14

Cariño… ¿Me escuchas?

La voz de mi madre me llega lejana. Yo misma me encuentro a diez mil años luz de aquí. Poso la vista en mis pies y los miro como si no fueran míos. Parece que mi cuerpo se haya partido en dos. Cierro los ojos y los aprieto con fuerza, para que desaparezca esta extraña sensación. Dios, estoy tan cansada… Llevo dos noches enteras sin pegar ojo. Duermo cinco minutos y despierto sobresaltada, perseguida por unos ojos de un azul muy claro y por unas palabras que se me han clavado muy dentro y no me sueltan de ninguna manera.

—¿Melissa? —Mi madre insiste a través del teléfono.

—Dime —atino a contestar con voz pastosa.

—Pero ¿qué te pasa? Te estoy hablando y no dices nada. Como si estuvieras en otro mundo, vamos.

«Es que es así, mamá», me dan ganas de responderle. Me levanto de la silla y arrastro los pies por la casa para despejarme. El despacho estaba demasiado oscuro, con el ambiente embotado, y ha conseguido que yo también me sienta así.

—¿Qué me decías, mamá?

Suelta un suspiro y se queda callada unos segundos. Aprovecho para acariciarme el entrecejo con la intención de que se desvanezcan los pinchazos que aparecieron anoche.

—Que vengáis a comer Héctor y tú este fin de semana. ¡Tengo unas ganas de veros! —Suena ilusionada.

—Me parece que no podremos —murmuro negando con la cabeza.

Esta vez es cierto, que conste. Héctor y Aarón han planeado ir a la montaña a hacer senderismo y no sé si me apetece acudir sola a casa de mis padres. Me verán la cara de chunga y me avasallarán a preguntas.

—¿Y eso por qué? —pregunta, y de repente se la oye disgustada.

—Pues porque Héctor ha quedado con un amigo para ir a la montaña.

—¿Y no pueden cambiarlo para otro día?

Chasqueo la lengua. Supongo que no pasaría nada si lo hicieran, pero la verdad es que Aarón sigue preocupándome. Prefiero que Héctor pase tiempo con él. Además, a ambos les vendrá bien el aire fresco y puro.

—Pues no sé. Llevaban planeándolo desde hace tiempo —miento paseando aún por el piso.

—Vente tú entonces. —Otra vez ese anhelo. Vale que los tengo un poco abandonados, pero ¡es que no quiero que me toquen la moral! Es lo que menos necesito ahora mismo.

—Si voy, ¿me prometes que no me daréis la tabarra?

—¿Por qué dices eso, cielo? —Ahora está inquieta. Ya empezamos.

—Porque estoy cansada, mamá. No duermo bien. Sé que os preocupáis por mí, pero no me apetece dar explicaciones.

—¿No estarás embarazada?

—¡Claro que no! ¿Qué tiene eso que ver con que no duerma bien? —Me paso la mano por el pelo y luego la bajo hasta el cuello para rascarme.

—Tu hermana me ha dicho que la semana que viene os acercaréis al Registro para fijar la fecha de la boda —dice de repente, otra vez con toda la alegría del mundo.

—Sí —murmuro. Quiero ver si me distraigo, que Héctor y yo nos ilusionemos un poquito. Él está otra vez estresado con el trabajo y yo con… Bueno, con mis tonterías.

—Entonces ¿vendrás este fin de semana o qué? —La mujer es insistente.

—¡Sí, sí, sí! —exclamo totalmente rendida.

—¿Qué te apetece que haga para comer? ¿Pollo al horno, tu plato favorito?

—Lo que quieras, mamá. Te dejo, que voy a continuar escribiendo.

Mis propósitos no se cumplen, tal como me temía, y cuando Héctor llega a media tarde me encuentra ante el ordenador sin haber escrito ni media página. ¿Cómo puede haberme trastocado tanto el encuentro con ese hombre? Odio sentirme así, con toda esta obsesión que se me ha pegado a la piel. Creía que mi época de comidas de cabeza se había marchado junto con Germán. ¿Por qué no puedo preguntarle a mi novio qué sucedió? ¿Por qué hay una parte de mí que no se atreve a contarle lo que siento? ¿Tengo miedo de encontrar algo que desbarate, una vez más, mi vida? ¿O temo destrozarlo a él?

