevivir. A los únicos que la combinación de penumbra y humedad parecía sentarles de maravillas era a los helechos, que crecían a gusto en varios lugares.

La suerte estuvo de nuestra parte, porque sabíamos que incluso en días en que las condiciones eran propicias las mariposas podían pasar horas sin dejarse ver. En este día en particular había unas cuantas. Volaban sobre los helechos, casi siempre en parejas. La mayoría eran mariposas monarcas, pero había algunas grandes y violetas y otras blancas. Muchos niños, y algunos adultos, habían hecho de la observación de mariposas su afición, y no era extraño ver a alguno en el pantano con su libreta, tomando notas detalladas de cada mariposa que avistaba, a veces con prismáticos o a simple vista, y muchas veces armados de redes para capturarlas.

—Es como un cuento —dijo Miranda.

Y durante un largo rato los tres permanecimos allí de pie, sin decir nada, contemplando a las mariposas como si se tratara de una exhibición de aviones. Aunque había visitado el pantano infinidad de veces y muchas de ellas había visto mariposas en mayor cantidad y variedad, esta vez fue como si fuera la primera. Como si lo hiciera a través de los ojos de Miranda.

Nos ubicamos en el centro del pantano, en una zona alta donde la tierra estaba lo suficientemente firme. Para llegar hasta allí nos valimos de un camino de rocas, aunque lo cierto es que casi no había agua; dos o tres charcos grandes y nada más. El resto era simplemente tierra anegada. Era una suerte, porque cuando el agua se acumulaba era imposible adentrarse en el pantano sin hundirse hasta la rodilla.

Desplegué el mantel con cierta vergüenza. Estaba viejo y agujereado. Lo había rescatado de la casa de los Meyer, antes de que Collette lo tirara a la basura, y con Billy solíamos utilizarlo con cierta frecuencia. Pero Miranda no hizo ningún comentario. Supongo que todo aquello era nuevo para ella, y el andrajoso mantel era una pieza más. Para ella, que había vivido en casas suntuosas, comido en los mejores restaurantes y visitado hoteles de cinco estrellas como los de sus abuelos, un picnic en el pantano de las mariposas era tan extravagante como para mí un banquete en el Hilton. Bastaba verle la cara para entenderlo. Incluso Billy, que había sido el artífice de la excursión, estaba sorprendido ante el interés de Miranda.

Cuando Billy y Miranda sacaron los bocadillos de sus mochilas, otra vez sentí la misma punzada de iniquidad. Mi única contribución a la empresa había sido ese calamitoso trozo de tela en el que estábamos sentados, que de ninguna manera equilibraba nuestras aportaciones. Pero me obligué a dejar esos pensamientos de lado. Si Miranda iba a ser mi amiga, tendría que aceptarme tal cual era, y yo hacer lo mismo con ella.

—Así que vives en una granja —dijo Miranda. En la mano sostenía un bocadillo de la señora Pompeo.

—Sí. Es la granja de Amanda y Randall Carroll —expliqué—. Ellos me adoptaron cuando tenía un año. Somos catorce en total, entre niños y niñas. Los Carroll son estrictos en algunas cosas, especialmente Amanda, pero son buenos conmigo. Les debo mucho.

Miranda asintió.

—¿Qué les sucedió a tus padres?

—A mi padre nunca lo conocí. Hasta donde sé, ni siquiera supo que yo existía. Mi madre nunca le reveló a nadie quién era él.

Billy había dejado de lado su locuacidad habitual y nos observaba con una expresión que nunca antes le había visto, entre sorprendido y horrorizado. Él conocía la historia de mi vida, por supuesto, pero era la primera vez que me veía revelársela a alguien con tanta naturalidad. Incluso él y yo habíamos hablado de ello apenas un puñado de veces.

—Mi madre murió en un accidente con el coche. De ella conservo fotografías. —Me incliné y cogí un bocadillo. Eso le dio oportunidad a Miranda de probar el suyo—. Collette Meyer, una mujer muy buena que también me ha ayudado mucho, era la secretaria del director del hospital donde mi madre trabajaba como enfermera, y ella también me ha contado cosas. Eran amigas. Cuando ocurrió el accidente con el coche, Collette se ocupó de mí. Hizo las gestiones en la granja para que me aceptaran. Los Meyer son como mis abuelos.

—Yo no conocí a mis abuelos paternos, y los maternos han sido siempre muy fríos conmigo, como si yo no les importara demasiado. Casi todas mis amigas han tenido abuelos cariñosos con ellas.

—Así era Joseph Meyer conmigo antes de que comenzara a olvidarse de las cosas, y así es Collette. Ambos son muy buenos.

Allí el calor no era sofocante como al rayo del sol. La humedad del pantano nos mantuvo a gusto y los mosquitos, en parte por el repelente y en parte por la presencia de Billy, no nos importunaron demasiado. De vez en cuando, alguno se acercaba más de la cuenta y lo cazábamos, y eso era todo. El sonido de las cascadas era tranquilizador.

