2

Sara no me lo contó todo durante aquella conversación telefónica, un frío día de enero, pero me dijo lo suficiente para que cancelara las presentaciones navideñas de mi tercera novela y cogiera el primer vuelo al aeropuerto Skyhaven, en Rochester.

Miranda había sido madre un tiempo atrás, esa fue la primera gran noticia, que no hizo más que recordarme lo mucho que nuestras vidas se habían alejado. La propia Sara, me confesó, no visitaba muy a menudo a su hija; Miranda tenía serios problemas en su matrimonio, pero se negaba a recibir ayuda, rechazaba la realidad y abusaba de los medicamentos. Sara temía por su pequeña nieta, Blue, y un día se plantó ante Cuthbert, que ya no tenía su copete kilométrico sino una calvicie incipiente, y descubrió horrorizada que la salud de Miranda no parecía importarle mucho. Lo único que él argumentó cuando Sara le sugirió la posibilidad de internar a su esposa fue qué pensaría la gente de ellos. Desesperada, recurrió a Preston. Si había algo que nadie podía poner en duda de Preston Matheson era el amor por sus hijos, así como su capacidad para llevar las cosas adelante cuando era necesario. Viajó desde Montreal con un par de abogados de la compañía y le dijo a Sara que él se ocuparía de todo. Fue a ver a Cuthbert y en menos de dos días este había firmado toda la documentación necesaria para internar a Miranda en un centro especializado en Boston. La internaron en contra de su voluntad. Permaneció dos meses en el Lavender Memorial, hasta que la diagnosticaron correctamente e iniciaron un tratamiento adecuado.

Miranda era esquizofrénica.

Fue entonces cuando Sara me llamó por teléfono. Su hija necesitaba estar rodeada de gente que la amara. El primer mes fue traumático para ella, me explicó, porque debió afrontar un período de abstinencia de los antidepresivos y tranquilizantes a los que se había acostumbrado.

La recuperación fue lenta. Dos años después volvió a recobrar la vivacidad de la chica que conocí en el bosque. El cariño de su familia fue fundamental; Preston la visitó algunas veces, hasta que un cáncer incurable se lo impidió. Brian, ya un apuesto chico de dieciocho años, tomó la decisión de no asistir a la universidad y quedarse en Carnival Falls, y fue una pieza fundamental en la recuperación de Miranda. La devoción de Brian hacia su hermana siempre me ha emocionado. Billy también volvió a acercarse. Para entonces, la idea de vender su empresa y regresar a Carnival Falls ya estaba casi tomada, pero es seguro que la situación de Miranda ayudó a inclinar la balanza.

Miranda y la pequeña Blue se instalaron en la mansión de la calle Maple. Sara y su segundo marido, Richard, se encargaron de velar por ella, al igual que Brian. El entorno no podía ser mejor. Cada año, durante los últimos cuatro, he comprobado con alegría cómo Miranda ha vuelto a ser la que era. Debía seguir un tratamiento estricto y recibir controles médicos periódicos, pero pudo mantener su enfermedad bajo control y llevar adelante una vida normal.

En el año 2010, durante mi visita anual a Carnival Falls, repetí el ritual de mis viajes anteriores. Permanecí de pie frente al portón, sin tocar el timbre, solo contemplando la fachada bien cuidada, los parterres, las fuentes de piedra. El tiempo no parecía haber transcurrido para la casa. Casi esperaba ver sobre el buzón el paquete con la gargantilla y el poema que le había escrito a Miranda hacía veinticinco años, o verla venir en su bicicleta rosa con uno de sus vestidos blancos. Más de una vez hasta pensé en trepar al olmo y comprobar que el corazón tallado en la corteza seguía allí, pero nunca lo hice.

—¡Hola!

Reconocí a la dueña de la voz, pero no vi a nadie.

Pronunció mi nombre dos o tres veces entre risitas divertidas.

—¿Quién me llama? —exclamé.

La risita volvió a escucharse. Una cinta azul asomó por el costado de uno de los pilares de piedra del portón, luego lo hizo un rizo rubio y por último el rostro redondo y rubicundo de Blue, una niña regordeta de seis años con espíritu aventurero. Se acercó a los barrotes de hierro e introdujo su rostro entre dos de ellos.

—Mi cabeza ya no pasa.

Me agaché y le di un beso en la frente.

—Hola, Blue. Estás muy bonita.

—Tengo dos novios.

