16
No recuerdo otra ocasión en que haya pedaleado hasta el bosque con más entusiasmo y felicidad que esa tarde, después de la llamada de Billy. Su casa estaba más cerca que la granja y por lo tanto sabía que difícilmente podría llegar antes que él, pero el esfuerzo que hice fue con intenciones de conseguir precisamente eso. Mientras me lanzaba a toda velocidad por Paradise Road, pensé en la conversación que habíamos mantenido, inmediatamente después de mi confrontación con Mathilda. Había creído advertir un entusiasmo genuino en la voz de mi amigo. Billy me pidió disculpas por no haber ido al claro en los últimos días y me repitió dos o tres veces que tenía muchas ganas de verme; que tenía, en realidad, la «necesidad» de verme; que había visitado la mansión de los Matheson y que tenía muchas cosas para contarme. Habló él casi todo el tiempo. Durante la conversación busqué una mala señal, pero no la encontré. Me pidió que nos viéramos en el Límite, y eso era razonable si queríamos vernos lo antes posible.
Cuando llegué, en efecto Billy ya estaba allí. Yacía sobre una de las mesas de madera —a pocos metros de la que Tweety había escogido el día que me habló de las maldades de Orson en Milton Home—, en una postura mortuoria, con las manos entrelazadas en el pecho y los ojos cerrados, bañado por un sol que no llegaba a quemar. Una cinta de luz biselaba su cuerpo inmóvil. Si el guarda lo veía, no dudaría en hacer sonar su silbato y darle una reprimenda —posiblemente hasta se pondría en contacto con la señora Pompeo—, pero el guarda no estaba a la vista. De hecho no había nadie en las proximidades, por lo que la calma era casi completa, interrumpida únicamente por el paso de algunos coches en Wakefield Road.
Apoyé mi bicicleta contra la de Billy, que descansaba sobre una papelera de metal. El sonido alertó a mi amigo, que se sentó en la mesa con un movimiento rápido y se desperezó.
—¿Estabas durmiendo realmente? —pregunté.
Su rostro se iluminó.
—No sabes cuánto te he extrañado, Jackson —dijo ignorando mi pregunta.
—Ahórrate el discurso, Billy —dije mientras le restaba importancia con un ademán—. Deberías haberme llamado.
—Cuando tienes razón, la tienes, para qué negarlo.
Me senté en uno de los bancos. Él se deslizó hacia el que estaba enfrente con una ansiedad desacostumbrada, lo cual tratándose de Billy era todo un acontecimiento.
—¡Tengo tantas cosas que contarte!
—Imagino que sí.
Hablé con indiferencia, como la última vez que nos vimos, cuando Billy me contó la historia de los negocios en conjunto entre su tío y Preston Matheson. También ahora me asaltó una mezcla irrefrenable de ansiedad y celos. Sabía que no podría prescindir de lo que mi amigo había averiguado de esa familia —y especialmente de Miranda—, y que además él me lo diría de todos modos, porque cuando a Billy se le metía algo en la cabeza era exactamente igual que su madre, aunque él no lo hubiese aceptado ni en un millón de años.
—Antes que nada —dijo con seriedad—, he visto el artículo en el periódico. Supongo que sabes a cuál me refiero.
Asentí.
—¿Cómo te sientes con eso, Sam?
La preocupación en su rostro era genuina.
—Supongo que bien. Lo leí por casualidad en casa de Collette, en compañía del señor Meyer. No había pensado demasiado en eso hasta hace un rato, cuando a la estúpida de Mathilda se le ocurrió sacarlo a relucir solo para fastidiarme.
—Maldita zorra. ¿Te ha dicho algo del libro?
—No, solo me habló del artículo.
—Pienso que el responsable de la operación Lolita no se acercará a ti para fastidiarte con otra cosa.
—Con Orson no he hablado ni una sola vez.