—Melissa… —Héctor se encuentra inclinado sobre mí para que le dé un beso. Cuando nuestros labios se juntan, los suyos se me antojan un tanto diferentes. Ay, cabecita loca…

—¿Estás bien? —Me fijo en sus ojeras y en su aspecto cansado. Sin poder evitarlo, un escalofrío me recorre entera al recordar sus épocas de estrés.

—Problemas en la revista.

Se queda de pie con los ojos fijos en la pantalla. No se ha molestado en encender la luz del despacho, así que el brillo del aparato le da en todo el rostro. Tiene la mandíbula apretada y parece enfadado.

Un sinfín de recuerdos demasiado dolorosos me golpea. Mi mente vuela a aquellas tardes y noches en las que Héctor volvía destrozado porque había caído en la oscuridad. De repente me sonríe. No sólo con los labios, sino también con los ojos. Dejo escapar un suspiro silencioso. Dios, esperaba un arranque de violencia.

—¿Qué sucede? —Con un gesto le indico que se arrime.

Se acuclilla a mi lado y le acaricio su suave pelo. Esta vez, por muchas cosas que tenga yo en la cabeza, no voy a dejarlo de lado. Estaré a la altura cuando tenga problemas.

—Pasado mañana teníamos que hacer la sesión de fotos, pero Abel Ruiz no podrá asistir. —En su voz hay preocupación y un poco de miedo.

—¿Y eso por qué?

—No lo sabes, ¿verdad? —Alza la vista y la clava en la mía.

Niego con la cabeza, encogiéndome de hombros.

—¿Qué?

—Abel está enfermo —dice muy serio, abatido, como si lo conociera de toda la vida y fuera uno de sus mejores amigos. Héctor es muy empático y le afectan mucho las cosas. Aún más si ha tenido relación con alguien, por mínima que sea.

—¿De qué?

—Tiene alzhéimer precoz.

—Pero es muy joven —murmuro sin entender nada.

—Lo heredó de su madre. Son casos muy poco comunes, pero a él le tocó. —Se frota la frente y suspira—. Dios, qué dolor de cabeza tengo…

—¿Y está muy mal? —pregunto.

—Estos días ha recaído por culpa del estrés. —Sacude la cabeza entre atónito y frustrado—. Lo siento tanto por él… Es un hombre lleno de vida y con mucho talento. ¿Por qué las mejores personas se llevan la peor parte?

Su mirada se ha oscurecido. No atino a contestar nada. Ahora mismo me siento aturdida, con cientos de pensamientos en la cabeza.

—Hemos tenido que retrasar la salida de la revista. Bueno, lo he pedido yo. Sé que al jefazo no le hace gracia, pero quiero a Ruiz para el reportaje —dice muy seguro, aunque en su mirada hay algo que no puedo descifrar—. Voy a comer un poco y me tomaré un paracetamol. —Esa palabra me trastoca aún más. Se levanta con un quejido de cansancio—. ¿Quieres algo?

Niego con la cabeza, aún muda. Héctor sale del despacho con andares lentos y lánguidos. Lo oigo trajinar en la cocina y, a los segundos, su grave voz preguntándome:

—¿Qué tal te ha ido a ti el día?

—Bien, muy bien —murmuro sabiendo que no me oye.

El grifo me causa un temblor lejano. Sin saber muy bien lo que hago, me levanto a toda prisa y corro hacia la cocina.

Héctor está inclinado sobre el fregadero con un vaso lleno de agua y una pastilla entre los dedos. Vuelve la cabeza y me mira interrogante. Oh, Dios, no quiero obsesionarme. Mi vista se desvía hacia el medicamento. Un paracetamol, simplemente eso. En cuanto se lo toma me lanzo a sus brazos, tratando de encontrar en su cálido cuerpo el refugio y la paz que necesito.

—¿Y esto, aburrida? —me pregunta con dulzura acariciándome la espalda.

—Te echo de menos. —Entierro el rostro en su camisa y aspiro. Adoro su olor.

—San Valentín ya está ahí y pasaremos un finde genial, te lo prometo.

Me alza la barbilla y me besa en los labios. Su sabor… Es todo mío.

Mi hermana me abre la puerta. Se me escapa un gritito al ver su enorme panza. ¡Madre de Dios, cómo está! Ana se percata de mi asombro y se echa a reír.

—Mel, ¿qué esperabas? ¿Que estuviera como Claudia Schiffer? Pero si ya no me queda nada.

