12
Avanzo aturdida, como si hubiera bebido mucho y no pudiera coordinar bien mis movimientos. Hace frío, está muy oscuro y hay una densa niebla que obstaculiza mi camino. Como dentro de dos días es San Valentín y olvidé comprar un regalo para Héctor, decidí buscarle un vinilo de un músico de jazz que adora. El problema es que tan sólo lo he encontrado en una vieja tienda de discos bastante apartada del centro. Cualquiera diría que soy la protagonista de una película de terror.
No es muy tarde, pero en esta época anochece pronto, y no me gusta nada. Me arrepiento de no haber salido de casa a las cuatro para llegar a la tienda justo a las cinco, cuando abren. Echo un vistazo al GPS del móvil y descubro con alegría que quedan escasos minutos. Alzo la vista y leo el nombre de la calle. Jamás había venido por estos barrios, y no sé si algún día volveré.
Me ajusto la bufanda para que no se cuele ni un pequeño soplo de aire helado y me encasqueto el gorro azul, otro de mis colores favoritos junto con el morado. Hoy no he cogido los guantes, y me duelen las manos del maldito frío. Mis tacones resuenan en la callejuela, que encima apesta. No puedo evitar dar un brinco cuando algo cae delante de mí. Tardo unos segundos en comprender que un gato acaba de derribar una caja para pasar.
—Podrías ser más cuidadoso, ¿no? —le digo, y el minino me mira con sus brillantes ojos. Al final echa a correr, pasa delante de mí y se pierde tras la esquina del callejón.
Si mi GPS no me engaña, la doblaré y un par de minutos después habré llegado a la tienda. Cuando giro se me escapa un suspiro de alivio. Ya la veo a lo lejos. En ese momento alguien pasa por mi lado y vuelvo a brincar. Madre mía, qué susceptible estoy. Tan sólo se trata de un señor de mediana edad.
Una vez que alcanzo la tienda echo un vistazo al escaparate. Hay un montón de vinilos de músicos y cantantes que no conozco. Cuando entro un agradable calorcito me da la bienvenida y no puedo evitar sonreír. La campanita de la puerta ha sonado; sin embargo, nadie aparece tras el mostrador, así que me dedico a pasear la mirada por el establecimiento tímidamente. Siempre me da vergüenza saludar si no hay nadie.
Intento buscar el vinilo sola, pero, como era de esperar, no lo encuentro. Al cabo de cinco minutos decido hacerme notar. Me dirijo al mostrador y me asomo con cautela a la puertecilla entreabierta que da a otra habitación.
—¿Hola? ¡Perdone!
Percibo movimiento al otro lado y, al cabo de unos segundos, un hombre mayor aparece un tanto agitado.
—¡Vaya! No te había oído entrar. —Me dedica una sonrisa franca. Tiene la piel del rostro arrugada, y ese gesto amable todavía le dibuja algunos surcos más alrededor de sus ojos claros. Su pelo es muy blanco y rizado. Parece un señor encantador.
—No se preocupe —respondo sonriendo también—. Estoy buscando un vinilo de un músico de jazz. De Miles Davis, en concreto. Navegando por internet descubrí que lo tienen en esta tienda.
—¡Ah! Pero ¿cuál quieres esta vez? —Su pregunta me choca. Entonces me doy cuenta de que el señor me está mirando como si no fuera la primera vez que me ve aquí. Un escalofrío me recorre la espalda.
—¿Cómo?
—En Navidad te llevaste, si no recuerdo mal, el LP Kind of Blue. —Bordea el mostrador y se acerca a mí. Me mira con curiosidad cuando doy un paso atrás. Sus cejas blancas se arrugan—. ¿Te sucede algo, bonita?
—Ése es el que quiero comprar —digo en un susurro.
—Ah, entonces ¿no es para Héctor? —Parpadea con la cabeza ladeada.
—¿Perdone?
—¡Vamos, no me hables de usted!
Adelanta una mano para tocarme, pero vuelvo a echarme hacia atrás, ante lo que se muestra asombrado.
—¿Cómo sabe usted el nombre de mi pareja?
Parpadea una vez más y se le borra la sonrisa del rostro. Advierto en sus ojos preocupación y confusión. No quiero oír su respuesta porque sé cuál será, y podría morirme aquí mismo.
