34

Orson escapó de Fairfax en un confuso episodio que nunca llegó a esclarecerse del todo. A las ocho de la mañana, Grayson Wylie hizo el reparto semanal de alimentos como de costumbre. Se acreditó en la garita de la entrada y condujo su camión mediano por los bloques del internado hasta el pabellón que albergaba el comedor y la cocina, que diariamente alimentaba a más de doscientos adolescentes. Allí descargó la mercadería junto al personal de cocina y, según sus propias palabras a la policía, estaba seguro de que no había nadie escondido en la parte de atrás cuando cerró la portezuela con llave. En vistas de lo que sucedió poco tiempo después, una posibilidad era que Orson se hubiera colado en el camión en un descuido de su conductor, pero este aseguraba que eso era imposible. El posterior hallazgo del camión con la portezuela cerrada parecía confirmar lo dicho por Wylie.

A las ocho y media, el repartidor abandonó Fairfax. Una cámara de seguridad registró el momento en que esperaba el visto bueno del guardia y luego salía de la propiedad. La importancia de este registro es que demostraba que Orson tampoco escapó en el techo del camión. En definitiva, nadie supo dónde se escondió, aunque la única posibilidad parecía ser debajo del vehículo, al estilo Indiana Jones; algo realmente difícil de creer. Dos kilómetros después, Wylie se detuvo en un baño público junto a la carretera, según él por primera vez desde que abandonó Fairfax. Se apeó, y fue entonces cuando Orson Powell, a quien en ningún momento relacionó con Fairfax porque tenía el tamaño de un adulto, se le abalanzó y lo golpeó con algo contundente en la cabeza. Wylie no había cumplido los cuarenta y estaba en buena forma, pero el ataque fue tan violento e inesperado que hizo que se desplomara y estuviera a punto de perder la conciencia. Cuando cayó al suelo, Orson lo pateó en el estómago y en la cabeza. Antes de desmayarse, Wylie escuchó que el motor aceleraba y el camión se alejaba.

Un policía que hacía sus rondas habituales encontró a Wylie tendido en el suelo y lo llevó al hospital. Para entonces, tanto el dueño del camión como la policía creían que se trataba de un robo. El camión fue hallado esa misma tarde, a poco más de un kilómetro del baño público, lo cual desconcertó a todo el mundo. En Fairfax, mientras tanto, nadie relacionó la desaparición de Orson con el repartidor de alimentos de la mañana.

Un periódico de Maine fue el que más atención prestó al caso. Se tomaron la molestia de averiguar los antecedentes de Wylie y resultó que tenía unos pocos arrestos menores, todos ellos relacionados con actos indecorosos en la vía pública. Se mencionaba brevemente que el último había tenido lugar unos seis meses antes. La policía lo detuvo en una parada para camiones manteniendo relaciones en la cabina de su Dodge con un joven de veinte años.

Cuando le dije a Miranda que Orson estaba con los otros se llevó la mano a la boca y abrió los ojos como platos. No sé cómo pude mantener la compostura. Supongo que verla a ella tan asustada me dio un poco de fuerzas.

—Tenemos que volver a la casa del árbol —le susurré.

Era la única opción mínimamente segura. Si descubrir la casa era difícil a plena luz del día, de noche sería imposible. Una vez allí arriba solo tendríamos que preocuparnos por no hacer ningún ruido. Hasta podríamos dormir allí, si era necesario. La familia de Miranda se preocuparía, Amanda y Randall se preocuparían, pero las circunstancias habían cambiado ostensiblemente con Orson a la caza. Nuestra desobediencia estaría más que justificada. Nadie dudaría de nuestra palabra; aunque nos libráramos de Orson, habría constancia de su escapada de Fairfax, pensé.

Otra posibilidad era aventurarse en el bosque en otra dirección, pero caminar en plena noche sería peligroso.

Miranda me abrazaba con fuerza —aunque justo es reconocer que yo también me aferraba a ella— y sus piernas parecían haber echado raíces. Temblaba de miedo. Sentí el impulso de arrastrarla pero supe que no haría más que empeorar las cosas. Le cogí el rostro entre las manos y le hablé, nuestros labios casi tocándose.

