17

Sus ojos están desarmándome por completo, colándose en cada uno de los recovecos de mi ser y poniendo más nerviosa a la voz de mi cabeza. Desde que he salido de casa ha puesto el piloto automático y no deja de mandarme señales de alerta. Jamás me había topado con alguien que tuviera unos ojos tan duros, tan fríos y, al mismo tiempo, tan intensos. Son capaces de despojarme de todos esos muros que he levantado antes de cerrar la puerta del apartamento.

La voz me sale débil cuando la camarera me pregunta qué es lo que quiero tomar. Por lo menos hoy Ian ha tenido la decencia de permitir que sea yo quien elija, aunque lo que preferiría es que apartara los ojos de mí y los posara en cualquier otra parte. Por ejemplo, en esa adolescente que cuchichea con su amiga, emocionada y, al tiempo, nerviosa —seguramente hablan de él—, o en ese hombre de la mesa de al lado que nos lanza miraditas inquietas —¿quizá es el padre de la jovenzuela, sentado a otra mesa porque ella le ha pedido que no la avergüence?—.

—Se nota que eres escritora —dice Ian de repente.

Al hacerlo rompe el silencio que habíamos impuesto desde que hemos entrado. Ni siquiera ha habido un saludo. Estamos en un café al que nunca había venido porque está bien lejos de todo lo que conozco. No sé si con esta decisión me arriesgo más, pero en un principio me pareció lo mejor para no encontrarme con nadie. Y con nadie me refiero a Héctor. Dios, me siento tan mal… ¿Qué estoy haciendo, otra vez, frente a este hombre que no me da ninguna tranquilidad?

—¿Por qué dice eso? —le pregunto más por echar abajo esta incomodidad que porque me interese su respuesta.

—Basta con ver de qué modo observas todo lo que hay a tu alrededor —responde con esa sonrisa que parece llevar pegada a la cara—. Siempre has sido así, ¿eh? —En realidad no es una pregunta.

Me revuelvo en la silla, incómoda e inquieta. Lo único que estoy haciendo, lo sé, es tratar de evitar encontrarme con sus ojos. ¿Será consciente de cómo me hace sentir y por eso sonríe con tanta petulancia?

La camarera deposita delante de mí una pequeña tetera y una taza, y después sirve a Ian una copa de vino hasta arriba. Se la ve un poco cohibida, con una sonrisa tensa, y la causa más probable es él. Ni siquiera la mira, pues sus ojos continúan fijos en mí. ¿Es que no existe nada más? ¿Desde cuándo soy una persona tan digna de observar?

—Pobre chica —murmuro una vez que nos ha dejado solos.

—¿Por…? —pregunta Ian haciéndose el inocente.

—No sé qué es lo que tiene usted, pero cuando entra en un lugar todo gira a su alrededor —respondo, pero me arrepiento de inmediato ya que el gesto orgulloso de su rostro se ensancha.

—¿Eso es bueno o malo?

—No lo sé. —Agarro la asita de la tetera y me sirvo un poco—. Para ser sincera, no estaría orgullosa de que la gente se sintiera cohibida por mi culpa.

—¿Por mi culpa? Que yo sepa, ni siquiera he abierto la boca o movido un dedo.

—Es esa aura que desprende, tan… —No continúo. Me parece que estoy hablando demasiado y que lo único que hago es otorgarle ventaja.

—¿Oscura? —Termina la frase por mí. Dios, parece que me lea la mente—. Sólo soy una persona segura de sí misma. —Lo expresa casi como una queja, con una pequeña arruga en el entrecejo. Da un sorbo al vino, lo saborea y luego añade—: Y ella también era así. Al menos cuando era mía… Por eso me gustaba tanto.

«Cuando era mía…». Sus palabras me abofetean en toda la cara y me provocan un sobresalto. Oculto mi nerviosismo mojándome los labios con el té y, acto seguido, deslizo la mirada hacia mis medias de rayas negras y moradas.

—No perdamos más tiempo —dice, y hace que el estómago me brinque más y más—. No estamos aquí porque quieras ser mi amiga. Tú me llamaste por ella. Asúmelo. Naima era así. Cuando entraba en la vida de alguien, era imposible deshacerse de ella. Incluso ahora es como si estuviera con nosotros. —Se inclina hacia delante con las manos cruzadas ante el rostro y con esos ojos sombríos fijos en los míos—. Incluso muerta, ¿no? —No me gusta su tono de voz. Parece que esté poniendo en duda que Naima se fue.

Ni siquiera sé qué puedo contestarle. Es evidente por lo que he venido y creo que, como él dice, atrasarlo sería una tontería. No obstante, no tengo ni idea de qué plantearle. Si indago sobre su relación con Naima, se preguntará que para qué quiero saber eso.

—Estás preocupada, ¿no?