—¿Te encuentras bien, Naima?
Ahí está. Ahí está ese nombre que, sin quererlo, se está adhiriendo a mi piel e incrustando en mi mente. Niego con la cabeza una y otra vez al tiempo que el hombre alza las manos en un gesto interrogativo.
—Tengo que irme —me disculpo con voz temblorosa.
Atravieso la tienda con la mirada borrosa, presintiendo que si no consigo respirar aire fresco pronto me dará un ataque de pánico aquí mismo. Uno de esos ataques que tanto me rompieron tiempo atrás.
El hombre no impide mi marcha, así que pocos segundos después estoy aspirando en la calle, inclinada hacia delante, con las manos apoyadas en los muslos. «Dios, ¿qué es lo que te he hecho para que suceda esto? ¿Por qué, simplemente, ella no puede desaparecer de nuestras vidas? ¿Cómo es posible que su presencia esté tan viva cuando ella no lo está?».
Me muerdo los labios hasta que siento dolor. Por fin la cabeza deja de darme vueltas y los puntitos que desfilaban ante mis ojos van remitiendo. Me incorporo y un grito se me ahoga en la garganta. Tengo que morderme otra vez el labio inferior para controlarme, aunque no sé si mi corazón podrá hacerlo.
Ella está ahí delante, vestida con ese abrigo oscuro y largo, con las manos en los bolsillos, con su cabello sedoso y con esa mirada vacía que ya empiezo a reconocer. «No está ahí. Naima está muerta, así que sólo es tu imaginación jugándote una mala pasada», me digo. Me armo de valor y doy un paso con la intención de emprender la vuelta a casa. Pasaré por su lado, pero, como no es real, no ocurrirá nada. Simplemente se desvanecerá, y saldré de este callejón y podré irme a casa tranquilita, con mi Héctor.
A medida que me acerco a ella el corazón me va a mucha más velocidad. Sus ojos me siguen, y en esta ocasión me parece descubrir en ellos burla. Paso por su lado sin que haga nada. No habla, no me coge del brazo. «¿Ves? No existe. Es tu imaginación odiosa. Ahora continúa caminando y ya está». Sin embargo, cuando estoy a punto de salir del callejón, su voz desprovista de matices me detiene.
—Has tenido la misma idea que yo, ¿no? Sí, claro. A Héctor le encanta Miles Davis… Pero apuesto lo que sea a que tú ni siquiera lo has escuchado, aunque cuando se lo regales fingirás que te entusiasma. —Se queda callada unos instantes que debería aprovechar para irme, pero mis piernas, una vez más, no saben cómo moverse—. Es lo que a él le gusta, que finjamos que somos felices con sus aficiones y con su vida. Yo lo intenté, pero…
No acaba la frase. Pienso que es porque se habrá marchado, así que me doy la vuelta, pero entonces veo que está más cerca. Ha caminado hasta mí, y se me escapa un gemido de terror. Esboza un gesto, una sonrisa triste.
—Quieres respuestas, ¿no? —Ladea la cabeza con los ojos como platos—. Entonces ve a por ellas.
—No…
—Pero no te gustarán, Melissa. Las respuestas sólo te arrastrarán hacia la oscuridad, como a mí. Cuidado con…
Despierto. Las sombras se deslizan silenciosas por el techo. Me doy la vuelta y me topo con los ojos de Héctor, tan abiertos como los míos. Sus dedos sustituyen a los de la Naima del sueño.
—Melissa… ¿Estás bien?
—He tenido una pesadilla —murmuro con voz pastosa.
Me levanto y salgo de la cama en busca de un vaso de agua porque tengo la boca seca. Por el pasillo me doy cuenta de que estoy empapada en sudor. Bebo con ansiedad y, cuando regreso a la habitación, Héctor ha encendido la lámpara de la mesilla.
—Vuelves a no dormir bien —dice cuando me siento en la cama.
—Creo que es por los nervios de la boda, y por lo de Dania, lo de Alice… —Le había contado lo de esta última, pero no lo ocurrido con Aarón, tal como él me pidió.
