35

Me despierto de golpe, empapada en sudor. No acierto a comprender dónde estoy. Esto no se parece en nada al cielo. Tampoco al infierno. No es que yo crea en esas cosas, pero…

Poco a poco voy siendo consciente de todo mi cuerpo y de lo mucho que me duele, especialmente el cuello. Trato de llevarme una mano para acariciármelo y descubro que algo tira de mi piel con un pinchazo. Es un gotero. Estoy en un hospital. ¡Eso quiere decir que no estoy muerta! Pero ¿cómo…?

La puerta se abre. Intento alzar la cabeza con la ilusión de encontrarme con mis padres. Es Héctor el que se asoma. Se detiene, con los ojos muy abiertos, entre sorprendido y alegre. Unos segundos después su rostro se ilumina con esa sonrisa tan suya, esa que acabó volviéndome loca de amor. Yo también quiero reír, pero, sin poder contenerme, rompo a llorar. Se acerca a mí con cautela. Noto que no sabe qué decir ni qué hacer. Una de sus manos se posa en mi brazo libre en un intento por calmarme.

Dios, me siento tan avergonzada… Tan culpable. Tan estúpida. No podré ser la misma con él. Me acerqué a Ian únicamente porque estaba dolida, y un poco enfadada por el hecho de que Héctor no fuera capaz de contarme cosas sobre Naima, me obstiné en que me ocultaba algo y necesitaba saber si podría amarlo a pesar de todo. ¿Por qué necesité ponernos a prueba?

—Melissa…

Me tapo la cara con una mano para llorar a gusto. Héctor no me interrumpe durante el buen rato que me tiro sollozando, despojándome de todo el terror que he vivido y de la lástima que ahora mismo siento por mí, por ser tan desconfiada y mala persona.

—Lo siento tanto… —Ni siquiera sé cómo disculparme.

Me aparta la mano y me acaricia una mejilla. No puedo evitar temblar de alivio ante ese gesto tan cargado de amor. Me da la vida. Y, verdaderamente, debo estar viva por él.

—Todo fue culpa mía. Yo me lo busqué.

—No necesitamos hablar de eso, Melissa.

—Sí es necesario. Estuve a punto de echarlo todo a perder. —Me quedo callada al observar su semblante serio. Me asusto y el corazón se me acelera—. Joder… Sí, eso. La he jodido, ¿verdad?

—Eh, eh… Basta ya. Por favor, no te culpes más. —Acoge mi cara entre sus manos y me mira con una delicadeza que me sobrecoge—. Yo no lo hago. Jamás lo haría. Ni siquiera pienso que te equivocaras. Entiendo lo que querías, Melissa. Fui yo quien obró mal, como tantas otras veces.

Veo el dolor en sus hermosos ojos y me apresuro a negar con la cabeza.

—Podría haber esperado. Tendría que haber confiado en ti y… No sé, Héctor. ¿Por qué no lo hice?

—Porque no supe ofrecerte la confianza que precisabas.

—Fueron todos esos sueños, ¿sabes? Estaban carcomiéndome. Necesitaba respuestas para continuar con lo nuestro y, no sé por qué, me daba miedo preguntarte.

—Y yo no podía darte esas respuestas porque mi temor era que lo nuestro no continuara. —Agacha la mirada. Me doy cuenta de lo preocupado que está—. No me comporté bien. Tampoco fui una buena persona con Naima. No supe amarla como se merecía.

—No, Héctor.

Mi respuesta lo sorprende. Alza la cabeza con los ojos muy abiertos, y me observa con expresión interrogativa.

—Tú lo hiciste lo mejor que pudiste y supiste. Y, en el fondo, Naima también lo sabía. Por eso continuó contigo, por eso te amaba tanto.

—Me convencí a mí mismo de que era una mala mujer… —Sacude la cabeza.

—Está claro que Naima no hizo tampoco lo correcto, pero creo que puedo llegar a entenderla… en cierto modo. —Espero a que diga algo y, aunque tan sólo asiente con la cabeza, me muestro satisfecha y continúo—: Estaba atrapada, y tú sabes lo que es eso. Ella quería darte lo mejor de sí misma, ayudarte, sacarte de toda esa oscuridad que en ocasiones te envolvía. Pero eso no quita que se comportara de manera horrible, que hiciera cosas que no debió. Se le fue de las manos.

