20
Me aproximo con sigilo a Aarón, que está sentado en la terraza de espaldas a mí. Le doy tal palmada en el cogote que se caga en los vivos y en los muertos de todos los que estamos a su alrededor.
—Cabrón, ¿quieres dejarme inútil de por vida o qué? —se queja mientras se palpa la nuca. Aparece una sonrisita en su rostro.
—Te veía un poco empanado —le digo chocándole la mano libre. Me siento en la silla de enfrente y cruzo las piernas en actitud relajada—. Menudo día hace hoy, ¿eh?
—¿Por qué crees que te he llamado? Estaba muriéndome por unas cañitas, Héctor.
—Yo tomaré una Fanta… o un zumo.
—¿Perdón? —Aarón parpadea y luego me mira como si no estuviera en mi sano juicio—. Vamos, tío, que no eres un alcohólico.
—Te recuerdo que aún estoy medicándome.
Suelta un suspiro y niega con la cabeza como si le pareciese el tío más estúpido del universo. ¿Desde cuándo ha dejado de ser precavido conmigo? Siempre se mostró de lo más preocupado cuando pasamos por aquel calvario. De no haber sido por su constante vigilancia, sus miradas reprobatorias y sus regañinas, ahora quizá estaría tirado en algún zulo.
—Una cervecita no hace daño a nadie…
—Aarón, basta. No somos unos críos. Además, estos días no es que esté de muy buen humor, ¿entiendes? A ver, puedo controlarme, pero ya sabes: más vale prevenir que curar.
—Está bien. Pues entonces yo brindaré con mi magnífica jarra de cerveza y tú con tu vasito de zumo, ¿vale?
Pongo los ojos en blanco y opto por no responder. Me dedico a observar el aspecto desaliñado de mi amigo, algo nada habitual en él. No parece que se haya peinado hoy, y esa barba de tres días denota que su apariencia ha dejado de preocuparle. Por un instante pienso en las sospechas de Melissa: ¿estará metido en drogas o algo por el estilo? Lo cierto es que si hay alguien que sabe aquí de eso soy yo. No es que sean las mismas, pero… Quizá debería volver a preguntarle por el asunto, aunque sé perfectamente lo que podría ocurrir: saltaría negándolo todo y dándose por ofendido. Lo sé porque así reaccioné yo en más de una ocasión.
La camarera se acerca para tomarnos el pedido. Es una rubia de lo más escultural con las pechugas bien grandes. Aarón se las mira sin mucho disimulo, pero lo cierto es que lo hace casi como hastiado, como si en realidad no estuviera viendo nada. Otra señal inquietante de que algo le pasa: a él le tiran más dos tetas que dos carretas, aunque tenga pareja. Me parece algo normal, vaya. Lo raro es que ni siquiera suelte un comentario sarcástico sobre la «pechonalidad» de la muchacha.
No decimos absolutamente nada mientras esperamos nuestras bebidas: yo un Nestea y él una jarra de cerveza. Simplemente dejamos que los rayos de sol caigan en nuestros rostros, que nos los iluminen y calienten. Observamos a la gente disfrutar, como nosotros, del buen tiempo. Nos observamos a nosotros mismos. Los silencios con Aarón siempre me han resultado cómodos, agradables, sencillos. No el de hoy. Así que en cuanto la camarera deja sobre la mesa las bebidas y un platito con patatas fritas suelto una pregunta que me permitirá tantear el terreno.
—¿Y qué tal está Alice?
—¿Por qué dices que estás de mal humor?
Nuestras voces se solapan y no nos enteramos de lo que nos hemos dicho. Nos echamos a reír, alzando para brindar él su jarra y yo mi vaso. Le indico con un gesto que pregunte primero; así bajará la guardia.
—Que por qué estás de mal humor. Parece que a la gente que vivís en pareja se os pega incluso el estado de ánimo… Lo digo porque justamente ayer le envié un whatsapp a Mel y casi pude escuchar sus gruñidos.
—Anteayer tuvimos una discusión. —Alargo la mano para coger una patata y me la llevo a la boca.