—¿Cómo puede pasar el tiempo tan rápidamente? —Muevo la cabeza atónita.

Ana sonríe y me indica con un gesto que la acompañe.

—Dímelo a mí, que en nada voy a pasarme día y noche cambiando pañales. —Finge molestia, pero vamos, se nota que está ilusionadísima.

En el salón encontramos a Félix y a mi padre charlando sobre una película que echan esta tarde en Antena 3, cuya protagonista es Megan Fox. Otra actriz que les hace tilín. En cuanto mi padre me ve, se levanta del sofá y corre a mi encuentro con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Mírala, pero si se ha dignado a visitarnos! —Me da un beso tras otro en la cabeza como si fuera una chiquilla—. ¿Qué pasa, que como no somos famosos no nos merecemos su presencia, alteza?

—No digas tonterías, papá —respondo con una sonrisa forzada. Ya sabía yo que nada más entrar iban a tomarla conmigo.

—Tu madre dice que ya no la quieres —continúa, tomando asiento de nuevo.

Antes de responderle, doy dos besos a Félix.

—Mi madre, si no la llamo cada día, ya se vuelve loca.

Dejo escapar un suspiro de resignación. Miro a Ana como echándole las culpas a ella. Seguro que le tira pullitas sobre mí. Se encoge de hombros y después me toma del brazo para que vayamos a la cocina.

Nada más entrar se lanza a la fuente de patatas fritas que hay en la mesa. Se come un buen puñado como si no hubiera un mañana.

—Tengo mucha hambre, ¿vale? —Me suelta al reparar en mi mirada.

—¡No, si al final no quedarán! —exclama mi madre, de espaldas. En ese momento se da la vuelta y viene hacia mí con los brazos abiertos. Me llena de besos como mi padre y luego me sujeta las mejillas para mirarme de cerca—. Es verdad, tienes cara de no pegar ojo.

—Pues anoche no dormí mal del todo. —Esta vez no es mentira. Me tomé a escondidas uno de los somníferos de Héctor. Espero que no los tenga controlados.

—Y Héctor, ¿qué tal?

Mi madre regresa a sus labores. La observo trocear un tomate y un ajo, meterlos en la batidora y regarlos con un poquito de aceite de oliva. ¡Toma! El pan con tomate es una de mis comidas favoritas, a diferencia de Ana, que lo odia, y por eso mamá casi nunca lo prepara. Me doy cuenta de que ahora, en cambio, está mirando la salsita con ojos golosos. El embarazo le ha hecho amar casi toda la comida, excepto los pimientos, que dice que no puede ni olerlos.

—Espero que hoy se relaje con nuestro amigo —respondo a la pregunta al tiempo que cojo una patata a hurtadillas.

Ana ríe por lo bajini. De pequeñas hacíamos lo mismo: nos metíamos en la cocina y, cuando nuestra madre estaba de espaldas, robábamos las galletas que había hecho, las patatas fritas o cualquier cosa de comer que pillábamos.

—¿Otra vez con mucho trabajo?

—En una revista como Love siempre hay mucho —aclaro con una mueca—. Es que habían contratado a un fotógrafo muy famoso para el nuevo número… A Abel Ruiz, ¿os suena? —Mi hermana asiente con la cabeza y mi madre murmura un «no» distraído—. Bueno, es un genio y está muy codiciado, pero está enfermo y han tenido que atrasar el número. Parece que el jefe de Héctor está que trina.

—Pobre —susurra mi madre dándose la vuelta. Hallo en sus ojos algo de preocupación y enarco una ceja porque no entiendo qué le pasa. Tarda unos segundos en contestar, hasta que al fin me pregunta, un tanto nerviosa—: Pero… de lo otro está bien, ¿no? No ha vuelto a…

Aprieto los labios. No me gusta hablar de esa época. Ni siquiera recordarla lo más mínimo, aunque parece que últimamente los hados se han alineado en mi contra para llevarme a ella. Niego con la cabeza. Me molesta profundamente que mi madre, a pesar de lo que adora a Héctor, considere su enfermedad como un impedimento a largo plazo. Ya hablamos de ello cuando nos separamos, y al volver con él le dejé bien claro que lo querría de cualquier forma, por muy difícil que fuera.