Hacía apenas unos segundos que compartíamos aquella mesa y ya hablábamos con la misma fluidez y confianza de siempre. A veces tenía la sensación de que sin importar el rumbo que tomaran nuestras vidas, siempre existiría un lazo entre Billy y yo; pero luego venían esos nefastos períodos de silencio, que, si bien no eran prolongados ni frecuentes, yo muchas veces los sobredimensionaba, y sacudían las bases de nuestra amistad haciendo tambalear mis convicciones.
—Pronto sabremos quién está detrás de lo del libro, ya verás.
—No sé si alegrarme o temblar.
—No saben con quiénes se meten.
Cambié de tema:
—¿Qué es eso tan increíble que tienes que contarme?
—Como te dije por teléfono, fui a la mansión de los Matheson —sentenció.
Billy hizo una pausa, me dio la sensación que a la espera de una andanada de preguntas que nunca llegó. Tenía intención de modificar mi actitud y mostrar más interés, pero sabía que no sería sencillo. La idea de que mi amigo supiera más de Miranda que yo —que incluso pudiera haber «hablado» con ella— me consumía por dentro como un tumor maligno.
—¡Dos veces! —completó Billy.
—¿Dos?
—¡Sí, dos! ¿No es increíble? Pero déjame que empiece desde el principio. El viernes, mi tío Patrick tenía que ir a la casa a verificar el trabajo de una de sus cuadrillas que se está ocupando de instalar un nuevo sistema de riego. No vas a creerlo, pero los jardines de esa casa son increíbles. Nunca había visto nada parecido. Te sorprenderías.
Sonreí ante el comentario. Sin duda, sería Billy el sorprendido si en ese preciso momento se me ocurriera describirle cada detalle de los jardines de los Matheson.
—No, de verdad —insistió Billy captando mi contrariedad—. Esa casa es digna de los Carrington[2]. Evidentemente, Preston Matheson tiene mucho dinero, pero su antepasado debió de ser un excéntrico, además de millonario. Desde fuera es increíble, lo sé, pero por dentro te caes de culo…, ¡cualquiera podría perderse! Bueno, no cualquiera. Yo desde luego que no.
Billy festejó su propia gracia.
—Desde fuera me pareció bastante impresionante —dije, solo por decir algo.
—Me quedé fascinado con los jardines. Hay fuentes, aunque la mayoría de ellas no han sido reparadas todavía y no tienen agua, y una cantidad increíble de flores. Mi tío me dijo que a la señora Matheson le gustan mucho las flores, así que voy a pedirle a mi madre un brote de su colección de orquídeas para regalárselo más adelante.
—¿Has conocido a la señora Matheson?
—No el primer día. El que nos recibió fue Preston Matheson, un hombre con aspecto de diplomático y…, ¿qué te causa tanta gracia?
Ahogué una risita. Yo también había pensado que el señor Matheson tenía aspecto de diplomático cuando lo vi por primera vez.
—Nada. Sigue…
—Mi tío me presentó y el hombre me saludó, pero enseguida se sentaron en la sala a discutir acerca del sistema de riego y se desentendieron de mí. Me senté en uno de los sillones y me dediqué a observar cada detalle. Todo en esa sala parece hecho para gigantes. El techo es altísimo. Los cuadros que decoran las paredes son del tamaño de puertas. Vi la biblioteca de la que Patrick me había hablado, junto a una chimenea capaz de permitir a diez Santa Claus bajar a la vez, y que oculta el pasadizo secreto. Pasé casi diez minutos sentado en mi sillón hasta que no aguanté más. —Billy rio, como si lo que acababa de decir fuera una obviedad.
—Diez minutos sin hacer nada puede ser tu marca personal.
—¿Verdad que sí? —Billy rio—. Por fin me levanté y me puse a recorrer la sala. Patrick me lanzó inmediatamente una mirada de soslayo. Me había advertido que no hiciera nada indebido y aquella mirada me lo recordó, pero solo iba a curiosear un poco. Un par de criadas cruzaron la sala en distintas oportunidades y a ambas les sonreí, pero ninguna me dijo nada. Supongo que no estoy al corriente de las normas de la clase alta.
—Solo tú eres capaz de fisgonear en una casa de gente desconocida. Eres incorregible.