—¿Por qué? —De repente se pone aún más serio, como si algo le preocupara.
—Lo mismo de siempre. Por mi culpa, vamos. De un tiempo a esta parte todo es una mierda en el trabajo. —Me rasco la cabeza y cojo otra patata—. Me dio uno de esos ataques de los que aún no sé cómo salir.
—Todos los tenemos —murmura algo taciturno.
Lo miro con sorpresa. No se me ocurriría pensar en él con esos prontos, soltando golpes a las cosas y pidiendo a Alice que se marche. En realidad Aarón me parece una de las personas más serenas y comprensivas del mundo, capaz de tomarse las cosas con calma y de tener más paciencia que nadie. Así actuó conmigo, a pesar de la lata que le di con mis paranoias durante tanto tiempo.
—No quiero volver a hablar mal a Melissa. —Agacho la cabeza, aunque sin apartar la mirada—. Tengo miedo de que se canse de todo eso.
—Mel jamás se cansaría de ti. —Lo ha dicho como si fuera Dios y lo supiera todo.
Le sonrío, moviendo la cabeza a un lado y a otro.
—Últimamente está rara…
—No empecemos, Héctor. —La mirada que me dedica es reprobatoria. Da un enorme trago a su cerveza, que casi baja a la mitad de la jarra.
—No es eso. No me dejas terminar… —me quejo, lanzándole un trocito de patata—. Sé que me quiere. No tengo dudas al respecto ya, pero no la veo muy ilusionada por la boda.
—A ver, caraculo, ¿qué esperas? Si ésta va a ser su tercera «boda» —dice dibujando las comillas con los dedos—. Estará un poco cagada.
—Me gustaría que estos meses previos fueran bonitos para los dos, aún más para ella. Que los viviera cargada de ilusión. Pero no sé… A veces la veo un poco ida. No está escribiendo apenas y su editora se está cabreando. Parece más inquieta que de costumbre y alguna noche ha tenido pesadillas. No he querido decirle nada porque me da miedo presionarla, pero joder, le pasa algo.
—Ya te digo, estará nerviosa. A ver, nunca me he casado, aun así supongo que debe de ser una época agitada para una pareja. Sobre todo para ellas, que ya sabes cómo son…
—A veces me da la sensación de que quiere preguntarme algo y no se atreve. Otras noto que me mira preocupada, distante, aunque al rato esos ojos tan preciosos que tiene me dedican otra vez una mirada llena de amor.
Aarón se pasa la lengua por el labio inferior y luego se lo muerde con nerviosismo. Arqueo una ceja y lo miro con los ojos entrecerrados.
—¿Sabes algo? Si ella te ha contado algo tienes que decírmelo.
—¿Y por qué debería hacerlo? —Se pone a la defensiva, algo que es también extraño en él.
—Porque somos amigos.
—Mel también es mi amiga.
—Los tres lo somos.
Abre la boca para replicar, pero la cierra y niega con la cabeza. Se acaba la cerveza y alza un brazo para llamar la atención de la camarera. Le pide otra jarra y después se vuelve hacia mí con el ceño fruncido.
—Creo que puedo tener una vaga idea de lo que le pasa, pero no estoy seguro —continúo, tratando de sonsacar a Aarón. Estoy convencido de que Melissa le ha dicho algo—. Tan sólo quiero hacerlo bien, ¿sabes? No como la otra vez. La cagamos porque no fuimos sinceros. Necesito saber si algo le molesta para solucionarlo.
—Quizá no te cuenta lo que le preocupa porque no siente que tú seas sincero con ella.
Me deja boquiabierto. La verdad, no esperaba algo así. Me rasco la frente, empezando a ponerme nervioso. Doy un trago a mi Nestea, y me arrepiento porque la saliva se me torna pastosa y odio esa sensación.
—¿Qué quieres decir con eso, Aarón? Estoy siendo sincero con ella. ¿Por qué cree que no? ¿Es que piensa que estoy tomando pastillas de nuevo? —Le suelto una pregunta tras otra, confundido y preocupado.
—No sé si piensa eso, no me lo ha contado. —Aarón se encoge de hombros al tiempo que bebe cerveza.