En ese momento, tres mariposas —una azul y dos rojas— revolotearon cerca de nosotros. Permanecimos muy quietos, observándolas. Se posaron en una roca a unos pocos metros, alineadas como las velas coloridas en un embarcadero.

—El accidente en que mi madre murió sucedió cuando yo era bebé —dije de repente.

La cara de Billy se transfiguró.

—Sam… —empezó.

No le hice caso.

—Ocurrió cuando tenía un año —continué—. Regresábamos del hospital, donde mi madre trabajaba doble turno. Ella alquilaba una habitación diminuta y acababa de comprar un coche. Un Pinto. Así que esa noche no tomamos el autobús. Llovía mucho.

Los artículos del periódico dijeron que la tormenta de aquel 10 de abril de 1974 fue de las peores que se vieron en años. El Chamberlain se desbordó en varios lugares y la visibilidad en las carreteras era malísima. El Carnival News hizo en la portada una breve mención al accidente que concluía con la leyenda: «Sigue en página quince». Al día siguiente, de la página quince pasó al olvido, lo cual en cierto sentido tenía cierta lógica: había sido apenas un accidente propiciado por las condiciones meteorológicas, pero no más que eso. El cronista que cubrió la noticia, un hombre llamado Robert Green, tuvo la deferencia de ponerse en contacto con el hospital municipal y escribir unas palabras bonitas de Christina Jackson; dijo, entre otras cosas, que todos la recordarían como a una mujer emprendedora y valiente. Siempre guardé aquellas palabras en mi corazón, porque aunque fueron escritas por un reportero que ni siquiera la conocía, fueron las únicas que quedaron acerca de ella durante mucho tiempo.

Pero ese día, así como no hablaría de Orson y sus amenazas, tampoco tenía intenciones de hablar de Banks.

—Alguien dio aviso a la policía; alguien que pasó por allí y vio el coche incrustado contra el árbol. Según sé, al principio creyeron que el Pinto estaba abandonado. Mi cuerpo había quedado atrapado entre el techo abollado y el asiento. Fue un milagro que sobreviviera.

—¿Y tu madre? —preguntó Miranda con todo el tacto posible.

—No la encontraron —musité—. El comisario estaba convencido de que mi madre salió despedida del coche y cayó en el río Chamberlain. Nunca he vuelto a ese sitio, ni sé exactamente dónde está, pero el periódico decía que la distancia era de unos treinta metros.

Billy atacó el tercer bocadillo. Parecía que lo único capaz de hacer era comer. ¿Cuándo piensas detenerte?, decían sus ojos. No le preocupaba su momentánea falta de protagonismo, sino mi inesperada decisión de soltarle a Miranda la historia de mi vida. Nunca había hecho eso con nadie, ni siquiera con mis hermanos en la granja.

—¿La buscaron en el río? —Miranda parecía genuinamente interesada.

—Sí, y también en Union Lake. No la encontraron.

—Es una historia muy triste —dijo Miranda. Se me acercó y colocó una de sus manos sobre la mía—. Eres muy valiente.

«Valiente». Eso había dicho Robert Green de mi madre.

—¿Tú crees?

—Claro. —Retiró su mano—. No te escondes de la realidad.

Transcurrirían muchos años hasta que comprendiera la verdad detrás de aquellas palabras. Lo cierto es que, por algún motivo del cual en ese momento no fui del todo consciente, esa frase me animó a desafiar mis propios límites.

—Después, ese tipo, Banks, empezó a inventar cosas —sentencié.

Dije lo anterior sin pensarlo demasiado. El rostro de Miranda se transformó cuando mencioné a Banks.

—¿Philip Banks? —preguntó.

Asentí.

—Vive en la misma calle que tú —razoné en voz alta—. ¿Lo conoces?

—Vino a mi casa un par de veces —contestó Miranda, y después agregó con tono de disculpa—: para darnos la bienvenida. Él y mi padre se conocen… de antes. ¿Quién es?

—Es un lunático —se apresuró a decir Billy.

Miranda no supo qué decir. Estaba visiblemente desconcertada por el comentario.

—No te preocupes, Miranda —intervine de inmediato—. Que tu padre lo conozca, incluso que sea su amigo, no significa nada. ¿Sabes qué creo?

Ella había bajado la cabeza. No nos miraba. Parecía a punto de llorar.

—¿Qué? —preguntó en un tono apenas audible.

Le lancé a Billy una mirada fulminante. ¿Qué te sucede? Si había alguien que debía estar molesto, era yo, no él.

—El hombre perdió a su esposa hace muchos años —expliqué—. Todo eso debió de afectarlo profundamente. Yo creo que Banks cree en lo que dice acerca de los extraterrestres.

—No importa si lo cree o no —dijo Billy—. Por su culpa la ciudad se llena de máscaras alienígenas para Halloween. La gente cree que una nave espacial aterrizará en su jardín y los invitará a dar un paseo. Casi la mitad de las personas de esta ciudad cree en hombrecitos verdes. ¡Es ridículo!