—Miranda, solo tenemos que regresar a la casa del árbol.

—No puedo.

—Claro que puedes.

—No.

—Vamos primero hasta ese árbol de aquí. Un paso a la vez.

Le señalé el tronco del abeto más cercano. Creí que había conseguido vencer su miedo cuando escuchamos voces provenientes de los arbustos.

—Ve al otro lado —dijo Orson—. No tiene sentido que estemos los cuatro aquí.

—Claro, Orson, eso mismo pensaba yo —respondió Mark con tono servicial.

—Entonces, ve de una puta vez.

El tronco tras el cual nos ocultábamos era lo único que nos separaba de Mark. Escuché sus pasos arrastrándose al otro lado. Si no se hubiera detenido a decirle a Jonathan que lo acompañara, no nos hubiera dado tiempo a correr hasta el siguiente árbol. Esos segundos concedidos le sirvieron a Miranda para vencer al miedo y ponerse en movimiento. No nos atrevimos a correr por temor a que nuestras pisadas fueran escuchadas, pero apresuramos el paso en una marcha rápida. Logramos llegar al tercer tronco de un abeto plateado imponente, posiblemente el más grueso de aquel grupo. Miranda permaneció de espaldas al tronco mientras yo me asomaba y veía cómo Mark y Jonathan recorrían el sendero paralelo a la hilera de árboles. Sabía que eran nueve en total. Quedaban seis. Pero el problema no sería ir de un tronco al otro con aquellos dos tan cerca; el verdadero problema sería encontrar la escalera y trepar al árbol con semejante oscuridad.

Mark y Jonathan pasaron de largo a una distancia de seis o siete metros, tan cerca que los bufidos del primero fueron perfectamente audibles. Comencé a rodear el tronco ante la atenta mirada de Miranda, que escuchaba cuidadosamente mis indicaciones. Seguía aterrorizada. Me impresionó ver cómo su cabeza temblaba, como si estuviera a punto de congelarse. Pero lo peor de todo eran sus ojos: dos abismos de miedo en estado puro.

Parecía una locura ir de un árbol al siguiente acercándonos a nuestros perseguidores, pero no teníamos otro remedio. Cuando determiné que el riesgo era razonable, le indiqué a Miranda con el dedo el camino a seguir. Era demasiado peligroso hablar, aunque fuera en susurros, y ella lo entendió de inmediato. Esta vez avanzamos muy despacio, apoyando únicamente las puntas de los pies como si temiéramos despertar a alguien. Era difícil escudriñar el suelo para evitar pisar ramas o cualquier cosa que pudiera delatarnos, pero la oscuridad era nuestra aliada en ese momento, y allí entre los árboles se estaba volviendo cada vez más espesa.

Logramos llegar al séptimo árbol. El inconveniente con el siguiente era que era demasiado delgado y estaba muy cerca de Mark y Jonathan, que se habían detenido en el mismo sitio que antes, a los pies de nuestra casa elevada. Maldije por lo bajo. ¡Estábamos tan cerca! Pero seguir adelante era un suicidio. Tendríamos que esperar a que aquellos dos se alejaran.

Desde donde estábamos pudimos escuchar a Jonathan con toda claridad, a pesar de que no alzó demasiado la voz.

—Orson me da un poco de miedo —dijo.

Mark dejó escapar una risita ahogada.

—Haces bien.

—¿Tú de dónde lo conoces? Nunca lo había visto por aquí.

—Es de confianza, no te preocupes.

—¿Crees que se molestará si me marcho?

—Jonathan, ¿por qué no dejas de decir estupideces? Pareces una niña. Si quieres irte, ve y díselo.

—¿Crees que me lo permitirá?

Mark volvió a proferir la misma risa burlona.

—¡Claro que no! Te molerá a golpes. Hemos venido en busca de Jackson y Pompeo. No nos iremos hasta encontrarlos.

Guardaron silencio, lo cual me preocupó. Tampoco escuchaba sus pasos amortiguados en la tierra. Me permití asomarme con cuidado, casi esperando encontrarme con el rostro gomoso y minado de espinillas de Mark Petrie, pero en su lugar vi a los dos chicos sentados sobre la tierra, de espaldas.