—¿Entonces…?
—Mira, yo ya le dije que no se montara películas en esa cabecita loca que tiene. No pude hacer más. Pensé que se le habría pasado. —Me fijo en que empieza a mover la pierna, un tanto inquieto, y a refregarse las manos contra los muslos.
—¿Qué películas? —insisto echándome hacia delante y mirándolo fijamente.
—Ya sabes, lo mismo de siempre: historias con tu ex.
Podría haber esperado cualquier otra respuesta, pero no ésa. Ésa es la que menos desearía haber oído. Me paso una mano por el pelo y me lo revuelvo. Aarón ni siquiera ha dicho su nombre, pero el simple hecho de mencionarla de alguna forma me trastoca hasta límites insospechados. Lo hace porque es Melissa la que, esta vez, está pensando en ella, y yo creía que eso ya no nos iba a afectar, que el fantasma de Naima ya no nos acosaría nunca más, que lo dejamos abandonado en ese campo de luciérnagas al que la llevé cuando nos reconciliamos.
—Pensé que ya estaba superado —murmuro frotándome los ojos.
Aarón me mira, aunque me da la sensación de que está más en su mundo que aquí. Por el amor de Dios, no puede ser que dos cervezas se le hayan subido.
—Puede que no lo esté porque tú no has sido claro con ella en ese tema.
—¿Qué quieres decir?
Mi tono denota que estoy a la defensiva, y no es lo que pretendo. No debo dejar que esto me afecte en lo más mínimo. Es el pasado, uno que ya no puede solucionarse, uno con el que debería estar en paz tal como pedí a Melissa que se sintiera con el suyo.
—A ver, que no estoy diciendo que no lo seas. Es más, le dejé claro que no le ocultas nada y que ella solita se estaba montando paranoias. —Otra cerveza que se acaba. Intuyo que va a pedir más, pero se queda pensativo hasta que, segundos después, reacciona—. Lo que estoy queriendo decir es que, bueno… no le has contado demasiadas cosas sobre…
—Porque no puedo —me apresuro a contestar, con ese nudo en la garganta que tantas y tantas veces me ha acosado.
—Oye, que ya lo sé. No te estoy juzgando. Jamás podré llegar a entender lo doloroso que será para ti.
—Si pudiera lo habría hecho mucho tiempo atrás… —Estoy tratando de excusarme.
—Héctor, lo único que ocurre es que las mujeres son curiosas por naturaleza.
—Pero ¿qué pasa? ¿Qué es lo que piensa ella?
—No sé, no me lo ha dicho exactamente. —Aarón vuelve el rostro y se pone a mirar a una pareja de jóvenes que están compartiendo un helado.
—No me mientas…
—Pues piensa que le estás ocultando cosas…
—¡¿Qué?! ¡Pero ¿cómo coño se le ocurre pensar algo así?! ¡Es una tremenda estupidez! —Me doy cuenta de que he alzado demasiado la voz porque la pareja y un grupito de chicas se han dado la vuelta para ver qué sucede.
Aarón abre las manos y se encoge de hombros, como si tampoco entendiera nada.
—Dania y yo ya intentamos quitárselo de la cabeza.
Me froto los ojos con tal de hacer desaparecer el murmullo que está empezando, uno que acude como desde lo más profundo de un pozo y que amenaza con quedarse y fastidiarme el día.
—Hay cosas que jamás deberían contarse —musito con voz apagada.
—¿Qué cosas, Héctor? —me pregunta Aarón, pero me parece que lo hace más por quedar bien que porque realmente le interese.
—Secretos.
—Todos tenemos. Y precisamente por eso son lo que son… Porque no queremos contarlos.
—No es que no quiera, es que no puedo. —Le suplico con los ojos que me entienda, pero lo único que hace es mostrarse cada vez más nervioso, moviendo la pierna derecha como si tuviera un ataquillo.
—Tú sabrás, tío. Mientras no os afecten…
—Nunca he hablado de ello con nadie. Ni siquiera con mi psiquiatra.
