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Me quedo patidifusa tras leer todo el correo de Germán. Habría esperado cualquier cosa menos esto. En un principio pensé que quizá lo mejor era no volver a trabajar juntos, pero al final, entre unas cosas y otras, fui dejando de lado el asunto… y tampoco es que me sintiera fatal. No hablábamos sobre nosotros, ni siquiera nos hacíamos preguntas personales. Parecía como si no hubiera pasado nada malo. Tan sólo éramos una escritora y su editor. Y como nos comunicábamos mediante correos, no existía ningún problema. De habernos tratado a menudo cara a cara, es posible que hubiera resultado todo más complicado. Nuestro intento fallido de boda aún planea entre nosotros.
Sospechaba que pudiera estar molesto, pero no que le resultara tan difícil. La verdad es que cuando los escritores plasmamos las historias no nos paramos a pensar cuánto hay de nosotros en ellas. Tan sólo nos damos cuenta una vez que las hemos terminado y, en ocasiones, ni siquiera en esos momentos. Pero los lectores que nos conocen pueden apreciar retazos de nuestra alma en ellas. Pedacitos de nosotros que vamos dejando en las páginas.
Agacho la cabeza, con una sensación de nostalgia que, aunque no es del todo desagradable, me provoca, no obstante, un extraño vacío. No estaba tan mal tener a Germán como editor. Me hacía sentir bien porque la culpabilidad desaparecía. Sin embargo, ahora no puedo evitar sentirme rara. Y no sé qué debo hacer. Germán se va este próximo jueves a Barcelona, e imagino que tardará en volver. En su correo no había ninguna indirecta para quedar ni nada por el estilo, así que supongo que ésta ha sido su manera de despedirse. Pero, no sé por qué, ahora mismo no me basta. No puedo dejar que se vaya sin saber que está bien.
Me quedo un buen rato pensativa, hasta que Héctor regresa de su mañana de ejercicio, me saluda con un fuerte y cariñoso beso y se dirige a la ducha. Luego, mientras él hace la comida, continúo en mi despacho, fingiendo que escribo aunque, en realidad, estoy meditando acerca de qué hacer con Germán. Le escribo un correo en menos de dos minutos.
De: melissapolanco@gmail.com
Asunto: ¿No nos despedimos?
Querido Germán:
¿Por qué no quedamos antes de que te vayas, nos tomamos un café y nos despedimos?
Un abrazo,
Melissa
Sin embargo, tras releerlo me doy cuenta de que estoy siendo demasiado amable; quizá me esté colando. Si él no me ha propuesto quedar, por algo será. No debería pedírselo yo, así que borro el correo y me dispongo a escribirle otro.
De: melissapolanco@gmail.com
Asunto: ¡No me lo puedo creer!
Germán:
¿Cómo es que te vas del sello? ¿Qué es eso de que ya no serás mi editor? ¿Crees que podré controlar mis nervios trabajando con alguien que no conozco y que, encima, es más estricto que tú, por lo que cuentas?
Puedo entender lo que me dices, pero no estoy muy contenta. Me gustaba esta forma de trabajar que teníamos. Además, saber que estabas ahí, aunque fuera detrás de una pantalla, me tranquilizaba y no me hacía sentir culpable.
Te agradezco que tú mismo seas quien me comunique tu marcha… Pero ¡podrías haberlo hecho antes!
Melissa
Uf, es demasiado impulsivo, ¿no? Parece que esté muy molesta por su decisión, y no es plan de que haga cábalas sobre lo que no es. No me he detenido a pensar mientras lo escribía y me ha salido un mensaje indignado. Lo borro apretando la tecla como si me fuese la vida en ello. Oigo a Héctor trastear en la cocina. Ha puesto la radio en el canal de música clásica, y está tarareando la melodía que suena y que no conozco.
De: melissapolanco@gmail.com
Asunto: ¡Qué pena!
Germán:
Me había acostumbrado a trabajar contigo. Has sido un buen editor. Sin embargo, entiendo tu decisión y la respeto. Supongo que no es fácil para ninguno de los dos. Bueno, si te soy sincera, yo estaba bien, pero si te pidiera que continuaras siendo mi editor demostraría ser muy egoísta.
Me alegro muchísimo de que te vayas a Barcelona porque es verdad que siempre dijimos que nos gustaría estar allí. Y encima en una zona tan buena. ¿Estás preparado para hablar catalán? Bueno, tampoco te costará demasiado. ¿En qué sello trabajarás ahora? Siento curiosidad.