—Está bien. Héctor es fuerte. —¿Por qué parece que estoy tratando de convencerme a mí misma?—. Hace más de un año que no ha vuelto a tomar esas pastillas que lo empeoran.

—Pero continúa con el tratamiento, ¿no? —Esta vez es Ana la que me pregunta. Está sirviéndose un vaso de zumo.

—Sí, pero no son ésas. Y él está bien, en serio. —¿A qué viene este maldito interrogatorio? ¿Es que hay algo de malo en que Héctor necesite el tratamiento aún? No es un crimen, vamos.

—¡Estoy tan contenta de que hayas venido…! —exclama mi madre cambiando de tema, para mi alivio. Ana asiente con una sonrisa anchísima—. Creía que no ibas a aparecer o que llamarías a última hora con alguna excusa. Si es que no te pareces nada a Ana, con lo cariñosa que es ella y…

Chasqueo la lengua y pongo los ojos en blanco. Ya estamos como siempre. ¿Qué pasa si no soy tan ñoña como mi hermana? Ahora mismo toda mi ñoñería y mis arcoíris de colores van dedicados a Héctor. A mi familia ya le he dado amor durante mucho tiempo.

—A ver si se te pega algo de Ana… —Mi madre continúa parloteando.

—Dicen que se pega todo menos la belleza… Y en especial lo malo —se burla mi hermana mirándome sonriente.

Le hago un gesto para que se calle. Pero qué tonta puede ser la tía a veces.

—Lo único que no me parece bien de Anita es que esté gastándose todo ese dineral en médicos privados —dice mi madre.

—¿Es que no quieres que el bebé tenga los mejores cuidados? —le pregunta ella un poco molesta.

—Claro que sí, hija, pero en La Fe también tienen muy buenos servicios. Han instalado una nueva máquina, ahora mismo no sé para qué, pero es una de las mejores de Europa…

Ya no sigo la conversación. Ha sido oír lo de maquinaria médica y mi mente ha volado a otro lugar. Los ojos de Ian aparecen en mi mente y me sobresaltan. Son tan fríos… Y al mismo tiempo me provocan tanta curiosidad…

—¡Mel! ¿Me traes una cerveza? —La voz de mi padre me sobresalta. He ido al salón sin darme cuenta. Qué mal estoy. Lo miro con los ojos entrecerrados, aún perdida en mis pensamientos—. ¿Cielo?

Asiento con la cabeza, aunque lo que menos me apetece es regresar a la cocina y oír el parloteo de Ana y de mi madre. Me quedo en el pasillo unos instantes, apoyada en la pared, con el corazón a mil por hora y un sabor amargo en la lengua. El puto Ian todavía sigue en mi cabeza.

—Vete… vete… —digo con impaciencia. Ay, Dios, si hablo sola… Maldita loca.

Ana se asoma desde la cocina y me mira con curiosidad.

—¿Me has llamado?

—Estaba hablando con papá —me apresuro a contestar, con una sonrisa que estoy segura de que parece una mueca siniestra—. Quiere una cerveza.

Ana entra en la cocina y, segundos después, reaparece en el umbral con la bebida en la mano. Como ve que me quedo en el pasillo, se acerca extrañada.

—¿Mel? ¿Qué haces? ¿Te pasa algo? —Me tiende la cerveza helada. Al cogerla, el frío me espabila.

—Ana… —digo con un hilo de voz. Trato de empujar las palabras garganta adentro para que no salgan de mi boca. Pero lo hacen, a pesar de todo—. ¿Alguna vez has conocido a alguien que te despertaba una gran curiosidad pero, al mismo tiempo, te inquietaba?

—¿Por qué me preguntas eso? —Se muestra asombrada—. Pues la verdad es que no. ¿Necesitas documentación para alguna novela nueva?

Asiento con esa sonrisa forzada que me está causando dolor en las comisuras. Me doy la vuelta para llevar a mi padre la cerveza cuando Ana vuelve a hablar.

—Yo siempre me arrimo a gente normal, Mel, así que no te serviré de mucha ayuda. —Se echa a reír con los brazos cruzados en la barriga—. Pero tú sí has conocido a personas rarunas…

—Voy a llevarle esto a papá. —Alzo la cerveza y me marcho cabizbaja.

En el salón, él me habla acerca de lo que le ha comprado a mi madre por San Valentín. Un perfume nuevo que, según su opinión, huele fantásticamente. También está pensando llevarla a un bonito restaurante.