Billy tomó mi comentario como un cumplido.
—Y menos mal que lo hice. Al cabo de unos minutos el señor Matheson interrumpió la conversación con mi tío y me preguntó si me gustaba la casa, a lo que le respondí que desde luego, y entonces me hizo una pregunta…
Billy se detuvo.
—¡¿Cuál?!
—Me preguntó cuántos años tenía. Y cuando le respondí, me dijo que su hija era de mi misma edad, que se llamaba Miranda y que seguramente estaría encantada de mostrarme la casa.
Al escuchar el nombre de Miranda en labios de Billy experimenté un ramalazo concentrado de los celos que me habían invadido antes, solo que ahora se presentaron todos juntos y el efecto fue el de un pinchazo intenso. Me enderecé en el banco y cambié de posición para disimular mi malestar. Me senté de costado.
—La mencionaste el otro día —me obligué a decir.
—Justo en ese momento una de las criadas bajaba de la segunda planta con un cubo de ropa y Preston le preguntó por Miranda. La criada le respondió que estaba en el invernadero y que iría a buscarla.
A estas alturas, de buena gana me hubiera lanzado por encima de la mesa y hubiera cogido a mi amigo del cuello para que se apurara en terminar la historia. La ansiedad me carcomía.
—Cuando Miranda apareció, me quedé sin aliento —dijo Billy—. Patrick es exagerado para algunas cosas; mi madre dice que todo lo que él dice hay que dividirlo en dos. Pero esta vez tenía razón. Tiene el cabello rubio y rizado como Ashley Smith, solo que más abultado, y…, y sus ojos son más pequeños que los de Ashley, pero de un azul intenso…, ¡como los tuyos!
No pude evitar sonrojarme. Ciertamente mis ojos eran del color de los de Miranda. Lo había confirmado gracias a los prismáticos de Randall.
—No te sonrojes, Sam —dijo Billy en tono burlón—. Tus ojos son más bonitos.
—Cállate, Billy —lo detuve sin un ápice de amabilidad.
Él rio brevemente.
—Miranda llevaba un vestido como de fiesta, con un escote amplio y sin mang…
—Está bien, está bien —lo detuve—. Es la mismísima reina de la belleza. Lo he entendido.
Resultaba difícil controlar las emociones. Comprendí que era posible que Billy hubiera visto la gargantilla con la medialuna…
Siempre y cuando Miranda no la haya tirado a la basura.
Era un alivio, no obstante, que yo nunca le hubiera enseñado a Billy mi propio colgante, que siempre escondía debajo de mi camiseta. Pero en ese instante tomé nota mental para quitármelo y guardarlo en la caja floreada. No podía exponerme a que la cadena se rompiera o quedara visible por accidente.
—No quise ser tan efusivo —se disculpó Billy—. Perdóname.
—Es la quinta vez que me pides perdón.
—Tienes razón. Pero te aseguro que no faltará oportunidad para que tú también conozcas a Miranda. Ya verás cómo te llevarás de maravilla con ella y seguro que os hacéis…
—No lo creo —lo interrumpí—. Parecemos de mundos diferentes. ¿Finalmente te mostró la mansión?
Billy advirtió la carga de ironía con la que pronuncié la palabra mansión. Enarcó ligeramente las cejas, contrariado.
—Cuando Preston Matheson se lo pidió, ella le dijo que una tal señora Davidson estaba esperándola en el invernadero para su lección del día. Después supe que Miranda perdió días de escuela en Canadá y aprovecha el verano para recuperarlos.
La señora Lápida.
—O sea, que apenas conociste a la chica —dije sin poder ocultar mi entusiasmo.
Pero había olvidado el inicio de nuestra charla.
