16

—¿Quieres conocer un secreto, Sam? —fue lo primero que me dijo Joseph cuando nos quedamos a solas.

—¡Claro!

Me senté en una de las sillas y lo observé con interés.

—Collette tiene una habitación secreta —dijo con seriedad.

—¿De verdad? ¿Dónde?

—En esta misma casa, por supuesto.

Ya había probado otras veces con decirle que no creía que tal cosa fuera posible, o incluso revelar lo que había dentro de la habitación de las cajas de música, pero ninguna de esas cosas era tan efectiva como seguirle el juego. De este modo lograba ganarme su confianza mucho más rápido.

—No puedo creerlo. ¿En qué parte de la casa?

—En la segunda planta, junto a nuestra habitación.

Entrecerré los ojos.

—No comprendo… ¿Cómo es que es secreta?

—Verás, durante mis años de abogado, monté allí un despacho para trabajar en casa en mis ratos libres. Jamás cerraba la puerta. Ahora que soy jubilado, el cuarto le pertenece a Collette.

—Pero… ¿está cerrada con llave?

—No lo sé, no he intentado abrirla todavía. No quiero que ella piense que soy un entrometido.

—Entiendo.

—¿Quieres que vayamos a averiguar qué esconde mi esposa? —dijo con picardía.

Fingí pensarlo.

—Mejor hagamos una cosa —sugerí—. Vamos un rato al porche trasero como le hemos dicho a Collette que haríamos. Puedo leerle algunas historias de Jack London. Después podemos subir y echar un vistazo a esa habitación secreta.

Ahora fue su turno de meditar la respuesta.

—Me gusta mucho Jack London.

—¡A mí también!

—Acepto —dijo, poniéndose de pie.

Fuimos juntos hasta la biblioteca de la sala y tras una mínima disertación escogimos una recopilación de relatos. Una vez en el porche trasero ocupamos nuestros lugares habituales, de cara al jardín.

—¿Podemos empezar por uno en particular? —pidió Joseph.

—Desde luego, ¿cuál?

To build a fire —dijo Joseph con determinación.

El libro casi se abría solo en aquel relato. Comencé a leer.

Me encontraba en el nudo de la historia cuando capté un movimiento de Joseph con el rabillo del ojo. Aparté la vista del libro y descubrí en su rostro una expresión conocida, la que se apoderaba de él cuando intentaba desentrañar algún misterio cotidiano sin que el resto lo advirtiera. Seguí la dirección de su mirada hasta el extremo del porche. De pie junto a la esquina de la casa estaba Miranda. Sostenía su bicicleta rosa y nos observaba con ojos asustados. Vestía un pantalón corto blanco, sandalias y una camiseta con Penélope Glamour. Verla allí fue tan inesperado que durante unos cuantos segundos no pude reaccionar. Había venido a verme, por supuesto, pero para llegar a casa de los Meyer debió de ir primero a la granja, preguntar por mí y averiguar la dirección. Tenía que haber un motivo importante para pasar por todo eso cuando por la tarde podría haberme encontrado en el claro, con Billy. Además, pensé en mi eterna pausa de reflexión, no habíamos oído el timbre. Miranda había rodeado la casa para encontrarnos.

—¡Hola, Miranda! —la saludé.

Ella no se movió. Parecía una aparición.

Al cabo de un instante levantó la mano en señal de saludo.

—¿Por qué no se acerca? —preguntó Joseph en voz baja.

—Miranda es mi amiga —respondí. Tenía tan incorporado el revelarle información al señor Meyer que apenas reparé en que no había respondido realmente a su pregunta.

—Sam, necesito hablar contigo —dijo Miranda todavía sin moverse.

—Podemos hablar aquí, con Joseph —respondí.

Ella sabía de la condición del señor Meyer pero no parecía convencida. Lo pensó unos segundos y luego apoyó la bicicleta en uno de los postes de la galería. Recorrió los seis o siete metros con la vista puesta en la punta de sus sandalias.

—Perdón que interrumpa la lectura, señor Meyer —dijo Miranda ahora mirándolo a los ojos—. Mi nombre es Miranda Matheson.

El semblante de Joseph cambió ligeramente al escuchar el apellido.

—Pues no tienes por qué disculparte —dijo Joseph con su vocecilla musical—. Será un placer que nos acompañes.

Miranda me observó, todavía con cierto desconcierto. Aproveché que Joseph no me miraba para hacerle un gesto de que aceptara sin problemas.

—Está bien —dijo.