—¿Y no puede ser ése el motivo por el que te cuesta, a veces, seguir con tu vida?
Aunque Aarón parece tener la mirada perdida, continúa tan lúcido como siempre con sus respuestas. Me muerdo el labio con fuerza, consciente de que lo más probable es que tenga más razón que un santo. Desprenderme de lo que me atenaza el corazón es lo que quizá haría que no me despertara aterrorizado en mitad de la noche.
—Son cosas terribles, Aarón. Cosas de las que me arrepiento, que me avergüenzan. —Otro frotamiento de ojos. Sé que dentro de un rato los tendré rojos.
Se me queda mirando extrañado, con gesto de no comprender muy bien lo que le estoy diciendo. No sé cómo hemos llegado a este punto, si lo que yo pretendía era sonsacarle información personal de él. No quiero continuar hablando sobre mí, no en este lugar, y mucho menos sobre algo que tiene sabor a pesadilla cuando lo paladeo en la boca.
—Oye, ahora vuelvo —dice unos minutos después.
Lo espero con la mirada fija en el vaso, con el estómago dándome vueltas y más vueltas y con una presión en el pecho que me da pavor. Si yo contara a Melissa alguna vez lo que de verdad sucedió con Naima, ¿qué ocurriría? Me dejaría. Lo haría porque ella es sencilla, porque su risa es brillante, porque su forma de moverse es la de una mujer que ama la vida. No podría entender lo que hice, mucho menos sabiendo lo que le ocurrió con Germán. O quizá sí, pero entonces el asco se instalaría en su cuerpo y jamás querría que volviera a tocarla, o a mirarla… o simplemente a hablarle. Se le pegaría la angustia a la piel como me pasó a mí. Y yo moriría. Sí, entonces sí lo haría. Y continuaría amándola. Más que nunca. Más que si estuviera vivo…
—Hace demasiado calor.
La voz de Aarón me sobresalta. Acaba de regresar a su silla y ni me había dado cuenta. Le dedico una sonrisa, que no me devuelve. Está nervioso. Se rasca la cabeza. Separa los labios y se frota los dientes con aire distraído. Luego se inclina, con las manos apoyadas en los muslos, y asiente mirándome con expresión interrogativa. Joder, Aarón, joder… No me hagas pensar que Melissa estaba en lo cierto.
—¿Qué? —me pregunta bruscamente—. ¿Por qué me miras así?
—¿Cómo está Alice? —No puedo sacar el otro tema. Si lo hiciera, se levantaría ahora mismo y me dejaría aquí sin que hubiéramos solucionado nada. Hay que acercarse poco a poco y siempre con pruebas contundentes.
—Su exmarido se ha mudado. Por lo de la orden de alejamiento y tal.
—Eso es bueno, ¿no? —Intento animarme, aunque él no lo está en absoluto.
—Su hijo no me soporta.
—¿Qué?
—Que le caigo como el culo. Me mira mal, cuando voy a casa de Alice se pone a gruñir o se va a su habitación. Le he oído preguntarle que por qué tengo que estar con ellos, que a quien quiere es a su padre. —Mueve tanto la pierna que pienso que en cualquier momento se le va a descoyuntar—. Joder, quiere a su padre. No puedo entenderlo.
—¿Será porque es su padre? —Se me escapa un tono un tanto sardónico.
—Pegaba a su madre. ¿Cómo puede querer estar con él?
Suelto un suspiro y le digo con una mirada que es un tema demasiado grande para mí. Por Dios, habíamos quedado para pasar un buen rato tomando algo al sol y lo único que estamos haciendo es deprimirnos más y más. Permanecemos en silencio unos minutos, fisgando lo que hace el resto de la gente que está en la terraza. Ellos sonríen, parecen felices, capaces de seguir con el transcurso de la vida. Y nosotros aquí: Aarón, que posiblemente consume algo (no quiero ni plantearme qué), y yo, un hombre roto por los secretos.
—Voy a enseñarte algo —le digo un ratito después, cuando considero que estamos un poco más tranquilos.
—¿Qué? —Se echa hacia delante y me mira con curiosidad mientras meto la mano en un bolsillo de mi pantalón.