Héctor se incorpora y me acaricia el hombro desde atrás. Su respiración choca contra mi piel. Cierro los ojos y suspiro con la intención de calmarme. Me besa en la nuca y me da un masaje en los hombros.
—No tienes que preocuparte tanto por todo. Las cosas van bien.
Echo la cabeza hacia delante, intentando disfrutar de su masaje. Cuando termina me tumba en la cama. Se inclina sobre mí y me mira de esa forma en la que me transmite tantos sentimientos sin necesidad de decir palabra alguna.
—¿Son muy horribles esas pesadillas tuyas? —quiere saber.
Niego con la cabeza, aunque insegura. ¿Cómo voy a contarle que la protagonista de mi sueño era su exnovia? ¿Cómo decirle que se me aparece porque estoy obsesionada con su pasado? Pensaría que estoy loca. Yo misma empiezo a creerlo.
—No sé qué responderte… Es que cuando me despierto no recuerdo qué he soñado exactamente. Sólo sé que lo paso mal. —Me encojo de hombros para restarle importancia.
—Bueno, no te preocupes. —Me besa en la mejilla con una dulzura indescriptible—. Algún día te contaré los que yo tenía. Parecían de psiquiátrico —bromea con otra sonrisa. Pero esta vez me tiembla algo en el estómago al pensar en mi sueño.
—Buenas noches —digo simplemente, y vuelvo el rostro hacia arriba.
—¿Apago la luz? —me pregunta como si fuera una niña que no puede dormir porque tiene miedo del monstruo del armario.
Asiento con la cabeza. Cuando la oscuridad nos invade aún me mantengo con los ojos bien abiertos, observando el techo y recordando el maldito sueño. «No pasa nada. Son los nervios». Dicen que en épocas de estrés es habitual tener pesadillas. Eso sí, empiezo a hartarme de que sea Naima la protagonista de ellas.
—Dentro de nada es San Valentín —me recuerda Héctor rozándome el cuello con la nariz. La mención de esa festividad vuelve a hacerme pensar en el sueño.
—Sí —me limito a murmurar.
—Quizá debería haberte preguntado qué querrás hacer, pero pensé que la sorpresa te gustaría. Vamos, ¡eso espero! —Me dedica una ancha sonrisa, aunque un tanto somnolienta.
—Seguro que sí. —Me cuesta soltar una frase más larga. Simplemente, me siento aturdida.
—Ya verás, va a ser muy especial, Melissa. —Apoya una mano en mi cadera y me la acaricia con suavidad—. Te relajarás, y haré que te sientas como te mereces: como la princesa de mi hogar.
Me coloco de lado para abrazarme a él. Me rodea la espalda, y suspiro en cuanto su cuerpo cálido se acopla al mío. Su erección roza mi muslo y, aunque pensaba que no lograría excitarme debido a la inquietud, aprecio unas tenues cosquillas en el vientre.
—Me apetece hacerte el amor… —me susurra Héctor en el cuello. Su aliento me provoca un escalofrío.
—Entonces hazlo —le sugiero conteniendo una sonrisa.
Me besa con mucho cuidado, suavemente, como si fuera nuestro primer encuentro. Nuestros labios se reconocen, y al instante se emocionan y se unen con más ganas. Enreda los dedos entre mechones de mi pelo y me acaricia el cuero cabelludo. Se me escapa un suspiro de placer. Está consiguiendo que me relaje.
—Eres lo que más necesito en esta vida, Melissa —me dice dejando besitos por cada rincón de mi rostro. Esbozo una sonrisa, aún con los ojos cerrados—. Esta noche quiero amarte como nunca.
Me sorprende que esté tan cariñoso. Sus manos bajan por mi espalda, acariciándomela y masajeándomela al mismo tiempo. Dios, esto es maravilloso. Me aprieto contra su cuerpo. Su erección vuelve a rozarme el muslo, y esta vez noto cierta humedad. Me pone muchísimo que Héctor se moje como yo. Me engancho a su cuello de nuevo y lo beso con pasión. Gime en mi boca. Bajo las manos hasta su trasero y se lo apretujo por encima del pijama. Duro. Rotundo. Lo adoro.
—Eres perfecta…
—Qué va… —me río.
—Perfecta para mí.
—Entonces me vale.
