I

Miranda me salvó la vida aquella noche y eso selló nuestra amistad para siempre, aunque muchas de las cosas que pronosticamos con Billy terminaron cumpliéndose con endiablada fatalidad.

En la Bishop, la escuela privada de Carnival Falls, Miranda hizo amigos rápidamente. Por más que intentó seguir en contacto con nosotros, los encuentros se espaciaron y los temas de conversación se agotaron; nuestros mundos comenzaron a separarse como dos planetas cuyas órbitas no están destinadas a tocarse. Además, Billy entró en la etapa de fascinación con los ordenadores, con lo cual nada volvió a ser como antes. Durante dos o tres años, Miranda incluso me evitó, y mentiría si no dijera que para mí fue todo un alivio. Era como si —y esto es algo que corroboré con ella más tarde— no nos reconociéramos, como si el verano de 1985, incluido el terrible episodio del bosque, nos resultara algo ajeno, fruto de un sueño o un suceso imaginado. Había desaparecido ese velo mágico que hacía que pudiéramos decirnos casi cualquier cosa, mirarnos a los ojos y abrir nuestros corazones; dejamos la niñez atrás como la piel de una serpiente, y la pubertad nos arrebató la frescura de la verdad. Cada cual recorrió su camino. No sé en qué momento dejé de amar a Miranda —porque sí la amé, eso nunca lo dudé.

Durante ese tiempo se hizo evidente mi incapacidad para relacionarme sentimentalmente. Tenía diecisiete años y no había salido con nadie. Me sumergía más y más en un mundo que no existía salvo en mi cabeza. En ese tiempo escribía casi siempre acerca de mí, aunque no me diera cuenta: mujeres que eran obligadas a casarse con príncipes horribles, reinos sometidos a la voluntad de ricos todopoderosos, cosas así.

En algún momento del año 1986, Preston Matheson se divorció de Sara y abandonó la mansión para regresar a Montreal. Por aquel entonces todavía nos reuníamos ocasionalmente, así que Miranda nos lo contó a Billy y a mí, omitiendo detalles que igualmente intuimos. Preston se casó con Adrianna, con quien tuvo dos hijos. Miranda viajaba ocasionalmente a verlo; él no solía venir. Ese hecho oxigenó la mansión de la calle Maple. Miranda creció sin las constantes discusiones entre sus padres y Sara se fue adaptando cada vez más a la vida social de la ciudad, ocupándose de sus plantas, sus múltiples compromisos y la crianza de Brian. Con el cambio de milenio, conoció a otro millonario y se casó con él.

A los quince años, Billy medía casi un metro ochenta, tenía los hombros anchos y el cuerpo fibroso, empezaba a perder la efusividad desbocada de su niñez y su carácter ya perfilaba la calma reflexiva que lo definiría como adulto. Era un chico seguro de sí mismo, apuesto, de una inteligencia superior a la media y que sabía lo que quería, y una de esas cosas era Miranda, por quien estaba dispuesto a salir del garaje de su casa, dejar los ordenadores por un rato y conquistarla. El problema eran las amistades de ella, a quienes Billy consideraba niños consentidos con la cabeza hueca. Una cosa no había cambiado en mi amigo: seguía sin callarse las cosas. Así que la intrusión de Billy en el círculo cerrado de amistades de la escuela Bishop fue de todo menos plácida. El problema tenía nombre y apellido: Alex Cuthbert, un capullo presumido que se paseaba en motocicletas ruidosas, vestía chaquetas costosas y tenía un copete de medio metro que desafiaba las leyes de la gravedad. Además era guapo y tenía un séquito de incondicionales que iban con él a todas partes, como un grupo de gaviotas volando en formación. Miranda se enamoró de él perdidamente. Billy perdió la batalla amorosa pero intentó convencer a Miranda de que Alex no le convenía, que era un engreído que no la quería de verdad. Nada funcionó. Ya lo había escrito alguien alguna vez: La razón no engaña al corazón. Y aparentemente tampoco puede disuadirlo de cometer estupideces. Billy llegó a increpar a Alex y se convirtieron en enemigos a muerte, pero Miranda ya había hecho su elección. Estaba cegada.

A principios de los noventa, Billy y yo apenas hablábamos de Miranda o del clon de Jason Presley con el que salía. No sé casi nada de su vida durante esos años; parecía otra persona. Una vez me la crucé camino a la escuela. Iba sola, así que nos pusimos a hablar. Si no tocábamos temas espinosos podíamos mantener una conversación con normalidad. Era Halloween, y en la intersección de Main y Kennedy nos cruzamos con un grupo de niños disfrazados, la mitad de ellos de extraterrestres. Se me ocurrió preguntarle si había vuelto a ver a los hombres diamante y fue la peor idea que pude tener. Me miró con un odio extremo, ensanchando la nariz y apretando los dientes. Sin decir una sola palabra se largó y me dejó allí, con media docena de extraterrestres de un metro de altura que me disparaban con sus pistolas de plástico.

Miranda y Alex fueron formalmente novios durante los años siguientes. La suya era una de las parejas más populares en la escuela, así que las noticias corrían rápido. A veces sentía rabia cuando me llegaban cotilleos de las conquistas de Alex, pero en general optaba por no hacerles caso. Estaba a punto de terminar mis estudios en el instituto y tenía algunas decisiones que tomar. Decisiones importantes en cuanto a mi futuro. No tenía tiempo para estupideces.

Cuando me marché a Nueva York, un universo nuevo se abrió para mí. Aunque nunca perdí contacto con los Carroll ni con Billy, de Miranda supe muy poco. Apenas lo que me contaba Billy cuando hablaba por teléfono con él, aunque a mi amigo la vida de Miranda tampoco le quitaba el sueño. Así fue como me enteré de que ella y Alex se casaron, en algún momento del año 1998, cuando cumplió los veintiséis. La pareja había sobrevivido más de una década.

La vida nos llevó por caminos distintos, pero nunca olvidé lo que Miranda hizo por mí aquella noche en el bosque, ni sus palabras de consuelo; me alegré por ella cuando supe de su boda y deseé de corazón que las cosas con su marido funcionaran bien. Quizá Alex había sentado cabeza con el tiempo y su comportamiento desvergonzado y egoísta era cosa del pasado, pensé.

Sara Matheson me llamó por teléfono a Nueva York en diciembre de 2004 y en cuanto la oí supe que algo malo había sucedido. Hacía años que no hablaba con ella. Aferré el móvil con fuerza mientras me preparaba para lo peor.

El pantano de las mariposas
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