Eso que me explicas de que estás escribiendo un cuento es… ¡sorprendente! ¿Se te ha despertado el instinto paternal? Así que una historia de terror infantil… Qué fascinante. ¿Y ya no retomarás la novela sobre Alejandro Magno? Investigaste mucho para dejarlo todo ahora. Puede que en tu nueva vida tengas más tiempo. O quizá no, porque imagino que leer un manuscrito tras otro debe de ser estresante.
En fin, si te apetece, cuando ya estés instalado en Barcelona y te sientas un poco más tranquilo, escríbeme para contarme qué tal te va.
Un beso,
Melissa
Bueno, este último email no me parece tan mal. Lo leo una vez más, y luego otra y otra. ¿Qué hago? ¿Se lo envío o no? En ese momento Héctor me llama desde la cocina y doy un brinco. El dedo me funciona solo y pulsa la tecla «ENVIAR».
Voy a la cocina y descubro a Héctor removiendo la sopa que ha hecho. Me pide que le ayude a sacar la lubina del horno. Le echo un vistazo y me río al darme cuenta de que lleva mi delantal. Todos los domingos que le toca cocinar se lo pone.
—¡Tendré que regalarte uno especial para ti! —le digo tirando de la tela con una sonrisa.
Se vuelve hacia mí y me guiña un ojo.
—¿Por qué? ¿Es que éste no me queda bien? —Se señala el delantal rosita con corazones que lo adornan desde el pecho.
—Bueno… He de reconocer que te da un toque sexy. —Lo abrazo y bajo mis manos hasta su trasero para acariciárselo.
—¿Qué tal ha ido la mañana? ¿Productiva? —Me aparta un mechón de pelo con cariño y deja un beso en mi frente.
—No he podido terminar el capítulo que empecé ayer. —Suelto un suspiro de frustración. Si es que, entre unas cosas y otras, se me ha ido la mañana.
—Estoy seguro de que te dará tiempo. —Me coge de la barbilla y me alza el rostro para mirarme fijamente a los ojos—. ¿Va todo bien?
Me conoce demasiado, aunque no es que sea muy buena disimulando, la verdad.
—Aarón me ha llamado esta mañana. Me ha dicho que Dania se presentó borracha en el Dreams y que le gritó que no quiere celebrar su cumpleaños.
—Pero ¿qué le pasa? —Se le dibuja una arruga de preocupación en la frente.
—Pues no sé. Tengo que llamarla otra vez… Es que antes no ha cogido el teléfono.
Héctor asiente, se vuelve, apaga el fuego donde hierve el caldo y coge dos platos para servirlo. Mientras tanto me hago con todo lo necesario para poner la mesa.
—Germán me ha enviado un correo. —Como Héctor no se inmuta (debe de pensar que se trata de un email de trabajo), me apresuro a añadir—: A partir de mañana ya no será mi editor.
—¿Y eso? —Deja de servir la sopa y alza la cabeza para mirarme.
—Se va a Barcelona —continúo en un tono de voz más serio del que querría.
—¿Lo trasladan allí? —Se ha apoyado en la encimera y está observándome con curiosidad.
—Bueno, más bien ha sido él quien lo ha decidido.
Aparto la vista y jugueteo con las servilletas que tengo en la mano. Héctor no pregunta nada, pero es lo suficientemente inteligente para entender lo que ocurre.
—¿Y qué piensas tú?
—La vida es así. —Me encojo de hombros, como restando importancia a algo que, en realidad, me ha dejado desconcertada.
—¿Habéis quedado para despediros? —La pregunta de Héctor me sorprende.
—No creo que sea una buena idea. —Niego con la cabeza.
Se acerca a mí y me toma de las manos, y capto en sus ojos una expresión que no logro entender.
—Dicen que las despedidas no son bonitas ni felices… —Se pasa la lengua por el labio inferior, en un gesto pensativo—. Y mucho menos fáciles. Sin embargo, a veces es necesario hacerlas. Te aseguro que es preferible despedirse que no hacerlo. Y, siempre, con la certeza de que hemos aceptado todo lo que una vez no supimos perdonar.
Héctor se queda callado y esboza una sonrisa un poco triste. Ahora entiendo a qué se refiere. Él no pudo despedirse de Naima. ¿Le remorderá eso la conciencia?
Me deja en la cocina con las servilletas y los cubiertos en vilo y se marcha al comedor con los platos. Cuando regresa todavía estoy en la misma posición, rumiando sobre la situación. Me quita lo que tengo en las manos, me da un suave beso en la mejilla y me dice:
—Piénsalo.
Me sorprende este nuevo Héctor tan comprensivo. Pero la verdad es que me gusta, me hace sentir tranquila. El anterior jamás me habría dicho que fuera a visitar a Germán por última vez.