Mete la mano por debajo de mi camiseta y me roza el vientre con delicadeza. Se me pone la piel de gallina. Sus dedos suben hasta el borde de mis pechos, pero no llegan a tocarlos; después bajan hasta el límite de mis braguitas, pero tampoco van más allá. Me excito con cada uno de sus suspiros.
Lo ayudo a deshacerse del pantalón y él hace lo mismo con el mío. Acto seguido son nuestras camisetas las que caen al suelo. Héctor arrima la cara a mis senos y se pone a juguetear con ellos. Acaricia uno con una mano mientras que lame el pezón del otro. Le revuelvo el pelo, y me siento flotar con cada uno de esos pequeños y suaves mordisquitos que me da. Cuando baja la otra mano hasta mi sexo me encuentra totalmente mojada, preparada para él. Presiona el centro con uno de sus dedos, arrancándome un gemido. A continuación lo introduce y hace círculos con él. Mi vientre se estremece. En cuanto roza mi clítoris doy un respingo. Estoy tan sensible, tan excitada, tan llena de ganas de él… Me lo frota suavemente sin retirar el dedo de mi interior.
—Otro… —le pido.
Un segundo dedo se mete en mí. Héctor aprovecha para beberse mis gemidos. Me besa con ardor y, a la vez, con delicadeza. El roce de su lengua con la mía, en mis dientes, buscándome y encontrándome, hace que pierda la razón. Bajo una mano hasta su erección y se la cojo. Deja escapar un jadeo. Nos masturbamos al mismo tiempo, al mismo ritmo y exactamente con la misma ternura.
—Tus manos hacen milagros, mi aburrida —exhala en mis labios.
Aumenta la velocidad de los dedos, y aprieto su pene en respuesta. Vibra en mis dedos y eso me excita aún más. Algo se desata en mi interior y pocos segundos después me dejo ir en su mano. No se ha corrido, pero, de inmediato, se coloca sobre mí y tantea mi entrada. Continúo perfectamente preparada para él. Mi humedad se mezcla con la suya cuando entra. Gimo. Héctor también. Ambos nos movemos, entre jadeos y miradas. Me hace el amor con todo el cariño, la pasión y la ternura que guarda en su corazón.
—Te quiero tanto, Melissa… —susurra con voz temblorosa—. Voy a demostrártelo cada día como te prometí. Soy tan feliz contigo… Jamás pensé que existiría un sentimiento así.
Lo rodeo con mis brazos y clavo los talones en su trasero. Acelera los movimientos, sin abandonar la suavidad. Apoya una mano en mi mejilla, y continúa entrando y saliendo de mí de esa forma tan dulce. Tiene la boca entreabierta y la mirada oscurecida por el deseo y la excitación. Verlo así me provoca un pinchazo en el corazón.
De un momento a otro tendré otro orgasmo. Con Héctor siempre soy capaz de llegar, de cualquier manera, en cualquier postura. A veces pienso que simplemente con su excitante voz podría balancearme en las estrellas.
Pega el rostro a mi mejilla. Sus labios entreabiertos me la rozan, y cierro los ojos con la sensación de que brillo e ilumino la oscuridad de la habitación. Da unas cuantas sacudidas más y, al cabo de unos segundos, me llena. Mi sexo, que ha advertido su llegada, se contrae. Me contoneo bajo su cuerpo con la intención de que no se detenga, pues estoy a punto de alcanzarlo yo también. Comprende mis movimientos y continúa con los suyos hasta que vuelvo a abrirme a él. Los gemidos escapan de nuestras gargantas, chocan contra las paredes y reverberan en ellas. Nos quedamos unos minutos en esa postura. El peso del cuerpo de Héctor sobre el mío me hace comprender que estoy viva y que quiero que sea así durante muchísimo tiempo, para poder disfrutar de él millones de noches… y unas cuantas más. Al cabo de un rato se separa de mí y se acuesta a mi lado. Me pongo de espaldas a él para que me abrace. Una de sus manos se coloca en mi vientre, como tantas noches.
—Eres mi perdición y mi bendición, Melissa —me susurra con voz adormilada.
Me revuelvo un poco hasta encontrar la postura más cómoda. Cierro los ojos dispuesta a dormirme, aún con la maravillosa sensación del orgasmo en mi piel, y con las palabras de Héctor grabadas en el pecho.