—Lo sé.

—No estoy justificándola, sólo trato de ponerme en su piel porque a veces no empatizamos y juzgamos sin comprender. Naima no supo cómo encauzar su vida e Ian se encargó de desviarla aún más. A pesar de todo, continúo pensando que lo que ella hizo también fue terrible. Te destrozó.

Soy consciente de lo que ese nombre provoca en Héctor. Su puño, apoyado en la cama, tiembla. Se lo cubro con mi mano para tranquilizarlo.

—Ese hombre se aprovechó de vuestros problemas, les dio la vuelta y os fue separando. Me contó tantas cosas… —Al recordarlo me estremezco y se me escapa un sollozo. Héctor se sobresalta y me mira con preocupación—. Y al final Naima, con esa doble vida que quería llevar, no supo cómo destejer la telaraña. La lio todavía más.

Héctor no puede hablar. Está controlándose mucho para no romper a llorar ahora mismo. Su nuez sube y baja a toda velocidad y sus ojos brillan más que nunca.

—¿Tú sabías que Ian tenía un problema?

—Yo… no. No me di cuenta de que estaba tan obsesionado con Naima.

—Creo que él la mató, ¿sabes? No sé cómo, pero es el presentimiento que tengo.

Melissa rompe a llorar con fuerza después de esa confesión, y mi corazón se resquebraja por completo. Se hace añicos tanto por ella como por el recuerdo de la muerte de Naima. Por fin yo también lloro. Suelto todo el dolor que he llevado dentro durante años, la incomprensión, la rabia, la vergüenza y la culpabilidad. Melissa estira un brazo para abrazarme y, aunque es ella la que está hospitalizada y la que merece recibir cariño, acabo siendo yo al que tiene que calmar.

—La policía dijo que había tomado muchos tranquilizantes y que por eso se durmió al volante —digo con voz temblorosa. Melissa me observa con gesto de horror—. En un principio me pareció raro… porque ella los odiaba, ¿sabes? Los detestaba por mí. Pero luego me olvidé de ello y sólo dejé hueco para la rabia, así que no pensé más en que era extraño. Todas esas noches echándola de menos y odiándola a partes iguales no me permitieron verlo todo con claridad.

—¿Dónde está él? —pregunta Melissa de repente, un poco inquieta.

—La policía lo detuvo.

—Espero que se pudra en algún lugar —dice con expresión de desagrado. Pero es tan buena que ni siquiera atisbo en ella la rabia que ese monstruo se merece—. ¿Me encontraste tú, Héctor? ¿Fueron realmente tus ojos los que vi antes de caer inconsciente?

—Sí, Melissa, eran los míos.

—Pero ¿cómo…? —Se muestra aturdida y asombrada. Mi Melissa… Tan curiosa, hasta en una cama de hospital hecha polvo.

—Me llamó Aarón. Te vio subir en un coche negro y le dio mala espina. No me fue difícil atar cabos.

—¿Qué hacía Aarón por allí? Bueno, en realidad no me acuerdo ni de dónde me encontraba yo. Salí a buscarte y me perdí, o no sé… —Menea la cabeza y esboza un gesto de dolor. Se me encoge el vientre al contemplar su cuello maltrecho—. ¿Cómo supiste dónde buscarme?

—Estaba allí por… Ya sabes por qué. —No me apetece decirle, tal como está, que Aarón había quedado con su camello. Sin embargo, entiende a lo que me refiero y una sombra le oscurece los ojos—. No pienses ahora en eso. —Le acaricio los finos dedos con suavidad—. Supe dónde buscarte por un presentimiento. La noche de la muerte de Naima… —Un nudo me atenaza la garganta, pero tengo que hablar, debo hacerlo por Melissa. Por mí—. Ella y yo discutimos. Me contó muchísimas cosas. Me confesó que, a pesar de que yo le había pedido que detuviese todo aquello y ella me lo había prometido, continuaba quedando con Ian. Me dijo dónde se veían. Me enfadé tanto que le eché en cara cosas horribles… Se fue sin mi perdón y sin una palabra cariñosa por mi parte.

