9

Estábamos congregados en torno a la mesa, como todos los días a las ocho en punto. Claire y Katie se encargaron de servir un trozo de carne y patatas con crema en cada uno de los platos. Como era costumbre, Amanda ocupaba la cabecera debajo del imponente crucifijo, y Randall la opuesta. En la granja de los Carroll había un televisor en blanco y negro que nunca se encendía durante la comida, por lo que el único sonido audible era el tintineo de los utensilios que mis hermanas utilizaban. Cuando ellas terminaron con los quince platos, se ubicaron en sus lugares habituales y todos nos cogimos de las manos. Randall y Milli estaban a mi lado.

—¿Puedo bendecir la mesa, señora Carroll? —dijo Orson.

Yo había cerrado los ojos pero no pude resistir la necesidad de abrirlos. En el lado opuesto de la mesa, justo en el centro, Orson ensayaba su expresión de cordero manso que tanto odio me despertaba. Amanda era una mujer inteligente, pero a veces yo tenía la sensación de que tanto ella como Randall le compraban el papel de niño bueno que Orson se empeñaba en venderles día tras día.

—Claro que sí, Orson, adelante —concedió Amanda.

Normalmente era ella quien daba las gracias o designaba a alguno de nosotros para hacerlo. No era habitual que alguien se ofreciera voluntariamente. Orson había adquirido esa costumbre, que al principio había sido comprensible por su reciente incorporación a la familia, pero que con el correr de los meses había dejado de tener sentido.

—Amado Padre, recibe nuestro agradecimiento por estos alimentos —recitó Orson con voz grave— y por tu bendición. Niño Jesús, acércate y sé nuestro invitado, toma tu lugar en nuestra mesa. Espíritu Santo, como estos alimentos llenan nuestro cuerpo, te pedimos nutras nuestra alma. Amén.

Las palabras fueron pronunciadas con cadencia perfecta.

¡Lo odio!

—Orson ha aprendido una nueva bendición —dijo Amanda visiblemente emocionada.

—Me la ha enseñado el reverendo O’Brien —respondió él, solícito.

Milli me dio un golpecito en el muslo. Cuando la miré me hizo una mueca muy elocuente mordiéndose el labio inferior. Hasta la pequeña parecía consciente de las maniobras de Orson.

Comimos en silencio. En un determinado momento, Amanda le preguntó a Randall por la marcha de la construcción del ala adicional en la que algunos niños colaboraban, y él comenzó a ponerla al corriente. El proyecto estaba financiado por donaciones a la Iglesia baptista gestionadas por el reverendo O’Brien, y dotaría a la planta baja de cuatro nuevas habitaciones grandes. Si todo salía según lo planeado, la construcción estaría lista para finales de año.

Perdí el interés rápidamente. Mientras montaba una lonja de patata sobre un trozo de carne y me lo llevaba a la boca, me pregunté hasta qué punto habría subestimado a Orson; porque estaba claro que lo había subestimado.

La primera vez que vi a Orson Powell fue precisamente en el comedor, casi seis meses antes del incidente con Lolita. Amanda dio un discursillo breve, como era su costumbre, y luego cada uno de nosotros se acercó y saludó al recién llegado. Randy fue el encargado de leer unas palabras de bienvenida (que no había podido memorizar a pesar de ser un texto de cuatro líneas) y tartamudeó unas doscientas veces, lo que suscitó algunas burlas y lo complicó todo. Cuando terminó, casi con lágrimas en los ojos, Orson se le acercó y colocándole una mano en el hombro le agradeció aquellas palabras de todo corazón. El gesto del grandote me pareció correcto. Vestía una camisa desteñida y un pantalón que le quedaba corto, pero que debía de constituir su vestuario de lujo. Eso, supongo, hizo que simpatizara un poco con él; todos los miembros de la granja sabíamos perfectamente lo que era usar la ropa hasta convertirla en papel vegetal. Otro detalle que me llamó la atención fue la valija en la que Orson traía sus pertenencias: un modelo sorprendentemente pequeño, vetusto y lleno de remiendos. Conociendo a Orson, era probable que su atuendo extrapequeño y su valija de la era del hielo hubieran sido cuidadosamente seleccionados para ganarse nuestra simpatía.