Sin embargo, las palabras de la Naima de la pesadilla regresan a mi mente y acaban desvelándome.
—¡Melissa!
Julio se lanza a mis brazos, y trastabillo unos pasos hacia atrás. ¡Madre mía, con qué euforia me saluda este hombre! Mi antiguo jefe se separa de mí y me da dos besos, uno en cada mejilla, con un cariño que me provoca un nudo en el estómago. Hasta ahora no había reparado en que, en cierto modo, añoro la oficina. Al menos aquí me distraía.
Los compañeros se acercan, me estrechan la mano, me besan, me preguntan por mí, por Héctor y por las novelas. No hago más que sonreír y explicarles lo bien que me va, aunque no sea cierto del todo. Pero reconozco que, delante de esta gente con la que ya no tengo contacto, no es tan difícil mentir.
—Bueno, chica, me parece que te estás haciendo famosa a pasos agigantados —me dice Julio mientras me acompaña a su despacho para que charlemos con tranquilidad.
—Qué va… Además, éste es un mundo en el que un día estás en la cima y al siguiente te caes —respondo sin borrar la sonrisa.
—¡Ya iba siendo hora de que nos visitaras! A Héctor lo he visto en alguna ocasión, pero a ti… Hija mía, te ha costado venir, ¿eh?
Julio se echa a reír y me da unas palmaditas en la mejilla. Entramos en su despacho, que siempre ha sido muy elegante, con un aroma a madera que me encanta, y pide a su secretaria que nos traiga unos cafés y unos bollos.
—Ya me comentó Héctor que estás pensando en jubilarte —le digo cruzando una pierna sobre la otra. Apoyo las manos en la rodilla de arriba y lo miro sonriente.
—Me hago viejo, Melissa. —Me observa por encima de las gafas, un poco serio.
—No digas eso. Estás la mar de bien —lo halago. Pero lo cierto es que sí está un poco más avejentado desde la última vez que lo vi. Supongo que el tiempo pasa factura a todos.
—Si Héctor estuviera aquí, no tendría ninguna duda —continúa, quitándose las gafas y depositándolas sobre la mesa—. Pero me hallo en una situación complicada. Tengo que elegir bien, y aún no sé a quién dejar en este cargo. Si hubiera tenido hijos…
—Bueno, no es culpa tuya. —Fuerzo una sonrisa. Su mujer jamás pudo concebir y eso la llevó a coger una depresión que casi terminó con su matrimonio. Nunca adoptaron, por más que él insistió.
—Hablando de hijos… —Se le ilumina la cara de repente y me sonríe con picardía. Sé a lo que se refiere.
—Toda una sorpresa, ¿verdad? —Me echo a reír.
—Y lo contenta que está ella… —Julio mueve la cabeza como si aún no se lo creyera, pero se le nota que está feliz por Dania—. Se pasa las pausas contándonos sus planes y pensando el nombre que le pondrá. Estoy seguro de que será una mamá estupenda.
—Y yo. No me cabe ninguna duda. —Asiento con la cabeza. No sé si mi amiga le habrá contado que va a ser madre soltera. Sé que se tienen mucha confianza, pero ignoro hasta qué punto.
—Me comentó Héctor que tu hermana también espera un bebé —dice Julio en el momento en que la secretaria nos trae sendos cafés y un platito con galletas de mantequilla.
Me inclino hacia delante y cojo una.
—Pues sí. Otra que está que se le cae la baba —respondo limpiándome las miguitas del regazo.
—Lo mismo te pasará a ti, ¿no? ¡Que vas a ser tía por partida doble! —Julio sonríe con la mirada al tiempo que da un sorbo a su café.
Media hora después me acompaña hasta los ascensores para despedirse de mí. Me acoge entre los brazos y me da otro emotivo abrazo que me crea un nudo en la garganta. Al separarnos descubro que él también tiene los ojos brillantes. Le cojo una mano y se la aprieto.
—Vamos, Julio, ¡no nos pongamos a llorar aquí!