Durante la comida hablamos sobre su trabajo, y también sobre nuestros amigos y el cumpleaños de Dania. Por la tarde intento trabajar en la novela, pero apenas escribo un par de párrafos porque me paso el rato alerta por si me llega algún correo de Germán en respuesta al mío. No sucede nada de eso, así que por la noche procuro olvidarme del asunto. Lo logro cuando los dedos de Héctor exploran mi cuerpo en la cama.
—Te noto muy tensa… ¿Puedo ayudarla a relajarse, señorita Polanco? —me pregunta en un susurro travieso.
—Inténtelo, señor Palmer —le contesto con una media sonrisa.
Sus dedos bajan hasta mis muslos y me los acaricia. De inmediato unas agradables cosquillas se instalan en mi sexo. Me sube la camiseta que uso para dormir y deja libres mis pechos. Les echa una mirada cargada de deseo que a mí me hace sentir superorgullosa y después los ataca. Su lengua lame un pezón; luego el otro. Los mordisquea y sopla en ellos hasta que se me ponen tan duros que incluso me duelen.
—Veamos qué hay por aquí…
Como ya no llevo puestas más que las braguitas, descubre mi humedad y suelta una risita. Me pego a él y esbozo una sonrisa sin decir nada.
—¡Pero si estás lista para saborearte!
Me echo a reír y le doy unos cuantos besos en la mejilla. Me atrapa por la nuca y me guía hasta su boca. Nuestros labios se unen en un beso delicioso, húmedo, salpicado de excitación y deseo. En su sabor puedo apreciar las ganas que me tiene. Mordisqueo su labio inferior y él jadea sobre mi boca. Tiene una mano atrapando uno de mis pechos y la otra apoyada en mi trasero, masajeándomelo.
—¿Sabes lo que me gustaría hoy? —le pregunto, sorprendida ante mi propia idea. Héctor me mira expectante—. Ver cómo te tocas delante de mí. Y hacer yo lo mismo.
Esboza una gran sonrisa y se le oscurece la mirada. Asiente y aparta la manta. Se levanta de la cama y se coloca junto a ella. Aprecio su excitante bulto, ansioso por ser liberado del pantalón del pijama. Contengo la respiración cuando Héctor se lo baja; su miembro aparece en toda su mejor expresión de la excitación. Me encantaría metérmelo en la boca, pero me da mucho morbo observarlo masturbándose. En cuanto empieza a tocarse hago lo mismo por encima de mis braguitas. Estoy tan húmeda que puedo notar a la perfección mi propio sexo. Héctor me estudia con la boca entreabierta y los ojos brillantes.
—Así… Tócate tú también para mí. Quiero correrme mientras tú también lo haces.
Asiento y me bajo las braguitas hasta quitármelas. Me coloco frente a él para que pueda ver mejor mi sexo rasurado. Sonríe sacudiendo la cabeza, y percibo que acelera las caricias en su pene.
—¿Te gustaría que me fuera en algún sitio en especial? —me pregunta.
—Aquí… —Le señalo mis pechos y los ojos aún le brillan más.
Observo cómo se contraen los músculos de su abdomen mientras se masturba. Me estoy poniendo tan cachonda que mis dedos se deslizan a la perfección por todo mi mojado sexo. Me separo los labios y juego con ellos otorgándoles lentas caricias. Los ojos de Héctor no se apartan de mí ni un momento. Se le escapa un gemido que provoca que a mí también me salga uno. Me introduzco suavemente un dedo y lo muevo. Héctor se toca cada vez más rápido, dejando escapar un jadeo tras otro. Entrecierra los ojos y entreabre los labios, permitiéndome ver la puntita de su rosada lengua.
—¡Dios…! Melissa, no pares, sigue tocándote así… Estoy a punto de explotar —jadea.
Me arrimo a él y me siento al borde de la cama sin dejar de acariciarme. Acerco el rostro a su pene. Su mano, moviéndose a una velocidad desorbitada, casi choca contra mi nariz, pero no me importa. Deseo chuparlo, saborearlo. Saco la lengua al tiempo que aproxima su polla sin detener sus movimientos. Lamo con ganas mientras me pellizco el clítoris y suelto un gritito.
—Melissa… Ya, joder…
Me inclino hacia atrás, y acerca su pene a mis pechos, me atrapa uno y me lo estruja. Observó cómo le vibra y, segundos después, me llena. El líquido está tan caliente que aún me excito más. Héctor se derrama entre mis pechos hasta que no puede más y deja escapar un suspiro ahogado. Desliza la mirada por mi cuerpo, y entonces se acuclilla ante la cama, me abre de piernas, aparta mi mano y la sustituye por su boca. Un grito ahogado sale de mi garganta cuando su lengua azota mi clítoris.