—¡Perfecto! —Me puse de pie y acerqué otra silla. La coloqué de manera que Miranda estuviera de espaldas al jardín, así podríamos hablar viéndonos las caras. La ocupó dándome las gracias.

En una hora, a Joseph empezaría a darle sueño; mientras tanto, sería una agradable compañía. Nunca se lo había dicho a nadie, pero en ocasiones hablaba con Joseph de mis cosas; era un excelente oyente, perspicaz a la hora de hacer una observación y sabio para mantener la boca cerrada en los momentos claves. Y, por supuesto, que en cuestión de horas lo olvidara todo facilitaba las cosas.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté—. Billy y yo estábamos preocupados. Hace una semana que no sabemos nada de ti.

Desde el día del descubrimiento de la galería, Miranda no iba al claro.

Mi amiga no parecía muy decidida a hablar.

—Miranda… —dijo Joseph sorpresivamente—, tú tienes que ser la hija de Preston, ¿verdad?

Nada como una pregunta sencilla para empezar a soltarse. A veces me olvidaba que aquel hombrecito de bigotito refinado había sido un avezado abogado.

—Sí. ¿Usted lo conoce?

—¡Por supuesto! —Joseph dejó escapar una risita—. Todo el mundo conoce a tu padre, el hijo del gran Alexander Matheson.

El rostro de Miranda se iluminó al escuchar el nombre de su abuelo, del que tan poco sabía.

—¿Usted conoció a mi abuelo? —se maravilló.

Joseph hizo un gesto con la mano e infló las mejillas para dejar escapar el aire sonoramente.

—¡Claro! Esta ciudad le debe mucho a Alexander. Cuando él se instaló aquí, Carnival Falls era un caserío como tantos otros que había por esta zona. Su visión para los negocios dio trabajo a mucha gente y atrajo inversión. Una vez que empezamos a crecer, el efecto ha sido exponencial, ¿sabéis lo que significa «exponencial»?

—Cada vez mayor —respondió Miranda.

—Exacto. —Sonrió—. Veo que eres inteligente, como él. Tu abuelo, querida, fue un adelantado a su época. Vivió siempre diez años por delante de nosotros. Cuando hacía algo, no faltaba quien dijera que había perdido la chaveta o que se estaba metiendo en un negocio sin futuro. Siempre tuvo razón. Tuve la oportunidad de conversar con él dos o tres veces, en reuniones de amigos en común. Era un hombre para escucharlo y aprender.

—Yo no lo conocí —dijo Miranda. El interés por Alexander la distrajo de su preocupación, lo cual agradecí.

—¿No llegaste a conocerlo?

—No.

Joseph frunció el ceño.

—Tu abuelo era un gran hombre. A veces un poco orgulloso, según me han dicho, pero no hay que creer todas las habladurías que circulan en esta ciudad. —Esbozó una amplia sonrisa.

—Hábleme de él, señor Meyer.

Joseph se alisó el bigote una y otra vez, recordando…

—Una vez tuve un cliente en el bufete que había sido empleado suyo —dijo Joseph con ojos soñadores—. Se llamaba Charlie Choi y acudió a mí por una demanda que le había puesto un vecino. Una tontería que se resolvió con una llamada telefónica. En agradecimiento me invitó a cenar y nos hicimos amigos. Dicho sea de paso, Sam, Charlie se casó con Becca…

—¿La chica derrama-vino?

Joseph lanzó una carcajada interminable. Miranda lo miró con atención, dejándose contagiar un poco por la alegría de nuestro interlocutor.

—Esa misma —dijo Joseph cuando la risa menguó—. Charlie empezó como obrero en Fadep, una de las empresas de Matheson. Llegó a ser director de planta. Alexander, según decía, era un obsesivo del control: sabía el nombre de casi todos sus empleados (y estamos hablando de más de quinientos), los procesos de fabricación, detalles mínimos de la contabilidad de sus empresas. En las reuniones de dirección, sus subordinados temblaban. Alexander no era de esos dueños que solo exigen resultados. A él le gustaba estar empapado de todo y podía interesarse por detalles ínfimos, de modo que todo el mundo debía estar preparado.

Miranda seguía el relato con sumo interés. No creo que la parte empresaria de su abuelo fuera la que más le interesaba de todas, pero al menos era algo.

—Mi padre discutió con mi abuelo por alguna razón —dijo Miranda—, o eso es lo que yo creo. Nunca me cuenta nada. Me gusta oírlo a usted hablar de él, señor Meyer.