—Fuisteis dos de mis mejores empleados —me dice con una voz un tanto temblorosa. Otra de sus palmaditas en mi mejilla—. Sabes que aprecio a Héctor como a un hijo y que a ti te tengo mucho cariño. Me siento un poco Celestina… Vuestra historia de amor se fraguó aquí.
Río con sus ocurrencias. Asiento con la cabeza y le doy otro abrazo.
—Siento que no podamos comer juntos, pero el negocio me reclama.
—No te preocupes. De todas formas quería ir a mirar unas cositas. —Le sonrío para que sepa que no me molesta—. Por cierto, no he visto a Dania por aquí… ¿Dónde está?
—Es su hora de la comida. —Echa un vistazo a su reloj—. Tú también deberías estar comiendo ya —me regaña como un padre preocupado.
—Ahora me compraré algo por ahí. —Reparo en que casi son las dos. Creo que me quedaré por el centro a comer porque no he dejado nada preparado en casa—. Prometo volver a visitaros pronto.
—¡A ver si es verdad! —Julio se marcha por el pasillo en dirección a su despacho.
Entro en el ascensor y decido ir a la cafetería. No sé si Dania estará ahí, pero por intentarlo que no quede. En cuanto me asomo por la puerta vislumbro al fondo su cabello del color del atardecer. Hay unas cuantas mesas ocupadas, aunque deben de ser de las otras oficinas porque no reconozco a nadie. Me acerco con sigilo para que no me descubra y le tapo los ojos. Mi amiga da un respingo y, en cuanto se levanta, me da un abrazo quebrantahuesos de esos suyos.
—¡Mel! Pero ¿qué haces aquí?
—Pues ya ves. Vine a charlar con Julio.
Llevo una mano hasta su vientre, que ya no está plano. Aun así, el embarazo no se le nota tanto como a mi hermana, que está enorme.
—¿Te ha dicho lo orgulloso que está de esto? —Dania también se toca la panza—. Como si fuera realmente el abuelo.
—Exagerada, ¡que no es tan mayor!
—¿Que no? Sabes perfectamente que podría serlo.
Me fijo en ella con un rápido vistazo. Su forma de vestir es la misma, y eso es lo que más me gusta porque no quiero que nada ni nadie cambie a mi querida Dania. Lo que le noto es que está mucho más radiante.
—¿Te ha contado Ana que estoy yendo a la misma clínica que ella? —Se lleva una cucharada de yogur a la boca.
—Sí que os ha dado fuerte con lo de los médicos privados —le digo echándome a reír.
—Anda que no está bueno el de cabecera…
—No me digas que vas por eso. —Muevo la cabeza con una sonrisa cada vez más ancha.
—Oye, que no. Que he cambiado —responde como si le molestara.
—Si es que no quiero que cambies… —Le acaricio la mejilla, algo que se ve que le sorprende porque me mira con los ojos muy abiertos.
—Y tú, ¿cómo estás? Pareces cansada. —Se termina el yogur y lo deja sobre su plato vacío.
—Un poco sí. Últimamente estoy durmiendo mal. Y soñando… —Recalco esa última palabra al tiempo que la miro fijamente.
—¿Otra vez con eso?
Asiento con la cabeza. Apoyo la barbilla en una mano y jugueteo con la cucharita que Dania ha dejado en la mesa.
—Pero bueno, son tonterías. Ya se me pasará.
—No sé realmente cuánto de tonterías tiene —dice negando con la cabeza y expresión preocupada.
Al mirarla a los ojos se me ocurre contarle el encuentro que tuve en El Corte Inglés con el hombre del traje. Sin embargo, sin comprender muy bien los motivos, me callo como si fuera un oscuro secreto y algo en mí se despierta al recordar las palabras de Naima. Dania estudia mi rostro esperando que le diga algo, pero bajo la vista en dirección a la mesa e intento cambiar de tema. No me sale ninguna palabra.
—¿Estás bien?
—Tengo que irme. —Me levanto de súbito, casi tirando la silla al suelo. Dania me mira asombrada, por lo que trato de disimular—. Es que tengo un hambre…
—¿Por qué no comes aquí? —Saca el móvil del bolsillo de su chaquetita de lana y chasquea la lengua—. ¡Vaya…! Tengo que volver ya al despacho.