Durante los días siguientes a su llegada, el comportamiento de Orson fue sobrio, pincelado con esos arranques de cortesía exagerada que bien podían atribuirse a falta de tacto o manipulación desmedida. Considerando el tamaño descomunal del niño, que a sus trece años tenía la altura y la corpulencia de un adulto, y basándome en el precepto popular y nada científico de que tamaño equivale a tontera, supuse que se trataba de lo primero, es decir, de intentos desafortunados pero bienintencionados por encajar en su nuevo hábitat.

Me equivoqué.

Empecé a conocer al verdadero Orson esa misma semana. Un día, de regreso a la granja después de una jornada en el bosque con Billy, avisté desde mi bicicleta a Orson y a Bob Clampett, otro de mis hermanos, a quien nos referíamos cariñosamente como «Tweety». Al principio me alegré, porque pensé que Orson empezaba a integrarse con su nueva familia, y porque Tweety, que tenía catorce años y era el chico más solitario que yo he conocido, quizá podía encontrar en Orson a alguien de confianza.

Parecía un encuentro amigable hasta que sorpresivamente Orson cogió a Tweety por el cuello y lo empujó contra el tronco de un árbol. A pesar de ser un año menor lo hizo con una facilidad asombrosa. Le dijo algo y luego se marchó, dejando al muchacho allí sentado entre las raíces del árbol. Decidí acercarme. Tweety, poseedor de una cabeza desproporcionada y pálida, me observó con sus gigantescos ojos celestes, a punto de llorar. Antes de que pudiera decirle una sola palabra, cogió su mochila y se marchó corriendo a toda velocidad.

En los días sucesivos busqué el modo de acercarme a él. Era el único miembro de la familia que había pasado una temporada larga en Milton Home, junto con Orson, y supuse que su enemistad podía remontarse a las épocas en que habían coincidido en el orfanato, aunque Tweety hubiera escapado del infierno casi tres años antes. Lo encontré en el bosque, dentro de los confines del Límite, en una de las mesas de madera para picnic, ensimismado en la elaboración de sus historietas. Había creado a un personaje llamado Milliman, que no era un superhéroe en el sentido estricto —me había explicado una vez—, porque no podía controlar a voluntad sus habilidades para hacerse pequeño. Veía reducido su tamaño al de una hormiga en las circunstancias más variadas, sin razón aparente. La única ventaja era que el periodista Alec Tallman, el álter ego de Milliman, podía sentir con unos segundos de antelación cuándo la transformación iba a tener lugar, lo que le daba tiempo para alejarse de las personas o prepararse para emprender sus aventuras. Milliman había descubierto que su peculiar habilidad podía utilizarse para hacer el bien si era lo suficientemente inteligente. La historieta era bastante buena y Tweety había concebido hasta ese momento más de cincuenta números diferentes. Él se encargaba de hacer todas las viñetas en hojas de cuaderno y luego las grapaba. Tenía una asombrosa habilidad para el dibujo y una imaginación que hacía honor a su cabeza. Quería ser dibujante profesional.

—Hola, Tweety —dije mientras me sentaba en el banco del lado opuesto al suyo.

Levantó la cabeza y dejó de dibujar. Advertí que no había otra cosa sobre la mesa más que su cuaderno, por si era preciso huir raudamente. Orson no era el único bravucón merodeando por el bosque.

—Hola, Sam.

Advertí cómo miraba a uno y otro lado, casi como un acto reflejo. Tweety me conocía de sobra y, sin embargo, el instinto de otear los alrededores asomaba en él como una necesidad animal, posiblemente adquirida en las horas de patio en Milton Home.

—Descuida, estamos solos —lo tranquilicé.

Era verdad. Salvo dos niños que lanzaban su bola, no había nadie más a la vista. Era temprano.