Por un momento tuve la descabellada sensación de que Miranda había ido a buscar a Joseph y no a mí.

—Me alegra poder ser útil —dijo Joseph—. La anécdota de mi amigo Charlie Choi de cómo conoció a tu abuelo te dará una idea muy clara del tipo de persona que era.

—¡Me encantará oírlo! —Miranda ya no era la misma chica triste que había llegado hacía un rato.

—Charlie se desempeñaba como operario de una de las máquinas de la empresa, una mezcladora de materiales o algo por el estilo. La habían importado de Alemania y era totalmente automática. Charlie me dijo que una sola persona desde el panel de control podía hacer el trabajo de una docena de hombres. Un especialista vino para impartir un curso de cómo debía utilizarse. Aparentemente, la máquina era una verdadera maravilla tecnológica y ser uno de los dos operarios certificados para operarla le ayudó a mi amigo a ganar un poco de prestigio.

»Cierto día, un hombre al que no conocía, pero que supuso sería un cliente, se detuvo a su lado y le pidió si podía observarlo mientras operaba la dichosa máquina. Él le dijo que sí. Durante la primera hora, el extraño no dijo nada; después empezó a hacer preguntas. Charlie estuvo a punto de pedirle que lo dejara en paz, quizá decirle que su trabajo no era hacer de guía turístico con los que visitaban la fábrica o algo por el estilo, pero al final no lo hizo. Además, las preguntas del hombre eran inteligentes. Al cabo de cuatro horas lo saludó y el tipo se marchó. Minutos después se acercó el capataz y le reveló la identidad del individuo. ¡Era tu abuelo! El mismísimo Alexander Matheson. Charlie no podía creerlo. Unas semanas después, Alexander regresó y operó la máquina él mismo. Lo hizo durante unos minutos con una presteza envidiable y jamás regresó.

—Debió de ser muy inteligente —dijo Miranda, asombrada.

Y entonces, el señor Meyer dijo algo que encendió una luz de alarma en mi cabeza.

—Ya lo creo. Un hombre de una gran avidez por conocer todo cuanto sucedía bajo su mando.

Observé a Miranda para ver si ella había pensado lo mismo que yo, pero por lo visto no fue así, porque seguía embelesada con el señor Meyer, pidiéndole con la mirada más historias de su abuelo. Yo, desde luego, pensaba en la galería secreta.

—Cuando construyó la casa de la calle Maple, yo era un crío —dijo Joseph—. Revolucionó a todo el mundo. En Carnival Falls no había mansiones; las personas con mucho dinero preferían marcharse a Massachusetts o Nueva York. La casa sería majestuosa, decían algunos, pero aquí siempre estaría fuera de lugar.

—Yo vivo en esa casa ahora —dijo Miranda.

—Claro. Supuse que sería así, querida. Y, como bien sabes, todos los que pensaron que era una mala idea, se equivocaron. Otra vez Alexander tuvo razón. Al poco tiempo, dos o tres familias ricas compraron sus parcelas y se instalaron en Redwood Drive. Los precios de los terrenos se fueron por las nubes. Nació una zona residencial sin igual. Otra vez, nuestra ciudad se diferenció del resto gracias a tu abuelo.

—¿Usted vio cómo construyeron la casa?

—Claro. Fue todo un acontecimiento. La calle Maple, para que os deis una idea, era de tierra. No había nada. Ninguna de las casas que hay ahora. Los niños cogíamos nuestras bicicletas y nos pasábamos horas allí, viendo al personal descargar camiones enteros con materiales importados. El ingeniero que dirigió la construcción hablaba muy poco inglés, pero nos permitía quedarnos allí en lo que hoy son los jardines de la casa, jugando o andando en bicicleta.

Los ojos se le humedecieron.

—¿Qué edad tenía usted, señor Meyer?

—Unos ocho o nueve años. La construcción necesitó casi dos años de trabajo, según creo recordar.

Joseph se recostó en su sillón con las manos en el regazo, una postura que yo conocía de sobra. Al cabo de un instante dijo:

—Me he ido por las ramas, perdóname. Tú ibas a decirnos algo, ¿verdad?

Una ráfaga de duda volvió a cruzar por el rostro de Miranda.

—Cuéntanos qué te ha sucedido —intervine.

—Esta semana ha sido un infierno —dijo Miranda. Parecía decidida a soltarlo todo—. Empezó el sábado, con la visita del señor Banks…

El pantano de las mariposas
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