Aquel era el momento. No íbamos a tener otra oportunidad como esa. Podíamos esperar a que se marcharan, pero ¿y si venían los otros? Le señalé a Miranda el siguiente árbol y ella me devolvió una mirada dudosa. El tronco parecía en efecto muy estrecho y el último abeto estaba demasiado lejos. Acerqué mis labios a su oído y le susurré que Mark y Jonathan estaban de espaldas, que sería nuestra mejor oportunidad. Ella finalmente asintió.

Caminamos otra vez de puntillas, ahora con la cabeza vuelta a la izquierda, nuestros ojos fijos en las dos espaldas grises que salían de la tierra como lápidas. Los dos chicos seguían en silencio, lo cual no era una buena señal, porque cualquier cosa podía suceder de un momento a otro. Cuando llegamos al octavo abeto, nada había cambiado. El siguiente ya no se veía tan lejano. Miranda disminuyó la presión de su mano en la mía con claras intenciones de soltarme, pero yo se la apreté a su vez y ella entendió que lo que quería era que siguiéramos adelante. Estábamos a cuatro metros de nuestro destino final.

Tres. Dos.

Jonathan se puso de pie de repente. Su reacción fue tan súbita que Miranda y yo solo atinamos a recorrer los metros finales a toda velocidad haciendo que el crepitar de una rama al romperse delatara nuestro avance. Antes de llegar al tronco alcancé a ver cómo el rostro de Jonathan se volvía en nuestra dirección, una luna blanca de mirada sorprendida.

¡Nos ha visto!

El corazón se me desbocó. No sé si Miranda había alcanzado a ver lo mismo que yo, pero lo más probable era que sí porque cuando le dije que se preparara para correr, asintió repetidas veces con ojos aterrorizados.

—¿Qué te sucede? —preguntó Mark.

Hubo un segundo de expectación. Jonathan no había alzado la voz de alarma al instante, lo cual era una buena señal. La espera en su respuesta también lo era.

—No me sucede nada —respondió finalmente.

Era demasiado peligroso asomarse en esas circunstancias.

—¿Has visto algo? —preguntó Mark.

—No —respondió Jonathan. El modo en que le tembló ligeramente la voz me confirmó que en efecto nos había visto.

Pero Mark no era tan perspicaz como para advertir una inflexión en la voz.

—¿Por qué te levantas entonces? —graznó Mark—. Si te vas, ya sabes lo que te espera.

—No voy a ninguna parte. Creo que tengo ganas de mear.

Jonathan comenzó a canturrear una canción. Se acercaba, porque cada vez podíamos escucharla con más claridad. Le indiqué a Miranda que guardara silencio.

Cuando Jonathan rodeó el tronco y nos vio, su rostro no perdió la compostura, seguía entonando su cancioncilla despreocupada. Apoyó una de sus manos en el tronco y abrió las piernas como si se dispusiera a orinar. Desde el ángulo en el que se encontraba, Mark solo podría ver una de sus piernas. Jonathan se inclinó para hablarme.

—Hola, Sam —susurró, interrumpiendo brevemente su melodía.

—Hola, Jonathan.

—Hay un chico loco que te busca. Se llama…

—Orson, ya lo sé.

Jonathan pareció sorprendido.

—En unos minutos llevaré a Mark lejos —me dijo al oído—. Marchad por ahí.

Me señaló con el mentón en la dirección opuesta a Orson y Steve. De inmediato reanudó la cancioncilla. Nos dedicó una sonrisa y regresó junto a Mark.

En ningún momento se me cruzó por la cabeza que Jonathan no cumpliera su palabra. Vi en sus ojos su propia cárcel, el deseo de terminar con esa caza nocturna de una vez por todas, y eso no iba a suceder si nos encontraban.

Menos de un minuto después, Jonathan preguntó:

—¿Has visto eso, Mark?

—¿Dónde?

—Allí, en ese sendero. Vi una silueta. Parecía Pompeo.

—Vamos a ver. Agáchate para que no nos vean.

Las voces se alejaban.