—¿Dos?

—Sí, en la escuela. Ya voy a primero.

—¿Cómo se llaman?

Mientras conversaba con Blue vi a Sara y a Richard acercarse por el camino de entrada. Siempre tenían la deferencia de venir a recibirme.

—Se llaman Peter y Tommy —dijo Blue.

—¿Tommy Pompeo?

—¡Sí! Mamá dice que debo quedarme con él. Pero es muy pequeño para mí. No me decido.

Sara abrió la puerta y me hizo pasar. Me estrechó entre sus brazos con fuerza. Acababa de cumplir los sesenta pero su aspecto era el de una mujer quince años menor. Richard me estrechó la mano y me dedicó una de sus sonrisas fraternales desde su barba encanecida. Los tres caminamos hasta la casa con Blue revoloteando a nuestro alrededor, dando saltitos y giros de bailarina. Recordé a Miranda en el invernadero, bailando entre las estanterías de las plantas mientras yo la observaba desde el olmo.

Durante los últimos cuatro años, la visita a la mansión de la calle Maple se convirtió en otro momento esperado de mi viaje. Aunque con Miranda hablaba periódicamente por teléfono e incluso me había visitado en Nueva York en un par de ocasiones, ver al resto de su familia y recorrer las distintas habitaciones de aquella casa inmensa disparaba recuerdos de mi niñez que eran impagables. La decoración había cambiado sustancialmente. Los muebles habían sido reemplazados por otros más modernos, los grandes óleos habían cedido su sitio a cuadros abstractos, pero la esencia era la misma. Los rostros de piedra seguían observándolo todo, y cuando recorría la casa me era imposible no mirarlos, aunque sabía que la galería secreta había sido descubierta y clausurada varios años atrás.

Miranda nos vio desde el invernadero y me saludó efusivamente. Cuando entramos en la sala, ella apareció por el pasillo, quitándose los guantes de jardinería y un delantal de plástico que dejó en uno de los sillones antes de abrazarme. Desde hacía un año llevaba el cabello más corto, apenas por encima del hombro, y de un color rojizo que hacía que sus ojos resaltaran de un modo especial. Viéndola era sencillo entender por qué me había enamorado de ella. Pero lo más importante era que había recuperado su luz. Tenía sus días malos, me decía a veces, pero eran cada vez menos. Este en particular se la veía radiante, y no me pasó desapercibido el hecho de que tenía puesta la gargantilla de Les Enfants, que el tiempo demostró era de mejor calidad de lo que yo pensaba, porque conservaba el color plateado.

—¡¿Qué es eso!? —me dijo—. ¿Es lo que yo pienso?

—Oh, ¿esto? —dije, alzando el envoltorio que tenía en mi mano derecha—. Apuesto a que no te lo imaginas.

Sara y Richard presenciaron cómo Miranda me arrebataba el paquete y lo abría con verdadero interés, lanzándome miradas escrutadoras mientras despedazaba el papel y lo hacía una bola que terminaría junto al delantal y los guantes de jardinería. Era un ejemplar de mi última novela, por supuesto, pero eso Miranda ya lo había adivinado con solo ver la forma del paquete. Admiró la portada, en la que se veía a una mujer con cara de preocupación asomada detrás de la cortina de baño. Abrió el libro y su sonrisa se ensanchó al leer el poema que yo había escrito con bolígrafo en la primera página.

Nuestro poema.

—Gracias —me dijo, llevándose el libro al pecho y apretándolo con fuerza, como si buscara nutrirse de su energía. Me dio otro abrazo—. ¡¿Qué tal si vamos al comedor y probamos ese pastel tan rico?!

—¡Sí! —exclamó Blue. Dirigiéndose a mí agregó—: Lo hice yo, Sam.

—¿De verdad?

—Con la abuela.

—¡Fantástico! ¿De qué es?

Blue lo pensó un segundo. La niña se apartó de mí y se acercó a Sara, que se agachó y le dijo algo al oído.

—¡De chocolate! —exclamó la pequeña.

—¡Mi preferido!

La mesa estaba preparada para recibirme. Brian era el único miembro de la familia que no estaba en casa pues se había marchado a la universidad.