—¡Por eso regresé! —exclamó Billy—. Ayer. Fui en mi bicicleta, esta vez sin Patrick. El único inconveniente fue que antes de salir cometí la torpeza de decirle a mi madre que iría a casa de los Matheson. Cada día salgo de casa y nunca me pregunta adónde voy, siempre asume que vengo al bosque, sin embargo esta vez va y se interpone en mi camino y me dispara una batería de preguntas. Y no pude mentirle. Le dije que iría a la mansión de la calle Maple, que Patrick hacía reparaciones allí y que eran millonarios. Y adivina qué. Me dijo que no estaba dispuesta a que fuera a la casa de unos desconocidos. No se contentó hasta que habló con Patrick, le pidió el teléfono de la casa y habló con la madre de Miranda, Sara. Me dio vergüenza solo de escucharla. ¿Sabes lo que me dijo Sara Matheson cuando llegué a la casa?
—¿Qué?
—«Tu madre es una señora muy locuaz» —dijo Billy, y lanzó una risotada—. Así que ya sabes, esa es la forma refinada que tienen los millonarios para decirte que tu madre es insoportable. Locuaz.
—Significa que habla mucho…
—Sé lo que significa, Sam.
Otra vez luchaba contra las estocadas de celos.
—Pasé la tarde con Miranda —dijo Billy adoptando una expresión soñadora—. En Canadá dejó atrás a sus amigos y algunos primos; no tiene amigos en Carnival Falls, no conoce a nadie y está aterrada de que no la acepten.
—Eso es una tontería. Si es bonita y tiene dinero, es seguro que irá a la Bishop y hará amigos en un santiamén.
La Bishop era la escuela privada de Carnival Falls. Billy asistió a ella durante el parvulario y el primer grado, pero luego su familia se vio obligada a cambiarlo a la Lelland. Para él, era lo mejor que le había pasado en la vida, porque detestaba el uniforme de chaqueta azul y, más que eso, a los niñatos engreídos que iban dentro; pero para la señora Pompeo, que debió tomar la decisión en favor de los estudios universitarios de los hermanos de Billy, fue una catástrofe de la que todavía se lamentaba cada vez que se presentaba la oportunidad.
—El señor Matheson ya ha hecho los arreglos necesarios para que Miranda empiece el octavo grado en la Bishop. Para eso Miranda se está preparando con la señora Davidson. Seguramente los chicos se le lanzarán encima, pero el verano es largo y ahora está sola.
Billy esbozó una sonrisa tiburonesca.
—Siento un poco de pena por ella.
—¡Finalmente, damas y caballeros —vociferó Billy poniéndose de pie sobre el banco—, un gesto de humanidad!
—Siéntate —le pedí mientras miraba hacia uno y otro lado y comprobaba que no había nadie cerca que pudiera vernos.
Me hizo caso.
—Miranda me mostró casi todas las habitaciones de la casa —dijo Billy, ahora con seriedad—. Salvo la de sus padres y algunas otras. En total son más de treinta. Hay bibliotecas, salón de música, dos o tres áticos, un sótano inmenso que apenas pudimos explorar, mil baños y muchos cuartos vacíos. Ni siquiera ella se ha familiarizado todavía con la casa, y a mí me costó orientarme. ¡Es desconcertante! Hay pasillos que no conducen a ningún lado, puertas clausuradas, desniveles en muchas de las habitaciones. Me quedé asombrado. Miranda me confesó que durante días no pudo conciliar el sueño en aquella casa, que todavía hoy no termina de acostumbrarse a los crujidos que oye por las noches, sonidos extraños que en su casa en Canadá nunca había escuchado. Yo hubiera preferido investigar un poco más, pero ella no quiso. Me dijo que no se sentía a gusto vagando por la casa, que normalmente hacía siempre los mismos recorridos y pasaba la mayor parte del tiempo en el invernadero, donde se sentía como al aire libre.
—¿Has estado allí?
—¿Dónde?
—¡En el invernadero!
—Por supuesto. Pero primero déjame contarte algunas cosas más de la casa. A los criados, por ejemplo, los han traído de Canadá. Llevan varios años con la familia. Miranda me ha dicho que los ha escuchado quejándose de la casa.