—¿Cómo?

—Necesitas saber qué me unía a ella.

—La verdad es que no.

Me corta con una carcajada, y también ese sonido se me antoja frío, como si su interior estuviera hecho de hielo o de metal. Me mira unos segundos en silencio, con la comisura de los labios doblada hacia arriba en un gesto realmente irritante.

—La conocí muy bien. Demasiado… Desde que éramos bebés estuvimos juntos. Su familia y la mía han sido amigas desde siempre. —Se echa hacia atrás, apoyándose en el respaldo de la silla. No retira los ojos de mí ni por un segundo, por lo que se da cuenta de la reacción que provocan sus palabras en mi rostro.

—Eso es mucho tiempo —murmuro.

—Tendría que haber sido mucho más, Melissa. —Otra vez esa forma de pronunciar mi nombre, como si le hiciera gracia.

—¿Le resulto divertida? —Me muestro bastante enfadada, pero no parece afectarle en lo más mínimo.

—¿Qué sería de la vida sin un poco de humor? —Alza la copa frente a mí, balanceándola ante su rostro.

—Ése no es el tipo de humor que me gusta. No me agrada que se lo pasen bien a mi costa.

—No voy a decirte que lo sienta. No sería la verdad, y prefiero ser sincero. —Aparta la mirada unos segundos y se dedica a curiosear el contenido de su copa—. De todas formas, eres libre de marcharte cuando quieras.

El silencio vuelve a invadirnos. Es tan denso que se me pega a la piel. Desvío la vista hasta los posos de té de mi taza. Mi cerebro grita que deje unas monedas en la mesa y me marche, que ya está bien de hacer tantas tonterías. Sin embargo, el corazón —que a menudo nos mete en líos, y ésta podría ser una de esas ocasiones— me anima a quedarme, a continuar sabiendo, a oír cualquier cosa que este hombre vaya a contarme. No sé por qué, pero poco a poco mi opinión sobre Naima está cambiando, y eso me provoca inquietud.

—En realidad no quieres irte —interrumpe mis pensamientos con su rasgada voz. Como otras veces, se inclina hacia delante con la cabeza gacha y me mira con esos ojos feroces—. Pero dime, ¿por qué tendría que hablarte sobre ella? ¿Qué gano yo con esto? No nos conocemos, y creo que no soy muy de tu agrado, así que… No hay ningún motivo para que te cuente cosas sobre alguien que ya no está, ¿no?

Me quedo helada. Tiene razón. Y mucha. ¿Quién soy yo para que se abra a mí, para que reviva recuerdos que, posiblemente, sean importantes y dolorosos para él? Niego con la cabeza, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Es verdad. Esto es una tontería. Estoy buscando en el lugar equivocado.

—Quizá, si empezaras a tutearme, podríamos ir creando un poco más de confianza. ¿No estás de acuerdo? —Parpadea con una sonrisa pagada de sí.

—¿Eso ayudaría a que quisieras hablarme de ella?

Dios, parezco una loca ansiosa. Hace unos segundos pensaba irme y ahora, de nuevo, insisto en saber. Sonríe al darse cuenta de que por fin lo he tuteado. Me pongo colorada.

—Aunque no sea de tu agrado, tú sí me caes bien, Melissa.

Su forma de decírmelo me provoca algo de rabia. Está jactándose de mi comportamiento desde la primera vez que nos vimos. He actuado como una ratita asustada y empiezo a cansarme. Ya recuperé a la Melissa fuerte y decidida, lo demostré cuando sufrí tanto con Héctor, así que… ¿Por qué no estoy sacándola ante este hombre?

—¿Por mi parecido con ella? —Me muestro a la defensiva, irritada.

—No, Melissa. ¿Acaso no puedes caerme bien simplemente por ser tú? —Calla de nuevo, observando mi rostro con esas pupilas burlonas—. Me gusta tu cabecita. Por eso te hablé aquella vez.

Así que ahí ya estaba jugando conmigo. Pero ¿por qué? ¿Por qué me llamó Naima? No me conocía entonces, no podía saber la curiosidad que despertaría en mí… Me llevo una mano a la boca, conteniendo la exclamación de sorpresa.

—¿Cuándo me viste por primera vez?

—Hace un tiempo. No es tan difícil, ¿sabes? Es lo que sucede cuando se tiene algo de reconocimiento. Pasas por el escaparate de una librería un día cualquiera y, de repente, te encuentras con el rostro de una mujer que te recuerda a otra… —Odio la ironía que desprende cada una de sus frases—. Me fijé en ti mucho antes de lo que crees. Hojeando unos libros, me topé con el tuyo. Lo abrí y en la solapa… Ahí estaba tu foto. Me quedé estupefacto al descubrir el parecido que guardas con ella. He pensado en ti desde entonces. Me preguntaba cómo podía encontrarte porque, al fin y al cabo, vivimos en la misma ciudad. Había algo en mí que me instaba a conocerte, a saber de ti. Qué bien que nos topáramos en El Corte Inglés, ¿eh? Valencia no es una ciudad demasiado grande. Antes o después íbamos a vernos. —Esboza una sonrisa que se me antoja maquiavélica.