—¡No pares! —le pido.
Niega con la cabeza y continúa con su exploración. Mis pechos suben y bajan; me cuesta respirar. Me tumbo y me retuerzo, con cientos de luces de placer iluminando mi cuerpo. La lengua de Héctor recorre todo mi sexo, me lame los labios, sorbe mi clítoris y me deja vacía de pensamientos. Tan sólo puedo sentir y dejarme llevar por la oleada de cosquillas que va subiendo desde la planta de mis pies. Apoyo una mano en la cabeza de Héctor y le tiro del cabello.
—Un poco más… —susurro. Me muerdo el labio inferior y cierro los ojos, preparada para recibir el máximo placer.
Héctor me mordisquea el clítoris, da unos cuantos lametones rodeando mi orificio, se atreve a introducir la lengua un poquito… Y a mí se me escapa un grito y, con él, la vida por cada uno de los poros de la piel. Me retuerzo bajo su abrazo y le clavo las uñas en los hombros. Me aprieta más contra su rostro y llena su boca de mí. Siento que me elevo, que rozo el techo, que navego por estas cuatro paredes, que reboto en mi cuerpo y, por fin, que trasciendo. Los orgasmos con Héctor son milagrosos.
—Madre mía… —murmuro con agotamiento cuando se separa. Aún tiene los labios húmedos y al besarme me traspasa mi sabor.
—¿He conseguido que te relajes? —me pregunta tumbándose a mi lado. Apoya una mano en mi vientre y me lo acaricia haciendo circulitos.
—La verdad es que bastante… Ha hecho un buen trabajo, señor Palmer.
Se echa a reír. Nos abrazamos hasta que, unos minutos después, él se queda dormido. Yo todavía me paso un ratito escuchando su respiración.
El lunes y el martes, mientras Héctor se marcha al trabajo, consigo escribir un par de capítulos y adecentar un poco la casa. Continúo esperando una respuesta de Germán, pero no me atrevo a escribirle otro correo para decirle que quedemos, ya que me da miedo que me dé un no. El miércoles por la noche doy vueltas en la cama sin parar. Héctor trata de ayudarme a conciliar el sueño, pero no lo logra. El jueves, antes de irse a trabajar, se inclina sobre mí en el lecho, me da un beso en la frente y me susurra:
—Reconcíliate contigo misma.
Me paso la mañana haciendo faenas domésticas para tranquilizarme. Las palabras de Héctor me taladran la cabeza. Al final, cuando queda poco para el mediodía, entro en la ducha a toda prisa, me visto y salgo del piso sin saber muy bien cómo me he decidido. Lo cierto es que ni siquiera sé a qué hora se va Germán, ya que no me lo dijo. Y lo que me preocupa es qué le diré cuando esté delante de él. ¿Le pediré disculpas por haberlo dejado plantado ante el altar? ¿Le desearé que todo le vaya bien? Era mucho más sencillo hablar por correo acerca de mis novelas y punto.
Cuando llego al pueblo de Germán ya es la hora de comer y mi estómago no deja de hacer ruidos. Consigo encontrar aparcamiento pronto porque es un barrio bastante tranquilo. No pasamos ni un solo día en su piso, ya que desde un principio le pedí que se mudara al mío cuando intentamos retomar lo nuestro. Aun así, lo visité un par de veces, y lo recuerdo informal y con ese toque intelectual que tiene Germán. Estoy a punto de pulsar el timbre cuando la portera se asoma y se me queda mirando.
—¿A quién buscas? —Es una señora de unos sesenta años con un moño bien estirado y unos ojillos brillantes. Por suerte, no se acuerda de mí.
—A Germán. Vive en el segundo. Es un chico moreno, alto, con ojos azules…
—Se ha ido esta mañana. Es que se muda a Barcelona. —Dicho esto, la mujer vuelve a su garita y me deja sola con una sensación de vacío terrible.
Bueno, esto era previsible. He llegado tarde y ha sido mi culpa. Podría haber venido el martes, o ayer. Pero no, he decidido que tenía que ser justo el último día. Agacho la cabeza y me dirijo hacia el coche con una opresión en el estómago que no logro comprender. «A ver, Mel, que no pasa nada. Siempre puedes enviarle otro correo o un whatsapp para despedirte de él». Sin embargo, hay algo en mí que me indica que deseaba ver sus ojos una vez más. Estoy a punto de alcanzar el coche cuando oigo voces. Reconozco una de ellas. ¡Es la de Germán! Me vuelvo y lo veo, a lo lejos, hablando con la portera. «¡Será tonta la tía…! ¿No me había dicho que ya se había ido?». Germán lleva una caja enorme en los brazos y la mujer lo ayuda transportando una maleta gigantesca.
