7

Conocí a Billy en el segundo grado de la escuela Lelland, e inmediatamente conectamos. En mi caso, como miembro del hogar de acogida de los Carroll, el lugar en el fondo de la escala social de la escuela pública estaba garantizado, y la selección de amistades era básicamente un proceso de decantación, no de elección. Billy se me acercó un día y me ofreció un bocadillo de salami y queso que su madre le había preparado esa mañana —y que le seguiría preparando durante cada mañana de los años siguientes, sin excepción—. Según la señora Pompeo, a Billy le encantaban, y para mi futuro amigo, que odiaba el salami y el queso, era mejor aceptar las cosas que decía su madre que discutirlas; era una regla de supervivencia bien aprendida ya en aquel entonces, a sus siete años. Acepté el bocadillo sin miramientos y lo devoré con fruición, ante la mirada absorta de Billy, que debió de pensar que yo era una especie de salvaje.

Así se selló nuestra amistad, con un bocadillo de salami y queso.

Al igual que yo, aunque por razones diferentes, Billy nunca encajó con el resto. Por aquel entonces, él era un niño diminuto, desgarbado y temperamental, que se negaba a participar en las actividades más populares entre los de nuestra edad. Aseguraba que los deportes eran mentalmente destructores porque circunscribían la capacidad humana a decisiones instintivas casi animales —aunque no lo expusiera de esta manera, pero casi—, y los practicaba solo bajo presión de la escuela. Aborrecía la televisión, y permanecer en casa era para él una tortura que recién empezaría a contemplar hacia finales de la década de los ochenta, cuando descubriera su pasión por los ordenadores. Mientras tanto prefería vagar por el bosque, que conocía mejor que nadie, elaborar mapas y proyectos descomunales que jamás llegaba a concretar y a los que me arrastraba con palabras grandilocuentes y promesas gloriosas. La imaginación de Billy era inconmensurable.

—¿Dónde te habías metido? —le pregunté cuando finalmente hizo su aparición entre los arbustos.

—Mi madre me obligó a tomarme esas estúpidas fotografías otra vez —gruñó—. Me prometió que este será el último año, pero no me lo creo.

Empujó su bicicleta hasta donde yo estaba y la apoyó en un tronco. Dejó su mochila a un costado y se tendió a mi lado. Yacíamos con nuestras cabezas a escasos centímetros, formando una «V». Observábamos un techo de ramas.

—A mí me gustan esas fotografías —dije con la mirada perdida en el bosque moteado de luz.

Billy se inclinó ligeramente, apoyándose sobre los codos, y me lanzó una mirada fulminante.

—¿Me estás tomando el pelo? Son la degradación personificada. Encima tengo que verlas todos los días cuando entro a casa, porque a mi madre no le basta con guardarlas en una caja, no, señor, tiene que colgarlas todas en la pared, una al lado de la otra, para que el mundo pueda ver cómo me desarrollo dentro de esa ropa ridícula de marinerito y…

No pude contener la risa.

—Genial, me estás tomando el pelo, y yo encima dándote explicaciones. Ya sabía que no podían gustarte esas fotografías —masculló—. ¿Sabes qué es lo peor de todo?

—¿Qué?

—Que ninguno de mis hermanos mayores tuvo que pasar por eso. ¿Cómo lo explicas? Solo yo debo acudir una vez al año al estudio del señor Pasteur (que me he enterado que es un nombre falso, porque en verdad se apellida Peluffo, o algo así) para que me empolve como un culo de bebé y me disfrace del pato Donald.

—Tú eres especial, Billy.

—Sigue burlándote de mí.

—No me burlo. Por lo menos tienes un tío con mucho dinero.

Permaneció pensativo un minuto, posiblemente porque uno de sus tíos en efecto tenía mucho dinero, hasta que comprendió mi referencia al tío avaro de Donald; entonces me dio un suave codazo en las costillas.