—Oye —dije—, ¿qué te dijo Orson el otro día?

Estudió mi rostro durante unos segundos.

—Si no quieres hablar, te entiendo, pero sabes que puedes confiar en mí.

Otra verdad. Yo sabía guardar un secreto cuando era necesario, y evidentemente Tweety tenía la necesidad de contarle a alguien lo que sabía, porque esa mañana fría habló como nunca antes lo había hecho.

Primero me habló de su llegada a Milton Home. Partes del relato ya las había escuchado antes, pero otras no. La de Bob Clampett era de esas vidas que hacen que hablar de nuestros problemas pueda llegar a avergonzarnos, incluso en mi caso, había llegado al mundo sin padre y lo único que recordaba de mi madre era un sueño apocalíptico en un Pinto. La suya empezaba en una bruma de incógnitas en el hospital municipal, donde creía que su madre —o alguien— lo había dejado abandonado. Allí se crió, entre enfermeras y olor a desinfectante de azulejos, hasta que fue adoptado por los Kirschbaum, un matrimonio de más de cuarenta años, con un hogar bien consolidado pero sin hijos. Habían desistido de concebir un niño luego de haberlo intentado todo y de dilapidar buena parte de sus ahorros.

Cuando el pequeño Bob tenía cuatro años, los Kirschbaum decidieron ir de excursión a Pensilvania, a un centro de esquí en Pocono Mountains; lo dejaron con un instructor para niños y ellos subieron a una de las pistas difíciles. En determinado momento, mientras descansaban, un desprendimiento de nieve los aplastó y murieron en el acto. Lo único que Bob conservaba de ellos, además de un puñado de fotografías, era el apodo que el señor Kirschbaum le había puesto. Y fue así como Tweety llegó por primera vez a Milton Home. Fueron dos años de los cuales poco recordaba, pues sus vivencias se mezclaban con la segunda vez que estuvo allí. Decía que el frío gélido en el edificio mal caldeado era posiblemente el único recuerdo que conservaba de aquella época, aunque el problema persistiera después. A los seis años, los astros parecieron alinearse a su favor y una familia se llevó a Tweety a su casa en Rochester. Pero los Farrell resultaron ser la antítesis de los Kirschbaum, lo cual fue una pena, porque Tweety deseó desde el momento que puso un pie en aquella casa que una avalancha de nieve los sepultara. Decir que aquella era una familia disfuncional sería entregarle una condecoración; el término familia era ya demasiado. Para empezar estaba Spike, el hijo adolescente, un caso perdido que se había metido en el cuerpo cuanta droga había podido y hecho de la delincuencia callejera una forma de vida. Ron Farrell, el padre, era un caso de manual, un borracho que se ganaba la vida aplastando el culo en una silla de plástico en un aparcamiento, con el hábito de golpear a su esposa. Todo esto, y también el modo en que Ron y Spike se protegían el uno al otro y celebraban sus respectivas hazañas, sea con una navaja en la calle o con un cinturón en casa, todo, fue narrado con lujo de detalles por los periódicos cuando ocurrió lo que ocurrió. No era necesario que Tweety me dijera nada al respecto. Yo lo sabía. Todos lo sabían. Sí me dijo una cosa que se me quedó grabada, y era que él creía que Elaine Farrell había hecho todo lo posible para adoptarlo creyendo que de esa manera podría detener la violencia en la casa. Tweety se convirtió, de buenas a primeras, en un escudo humano de siete años de edad. Uno que no sirvió de nada, vale aclarar, porque un día, sin que se supiera exactamente la razón, Ron y Spike le propinaron a Elaine Farrell en forma conjunta una paliza que le arrancó la vida en un agónico redoble de patadas y alcohol. Cuando la policía llegó, alertada por un vecino, encontró al padre y al hijo borrachos como cubas intentando armar unas maletas para escaparse —ni siquiera de eso fueron capaces—, y a Tweety encerrado en un armario. Los Farrell fueron a la cárcel, y Tweety de vuelta a Milton Home, con una nueva marca de desgracia en la culata del revólver que la vida le había puesto en la sien desde el momento de su nacimiento.