Me froto los ojos en un intento por olvidar los tristes ojos de Naima cuando aquel día la dejé sola y me marché a trabajar. Ésa fue la última vez que la vi viva.

—Héctor… —Los dedos de Melissa, tiernos y amorosos, me rozan la barbilla y es ese único gesto el que logra mantenerme cuerdo.

—Así que al decirme eso Aarón, algo en mí dio un brinco. Mi mente me gritaba que estabas en peligro. Joder, no debí haberme ido. Hice lo mismo que con ella. Te dejé a ti también. Creí que ni yo ni la policía llegaríamos a tiempo, Melissa. —Le lanzo una mirada apesadumbrada y me devuelve otra un tanto críptica—. Cuando te encontré allí, él encima de ti y tú… Dios mío, pensé que iba a ocurrir otra vez lo mismo. Creí que ibas a morir entre mis brazos, y supe que si ocurría eso me iría contigo.

Me observa con los ojos muy abiertos, entre sorprendida y tímida. Una leve sonrisa se dibuja en sus labios, y me dan ganas de besársela y de rogarle que intentemos olvidarlo todo, de decirle que lo único que deseo es perderme en el aroma afrutado de su pelo y enredarme en las curvas de su cuerpo. Su cuerpo, que es mi templo, mi vida, mi presente, mi futuro… es mío para siempre. Pero sé que alguna vez tenía que responder por mis pecados.

—Estoy hecha un asco, ¿no?

—Estás preciosa. —Más tarde o más temprano se mirará en el espejo y se encontrará con el cuello amoratado, pero prefiero callarme.

—¿Me rompió la nariz?

—No.

—¿Me viol…? —No es capaz de terminar la frase.

Me apresuro a negar con la cabeza. Si ese hombre la hubiera despojado de su orgullo, de su libertad y de su condición de mujer, yo mismo lo habría matado.

—Melissa…

Ladea el rostro y me dedica una sonrisa triste. ¿Y si después de esto ya no es la misma? ¿Y si su amor por mí se va marchitando poco a poco? Estoy seguro de que se siente culpable por haber caído en la trampa de Ian, pero me encantaría susurrarle que continúo queriéndola como siempre, que ella es y será por siempre mi Melissa. Necesito saber que no le importa lo que hice.

—Me siento avergonzada —dice en voz muy bajita con una débil sonrisa—. He hecho algo horrible. Sabía que no estaba bien, pero algo tiraba de mí para que continuara. No podía detenerme, Héctor. Y, de verdad, me doy asco.

—No vuelvas a decir eso. —Rozo sus dedos distraídamente mientras miro el imperfecto contorno de esos labios que adoro—. Pensar así es terrible, es una sensación que no debería existir. Hemos vuelto a actuar indebidamente, sí, pero los dos. Yo no he sabido abrirme a ti. Yo… deseo ser de otra forma. En serio, no quiero ser de esas personas que tienen todo dentro, que se pasan la vida dormidas porque así es como se sienten más libres. No quiero ser así, de verdad. Y tampoco quiero que lo seas tú. Ambos necesitamos superarnos a nosotros mismos.

—Pero ¿ahora qué? —pregunta con una expresión tan indefensa que me trastoca—. Hemos vuelto a equivocarnos, como dices. Es como si todo se conjurara para separarnos. Siempre hay algo que no nos deja amarnos con tranquilidad. Mejor dicho: somos nosotros los que lo impedimos. ¿Cómo es posible, Héctor?

Quiero contestarle que no, que en realidad, todo nos une. Y quiero decirle que mi deseo es que nos casemos, que tengamos esos hijos con los que hemos soñado. ¿Por qué no me sale ninguna palabra?

—Creo que debería pasar un tiempo con mi familia —murmura cautelosa.

¿Acaso teme mi respuesta? ¿Qué le provoco ahora? ¿Inquietud? ¿Temor? En mi mente se forman unas palabras que no cobran vida: «Hazme tu familia, Melissa». Pero me mantengo en silencio y asiento con la cabeza porque, al fin y al cabo, la conozco más de lo que ella cree y sé que necesita pensar y reconciliarse consigo misma.