Guardamos silencio durante un buen rato. El claro en el que nos encontrábamos se había convertido en nuestro reducto, aunque Billy prefiriera llamarlo a veces «centro de operaciones». Yo le decía que debía de ser un lugar mágico, porque lograba que él mantuviera la boca cerrada durante más de cinco minutos. Lo curioso es que el claro no tenía nada de especial. En los bosques de Carnival Falls había decenas de lugares mejores que ese. Había un tronco caído y estaba rodeado de arbustillos y álamos centenarios, y eso era todo. Pero era tranquilo, pues se hallaba más allá de lo que en Carnival Falls todos conocían como el Límite: un cordón boscoso perimetral a la ciudad de unos doscientos metros de ancho. Las recomendaciones para los niños eran no salirse de esa franja. Circulaban leyendas de exhibicionistas o violadores merodeando por el bosque, y era un hecho probado que algunos niños se habían perdido durante varios días. Billy, por supuesto, decía que todas esas historias habían sido puestas en circulación por los adultos para inspirarnos temor. A veces me aterraba pensar que Amanda o la señora Pompeo supieran lo lejos que llegábamos en nuestras excursiones, pero Billy era un verdadero expedicionario; tenía mapas elaborados por él mismo, su brújula y, cuando era necesario, implementaba un ingenioso sistema de marcas para poder regresar al inicio de cualquier travesía. Su método consistía en colgar trozos de tela de las ramas bajas de los árboles, y en cada uno de ellos escribir con rotulador la dirección cardinal en la que habíamos caminado desde la marca anterior. Esto nos permitía cubrir trayectos larguísimos, de varios kilómetros, y regresar sanos y salvos. Billy hasta llevaba consigo una brújula de repuesto.

—¿Vas a decirme qué es eso tan importante que ha sucedido? —preguntó de repente.

Había hablado con Billy por teléfono la noche anterior para programar una reunión de emergencia. Tragué saliva.

—Hace unos días le pedí prestada una novela a la señora Meyer —comencé—. Se titula Lolita, y trata de un hombre que se enamora de una niña, que hasta donde he podido avanzar en la lectura no es precisamente una santa.

—Sam, tú y tus novelas —me interrumpió—. Me quieres decir para q…

—¡Billy!

—¿Qué?

—Déjame hablar.

—Vale.

—Collette me alertó de que a Amanda podría no gustarle, así que escondí el libro en mi habitación y no le comenté a nadie que lo tenía.

—Ni siquiera a mí.

Alcé la mano.

—Deja los reproches para después, Billy.

—Solo digo.

Allí recostados, como tantas otras veces en que habíamos compartido secretos e intimidades, hablar se hacía sencillo. Expresar las cosas en voz alta me liberaba de un modo que en ese entonces me resultaba increíble.

—Ayer regresé a la granja después de… hacer un recado para la señora Meyer. —Billy no sabía de mis actividades en la mansión de los Matheson, así que me permití esa pequeña mentira—. Amanda había reunido a todos en la sala. Me estaban esperando. En ningún momento sospeché que podía tener algo que ver con el libro.

—¿Dónde lo habías escondido?

—En la caja floreada, en uno de los cajones de mi cómoda.

—¿Así sin más?

—Te he dicho que no era tan grave. Déjame terminar.

—Lo siento. Continúa.

—Ni te imaginas lo enfurecida que estaba Amanda. Dijo que por la mañana había bajado al sótano con un cubo de ropa y descubrió que uno de los estantes se había desplomado junto con las cosas que tenía encima, entre ellas algo que pertenecía a alguien de la casa, y que quería que el responsable confesase en ese preciso instante. —Hice una pausa.

—¿Qué tiene que ver eso con el libro? Me has dicho que… —Billy enmudeció. Como accionado por un resorte se sentó y me clavó una mirada inquisitiva—. ¿El libro estaba allí, en el sótano?

Asentí.

—Esto se está poniendo interesante —dijo Billy, perplejo.

—Amanda sacó el libro del bolsillo de su delantal y lo lanzó sobre la mesa. ¡Tendrías que haber visto su expresión! Nos dijo que era la última oportunidad para que el o la culpable confesara, pero nadie en su sano juicio hubiera hablado en ese momento.

—Supongo que la señora Carroll no mentiría con lo del estante. ¿Has bajado al sótano para verificarlo?

—No —reconocí. Era un buen punto. Lamenté no haberme dado cuenta de algo tan obvio, pero esta era la ventaja de tener a Billy de mi lado. Él pensaría las cosas por mí.

—Lo harás después —dijo Billy—. Lo más probable es que alguien haya descubierto tu libro y preparado esa farsa en el sótano. ¡Te han tendido una trampa de las buenas, Sam! ¿Crees que puede haber sido Mathilda?

—Puede que esa maldita esté involucrada —conjeturé—, pero no ha actuado sola.

—¿Crees que el orangután de Orson pueda estar detrás? No lo creería capaz ni de ganar al tres en raya con tres marcas de ventaja.

—Hay algo más que debes saber.