—¿Crees que debería reservar ya? —me pregunta preocupado.

—Cuanto antes mejor. Ya sabes que esa noche todo está lleno —respondo.

—Y Héctor y tú, ¿qué vais a hacer?

—Me dijo que era una sorpresa…

—Qué hombre tan maravilloso, ¿eh? Os merecéis el uno al otro. Qué contento estoy por vosotros, de verdad. —Al menos él no juzga la salud de mi novio. Me da unas palmaditas en la rodilla.

La comida transcurre tranquila, básicamente porque permito que mi familia parlotee mientras asiento una y otra vez y me rasco el cuello, las mejillas, la nariz, los brazos. Me pica todo horriblemente. Los miro y remiro, y el estómago se me va encogiendo poco a poco. Mi madre se preocupa porque no me he terminado el pollo y encima no quiero postre. Me quedo un rato con ellos en la sobremesa, y cuando se acercan las seis de la tarde decido poner punto y final a la visita. No aguanto más.

—Espero que vengas a vernos pronto, que mira que has dejado que pase tiempo. ¡Si no, enviaré a tu hermana a que te traiga a rastras! —Mi madre me abraza con fuerza, me besa, me susurra lo mucho que me quiere.

—Te llamo para ir al Registro, ¿vale? —Ana no puede estrecharme bien, así que le doy un beso y le acaricio la barriga.

De camino a casa, en el coche, medito acerca de mi estúpida actitud. Estoy permitiendo que esa mujer que ya no está y ese hombre que no pinta nada en mi vida estén trastocándola una vez más. Apago la radio y llamo a Dania. Su alegre voz me saluda a través del altavoz.

—¡Nenitaaa! ¿Qué tal?

—Pues volviendo de una comida en casa de mis padres. ¿Y tú?

—Decidiendo qué ponerme, amor. Diego y yo vamos a ir al cine esta noche. ¡Pero es que no me viene nada ya! —gimotea.

—Estarás preciosa te pongas lo que te pongas.

—¿Te apetece venir a mi casa un ratito y ayudarme a elegir?

—Yo… —Me detengo en un semáforo y me paso la mano por el pelo, pensativa—. En realidad te he llamado porque quería que vinieras al piso de Héctor. Necesito hablar contigo de una cosa.

Dania no contesta hasta unos segundos después.

—Vale, como quieras. Pero ¡me llevo unos modelitos para que me digas qué te parecen!

Tal como esperaba, Héctor y Aarón todavía no han regresado de su excursión. Ya ha anochecido, así que imagino que habrán ido a tomar algo. Mientras Héctor se quede al lado de Aarón estaré tranquila. Dejo el agua calentándose en la tetera y luego voy al salón. Me quedo mirando el mueble del que Héctor sacó aquella foto. La maldita Naima, tan lejos y tan cerca de nosotros…

Me arrodillo ante los cajones y rebusco entre las docenas de carpetas y tonterías que tiene almacenadas. Cinco minutos después y cuatro cajones revueltos, no he encontrado nada. Me levanto con un suspiro resignado y fijo la vista en esas copas doradas de champán que su madre le regaló antes de conocernos. Jamás las usamos porque son un poco barrocas y no nos gustan. Como ésta es la parte del apartamento que él se encarga de limpiar, no suelo tocar nada por aquí. Me lanzo a la vitrina y examino las copas una por una. Encuentro una llave diminuta en la última. Debe de ser ésta. Por favor, que lo sea. Me dirijo otra vez al mueble. Vuelvo a arrodillarme e introduzco la llave en la cerradura. Encaja. Gira. La puertecita se abre y aparecen unos cuantos álbumes de fotos y una caja antigua. Sé que aquí habrá cientos de recuerdos, por eso me siento como una intrusa. Me limito a buscar lo que necesito. «¿Estás preparada para verla otra vez? ¿No tuviste bastante con una?». Obligo a la voz de mi cabeza a callarse.

Encuentro la foto en la caja de zapatos. En realidad no hay nada más. La mirada altiva de esa mujer se clava en la mía y, al recordar los sueños y la actitud de Ian, un escalofrío se pasea por mi cuerpo.