Saco una cajita y se la muestro. Enarca una ceja al tiempo que esboza una sonrisa, una bien ancha y sincera. Joder, qué ganas tenía de verlo sonreír así.
—¿Es lo que yo pienso…?
Asiento y dejo la caja en la mano que ha alargado. Me mira una vez más con una sonrisa pilla, y después la abre y suelta un silbido, moviendo la cabeza. Lo saca y lo alza bajo los rayos de sol.
—¡Por el amor de Dios, me va a deslumbrar! —bromea guiñando los ojos como si no pudiera ver.
Se trata de un anillo de seis puntas con solitario en platino. Fue pasar por la joyería al salir del trabajo y sentir que me llamaba. Supe que éste era el que Melissa tiene que llevar en su precioso dedo.
—No sé cómo definir un anillo —dice Aarón, y me lo devuelve sin borrar la sonrisa, aunque aún está inquieto y se le nota en cada uno de sus gestos—, pero éste es la puta hostia.
—Me ha costado un riñón, un huevo y parte del otro —le confieso al tiempo que observo la sortija de compromiso una vez más. La imagino en el dedo de Melissa y el pecho me da un pálpito—. ¿Crees que le gustará? Lo pomposo no le va e incluso me dijo que no era necesario… Pero lo vi y me hizo ilusión.
—Es muy… ella —resuelve Aarón—. Y, aunque diga que no, supongo que todas las mujeres sueñan con algo así. Al menos cuando son niñas.
—Tengo ganas de ver qué cara pone cuando se lo dé.
—¿Vas a arrodillarte? —se mofa, aunque sé que lo hace con afecto.
—He quedado con ella para dar un paseo. Iremos a los jardines del Real y quizá allí… —Echo un vistazo a la hora en mi reloj—. Estará al caer.
Y nada más decirlo descubro una silueta familiar a lo lejos que se acerca con sus andares elegantes y, al tiempo, un poco desgarbados. Se me olvida todo lo que he hablado con Aarón hace un rato en cuanto reconozco sus caderas viniendo hacia mí, cuando nos ve y alza una mano con una sonrisa de oreja a oreja para saludarnos, cuando sus pechos —grandes, preciosos y míos— tiemblan al apresurar el paso. Los recuerdo entre mis manos la otra noche, en mi lengua, en mis dientes. Se me pone dura sin poder evitarlo. Pero no tiene nada que ver con aquellas primeras veces en las que follábamos como locos, como animales adormecidos por el dolor. No, porque incluso en aquellos momentos Melissa estaba dejando su impronta en cada uno de los músculos de mi cuerpo.
Lleva unos vaqueros y una sencilla camisa a cuadros. El pelo largo, suelto y ondulado, le flota alrededor de la cabeza, otorgándole ese aire de sirena en tierra. Las mejillas se le han coloreado a causa del calor y de la caminata que habrá dado. Viéndola así me parece que todo puede ser más sencillo, que somos nosotros los que nos ponemos dificultades.
—¡Chicos! —exclama cruzando la terraza en nuestra dirección. Se inclina para dar dos besos a Aarón y un abrazo bien fuerte—. Te voy a mojar, que vengo sudada.
—Pues estaría bien que me… mojaras un poco. —Menos mal. Echaba de menos los chistes subidos de tono de Aarón.
Melissa le lanza una mirada reprobatoria, aunque está riendo por lo bajito. Cojo una patata frita y se la lanzo. Le cae en la pechera, la recoge y se la come.
—Tío, lo digo porque es verdad que hace calor.
Ella se sienta en la silla libre, me coge de las mejillas y me las aprieta con ternura al tiempo que me da un beso. Cuando se aparta, esa sonrisa tan bonita que tiene nos ilumina más que el sol. Está contenta. Y mucho. Me encanta cuando se muestra así. Después de nuestra última discusión y de haber estado un par de días un poco taciturna, esto es como una bendición.
—¿Qué haces tan contentita, mi amor? —le pregunto contagiándome de su sonrisa.