—¿Banks dice que a tu madre se la llevaron los extraterrestres? —preguntó Miranda.

Asentí.

—Yo no creo en extraterrestres —completó.

Yo tampoco creía en ellos, y estaba de acuerdo con Billy en que por culpa de Banks muchas personas mantenían vivas las historias de platillos volantes, repitiéndolas con detalles de cosecha propia. En Carnival Falls no era extraño escuchar que un amigo, que a su vez tenía un amigo que era piloto del Gobierno, una vez vio tal o cual cosa. Todas eran patrañas incomprobables.

Pero muchas veces me pregunté hasta qué punto mis convicciones eran férreas y cuánto había tenido que ver Billy en mi manera de pensar. El padre de Billy era ingeniero, al igual que todos sus hermanos; se crió en un hogar donde había reglas claras, racionales; incluso la señora Pompeo se manejaba con un puñado de reglas arbitrarias pero precisas. Mi amigo creció trazando mapas del bosque, ideando métodos de orientación, era un hábil constructor y planificador…, no había espacio en su cabeza para elucubraciones sin un sustento en la realidad. Y en cuanto a mí, el hogar de los Carroll también estaba regido por reglas, desde luego, pero la más importante de todas era la fe. Fe en Dios.

Fe.

No razón.

¿Y acaso no sería lógico en mi caso aferrarse a esa fe —alguna fe— que contemplara la posibilidad de que mi madre estuviera viva? Porque si Banks estaba en lo cierto, entonces Christina Jackson no había sido lanzada treinta metros por encima de un ejército de árboles ni arrastrada por la corriente de un río.

En el mundo que proponía Philip Banks, las cosas eran más simples.

Mucho más simples.

Si Billy no hubiera sido tan enfático en sus convicciones, ¿podría yo pensar de modo diferente?

—Hay una cosa más —dije con firmeza.

—Sam, por favor —empezó Billy—. No te hagas esto…

Lo detuve con un ademán.

—Déjame decirlo —le pedí.

Él asintió a regañadientes.

—A veces sueño con esa noche —manifesté—. La del accidente. Billy dice que no debo interpretar los sueños literalmente, que pueden contener detalles inventados o…

—Simbólicos.

—Sí, simbólicos, y estoy de acuerdo con él. Pero este es tan real…, y nunca cambia.

Hice una pausa.

Le pedí a Billy el repelente y él me lo entregó con solemnidad. Me rocié mientras seleccionaba cuidadosamente mis palabras.

—En mis sueños viajo en el coche con mi madre, la noche de la tormenta. Ella se vuelve y me mira y su rostro es igual al de las fotografías, solo que más luminoso y bello. Llueve muchísimo; los truenos retumban a cada momento. Yo estoy en mi silla con Boo, mi oso de peluche, que de pronto se cae al suelo y…

—Basta, Sam… —me rogó Billy.

—Billy, déjame decirlo, aunque sea una vez más —le supliqué. Podía sentir las lágrimas a punto de salir. Sabía que apenas terminara de hablar brotarían sin remedio—. Cuando mi madre se vuelve para coger a Boo, una luz intensa aparece en el parabrisas. Ella no la ve, porque…, bueno, está vuelta hacia mí…, pero supongo que la intuye. Sí, la intuye.

»Quizá si ella hubiera estado mirando hacia la carretera, y no ocupada en recoger a Boo del suelo, quizá… hubiera podido hacer algo. Esquivar esa luz.

Billy bajó la cabeza. Miranda me observaba fijamente.

—En mis sueños, cuando el coche se estrella, mi madre está allí, puedo ver su rostro entre los dos asientos de delante. Está muerta, o eso parece, pero no ha salido volando en dirección al río, ni siquiera se ha salido del coche. Seguro que usaba el cinturón de seguridad.

—¿Qué sucede después? —preguntó Miranda con voz trémula, más baja que el viento, el sonido cristalino de la cascada o el canto de los pájaros.

—Alguien la arrastra fuera del coche… —dije. Una gruesa lágrima tibia surcó mi mejilla derecha—. Lo hace con una velocidad asombrosa.

—¿Alguien?

—La lluvia golpea el techo del coche. Apenas oigo nada más. Pero definitivamente hay alguien allí afuera. Después…

Más lágrimas.

—… después todo se vuelve borroso. Casi siempre despierto en ese momento.

Era la segunda vez en mi vida que hablaba de mis sueños. La primera había sido con Billy, un par de años atrás. Sentí como si me quitaran un peso de encima.

Miranda se inclinó y volvió a posar su mano sobre la mía.

—Te creo —dijo.

Al cabo de unos segundos, Billy caminó sobre sus rodillas hasta acercarse lo suficiente. Él también colocó su mano sobre la de Miranda y la mía.

—Yo también te creo, Sam —dijo, y aunque su boca permaneció abierta durante un segundo, no agregó nada más. Y yo ciertamente se lo agradecí.

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