—¿Avisamos a Orson? —preguntó Jonathan.

No llegué a distinguir la respuesta, pero imagino que Mark preferiría atrapar a la presa y llevársela a su nuevo amo como lo haría un perro de caza. La distracción había funcionado.

—Vamos —le dije a Miranda—. Tenemos que buscar la escalera.

Encontrar la rama fue sencillo sin la presión de aquellos dos. Recordaba el sitio exacto en que la habíamos dejado y su tamaño hacía que aun con la poca iluminación fuera visible. La cogimos de los extremos y la arrastramos hasta el abeto. La erguimos hasta apoyarla en el tronco.

—Sube tú primero.

Miranda asintió.

Mark y Jonathan no habían regresado. Supuse que Jonathan nos alertaría si a su compañero se le ocurría abandonar la búsqueda demasiado pronto.

Una vez que llegamos al primer nivel de ramas e izamos la improvisada escalera, el peligro había pasado. Solo sería cuestión de escalar hasta la casa con cuidado.

—No te apresures —dije—. Aunque regresen ahora, no podrán vernos con facilidad, pero si resbalamos o caemos, nos descubrirán.

—Eso si no nos partimos la cabeza.

Sonreí. Empezaba a relajarme.

Cuando llegamos a la plataforma de madera, nos tendimos boca arriba, contemplamos el cielo de ramas oscuras y entrelazadas, escuchamos el ulular de un búho y por fin las voces amortiguadas en la base de nuestro abeto protector. Aunque la casa del árbol solo contaba con un pretil perimetral de apenas cincuenta centímetros, la sensación de seguridad era equiparable a la de una cámara acorazada. Me volví a mirar a Miranda. La madera de la base me rozó la mejilla mientras le hablaba.

—Ya no tenemos de qué preocuparnos. Aquí nunca nos encontrarán.

Su rostro era bello aun con aquel velo de oscuridad. Adiviné una sonrisa.

—Billy no va a poder creerlo cuando se lo contemos —dijo ella.

—Se morirá de la envidia.

Miranda dejó escapar una risita ahogada y un instante después sentí sus dedos reptando entre los míos. Le aferré la mano mientras volvía la vista al manto negro que nos cobijaba. Sentí que mis piernas se relajaban. Experimenté cierto regocijo ante esta nueva victoria. Orson estaría colérico, pero tendría que contentarse con destrozar mi bicicleta o arrojarla al río.

Transcurrieron unos cuantos minutos, quizá más de diez, hasta que abajo Mark empezó a hablar. Agucé el oído de inmediato. El gigantón explicaba lo que Jonathan había creído ver hacía un momento, de modo que supe que Orson debía de estar allí con ellos. A modo de confirmación, la voz grave y resentida de Orson se oyó a continuación, seguida de una carcajada de Steve.

—¿Qué es lo dices que viste, niño estúpido? —repitió Orson.

Aquella pregunta iba claramente dirigida a Jonathan. Quizá Orson sospechaba que había gato encerrado. Si lograba quebrar a Jonathan…

Él no sabe que estamos en la casa del árbol. A lo sumo le dirá que nos fuimos.

Solté la mano de Miranda. Tenía que asomarme para no perderme ningún fragmento de la conversación. Me incorporé, y fue entonces cuando con el pie le di un golpe a la caja de música de Collette, que había olvidado por completo. No fue un golpe demasiado fuerte, o al menos no lo suficiente para que pudiera ser advertido desde abajo.

La caja comenzó a emitir su música circense.

La ramita que había colocado para interrumpir el avance del equilibrista y bloquear el mecanismo ya no cumplía su propósito.

Mis articulaciones se paralizaron. La melodía sonaba con una estridencia demoledora.

Me abalancé sobre la caja negra. Le quité la tapa y palpé la pista en busca de la figurilla en movimiento. Cuando di con ella, la detuve con dos dedos temblorosos; la hubiera arrancado de buena gana, pero un instante de lucidez hizo que buscara la ramita y volviera a colocarla en el surco que servía de guía.

La melodía se interrumpió.

—¿Qué demonios ha sido eso? —chilló Orson.

El pantano de las mariposas
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