—No sé… Es este tiempo, que me alegra, que me hace sentir viva. —Se acomoda en la silla y echa la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y con una expresión de placer en el rostro.
Aarón mueve las cejas como insinuándome que es un momento magnífico para entregarle lo que le he comprado. Se me escapa una risa. Melissa nos mira sin entender, con esa sonrisa que le llega hasta los ojos y la convierte en alguien tan sublime y, al mismo tiempo, tan terrenal.
—¿Qué pasa, nenes? ¿Me he perdido algo? ¿Os estáis burlando de mí?
—¡Qué va! Es sólo que tu chico está deseando irse a dar una vuelta contigo —dice Aarón.
Melissa lo mira un buen rato, imagino que intentando descubrir si hay algo diferente en él, y supongo que lo que ve no la convence mucho porque se vuelve hacia mí un poco más seria que antes. No. No quiero que sus ojos se oscurezcan, quiero que continúen brillando y que me iluminen a mí. Deslizo la mano hasta la suya y se la cojo.
—Yo me voy. Tengo que solucionar unas cosas en el Dreams. —Aarón se da cuenta de que empieza a hacer de candelabro.
—¿Qué tal Diego? Dania está con él como una niña con zapatitos nuevos… —Melissa se da la vuelta de nuevo hacia él.
—Pues él está como si fuera otra vez un quinceañero y estuviera saliendo con la reina del baile.
—Bueno, es que con Dania es algo parecido. —Mel se echa a reír, y me dan ganas de besarla, de tragarme ese sonido y guardarlo en mí para siempre.
—Es un buen chaval. Creo que puede hacerla feliz y darle buenos polvos.
—¡Aarón! —Melissa le suelta un reproche, pero él se encoge de hombros y la mira con expresión inocente.
—Venga, nos vemos pronto, ¿no? —Se levanta y se inclina, poniéndole la mejilla delante para que le dé un beso. Ella se le engancha al cuello y se hace la coqueta. Ay, mi Melissa…
—Ni siquiera me he tomado nada con vosotros —se queja.
—Otro día, preciosa. —Aarón le acaricia la barbilla y luego me da un apretón de manos, pero lo atraigo hacia mí con ímpetu para abrazarlo—. Joder, tío, de esto a las pajillas de Torrente no hay mucho, ¿eh?
Reímos los tres con ganas, y Mel y yo esperamos a que nuestro amigo desaparezca para marcharnos nosotros también. Poco después hemos abandonado el barrio de Ruzafa y caminamos por la calle Colón agarrados de la mano. Melissa contándome con los ojos brillantes como una chiquilla que se le ha ocurrido otra idea para una nueva novela. Melissa arrugando la nariz al ver en un escaparate un vestido que no le gusta. Melissa preguntándose si debería comprarse un helado o si se le irá todo a las cartucheras. Melissa rompiéndome casi el brazo con sus tirones porque ha visto un perro que le encanta, uno de esos arrugaditos de cara amable.
—Podríamos adoptar uno, ¿no crees?
Justo en ese momento pasamos por El Corte Inglés y el rostro le cambia. Casi se queda sin color en esas mejillas que, hace apenas unos minutos, tenía sonrojadas. Me aprieta la mano y me hace caminar más deprisa. La miro sin comprender, pero vuelve la cara y me lleva al semáforo.
—Es que he visto a una antigua compañera de la uni que me cae fatal… —dice esbozando una sonrisa. Una que no es sincera. Está mintiendo, pero ¿por qué?
Intento quitar importancia al asunto y me centro en lo que voy a hacer: otro paso más hacia nuestro futuro. Primero fue pedirle que se casara conmigo. Después ir al Registro para fijar la fecha, lo que hizo que la boda sea más real. Y ahora el anillo, que para aquellos ajenos a nosotros y a nuestro amor será algo irrelevante, un objeto sin importancia y sin significado, pero que para mí es el símbolo de la esperanza.