En ese momento suena el timbre y se me escapa un chillido. Dios, qué susto. Parezco una ladrona aquí tirada en el suelo con todos estos álbumes alrededor. Los introduzco en el armarito junto con la caja, pero me guardo la foto en el bolsillo trasero del vaquero. Corro a la entrada y abro la puerta de abajo. La voz de Dania me saluda alegremente. Unos minutos después sale del ascensor. Me abraza y me obsequia con dos besos, después da una vuelta sobre sí misma.

—Estás perfecta —le digo sinceramente. Un poco de barriga, pero tan guapa como siempre. Además, siempre he sido de las que piensa que las mujeres embarazadas se ven más hermosas.

Dania entra en el apartamento con una bolsa grande de Zara y se apresura a colocar en el sofá los dos vestidos que ha traído. Son un poco más sueltos y largos de lo que nos tiene acostumbrados.

—¿Cuál te gusta más? ¿El negro o el verde? —me pregunta señalándolos.

—Pruébatelos, que no hay nadie en casa.

Mientras se cambia voy a la cocina y sirvo el té. A mi regreso se ha puesto el negro y está balanceándose de un lado a otro. Asiento con la cabeza.

—Ése es bonito, pero creo que me gusta más el verde. Le queda mejor a tu pelo.

Mientras tomamos el té, me habla un poco de Diego y de lo bien que se porta con ella. De repente se calla y me mira con la cabeza ladeada.

—Dime qué es lo que está provocándote esas ojeras.

—Hay algo que… me preocupa —murmuro apartando la vista.

—¿Qué, Mel? ¿Es algo sobre Héctor? Pensaba que estabais bien…

—No es sobre él… Bueno, en parte sí. —Al alzar los ojos y mirarla, Dania comprende lo que sucede.

—¿Qué es lo que pasa ahora con esa mujer?

—He conocido a alguien que tuvo alguna relación con ella. —Lo he soltado deprisa para no arrepentirme.

—¿En serio? ¿Cómo lo sabes?

—Me confundió con ella.

Dania no sabe qué contestar. Da otro trago a su té y se encoge de hombros.

—¿Y qué? Pues bien por él, ¿no?

—Insinuó algo. —Trago saliva. Empiezan a temblarme las manos.

—¿Qué?

—Que nuestro encuentro había sido obra del destino —respondo, y Dania me mira con los ojos muy abiertos—. ¿Y si esa mujer…?

—¡Anda ya! —exclama negando con la cabeza—. En serio, Mel, ¡no te montes esas historias! Sé lo que vas a decirme, y se acerca más a una película de terror que a la vida real.

—Quiero enseñarte algo —la interrumpo. Levanto el trasero del sofá y me saco la foto del bolsillo. Mi amiga la coge. Reparo en la expresión de su rostro, entre asombrada e indecisa—. ¿Piensas que somos muy parecidas? ¿Tanto como para que ese hombre me confundiera con ella? —Señalo la foto.

Dania la mira unos segundos más y luego me la devuelve.

—Es verdad que tenéis algún parecido, pero no tanto como piensas.

—¿En serio lo crees? —Lo pregunto ansiosa, deseando que alguien me diga que en esa mujer no hay nada de mí, o a la inversa.

—Es como si afirmáramos que todas las rubias son iguales —bromea Dania sonriéndome.

—Todo el mundo que la ha conocido asegura que guardamos un gran parecido.

—Tú lo has dicho: la conocían, y eso hace que te vean de otra forma. Pero creo que no es verdad. En serio, Mel, hazme caso. —Me coge una mano y me la aprieta, infundiéndome ánimos—. No dejes que esto se convierta en una obsesión.

—Me sobresaltó mucho que ese hombre me llamara Naima.

—Mira, no lo conozco, pero si fue uno de sus amantes debe de ser tan mala persona como ella. —Dania arruga el entrecejo—. No hagas caso de un desconocido.

—No es tan sencillo… —Niego con la cabeza, mostrándome insegura una vez más.

—Mel, es tu mente la que está haciendo que te obsesiones con esa mujer y con lo que sucediera entre Héctor y ella. Son cosas del pasado y punto. —Las uñas de Dania se clavan en mi piel, trayéndome de vuelta a la realidad.

«Las casualidades no existen». La voz de ese hombre asoma en mi cabeza y la aparto con fuerza. Dania está diciendo algo de lo que sólo he captado la última palabra.

—¿Perdona?

—Que a los muertos, Mel, hay que dejarlos en paz.

¿Y si son ellos los que no son capaces de dejarnos a nosotros?