—Ambos debemos reflexionar, ¿no? —Me estrecha la mano con fuerza y yo lo hago con un temor enorme, uno subterráneo de esos que se acomodan en la piel.

—Sí. Es lo mejor.

Mientras le doy ese abrazo que se me antoja el último medito sobre lo estúpidos que somos los seres humanos cuando perdemos a alguien: «Me alegra que te vaya bien con tu nueva pareja». «Espero que encuentres la felicidad con otra persona». «Sí, es mejor que nos demos un tiempo». Todo son mentiras. Lo son porque si alguna vez se ha amado con todo el corazón, si alguna vez se ha amado de esa manera en la que hasta te duelen las entrañas, entonces uno no puede alegrarse de ver al amor de su vida con otra persona. Yo quiero que Melissa sea feliz, pero esta vez necesito que lo sea conmigo, no con nadie más. Quiero ser yo quien le saque sonrisas. En cambio, estoy aquí acariciándole una mejilla y dedicándole un «cuídate, hasta pronto».

En el ascensor recuerdo la mañana en la que la eché de mi casa. Nos destrocé a ambos y, sin embargo, continuó amándome y mantuvo la esperanza. Y luego fallé. Lo hice porque, como me sucedió con anterioridad, no supe llegar a su interior y no vi que algo ocurría. Tampoco entiendo cómo hemos llegado a esto, aunque es evidente que fui un ingenuo al pensar que podía estar conmigo sin sentir curiosidad. Supongo que cuando amas a alguien y esa persona te da todo, entonces merece saber también todo de ti. Pero fallé, sí. Fallé como siempre, como desde que salí del vientre de mi madre, como desde la primera vez que me arrinconé en la escuela primaria y odié a mis compañeros sin una razón aparente, como el día en que visité al primer psiquiatra y lo mandé a la mierda, como la primera noche en que bebí más de la cuenta y grité a Naima porque pensaba que no me comprendía, como cuando la alejé de mí poco a poco, como cuando lo hice con mis padres. Y con Melissa.

Dios, cómo duele. Y cómo odio el miedo. Lo detesto porque me ha perseguido desde que tengo conciencia. Un pánico que se me pega a la piel y me provoca ganas de gritar. Bien mirado, he sido yo quien lo ha reforzado. He sido yo quien se apegaba a esa tristeza, a ese daño. Los hice míos, como si no supiera vivir sin cierto malestar. Y no quiero seguir así. Me lo prometí cuando Melissa se instaló en mi vida. Me juré a mí mismo que aprendería a amarme para ofrecerle a ella todo mi amor.

Algunos se burlan de un amor así. Uno infinito. Yo lo hacía. Pero ahora lo noto, lo tengo enraizado en cada uno de los poros de mi piel. Es un amor que me desgarra, que me hace volar, que me tortura, que me recompone, que me enloquece, que me ilumina, que me hace ser yo. Eso es lo que me devolvió a la vida. Eso es lo que hizo que me diera cuenta de que cada día merece la pena. Eso es amor: comprender quién eres al mirarte en los ojos de esa persona. Y no de ninguna más.

Dicen que la auténtica felicidad llega al soltar el pasado para mantenerse a flote en el presente. Siempre he creído que las personas que lo consiguen son aquellas que no se avergüenzan de sí mismas, aquellas que no tienen al mismo tiempo ganas de huir y de quedarse. Debería haberlo superado mucho antes, como por ejemplo el día en que le entregué el anillo. Ahí habría podido confesarle todo lo que ocurrió, quién soy yo realmente. Podría haberme dado cuenta antes de que, precisamente, ella es la única que nunca me juzgará.

Ahora mismo, mientras camino calle abajo dejando el hospital atrás, comprendo que esta vez estoy preparado. Pero Melissa está en su cama del hospital y yo aquí, en la calle, buscando con la mirada la hipotética ventana de su habitación.

Quiero regresar, desandar mis pasos y correr hasta ella. Estrecharla entre mis brazos y decirle que fuimos, somos y seremos el uno para el otro. Sí, abrazarla hasta el último día de nuestra vida y, entonces, hacerlo aún más.

Sin embargo, me meto en el coche, sumido en un silencio que no dice nada y lo dice todo.