Me ha tendido una trampa. Sabía perfectamente quién era yo cuando me llamó Naima. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que le resulta gracioso de todo esto? Para mí es un juego macabro, irrespetuoso. ¿Y si… él… ha estado indagando sobre mí?

Esta vez no dudo. Me levanto de la mesa, casi tirando la silla y despertando la curiosidad de las demás personas que hay en la cafetería. Ni siquiera me detengo a ponerme la chaqueta. Lo haré cuando esté fuera. Ahora lo único que quiero es apartarme de este hombre que, estoy segura, es un manipulador. Tampoco pago mi té. ¡Que lo haga él! Lo más curioso es que se limita a sonreír con la vista clavada en un punto alejado de mí. Ha estado todo el rato torturándome con su mirada y ahora, por el contrario, pasa de lo que estoy haciendo.

Los ojos me escuecen cuando salgo de la cafetería y el pulso me martillea en las sienes y en las muñecas. Ni siquiera puedo tragar saliva a causa de los nervios. Hay algo en mí que me dice que el juego no ha hecho más que empezar. Y para demostrarme que tengo razón, cuando estoy a punto de cruzar el semáforo oigo pasos a mi espalda. Estoy segura de que es él. «Vamos, vamos, joder. Ponte en verde». Necesito llegar a la otra acera; será una señal de que voy a romper con esto que he empezado. Los segundos se me hacen eternos hasta que el disco verde se ilumina. Doy un paso y, entonces, me agarran del brazo. Tiro con tal de liberarme, pero me empujan hacia algo que, cuando me doy cuenta de lo que es, me corta el aliento.

Casi tengo la cara contra su pecho. Es más, mi nariz se lo está rozando. Ha salido de la cafetería sin su gabardina así que, desde mi posición, puedo apreciar que su cuerpo es mucho más fuerte de lo que creía. Desprende un calor que no había imaginado. Alzo la cabeza, aturdida, desorientada, para encontrarme con su mirada y con sus labios, que ya no están sonriendo, sino que están apretados en una mueca que no presagia nada bueno. Su respiración, acelerada y profunda, choca contra mi rostro.

Cuando soy consciente de lo que está sucediendo tiro otra vez para que me suelte, pero no lo hace y me dan ganas de gritar en medio de la calle. Son sus ojos —han pasado de ser fríos a mostrar un ardor que me asusta— los que hacen que me quede paralizada, con el corazón a mil por hora.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —le pregunto tratando de mostrarme segura.

—¿Y tú? ¿Qué se supone que quieres tú de mí? —Su rostro se acerca más, y, sin dudarlo, echo la cabeza hacia atrás—. ¿Por qué has vuelto? —Se me antoja que esa pregunta tiene un doble sentido.

En ese momento su otra mano se posa sobre una de mis mejillas y ese contacto, que para colmo es mucho más cálido de lo que esperaba, me hace parpadear con nerviosismo.

—¿Qué estás haciendo? —exclamo en un tono de voz excesivamente agudo.

—Quiero ayudarte —dice en voz baja, tan cerca de mi rostro que sus ojos se me emborronan—. ¿Y tú? Dime, ¿qué quieres?

Intento tragar saliva, pero la boca se me ha quedado seca. Retiro su mano con ímpetu, demostrándole que está tomándose unas confianzas que no son las adecuadas. Sin embargo, no parece sentirse arrepentido ni culpable. Sus dedos se clavan con más fuerza en mi brazo. Se lo señalo con el ceño fruncido.

—Suéltame. Si no lo haces, gritaré.

—Te estás equivocando. Sólo quiero ayudarte, insisto. —Y esta vez su mirada ya no es burlona, ni seria, ni fría. Ahora parece preocupado.

—No sé qué quieres decir…

—Temo por tu seguridad.

—¿Qué? —Abro los ojos completamente aturdida.

—No deseo que vuelva a sucederte lo mismo… Que te conviertas en lo que no eres.

—Pero ¿qué estás diciendo? Mira, creo que no sabes de lo que estás hablando…

Me revuelvo una vez más porque no soporto la presión de su brazo. Una pareja de ancianos pasa por nuestro lado y se nos queda mirando. Ian se da cuenta de reojo y, al fin, me suelta. Se me escapa un suspiro, doy unos pasos hacia atrás para marcharme, pero su rostro empapado de dolor me trastoca.

—Lo conozco. Y lo sabes.

—¿A quién? —Hay algo en el vientre que me tiembla.