Pasamos una media hora grandiosa, degustando el pastel de chocolate y bebiendo té. Blue hizo unos cuantos dibujos con sus lápices de colores, arrodillada en su silla y sacando la lengua mientras trazaba formas con suma concentración. Hizo uno para mí y me lo regaló. Me dibujó en medio de un bosque de árboles pequeños y hongos gigantes, animales más altos que todo el resto y varios planetas en el cielo. Cuando le preguntamos qué sitio era ese nos dijo con total naturalidad que era uno de mis libros. Le dije que lo colgaría en mi estudio y por supuesto he cumplido con mi palabra. De hecho, he alzado la cabeza para verlo justo antes de escribir esta frase.

Después de merendar, Miranda y yo nos fuimos al invernadero. Blue quiso acompañarnos, pero Sara la convenció de que se quedara con ella y Richard, bajo la promesa de que irían al centro comercial a elegir un regalo para el tío Brian, que cumplía años la semana siguiente. Blue dudó un instante pero terminó aceptando.

—Me gusta mucho el nuevo color de pelo —le dije mientras atravesábamos la sala.

—Gracias, me lo he oscurecido un poco.

—Resalta más el color de tus ojos.

Cuando entramos en el invernadero hice lo que hacía siempre, observar el gran olmo asomado tras el muro perimetral.

—El día que talen ese olmo no vendrás más —bromeó Miranda.

—Espero que eso no suceda nunca —dije mientras seguía con la vista fija en la copa frondosa de aquel árbol en el que había pasado tantas horas.

—Yo también me quedo mirándolo a veces.

Cuando Miranda y yo empezamos a frecuentarnos de nuevo, una de las cosas que le confesé fue cómo la había espiado durante casi medio año desde aquel árbol. Después de tanto tiempo no había nada de qué avergonzarse.

—Billy te manda saludos —dije—. Acabo de estar en su casa.

—Muchas gracias. Él y Anna estuvieron aquí la semana pasada. Ella es adorable.

—Sí, la verdad es que sí. ¿Tú cómo estás?

Nos sentamos a la mesa redonda.

—La verdad es que me siento muy bien. Tan bien que a veces creo que ya no necesito que el doctor Freeman me recete sus polvos mágicos, ni las dos sesiones semanales con mi analista. Pero creer que no lo necesito es el primer paso para cometer equivocaciones. Todos me están ayudando mucho. Brian habla conmigo todos los días. Le llevo diez años y parece mi hermano mayor.

—Me alegra oírte. Te veo espléndida.

—Tú no estás nada mal.

—Pero eso no es novedad.

Miranda rio.

Se inclinó sobre la mesa y estiró los brazos. Le estreché las manos. La gargantilla de Les Enfants pendía a centímetros de la mesa.

—Veo que sigues usando esa joya tan valiosa.

—Por supuesto. —Me soltó una mano y cogió la medialuna con dos dedos. La observó como si fuera la primera vez que la veía—. Ya lo sabes, pero este trocito de metal me ayuda a recordar las cosas importantes. Créeme, alguien que ha convivido dieciséis años con el hijo de puta de Alex, seis de ellos bajo el mismo techo, necesita de todo aquello que le ayude a tener los pies sobre la tierra.

—¿Ha visto a Blue últimamente?

—Se le nota en la cara que se siente obligado a cumplir con sus responsabilidades como padre, pero ama a Blue, eso me consta. Estos últimos meses ha cumplido con sus visitas semanales. Le ruego a Dios para que las cosas sigan así, por lo menos hasta que Blue crezca.

—Esa niña es un sol.

Le besé la mano. Me gustaba coquetear con ella cuando no había nadie cerca. Miranda miraba a todos lados como si alguien pudiera descubrirnos pero también se divertía. Era nuestro juego.

—¿Cómo van las cosas con Jenny? —me preguntó.

—Con algunas idas y vueltas. Ya sabes que el primer aniversario es mi punto de inflexión.

—Sí, lo sé, y sería bueno que te mentalizaras para no pensar en ello.

Ahora fue mi turno de reír.

—Perdón por ser un desastre con mis relaciones, doctor Phill.

Miranda retiró la mano izquierda y negó con la cabeza. Se puso un poco seria.

—Lo digo en serio, Sam. Jenny es un encanto. No dejes que tu obsesión por el trabajo te aleje de ella.

Jenny era Jenny Capshaw, mi flamante novia publicista, con quien hacía un par de meses habíamos intercambiado las llaves de nuestros respectivos apartamentos. Todo parecía indicar que en breve nos quedaríamos con uno solo.