Billy seguía el relato sentado a mi lado, como un psicoanalista que escucha las desventuras de su paciente.

—¿Qué? —preguntó.

—Como te imaginarás, no pude ver el libro en detalle, pero había algo que sobresalía apenas entre las páginas. Una fotografía, me pareció…, como de una revista.

Mi amigo guardó silencio.

—Billy, piénsalo, tú conoces a la señora Carroll, no es muy diferente a tu madre. Aun teniendo en cuenta de qué va el libro su reacción fue exagerada. ¡Ni siquiera ha tenido tiempo de leerlo! Echaba espuma por la boca. Lo único que se me ocurrió en ese momento es que Orson le haya pedido esa fotografía a Mark Petrie y la haya colocado allí, como parte de un plan.

—Debimos haber seguido a esos dos por el bosque para descubrir dónde esconden las revistas, si es que ese rumor es cierto.

—¿De qué nos serviría ahora?

—Bueno, podríamos constatar que ahora falta una fotografía.

Otro detalle en el que nunca hubiera pensado.

—No es mala idea —acepté.

—Hay algo que no entiendo, ¿no puedes hablar con la señora Meyer y explicárselo todo? Si ella no confiesa, nunca podrán llegar a ti.

—Eso mismo he hecho esta mañana. Collette no dirá nada.

—¿La señora Carroll confirmó lo de la fotografía?

—Sí.

—¿Tú la viste?

—No, solo escuché la descripción de Amanda.

—¿Qué dijo?

—¡Basta, Billy! No importa lo que dijo.

Billy no se sintió ofendido en absoluto.

—Déjame decirte que acusarte a ti con una fotografía pornográfica no parece muy inteligente que digamos. Eso sí me huele a algo propio del bruto de Orson.

Yo prefería no pensar en ello.

—Hay algo que no entiendo. —Billy sacudió la cabeza—. Si la señora Meyer ha negado que el libro sea suyo, ¿dónde está el problema? Si Orson decide acusarte, será tu palabra contra la de él. Está clarísimo quién tiene las de ganar.

—Hay un detalle. Todos los libros de Collette Meyer tienen sus iniciales en alguna parte. En el caso de Lolita, estaban en la sobrecubierta.

—Ellos tienen la sobrecubierta —concluyó Billy, fascinado.

Ellos.

Se puso de pie y caminó en círculos. Lo observé durante un rato, pensando en lo mucho que había crecido Billy en el último año. Aunque compartí con él cada día de escuela, fue en ese momento cuando tomé conciencia de los cambios en su complexión. Ya no era el niño menudo de antes.

—Orson o Mathilda ¿han hecho algo extraño últimamente? —me disparó Billy de repente.

—No, pero apenas los he visto. Durante el almuerzo me lanzaron algunas miradas desdeñosas, pero eso es normal. He intentado evitarlos.

—Bien.

Siguió maquinando en silencio.

Cerré los ojos y pensé en Miranda. Tenía intenciones de ir a su casa esa misma tarde, aunque normalmente dejaba pasar algunos días entre una visita y otra; sabía que mi presencia en el vecindario podía ser advertida y ocasionarme problemas, especialmente si algún vecino dejaba caer el comentario a Amanda en la iglesia o en algún otro lado. Pero necesitaba verla y, sobre todo, comprobar si conservaba la gargantilla que le había regalado. Entrelacé los dedos y apoyé las manos en mi pecho. Noté la forma de la medialuna debajo de mi camiseta, y pensar en la otra mitad me ayudó a olvidar los problemas que me aquejaban.

—Esto es lo que debes hacer —dijo Billy.

Abrí los ojos. Billy estaba arrodillado a mi lado, mirándome con ojos maquiavélicos.

—Dime.

—Primero que nada, mantente lejos de Orson y de esa bruja de Mathilda. No intentes enfrentarte a ellos. Es probable que sea eso lo que están esperando. A estas alturas han de saber, si han sido ellos los que están detrás de todo esto, que tú has advertido la treta que han montado. No les daremos ese gusto. Sigue haciendo las cosas con normalidad, como si nada hubiese pasado. Si vamos a averiguar qué andan tramando esos dos, será mejor que lo hagamos a nuestra manera. ¿Comprendido?

—Sí. No tengo dos años.

—Es muy probable que Orson se acerque a hablar contigo —siguió diciendo Billy, haciendo caso omiso de mi ironía—. Evidentemente no es tan estúpido como yo había pensado y se trae algo entre manos. ¿Tienes idea de qué puede ser?