—Te ha confiado bastantes cosas…
—Se ve que tenía la necesidad de hablar. Pero escucha esto, es espeluznante. En muchas paredes de la casa, casi tocando el techo, hay una serie de máscaras talladas en piedra. Son decorativas. Miranda me ha dicho que sueña con ellas, que siente que cuando camina por la casa, esos rostros de piedra la observan. Los observé cuidadosamente y… ¡todos los rostros son diferentes! ¿No es increíble?
Hice una mueca. Imaginaba a Billy con Miranda, vagando por aquella mansión que mi imaginación había concebido según el relato de mi amigo, y los celos cedían para dar paso a un vacío desolador. Una parte de mí no quería seguir escuchándolo, pero otra necesitaba hacerlo. Era una sensación horrible.
—Después del recorrido fuimos al invernadero. Finalmente no le regalé la orquídea a la señora Matheson porque le hubiera dado a mi madre una oportunidad más para entrometerse. Con los padres no hablé casi nada. En todo momento se mantuvieron distantes, lo cual en esa casa es bastante sencillo. Me resultaron un poco… misteriosos.
—Todos los millonarios son misteriosos.
—Puede ser. Miranda tampoco me habló demasiado de ellos; era como si prefiriera eludir el tema. Me preguntó por los niños de Carnival Falls, sus costumbres y, especialmente, por el bosque. Su padre le ha contado algunas historias y ella solo conoce el Límite, pero quiere conocer todo lo demás.
Emití una risita. Si había algo de lo que podíamos jactarnos Billy y yo era precisamente de conocer el bosque.
—¿Vas a volver a verla? —pregunté.
Ahora fue el turno de Billy de reír.
—Parece que sí.
—¿Cuándo?
Otra vez se puso de pie sobre el banco y fingió que consultaba un reloj imaginario.
—A ver…, Mmm…, déjame consultar mis horarios —dijo con una ceja en alto—. Déjame ver…
Volvió a sentarse, prácticamente dejándose caer, y remató:
—Yo diría que… en treinta segundos.
En sus ojos vi todo lo que me hacía falta. Me volví.
Miranda caminaba hacia nosotros. Estaba a unos veinte metros de distancia. Empujaba una bicicleta resplandeciente y llevaba un vestido blanco como la nieve. Detrás pude ver el Mercedes de la familia, aparcado en Wakefield Road. Un criado leía el periódico apoyado contra la portezuela.
Entonces entendí por qué Billy me había citado en el Límite.
—¡Miranda! —gritó Billy, gesticulando una y otra vez.
Miranda se detuvo a medio metro de donde estábamos. Debió de advertir cierto terror en mi rostro porque se mantuvo seria. Yo me sentía incapaz de moverme. Uno de mis brazos seguía sobre la mesa de madera y parecía haberse convertido en una pieza de plomo maciza, porque no pude levantarlo. Me quedé así, con el rostro vuelto para observar a Miranda, pero incapaz de terminar de girar y ponerme de pie.
Billy rodeó la mesa, supuse que con intenciones de presentarnos. Yo sabía que no podría decir nada, que si acaso intentaba pronunciar una palabra en ese momento lo echaría todo a perder. Al mismo tiempo sabía que Miranda hablaría de un momento a otro, que escucharía su voz por primera vez y que eso sería el equivalente a dar un salto al vacío. Ya el simple hecho de tenerla tan cerca, de poder observarla de un modo que ni siquiera los prismáticos de Randall me habían permitido, era demasiado para mí.
—Tú debes de ser Sam, ¿verdad?
El eco de su voz reverberó en mi cabeza. Era dulce, como el gorjeo de un pájaro.
Me tendió la mano.
¡Muévete brazo, muévete de una vez!
Se la estreché como pude. Y entonces, mientras acariciaba aquella delicada mano y la apretaba con suavidad, una serie de alarmas encadenadas se dispararon en todo mi cuerpo.
—Y tú debes de ser Miranda —dije sin temblores—. Un gusto conocerte.
—Gracias. Billy me ha hablado mucho de ti.
Nos sonreímos, y posiblemente en ese preciso instante el destino bajó el martillo de mi vida.