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—¡Billy, no podemos caminar con este calor!
Estábamos en el claro. Billy llevaba su chaqueta de franela, en cuyos bolsillos tenía toda su colección de adminículos de explorador que se había encargado de mostrarnos uno por uno un instante atrás, y entre los cuales había una libreta, una brújula, un aparatejo para medir alturas cuyo nombre no me preocupé en registrar, una lupa —con esta casi lanzo una carcajada porque era evidente que Billy buscaba impresionar a Miranda— y algunas cosas más.
—Lo sé, lo sé —aceptó—. Hace un poco más de calor de lo previsto.
—¿Más de lo previsto? —me quejé—. Es el día más caluroso de los últimos diez años. ¡Más de cuarenta grados!
Miranda se mantenía prudentemente al margen.
—Tenemos cantimploras —dijo Billy mientras levantaba la propia como un talismán. Estaba de pie sobre el tronco y al hacerlo casi pierde el equilibrio.
—Bájate de ahí, quieres. Te vas a partir la cabeza.
—¡Soy el líder de esta expedición! —graznó con la vista puesta en los árboles.
Negué con la cabeza. Capté unos cuantos mosquitos que revoloteaban cerca y los espanté de un manotazo.
—Billy, déjate de tonterías.
El calor era abrasador. No había exagerado con que aquella era la temperatura más alta de los últimos diez años, lo decían en las noticias a cada rato. A todos nos habían dado las recomendaciones de rigor, de mantenernos bien hidratados, fuera del rayo directo del sol y sin hacer esfuerzos físicos importantes. Solo a Billy se le ocurría caminar casi dos kilómetros por el bosque con aquel calor infernal.
—Billy, sé sensato, por favor —insistí.
—¿Tú qué opinas, Miranda?
—Lo que vosotros decidáis estará bien. Sam tiene razón, el calor es insoportable.
—¡Exacto! —dije de inmediato—. Y aquí en el claro estamos protegidos. Será peor cuando caminemos bajo el sol.
No había muchos tramos expuestos, pero todo era válido para persuadir a Billy de sus locuras. Además, yo sabía que su insistencia era porque así podría hacer alarde de sus mapas y de sus técnicas de orientación, variando la ruta a su antojo, desviándonos de los senderos conocidos si le apetecía. Habitualmente yo no ponía objeciones, pero las condiciones de ese día eran extremas.
—Tengo muchas ganas de ver ese lugar tan importante para vosotros —dijo Miranda—. Yo digo que vayamos igual. No sé si aguantaré un día más.
Billy bajó la vista.
—Vamos…, Billy, díselo —le pedí.
Billy dio un salto y aterrizó en la tierra.
—Existe la posibilidad de ir en bicicleta —dijo con tono abatido—. El trayecto es un poco más largo, y más aburrido…
—Eso es lo que me gusta de ti —le dije mientras lo abrazaba—. Siempre dispuesto a escuchar a los demás.
Ir en bicicleta fue lo mejor. Billy lo supo en el instante en que lideró la corta caravana por uno de los senderos que partía del claro. Tenía apenas un metro y medio de ancho pero estaba libre de obstáculos, así que pudimos alcanzar una buena velocidad, espantando las nubes de mosquitos que se alzaban a nuestro paso. El esfuerzo se hizo sentir, especialmente cerca del final, pero el sudor que nos surcaba el rostro y empapaba nuestras ropas tenía su premio en la distancia recorrida. Con cada pedaleo frenético me imaginaba avanzando a paso cansino bajo aquel sol, a merced de los mosquitos, y la energía brotaba con fuerza renovada.
Billy se dio el gusto de vociferar casi todo el tiempo, gritos de guerra y palabras de aliento, seduciéndonos con el fruto secreto de aquella travesía que incluía un descanso a la sombra y exquisitos manjares. En dos o tres ocasiones se adelantó y desde la retaguardia le grité que fuera más despacio, pero no me hizo caso. Miranda iba delante de mí, balanceando su cuerpo a uno y otro lado, a veces sin siquiera apoyarse en el asiento.
Poco antes de llegar, tuvimos que detenernos para cruzar un arroyuelo.
—Es el mismo que hemos visto en el pantano de las mariposas —explicó Billy—. Solo que aquí es más ancho.
—Hoy no es mucho más ancho —acoté mientras bebía un cuarto de cantimplora.
Lo cruzamos por un camino de rocas.
—¿Falta mucho? —preguntó Miranda.
—¡Sorpresa! —clamó Billy.
—A lo sumo doscientos metros —dije con sequedad mientras montaba nuevamente en mi bicicleta.
Miranda rio. Empezaba a divertirse con nuestras pullas.
El resto del trayecto lo hicimos más despacio, en parte porque el cansancio nos había afectado, y en parte porque avanzábamos junto al arroyo, y el espacio no era tan holgado. En determinado momento, Billy dobló abruptamente y se adentró por un pasaje estrecho entre dos arbustos bajos y densos. Miranda se detuvo un instante y se volvió para consultarme si aquel era el camino u otra gracia de nuestro amigo. Asentí para indicarle que, efectivamente, ese era el camino correcto.
Tras recorrer unos metros por aquel pasadizo vegetal llegamos hasta Billy, que había dejado su bicicleta en el suelo y nos esperaba con los brazos en jarras.
