6

Dimos un brinco al oír un ruido justo debajo de nuestros pies.

—Sam…, Miranda.

Era la voz de Billy. Eché un vistazo a nuestro alrededor en busca de alguna trampilla, pero no vi ninguna. Nos agachamos.

—¿Billy? —dijo Miranda, sus labios a centímetros del suelo.

—Esperadme allí, ya subo.

La solución al misterio no tardó en revelarse. Unos segundos después, Billy hizo su aparición mágica desde el extremo del ático, donde habíamos comenzado nuestra búsqueda. Allí había una serie de estanterías en las paredes. Eran tres y estaban atiborradas de bultos, en su mayoría cajas de cartón y lo que parecían ser libros envueltos en papel de periódico y amarrados con cuerda. Debajo de la primera balda de una de las estanterías, un panel de madera se abrió hacia dentro. Billy asomó por el hueco y dio un salto, mirando hacia atrás como si hubiera algo que no entendiera.

Durante ese instante nos olvidamos de la película que acabábamos de ver, incluso de que estábamos en la casa a hurtadillas y que no teníamos mucho tiempo para irnos sin que los padres de Miranda advirtieran nuestra presencia.

—¿Cómo te has metido ahí dentro? —preguntó Miranda.

Billy se rascó la cabeza. Por un momento no pareció consciente de la pregunta. Tras un instante de cavilación se arrodilló frente al panel móvil y lo cerró. Volvió a ponerse de pie.

—Cuando pensaba… —dijo, e hizo una pausa. Parecía haber olvidado en qué pensaba—, advertí que… Observad.

—No veo nada —respondió Miranda con cierta premura—. ¿Qué hay allí abajo?

—El color de la madera es distinto —dije haciéndome eco de la pregunta de Billy.

Y en efecto, comparándolo con el de las otras estanterías, que también tenían esa placa en la parte más baja, el color de la madera era distinto.

—Por curiosidad me agaché a ver la placa —dijo Billy—. Debajo de la balda hay un marco saliente.

Miranda se agachó y lo confirmó. Empujó con las dos manos y el panel móvil volvió a abrirse. Nos echó una mirada encima del hombro, todavía arrodillada, y en voz baja volvió a preguntar:

—¿Qué hay allí abajo, Billy?

—No lo sé —respondió él con gravedad—, pero vamos a necesitar una linterna para averiguarlo. Es un corredor que parece extenso.

Cuando su voz fantasmal nos había sorprendido desde el suelo estábamos a más de cinco metros de distancia de la entrada.

—Voy a buscar una linterna —dijo Miranda. La cuestión de si íbamos a bajar o no ni siquiera se sometió a discusión—. Tardaré menos de un minuto. Tengo una en mi cuarto.

—Date prisa —dije.

—No se os ocurra bajar sin mí —nos advirtió Miranda antes de marcharse.

—¿Seguro que no has visto nada, Billy? —indagué.

—Parece un corredor y…

—Fíjate en el suelo —lo interrumpí.

Justo delante de la placa había sectores donde la madera estaba más limpia, como si algunos objetos hubieran estado allí dispuestos durante mucho tiempo, bloqueando el acceso.

La puerta del ático volvió a abrirse. Era Miranda.

—Todo tranquilo en la casa —anunció. Le entregó a Billy una diminuta linterna rosa con motivos de Disney.

Billy la encendió y apuntó al panel abierto. Iluminó lo que parecía ser una cámara del tamaño de un ascensor pequeño, cuya base estaba un par de metros por debajo de la entrada. Unos peldaños de hierro adosados a la pared de piedra nos sirvieron para bajar.

En aquella cámara apenas había sitio para los tres. Teníamos ante nosotros una galería estrecha y húmeda, de no más que un metro y medio de alto.

—Vamos —anunció Billy—. Y no os preocupéis por el suelo, es firme.

Avanzamos en fila.

Lo primero que me llamó la atención, aunque en mi caso era poco lo que podía ver desde la retaguardia, fue una serie de placas de madera de unos quince centímetros de largo adosadas a las paredes y distanciadas un par de metros entre sí. Parecían pequeños letreros, salvo que no tenían ninguna inscripción.

—El calor es insoportable —se quejó Miranda en voz baja.

—Sí —respondí.

No hacía falta que Billy nos explicara que detrás de aquellas paredes estaban las habitaciones de los Matheson y que cualquiera podría oírnos. La galería recorría el corazón de la casa.