—Lo he pensado, y la verdad es que no lo sé. Tanto él como Mathilda siempre han envidiado mi habitación, pero ¿por qué hacer algo ahora?

—Puede que busquen negociar contigo para que se la cedas.

—Créeme, se la cedería de buena gana —reconocí—. A cambio de esa sobrecubierta lo haría sin dudarlo un instante.

—¡No! —estalló Billy.

Se dejó caer de costado y permaneció tendido a mi lado. Bajó la voz a apenas un susurro y agregó:

—No puedes hacer eso, Sam.

—¿Por qué no? —pregunté imitando su voz sibilante.

—Porque somos un equipo —respondió con tono ominoso—. Esos dos van a arrepentirse de haberse metido con nosotros, ya lo verás. Mantente lejos de ellos, y si alguno se te acerca, escucha lo que tenga para decirte, pero dile que lo pensarás, que le darás una respuesta en uno o dos días. Eso nos dará tiempo.

—¿Tiempo para qué?

—Para desarrollar el resto de mi plan, por supuesto. No habrás pensado que esto era todo, ¿no es cierto?

—¿Qué viene después?

Billy se puso de pie de un salto. Se plantó en medio del claro e hizo un enérgico y desacompasado pase de baile. Me señaló con un dedo acusador y, con una entonación que habría hecho lanzarse por una ventana a un instructor de canto, vociferó:

—¡Ya lo verás, Sam Jackson! Ya lo verás.

—¿No me lo dirás?

—Tengo que darle forma a mi plan. Dame hasta mañana.

Asentí.

Billy pareció satisfecho. Tenía en el rostro esa expresión entre soñadora y ambiciosa de cuando concebía sus inacabables y magnánimos proyectos. No era precisamente una tranquilidad haberme convertido en parte esencial de uno de ellos; era mi pellejo el que estaba en juego. Pero Billy era mi mejor oportunidad, y lo sabía. Ya en aquel entonces confiaba en él de manera ciega.

—Confío plenamente en ti —dije.

—Lo sé.

Entonces se dirigió hasta donde había dejado su mochila y rebuscó algo en el interior. Me senté y lo miré con atención. Regresó a mi lado con una caja de cartón del tamaño de un emparedado.

La abrió.

—¿Qué me dices, Sam?

En el interior había centenares de clavos largos de cabeza ancha.

—¡Impresionante! —exclamé—. ¿Tu tío te los ha regalado?

—No exactamente. Lo ayudé a hacer unas cosas en la ferretería y se los pedí en compensación.

Volvió a cerrar la caja de cartón y partió con ella, pero no en dirección a la mochila sino al tronco caído. Introdujo un brazo en un agujero en la corteza podrida y extrajo una vieja caja de herramientas metálica.

—Los guardaré con el resto —anunció. Colocó la caja de cartón junto con los otros tesoros.

—Ya casi tenemos suficientes para la próxima etapa —observé.

—Así es —dijo Billy con orgullo—. Mañana iré a casa de la señora Harnoise, que le ha dicho a mi madre que quiere deshacerse de la caseta de su perro. Murió hace poco y verla vacía le produce un dolor inmenso, según dice. Era un San Bernardo, así que imagínate la cantidad de madera que obtendremos de ella.

Celebré la noticia.

—Voy a ocuparme del proyecto un rato, ¿vienes? —dijo Billy.

—No, será mejor que regrese a la granja.

Billy aseguró la vieja caja de herramientas en el descansillo de su bicicleta y se calzó la mochila en los hombros.

—Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme. —Dudó un segundo y agregó—: ¿Hay algo más que quieras decirme, Sam?

Hacía días que Billy intuía que yo le ocultaba algo.

—No —respondí de inmediato.

Odiaba mentirle a Billy. Pero no quería hablarle de Miranda; me avergonzaba demasiado.

—No te preocupes —me tranquilizó—, lo del libro se solucionará. Trabajaré un rato y aprovecharé para pensar en cómo ajustar cuentas con esos dos demonios con los que tienes la desgracia de convivir.

—Gracias, Billy.

—De nada —dijo al tiempo que montaba en su bicicleta.

Me dedicó un saludo y se internó por uno de los senderos. El bosque fue mi única compañía durante los siguientes minutos. El recuerdo de mi amigo, paseándose por el claro, alzando la voz y haciendo aspavientos, contrastaba con la paz que ahora se cernía sobre mí. Llegué a preguntarme si Billy en efecto había estado allí conmigo.

El pantano de las mariposas
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