—Orson estuvo en Milton dos veces —me dijo mientras apartaba las aventuras de Milliman—, en eso nos parecemos.

—Solo en eso —bromeé.

Asintió y esbozó una sonrisa apagada. Era difícil para cualquiera que supiera por todo lo que él había tenido que pasar, no entender esa expresión ensombrecida que siempre nublaba su rostro, incluso cuando sonreía. Era temor, en parte, pero también la certeza de que en cualquier momento un grupo de niños lo atacaría, o una avalancha de nieve lo haría desaparecer. No era necesario ser Freud para entender que Tweety se sentía a veces como Milliman, luchando en un mundo de catástrofes desproporcionadas.

Tweety me sorprendió con una pregunta:

—¿Viste que ya le pidió a la señora Carroll dar las gracias en la mesa?

Asentí.

—Bueno —dijo a continuación—, así era él en Milton Home. Un pupilo modelo. Todos le tenían consideración; las autoridades siempre lo felicitaban por su comportamiento y predisposición para hacer las cosas. Cuando era necesario hacer algo, él siempre se ofrecía.

Lo miré con expresión ceñuda. En ese momento apenas conocía a Orson, y ciertamente no tenía una opinión formada de él, pero lo que había visto en el bosque, cuando cogió a Tweety por el cuello, contrastaba con un niño modelo.

—Te contaré algo que sucedió hace unos días —dijo Tweety—. El señor Carroll me pidió que me ocupara de cortar la leña y Orson se ofreció a ayudarme. Le mostré dónde estaban los troncos grandes y cogimos un par de hachas para trozarlos. Trabajamos a la par y armamos dos montículos respetables. Cuando terminamos, sudábamos a pesar del frío. ¿Sabes qué hizo?

—¿Qué?

—Me obligó a traspasar la mitad de mis troncos a su pila. Cuando el señor Carroll vino a ver cómo iba todo, se maravilló por el trabajo duro de Orson, que recibió una felicitación y una palmada en el hombro… Sí, lo sé, me preguntarás por qué lo hice.

—Sí.

—Porque lo conozco. Esta vez me dijo que si no hacía lo que me había ordenado, me rebanaría los dedos con el hacha y luego diría que había sido un accidente.

No pude evitar abrir la boca en un grito silencioso de horror.

—Quizá pienses que soy un cobarde —prosiguió—, y probablemente lo sea, pero he aprendido que muchas veces, especialmente con Orson, es mejor dejar el orgullo de lado y usar la cabeza. En mi caso, eso es todo un trabajo.

Hizo un mohín y ambos reímos.

—No creo que seas un cobarde —me permití agregar.

—Gracias. ¿Sabes? Sé que vosotros os quejáis a veces por las condiciones en que vivimos en casa de los Carroll; no tenemos ni la mitad de las cosas que el resto de los niños, debemos compartir las habitaciones, la ropa, todo. Pero para mí es lo mejor que me ha pasado en la vida, al menos de lo que tengo conciencia. No quiero echarlo a perder.

—Te entiendo perfectamente. Amanda y Randall tienen sus cosas, pero son buena gente, claro que sí. A propósito, deberías dejar de llamarlos señor y señora Carroll.

Hacía tiempo que había pensado en hacerle esa observación. Esta era sin duda la conversación más extensa y franca que Tweety y yo habíamos mantenido nunca.

—Sí, quiero hacerlo —me confesó—; me cuesta aferrarme a las cosas que quiero. Hace un tiempo que mi tutora escolar me lo viene diciendo.

—¿Me dejas verlo? —dije señalando el cuaderno.

Él me lo tendió.

—No está terminada.