Unos diez metros más adelante llegamos a otra cámara como la primera, solo que en esta no había una escalera, sino un tramo inclinado de galería con peldaños de piedra. Billy se volvió para asegurarse de que todo estaba bien. Miranda y yo alzamos nuestros pulgares.

El descenso por aquel tramo inclinado fue sencillo y además de la fuerte pendiente, advertí que la trayectoria era ligeramente curva. Recorrimos unos seis metros. Cuando llegamos a la base había una tercera cámara y otro tramo recto. De nuevo, apenas había sitio para los tres.

—Esa galería curva está escondida debajo de la escalera —dijo Billy.

El dato no parecía demasiado revelador.

—En ese tramo no hay placas de madera —comenté.

—Es cierto —Billy contempló maravillado el interior de la cámara.

—¿Adónde crees que puede conducir, Billy? —preguntó Miranda.

—No lo sé. Estoy empezando a sospechar que llegaremos al sótano, o más abajo también. A un sitio importante.

—Es como en los Goonies —comentó Miranda.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Una película que estrenaron hace poco.

—Tenemos que seguir adelante —anunció Billy.

—No tiene sentido —argumenté—. ¿Por qué alguien construiría una galería desde el ático para llegar más abajo que el sótano? ¿Por qué no hacer la entrada allí?

Billy se detuvo. Evidentemente no lo había pensado, lo cual me llenó de orgullo.

—Tienes razón, Sam —dijo Billy—. Quizá estemos más cerca del final de lo que pensamos.

Y así fue precisamente. Caminamos por aquella segunda galería, que no difería en nada de la primera, y llegamos a una cuarta cámara, esta mucho más alta que las anteriores y con los mismos estribos de hierro adosados al muro de piedra. Allí terminaba todo.

—No entiendo —dijo Billy—. ¿Tenemos que subir?

Parecía verdaderamente decepcionado. Se volvió hacia mí, que instantes atrás parecía haber tomado el rol deductivo, pero me encogí de hombros.

—Quizá hay una trampilla —especuló Miranda.

Billy apuntó con la linterna al techo de aquella cámara, donde los estribos se interrumpían. No se veían juntas que delataran la presencia de una trampilla, pero el haz de la linterna no era muy potente.

—Subiré primero —anunció. Se sujetó la linterna en la boca y comenzó a subir.

La cámara tenía unos cuatro metros de altura, con lo cual, si el sentido de la orientación no me había fallado, era muy probable que acabáramos en el mismo sitio.

Cuando Billy llegó a la parte de arriba, empezó a forcejear con algo.

—¿Qué hay? —pregunté, incapaz de soportar la espera.

Era una trampilla.

Billy logró abrirla y nos iluminó desde arriba. Miranda comenzó a subir. Ese día llevaba uno de sus vestidos, que en la penumbra se convirtió en una boca abierta. No pude resistirme ante la tentación de levantar la cabeza y ver sus bragas blancas, la tela del vestido aleteando como una paloma blanca que se pierde en la noche.

Cuando franqueé la trampilla, Billy volvió a cerrarla, porque de otro modo no había espacio para los tres. No hizo falta que ninguno lo dijera en voz alta; estábamos otra vez donde habíamos empezado. Billy tiró del panel móvil y lo abrió. Allí estaba el ático.

—No tiene sentido —protestó Billy iluminando la cámara en busca de alguna pista—. Tiene que haber otro pasadizo oculto en alguna parte.

—No hay nada, Billy —repuse—. Lo hemos recorrido todo y las paredes y el suelo son de roca.

—¿Por qué regresar al mismo lugar? Si al menos sirviera como vía de escape…

—Un momento…

Billy y Miranda se volvieron hacia mí.

—Billy, quítame la luz de la cara, por favor.

—Perdón. ¿En qué piensas?

—Quizá es un escondite —dije—, como los que utiliza la gente durante las guerras.

—¿Guerras en Carnival Falls?

—Mi abuelo era un hombre previsor —comentó Miranda.

—Ya sé que aquí no ha habido guerras, pero quizá el abuelo de Miranda pensó que algún día podía estallar una.

—Si es un escondite debería ser más confortable. Esto no se parece en nada a un refugio.

—¿No os parece mejor si lo discutimos fuera? —sugirió Miranda.

Nos disponíamos a salir cuando otra idea se me vino a la mente.

—Quizá no es un escondite para personas, como en las guerras, sino para cosas.