—Lo conozco más de lo que crees. Él no es como tú piensas, ¿verdad?

—¡Basta! —Alzo una mano, decidida a poner fin a todo esto, hastiada por el cariz que está tomando la situación—. No sé quién eres realmente, ni lo que quieres, pero no te metas en mi vida.

—No he estado espiándote, si es lo que crees.

—¿Entonces…? —Casi lo digo gritando.

El semáforo se ha puesto rojo de nuevo a mi espalda, y estoy tan al borde de la acera que me siento ridículamente cerca del peligro. Ian se aproxima a mí y ya no puedo retroceder. Durante unos segundos pienso que va a empujarme a la calzada, pero lo que hace es apartarme un poco. ¡Dios, Mel! ¿Qué le está pasando a tu cabeza?

—¿Cómo es que sabes con quién estoy, eh? —insisto—. Porque es eso a lo que te refieres con que lo conoces, ¿verdad? Tú sabes quién es mi pareja…

—Ya te dije que es sencillo saber de alguien cuando es medianamente conocido —responde sin apenas inmutarse—. ¿Qué esperabas? Te lo he explicado hace nada. Cuando vi tu rostro, similar al de ella, la curiosidad me pudo y busqué información sobre ti. Y entonces, en una foto de un evento, lo vi. Te abrazaba. Me resultó evidente qué te une a él.

—Te prohíbo que lo menciones —le suelto, enfadada.

—Si hablamos de ella, tendría que hacerlo también de él. —Cambia el gesto y me mira con sorpresa—. Pero… ¿no era eso lo que querías?

—No.

—Bueno… En tal caso, puedes preguntarle a él, ¿no? —Se mofa de mí porque sabe que, en el fondo, no lo haré y que por eso lo llamé.

Sin embargo, me mantengo en mis trece y me muestro totalmente segura cuando respondo:

—Claro.

Me doy la vuelta otra vez y, por suerte, el semáforo está en verde para mí, así que cruzo sin mirar atrás. No obstante, de inmediato se pone a caminar a mi lado. Aprieto el paso; él también. Ambos llegamos a la acera al mismo tiempo. No hablamos. No hasta que alzo un brazo hacia la carretera, dispuesta a parar ese taxi que viene.

—Lo necesito —dice de repente.

Al volverme hacia él descubro en su rostro esa sombra de antes.

—¿Qué?

—Quiero hablar de ella. Jamás lo hice. No desde que murió. —Se lleva una mano al pecho y se lo golpea con suavidad—. La llevo aquí. Tengo aquí su recuerdo guardado con cadenas. Cada vez que pienso en ella me siento morir.

Abro los ojos, absolutamente sorprendida. Por nada del mundo esperaba que fuera a decirme algo tan intenso. El taxista me llama desde el coche, increpándome.

—¡Oiga! ¿Va a subir o qué?

—¡Sí! —exclamo molesta—. Espere un minuto, por favor —le pido.

Ian me observa con fijeza, con un aire desvalido que no le pega para nada pero que, aun así, ahí está. Y es ese gesto de cansancio que advierto en su cara lo que aumenta mi curiosidad, mis ganas de saber. No estoy haciendo bien. Debería volver a casa, cenar con Héctor, sonreír, simplemente vivir. ¿Para qué malgastar el tiempo con preguntas que ya no pueden solucionar nada?

—Ayúdame, Melissa. —Ian va a agarrarme del brazo como antes, pero se lo piensa mejor y detiene la mano poco antes de rozarme—. Permite que me desahogue contigo. Eres la persona indicada. Estaremos haciéndonos un favor.

—¿Por qué te preocupa mi seguridad? ¿Qué has querido decirme con eso, eh? —insisto, apretando la tira de mi bolso con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos.

—Te destrozará.

—¿Qué?

—Ven a mi casa —suelta de repente.

—Ni hablar. ¿Estás loco o qué? No te conozco.

—¿Quieres que hablemos o no?

Saco el móvil del bolso y echo un vistazo al reloj. Todavía queda más de una hora para que Héctor regrese al apartamento, pero lo cierto es que estoy lejos.

—No iremos a tu casa. Yo decidiré adónde ir.

Cuando nos metemos en el taxi y doy al conductor la dirección de una discreta cafetería que adoro cercana a mi antiguo piso, me invade el malestar y, al mismo tiempo, una especie de tranquilidad. «Respuestas. Eso es lo que querías, Melissa, ¿no? Aunque te estés metiendo en la boca del lobo», me digo.

Miro a Ian con el rabillo del ojo. Me parece descubrir de nuevo en su rostro ese gesto burlón. Sin embargo, cuando entramos en la cafetería unos diez minutos después y empieza a hablar, su tono de voz es triste, al igual que su mirada.

Y lo que me cuenta echa abajo mis creencias.