Era apenas la primera página de una historia que tenía por título El ascensor. Alec Tallman entraba en un ascensor con un grupo de personas desde lo que parecía el vestíbulo de una gran corporación. Un detalle mostraba cómo presionaba el botón del piso quince. Los ocupantes ascendían con expresiones neutras. Cuando el visor exhibía el número siete, el rostro de Tallman se llenaba de preocupación. Su cuello se tensaba y las mejillas se le encendían.

Di la vuelta a la página, pero estaba en blanco.

—¿Por qué regresó Orson a Milton Home? —pregunté casi sin quererlo.

Tweety guardó el cuaderno en la mochila.

—La verdad es que no lo sé. Sí puedo decirte que cuando regresó estaba peor que antes, parecía dispuesto a llegar cada vez más lejos.

—¿A qué te refieres?

—¿Me prometes que no dirás nada?

—Lo prometo —dije, aunque sabía que tarde o temprano tendría que compartirlo con Billy.

—En Milton teníamos un celador chalado llamado Pete Méndez —dijo Tweety con esfuerzo, como si cada palabra fuera un pelo que arrancaba de un tirón—. Un día le desapareció una cajetilla de Marlboro y puso el grito en el cielo. Nos reunió a todos en el patio a las ocho de la mañana y nos estuvo hablando durante media hora de la dichosa cajetilla. Dijo entre otras cosas que estaba a disposición de cualquiera que tuviera información y que la misma sería manejada confidencialmente. Al día siguiente, un niño fue al despacho de Méndez y le dijo que Orson Powell había tomado la cajetilla, que lo había visto junto con otros niños fumando en la parte de atrás del edificio. Méndez llamó a Orson de inmediato y no le importó su promesa de mantener al informante en el anonimato. Cuando a Orson lo enfrentaron con el otro niño, negó las acusaciones. Dijo que eran todas mentiras y que podía probarlo. Aseguró que en el momento al que el niño hacía referencia, él había estado con cuatro de sus amigos en la cafetería. Méndez los llamó por separado y todos confirmaron la historia.

Tweety hizo una pausa y negó al recordar.

—Tenían preparada la coartada, por si hacía falta —observé.

—Todo se aclaró al día siguiente, cuando el niño confesó que había sido él quien robó la cajetilla.

—¡¿Por qué haría algo así?! —me indigné—. Acusar a alguien y atraer la atención hacía él mismo, quiero decir.

—Porque Orson, junto con dos de sus secuaces más fieles, visitó al niño por la noche en su habitación y le ordenó que se inculpara; le hizo ver que no tenía escapatoria, que si era necesario todos en Milton Home lo señalarían como el culpable. Mientras lo sujetaban y le tapaban la boca, Orson asestó al niño cuatro puñetazos en el estómago. Luego, con un mechero…

La voz se le quebró. Los niños que lanzaban la bola se habían marchado y no había nadie a la vista. Parecía que el mundo se hubiera congelado.

—Orson encendió el mechero —dijo Tweety en un tono apenas audible—, y lo paseó, frente al rostro del niño, como si buscara hipnotizarlo. Después le quemó la axila. El niño no podía gritar porque le habían colocado algo en la boca y uno de ellos lo agarraba con firmeza… Orson se había transformado. Parecía un chiflado. De-dejó…, dejó la llama en la axila del niño durante una eternidad.

Los ojos de Tweety se humedecieron.

—No es necesario que sigas —dije mientras rodeaba la mesa y me sentaba a su lado.

Lo abracé. Pareció nervioso ante un contacto tan íntimo entre nosotros.

Se enjugó los ojos con la manga del abrigo. Ensayó una sonrisa y me leyó el pensamiento:

—Yo no era ese niño, Sam —me dijo—, pero estaba en la misma habitación cuando eso sucedió. Éramos cinco, y nadie hizo nada. Al día siguiente, el niño se declaró culpable. Orson le dijo que si no lo hacía, la próxima quemadura sería… ya sabes dónde. Siempre escogía lugares que no fueran visibles.

Dejé de abrazar a Tweety pero permanecí a su lado.

—Sam, ten cuidado con Orson.

—Lo tendré.

El pantano de las mariposas
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