Billy se volvió hacia mí, me encandiló otra vez con la linterna hasta que se dio cuenta y dejó de hacerlo. La idea lo sedujo de inmediato.

—Tienes toda la razón —se maravilló—. ¿Qué pasa contigo hoy, Sam?

—Ha de ser el calor, que me hace más inteligente.

—¿Por qué mi abuelo querría esconder cosas?

—En esa época había mucho contrabando —especuló Billy—. Mi tío siempre dice que en la época de su padre los mayores ricos eran contrabandistas.

—No creo que mi abuelo fuera contrabandista.

Pero Billy ya se había convencido. ¿Por qué otra razón alguien construiría semejante galería en las entrañas de su propia mansión?

—Las placas de madera que hemos visto han de ser para identificar la mercadería.

—¿Tú crees? —Miranda no parecía convencida—. La galería parece muy estrecha para guardar cosas. ¿Por qué no salimos de una vez? Estoy asándome.

Ellos salieron primero. Yo iba a hacerlo cuando creí escuchar una voz proveniente de la galería. Billy estaba ya fuera, con las manos extendidas para ayudarme a salir. Advirtió de inmediato que algo me había llamado la atención.

—¿Qué? —preguntó.

Le indiqué con un dedo sobre mis labios que guardara silencio.

El sonido se repitió. Una voz, muy distante.

¿Podía ser alguien en la casa? Parecía bastante probable que las propiedades acústicas del pasadizo facilitaran la propagación del sonido.

—Está decidido —dijo Billy con impaciencia—. Entraremos de nuevo.

Miranda comenzaba a protestar, pero Billy ya estaba dentro de la cámara conmigo.

Nos adentramos apenas un par de metros por la galería y el eco de la voz era indudable. No tardamos mucho más en darnos cuenta a quién pertenecía.

Era la voz de Preston Matheson.

—No me dejéis sola —dijo Miranda, que se nos acercaba sigilosamente.

Habíamos detectado el sitio preciso donde la voz era más potente. Permanecimos unos tres minutos con las orejas puestas en la pared, pero Preston no volvió a hablar. Billy estaba frente a mí.

—Oye, Billy, si las placas de madera eran para colocar rótulos —le susurré—, ¿por qué hay placas a ambos lados?

Billy examinó de cerca una de las placas de madera y rápidamente descubrió su función. Simplemente la deslizó hacia un costado y dos orificios iluminaron la galería con dos chorros de luz. Apagó la linterna de inmediato.

Dos orificios.

Mientras Billy se dejaba vencer por la tentación, Miranda se acercó a otra placa de madera y la deslizó para observar ella también. Por supuesto, hice lo mismo apenas un instante después.

Nuestro asombro fue tan grande que ninguno se atrevió a apartar la vista de aquellos orificios. La visión era magnífica. Nuestros ojos estaban a una buena altura, casi en el techo del despacho de Preston Matheson, lo que me llevó a preguntarme qué habría en el otro lado. Y entonces lo recordé. ¡Los rostros de piedra! Cada placa de madera se correspondía con uno de aquellos rostros demoníacos dispersos por toda la casa. La galería no era un refugio de guerra o un depósito de contrabandistas, ¡era una cámara de espionaje! No me hubiera extrañado nada que, con la cantidad de placas de madera que habíamos visto, fuera posible visualizar todas las habitaciones de la casa.

Desde donde estábamos podíamos ver el escritorio de Preston, pulcramente ordenado. Sobre él había una máquina de escribir electrónica, una agenda abierta, un teléfono y una lámpara direccional. Las paredes laterales estaban íntegramente ocupadas por estanterías. Preston Matheson estaba sentado en su confortable sillón de cuero, pero en ese momento lo había hecho girar y miraba a través de un imponente ventanal; solo podíamos ver parcialmente su cabeza, oculta por el respaldo del sillón. Me pregunté con quién habría estado hablando antes, porque no se veía a nadie más en la habitación. La puerta estaba justo debajo de la hilera de rostros de piedra, completamente fuera de nuestro campo visual. Entonces se abrió, el ruido fue inconfundible.

Preston hizo girar el sillón. Primero advertí que en su rostro se dibujaba una sonrisa, luego apareció la criada, de espaldas. En las manos llevaba algo, pero de momento no pude averiguar qué. El espectáculo, sazonado con el gusto de lo prohibido, me hizo olvidar que Billy y Miranda estaban a mi lado. Fue como si los ojos del rostro de piedra por un momento me pertenecieran; o más justo sería decir que sucedió a la inversa.