Lo observo con curiosidad. Tan sólo puedo verlo de perfil, pero aprecio su fina barba, su nariz respingona y su cuidado cuerpo. No parece estar mal. Y eso hace que me sienta un poco mejor y, al mismo tiempo, muy nerviosa. He venido hasta aquí para despedirme de él y, sin embargo, ahora tengo los pies pegados al suelo.
Germán me da la espalda y camina en sentido contrario, con la portera a su lado. Clavo los ojos en su pelo y me retuerzo las manos, con un grito que lleva su nombre pegado a la garganta. Y entonces sucede algo raro. Como si él hubiera adivinado mi presencia, se da la vuelta de repente y escruta la calle. Segundos después me ve, y puedo advertir la sorpresa en su rostro. Detiene su avance, con lo que pienso que va a venir hasta donde estoy. Pero no lo hace. Me muerdo el labio inferior y, como si todo estuviera sucediendo fuera de mí, agito una mano en señal de saludo y, al mismo tiempo, de despedida. Él me dedica una de esas sonrisas suyas que, después de todo, son tan familiares para mí. Levanta el pulgar para indicarme que todo va bien. Agacho la cabeza con timidez y también sonrío. Cuando la alzo, todavía está quieto mirándome, con la portera cotilla a su lado. Descubro en sus ojos agradecimiento, cariño y perdón.
Por fin. Yo se lo concedí cuando regresó. Y él me lo está otorgando ahora. Me aparto un mechón de pelo de la cara, con los nervios correteando con sus cientos de patitas por mi cuerpo, pero también empezando a sentir una agradable sensación. Germán ladea la cabeza, se lleva dos dedos a los labios y me lanza un beso. Lo imito y espero hasta que desaparece tras doblar la esquina. Regreso al coche con sus ojos clavados en mi mente, pero esta vez no hay ningún sentimiento más allá del cariño y de la tranquilidad. Después de todo, no ha sido tan difícil. No hemos necesitado palabras, ni un acercamiento. Germán me ha agradecido que viniera hasta aquí con cada uno de sus gestos.
Me dejo caer en el asiento con un suspiro. Entonces recuerdo que me adjuntó un enlace de YouTube en su correo y que no lo abrí. Me dijo que se trataba de una canción que le descubrió un compañero de trabajo y que le gustaba mucho. Saco el móvil de mi bolso y accedo a Gmail. Rebusco entre un montón de mensajes publicitarios hasta encontrar el de Germán. Entro en el enlace y subo el volumen.
Se trata de una canción titulada To Build a Home de un grupo llamado The Cinematic Orchestra. No la conozco, pero en cuanto empieza a sonar el corazón me palpita con la melodía y luego con cada una de las frases del cantante. «There is a house built out of stone. Wooden floors, walls and window sills. Tables and chairs worn by all of the dust. This is a place where I don’t feel alone. This is a place where I feel at home. And I built a home for you, for me. Until it disappeared from me, from you. And now, it’s time to leave and turn to dust». («Hay una casa construida de piedra. Suelos de madera, paredes y marcos de las ventanas. Mesas y sillas cubiertas de polvo. Es un lugar donde no me siento solo. Es un lugar donde me siento como en casa. Y construí un hogar para ti, para mí. Hasta que desapareció de mí, de ti. Y ahora es tiempo de irse y convertirse en polvo»).
Cuando termino de escucharla tengo un nudo en la garganta. Ese tipo de nudos que te duelen tanto porque estás aguantando las lágrimas. Al final, las dejo salir. Supongo que Germán se siente identificado con esta canción. Tiempo atrás habría pensado que me la enviaba para molestarme, pero ahora sé que ha cambiado —en realidad, todos lo hemos hecho y para bien— y que tan sólo ha querido compartirla conmigo porque sabía que me gustaría.
Mientras conduzco la escucho una vez más. Ya no lloro, ahora sonrío. Germán y yo construimos un hogar que desapareció y que tiempo después intentamos reconstruir sin lograrlo. Pero, al fin y al cabo, luchamos por ello y, de todo eso, nos quedarán tantas cosas buenas que no puedo evitar sentirme bien. Tal como dice la canción, ya es momento de abandonar ese hogar, de ser polvo y volar libres hacia nuestras nuevas vidas.
He conseguido hacer lo que Héctor me aconsejó: reconciliarme con Germán y, por fin, conmigo misma.