Paseamos por los jardines del Real un buen rato. Melissa se compra su helado tan ansiado, aunque de hielo que «no engorda». Observamos a los patos y reímos al ver a las parejas que se enrollan en la hierba sin importarles nada más. Ella parece ser otra vez la misma, la que antes estaba tan radiante. Y yo… Bueno, yo sólo sé que la amo demasiado, que es algo tan fuerte lo que me atrapa el corazón que a veces pienso que va a matarme. Así que la llevo hasta una zona un poco apartada, pero bonita, silenciosa y perfumada. Nos sentamos en un banco, donde me habla sobre esa nueva idea para la siguiente novela.
—Melissa —la llamo. Me encanta pronunciar su nombre. Lo quiero hacer cada uno de los días de mi vida. Por la mañana. Por la tarde. Por la noche. Despierto. En sueños. Abrazados en la cama. Mojándonos en la ducha. Riéndonos bajo el sol. Corriendo bajo la lluvia. Joven. Viejo. Melissa… Es delicioso. Es mi oración.
—Dime. —Se vuelve hacia mí con un mechón pegado a los labios, que me apresuro a retirarle. Esos labios… que adoro besar, morder, lamer. Como no puedo aguantarme, la beso.
—¿Vamos a hacer manitas aquí como dos adolescentes? —Ríe quedamente.
No respondo nada, sino que saco del bolsillo la cajita, cojo su mano y se la pongo en ella, tal como hice tiempo atrás con las llaves de mi piso. Melissa abre la boca y me mira con sorpresa. Después baja los ojos hasta la caja. Veo que la acaricia con un dedo muy suavemente, como si le diera miedo romperla.
—Vamos, ábrela —le pido un poco ansioso.
Cuando lo hace, el rostro se le ilumina aún más. Y, para mi sorpresa, se echa a llorar. Me asusto pensando que va a decirme que se lo ha pensado mejor y que no quiere casarse conmigo, que tiene dudas, que no soy lo que esperaba. Sin embargo, se abalanza sobre mí y me abraza rodeándome la cintura, apoyando su rostro en mi pecho y mojándome con sus lágrimas, que recibo gustoso. Mi corazón palpita violentamente contra su cara y me abandono un rato a la indescriptible sensación de serenidad que me otorga acariciarle el cabello.
—Héctor… —susurra alzando la barbilla para mirarme—. Siempre había dicho que me daban igual los anillos, que todo eso no iba conmigo. Pero… —Se despega de mí para sacarlo de la caja—. Es para mí. Y es tuyo. No había pensado que eso podía hacerme tan feliz.
—¿En serio, Melissa? —le pregunto aún nervioso.
Su carita ilusionada me confirma que sí, que todo lo que me dice es cierto, que el anillo le ha encantado y que esto sigue hacia delante. Así que se lo quito, la tomo de una mano y, apartando los ojos de los suyos tan sólo un segundo para acertar, le pongo el anillo. Y queda en su dedo tal como había imaginado. Mi corazón aún retumba más. Sólo somos ella, yo y estas dos almas que se desbordan.
—Te quiero… —Vuelve a pegarse a mí.
Apoyo la barbilla en su cabeza y aspiro ese aroma que me hace pensar en libertad, en paz, en noches en vela recorriendo su cuerpo, en su pecho sobre el mío, en su vientre portando un hijo mío.
Entonces recuerdo lo que Aarón me ha confesado. Me inquieta un poco pensar que no me ha preguntado nada a pesar de tener dudas. ¿Y si le doy miedo? Yo… no quiero que ella… Trago saliva y siento ese cosquilleo en el estómago que te da cuando decides hacer algo que tanto te asusta. Sí, quizá ahora sea un buen momento para contarle la verdad.
—¿Y si pedimos comida japonesa? —pregunta de repente, sacándome de mis pensamientos.
Me llena con sus enormes ojos castaños, me baña con su calidez. Y es esa sonrisa suya la que hace que me eche atrás.
Eso e imaginar que lo que le explique quizá la aparte de mí. Joder, ¡la quiero tanto…! No puedo vivir sin ella. Si se me va, moriré en vida. Y por eso callo. Me trago las palabras, me muerdo la lengua y, una vez más, me enveneno con mis secretos.
Soy un egoísta. Un maldito egoísta.