La criada era Adrianna, la hija de Elwald y Lucille. Se acercó al escritorio y depositó en una esquina una bandejita con una taza que parecía de té y un bollo de chocolate. También había un vaso con agua.

—Aquí tienes —dijo Adrianna sin entusiasmo.

Él se lo agradeció, pero seguía en su rostro la misma sonrisa que antes, un poco bobalicona, pensé en ese momento.

—Espera, Adrianna —la llamó él cuando ella se volvía para retirarse.

—Dime.

La acústica era estupenda y podíamos escuchar a la perfección todo cuanto sucedía en el despacho.

—¿Has pensado en lo que hablamos?

Adrianna bajó la cabeza.

—Sí, todo el tiempo —dijo ella.

Preston se masajeaba la barbilla mientras la miraba a los ojos. La sonrisa desapareció.

—¿Y?

—Voy a hablar con mis padres esta semana. Les diré que regresaré a Canadá.

Preston se puso de pie.

—Está decidido —dijo la muchacha—. Lo siento.

Preston pareció dudar si acercarse o no a Adrianna, que en ese momento dio un paso atrás y se aclaró la voz.

—¿Quieres algo más? —preguntó.

Tras una pausa de vacilación, en la que el hombre pareció no recordar la existencia del té y el bollo, Preston negó con la cabeza, contrariado. Hizo otro amago de acercarse a Adrianna, que tampoco prosperó.

—¿Seguro que no puedes esperar unos días? —preguntó él—. Piénsalo un poco más. Podría tener las cosas resueltas para entonces.

Ella no respondió. Parecía a punto de romper a llorar.

—Es lo mejor.

La muchacha dio media vuelta y salió de la habitación.

Miranda nos diría más tarde que Adrianna no estaba llevando bien la distancia, pero que nunca había pensado que pudiera estar afectándola tanto como para querer regresar a Canadá. Ni Billy ni yo insinuamos lo que a ambos nos resultó bastante evidente; que entre ellos había algo más.

Sentí un golpe en el costado. Era Billy. Él y Miranda me observaban.

—No deberíamos estar haciendo esto —dijo Miranda en un tono apenas audible.

—Miranda tiene razón —coincidió Billy, aunque era evidente que no quería dejar de espiar.

No me quedó otro remedio que estar de acuerdo.

En ese momento volvimos a escuchar la voz de Preston.

—Hola. Sí, soy yo, quién va a ser. Necesito que envíes a alguien a la conferencia de mierda de Banks.

Nos quedamos helados. Miré a mis amigos con ojos de súplica.

En menos de dos segundos, los tres estábamos espiando el despacho otra vez.

Preston había adoptado la misma postura de antes, mirando a través de la ventana. Escuchó durante un instante y luego dijo:

—No me interesa quién. Alguien.

Pausa.

—Claro que lo he intentado. Es lo único que he intentado desde que he llegado a esta ciudad, pero al tipo no se le da socializar con los nuevos vecinos. ¡Es inglés, qué quieres!

Su comentario al parecer le recordó el té en la bandeja, de modo que hizo girar el sillón y se estiró para coger la taza.

—No creas que no me gustaría irme ya mismo de aquí, motivos no me faltan. —Probó el té e hizo una mueca—. Eso es lo más insólito. Sara, que fue la que puso el grito en el cielo cuando le dije de venir, es la que mejor se ha adaptado. Ha hecho un grupo de amigas, asiste a clases de jardinería, decoración y Dios sabe qué mas…, qué quieres que te diga, hasta mi hija se ha adaptado de un modo asombroso.

Se acomodó el auricular entre la oreja y el hombro y utilizó las dos manos para romper la punta de un sobre de azúcar. Endulzó el té y volvió a probarlo. Esta vez pareció satisfecho.

—La conferencia es el viernes, ya lo sabes. Este fin de semana he invitado a Banks a mi casa. Le dije que quería hablarle de unos negocios; creo que supone que quiero comprarle la casa o algo así. Le haré una propuesta directa. Pero si eso falla, necesito tener un plan alternativo. Lo primero es conocer al detalle lo que sucede en esa conferencia. En función de eso veremos qué hacemos.

Asintió mientras mordisqueaba el bollo de chocolate.

—¡Claro! He vuelto para hacer un control de los daños…, sí, por supuesto, puede que esté exagerando. Espero que sí. Será un placer averiguarlo y marcharme de esta ciudad de una vez, para siempre.

El pantano de las mariposas
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