—Por lo menos aquí no entra el sol —dije mientras saltaba de mi bicicleta.
Miranda permaneció unos segundos sentada en la suya, observando el bosquecillo de abetos plateados.
—Es muy bonito —dijo barriendo con la vista el suelo tapizado de agujas pardas y piñas, luego las ramas cenicientas.
—No hay mosquitos —dijo Billy.
—Ya vendrán —repliqué.
Miranda seguía observándolo todo con admiración, pero al poco tiempo advertí que me lanzaba miradas inquisitivas. Era evidente que no se atrevía a preguntar si aquel era el sitio que queríamos que conociera o una parada obligada que valía la pena y nada más. Claramente no justificaba una travesía en el día más caluroso de la década.
—¿Te gusta? —preguntó Billy, todavía enigmático.
—Sí. ¿Qué árboles son?
—Abetos —dijo él.
—Plateados —completé yo—. En el bosque hay millones de abetos comunes.
—¿Nada te llama la atención, Miranda?
Miranda estaba desconcertada. Volvió a echar un vistazo a su alrededor y negó lentamente.
—Te lo dije, Sam —dijo Billy—. Es imposible que la descubran.
—Basta de juegos, Billy —le dije—. Subamos de una vez.
Y así Miranda llegó a conocer nuestro gran secreto: la casa del árbol. No estaba terminada todavía, pero el verano pasado habíamos instalado la base, que era lo más difícil, y durante el resto de las vacaciones pensábamos terminar los laterales.
La elección del árbol había estado a cargo de Billy. Después de paseos infinitos, selección de posibles candidatos y un análisis concienzudo, descubrió aquel abeto plateado que se adaptaba perfectamente a nuestras necesidades. La clave, me había explicado Billy, eran unas ramas en forma de horqueta a ocho metros de altura, donde la base de madera podría fijarse bien. Desde luego, aquel era un árbol siempre verde, una condición necesaria para que la casa no pudiera ser detectada ni siquiera en invierno. Además, por debajo de la altura en la cual estaba emplazada, había dos niveles más de ramas frondosas que servían para ocultarla. Billy tuvo muy en cuenta este punto a la hora de seleccionar el abeto. Cuando me lo mostró por primera vez trepó y ató una serie de paños rojos en las ramas que servirían de apoyo. Después me pidió que caminara en todas direcciones e intentara divisar los paños rojos, lo cual me resultó imposible.
—¿Una casa en el árbol? —preguntó Miranda, fascinada.
Estábamos congregados en torno al tronco de nuestro abeto.
—Así es —dije. A mí también me llenaba de orgullo.
—¿Cómo subiremos?
Las primeras ramas estaban a casi dos metros de altura.
—Yo me ocuparé de traer la escalera —indicó Billy—. Mientras tanto podéis ir a esconder las bicis.
—¿Escalera? —preguntó Miranda.
—Ya lo verás —le dije.
Miranda y yo llevamos las bicicletas a los arbustos rastreros donde habíamos girado la última vez. Era el sitio donde además escondíamos las maderas que todavía no habíamos utilizado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Miranda cuando desplazábamos las tupidas ramas de los arbustos para introducirnos a gatas. Había captado de inmediato mi preocupación.
—Hace unos días desmantelamos la caseta del perro de la señora Harnoise —expliqué—. La madera debería estar aquí.
No había ni rastro de la caseta.
—Oh.
—Billy se enfadará. ¡Alguien nos ha robado!
Cuando regresamos al abeto, Billy ya había traído la rama especial que utilizábamos a modo de escalera. Tenía casi dos metros de alto y le habíamos rebanado las ramificaciones para que se asemejaran a peldaños. Lo grandioso de ella era que podíamos dejarla en cualquier parte sin que corriera peligro.
—Yo subiré primero —anunció Billy—. Le mostraré a Miranda lo sencillo que es. Tú sígueme.
Una vez alcanzadas las ramas más bajas del árbol, el truco consistía en trepar en sentido contrario al de las manecillas del reloj. Billy y yo nos habíamos encargado de podar las ramas que dificultaban el ascenso y a su vez habíamos colocado estratégicamente tres sogas a las que sujetarse para pasar de un nivel de ramas al otro. Miranda no titubeó en ningún momento ante el desafío. Se la veía exultante.
Cuando estábamos a media altura le tocó a ella agarrar la primera soga. Todavía con los pies en la misma rama que yo, me miró durante un breve instante. Otra vez su rostro estuvo muy cerca del mío, como el día que vino a verme a la granja con su vestido blanco. Ahora no había cerca de por medio.
—Es como en Indiana Jones —dijo con auténtico regocijo.
—El truco es no mirar hacia abajo.
Saltó con resolución. Uno de sus pies aterrizó en la siguiente rama y tirando de la soga terminó de afianzarse. Como una verdadera amazona, pensé.
—¡Excelente! —exclamó Billy—. Sam no consiguió hacerlo en el primer intento.
—¡Claro que sí! —protesté de inmediato.
Pero Billy ya se desternillaba de la risa y no me escuchaba.
Antes de llegar arriba comprendí por qué los restos de la caseta del perro de la señora Harnoise no estaban debajo del arbusto. Billy los había utilizado para terminar el pretil de contención durante mi semana de penitencia.
La casa del árbol estaba terminada.