—Yo también creo que Jenny es la elegida. Pero lo mismo pensé con Heather, y después con Clarice. No te preocupes, no la dejaré escapar. Te manda saludos y te espera de nuevo en Nueva York cuando quieras. Al parecer ir de compras contigo es mucho más emocionante que hacerlo conmigo. Me ha herido un poco con eso, pero tengo que aceptar la dura realidad.

—Coincido plenamente.

—¡Cuidado con lo que dices, Matheson! A Jenny se lo perdono porque me lo retribuye con creces ya sabes dónde…

Miranda soltó una carcajada.

—¿Y tú? —la sorprendí.

—¿Yo qué?

—¿Alguna novedad? ¿Qué hay de ese hombre que conociste en la escuela?

Miranda miró hacia el techo.

—Kiefer sigue acercándose para hablar conmigo cuando va a buscar a su hijo a la escuela; ya me ha dicho de varias maneras que está divorciado, pero no me ha invitado a salir.

—Lo hará pronto, ya verás.

—Yo creo que le gusto —dijo Miranda, acomodándose el cabello detrás de la oreja, algo que había empezado a hacer desde que lo llevaba más corto—. No se anima. ¡Es demasiado tímido!

—Dale un mes e invítalo tú.

—¡No!

—No importa, en menos de un mes no podrá resistirlo, ya verás.

—Tú tardaste seis meses en darme esta gargantilla.

—Era muy joven. Despliega tu seducción, Matheson, y Kiefer caerá rendido.

Nos quedamos en silencio. Así eran también nuestras largas conversaciones telefónicas.

—Si hay algo de lo que no puedes dudar es de tu encanto —dije de repente—. A mí me salvó la vida.

Miranda no comprendió.

—Lo que sucedió en el bosque aquella noche, con Orson…

Callé. Busqué las palabras adecuadas.

—Si no te hubiera conocido a ti antes…, si no te hubiera espiado desde aquel árbol tarde tras tarde —señalé la copa del olmo—, hubiera dudado toda mi vida hasta qué punto ese episodio desagradable me marcó y me hizo como soy hoy. Orson me ensució, no puedo negarlo. Pero a ti te amé antes.

—Sam, me vas a hacer llorar.

—Prohibido llorar. —Esbocé una sonrisa—. Nunca imaginé cuán importante sería para mí el haberme enamorado de ti ese verano.

Fue mi turno de inclinarme sobre la mesa y estrecharle las manos. Ella agradeció el gesto y me devolvió la sonrisa.

—Eres una mujer sensacional, lo sabes, ¿verdad?

Miranda se puso de pie y observó el jardín. Estaba de espaldas a mí pero podía ver su rostro parcialmente reflejado en el cristal.

—Ese día fue como… un punto de inflexión —dijo Miranda—. Después, las cosas…, ya sabes, conocí a Alex y…, no sé, me cuesta reconocerme durante esos años. Lo curioso es que en ese tiempo pensaba exactamente a la inversa. Estaba convencida de que tú y Billy me habíais forzado a hacer cosas que yo no quería, incluso llegué a haceros responsables de mis problemas. Pero todo eso ya lo sabes…

Se volvió.

—Todo ha resultado bastante bien —la animé.

—Sí.

Tras un largo silencio musitó:

—Los sigo viendo, Sam.

Me limité a asentir con la cabeza.

—El resto de los síntomas han desaparecido —continuó—, pero a ellos los sigo viendo.

—Ven… —Le hice un gesto para que rodeara la mesa.

Miranda se sentó a mi lado y la abracé.

—¿Se lo has dicho a tus médicos?

—No. —Miranda mantuvo la cabeza sobre mi hombro, estrechándome con fuerza—. Los he visto dos o tres veces por año, siempre a distancia, y están quietos, sin hacer nada. Este año he visto a uno solo, en la escuela de Blue. Cuando salía con ella de la mano, lo vi al otro lado de la calle. Entonces, un autobús se cruzó y el hombre diamante ya no estaba.

Miranda me miró a los ojos con cierto temor.

—¿Me crees?

Me tomé un instante para responder, pero no porque dudara de ella, sino porque quería transmitirle seguridad antes de hablar:

—Por supuesto que te creo. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?

—Pronto dejarán de observarte. ¿Dices que este año lo han hecho solo una vez? Pues el que viene no lo harán más. Puedes contar con ello.

Miranda volvió a abrazarme.

El pantano de las mariposas
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