—Tranquila, que me compraré algo por el centro. —Le doy dos besos rápidos y un achuchón que recibe con una risita.
—Por cierto… —empieza. La miro con atención y esboza una sonrisa picarona—. He estado mandándome bastantes mensajes con Diego.
—Eso está muy bien, ¿no?
—Me ha propuesto que salgamos a cenar juntos en San Valentín. —Hace un mohín con los labios, pensativa—. ¿Crees que es una buena idea? No somos pareja, y es menor que yo.
—¿Y…?
—Bueno, en realidad ya le he dicho que sí. —Se echa a reír cuando le doy un golpecito en el brazo—. ¡A ver si quedamos los cuatro! ¡Sería menos incómodo! —exclama mientras me dirijo a la salida de la cafetería.
—¡No puedo! Héctor me ha preparado una sorpresa —digo con la cabeza ladeada—. ¿Desde cuándo algo es incómodo para ti? ¡Otro día quedamos!
Y no sé aún muy bien por qué, pero salgo a toda prisa de la cafetería y entro en el ascensor. En cuanto llego a la planta baja, pido al portero mi paraguas. Al salir a la calle suelto un suspiro exacerbado: llueve a cántaros y odio caminar por ahí así. No obstante, mis pasos me llevan a una zona que no conozco muy bien. Los pies se encaminan a la dirección escrita en el papel que robé hace unos días. «¿Qué coño estás haciendo, Mel?», me pregunta la voz odiosa. No le contesto porque realmente no lo sé. Es como un presentimiento, unas agujitas que me pinchan en el pecho. Quiero encontrarlo. Entender por qué me llamó Naima.
Con las botas y el pantalón empapados, llego al lugar. Está en una zona bastante apartada, con numerosas empresas y almacenes. ¿Así que esta dirección es la de su lugar de trabajo?
El corazón empieza a palpitarme como un loco cuando alguien sale del edificio. Se trata de un hombre que no conozco, pero me ha asustado. Me alejo un poco de la puerta, aunque no me marcho. Merodeo como una vulgar acosadora, con el paraguas en la mano, toda calada. «¿Por qué cojones has tenido que pensar en él?», me suelta la vocecilla pesada. Inconscientemente, vuelve a mí lo que Naima me dijo en el sueño, eso de que busque respuestas que no me gustarán. Respuestas que únicamente puede darme ese hombre. Al menos eso es lo que me gritan las agujas que noto en el pecho.
¿Qué estoy esperando? Si quizá él ni siquiera esté aquí. Y además, si se diera el caso, ¿qué iba a hacer? Me rasco el cuello con insistencia, presa de un súbito picor a causa de los nervios. Me paso unos quince minutos bajo la lluvia. Al final empieza a escampar, y no ha salido nadie más del edificio. Voy a tener que irme porque parezco una tonta paseando por este lugar. Un par de trabajadores de un almacén cercano se me han quedado mirando desde el interior. Noto una sensación de tremenda desilusión. ¿Estoy loca o qué? Es mejor que no lo haya visto porque, total, ¿qué le habría dicho? «Hola, mira… Quiero saber de qué conoces a Naima porque esa mujer se aparece en mis sueños». Me echo a reír sola, sacudiendo la cabeza y regañándome a mí misma. Qué estúpida idea la de haber venido hasta aquí. ¿Por qué tengo que ser tan obsesiva con todo?
Me doy la vuelta dispuesta a marcharme y, como ando un poco despistada, un joven que va rapidísimo choca contra mí, propinándome un tremendo golpe en el hombro. Se me cae el paraguas al suelo y no puedo evitar un gemido de dolor.
—¡Mira por dónde vas, gilipollas! —me suelta el chaval con toda su jeta.
Estoy a punto de cantarle las cuarenta, pero alguien se me adelanta.
—¿No crees que deberías disculparte con la señorita?
Una voz masculina que, en pocos segundos, me hace temblar toda. Una voz que desprende seguridad y algo de amenaza. Ni siquiera me doy la vuelta. Lo que debería hacer es marcharme.
Oigo murmurar algo al chaval, pero el zumbido que ha aparecido en mi cabeza no me deja entender nada. Como a cámara lenta, me agacho para recoger el paraguas. Y entonces, cuando lo rozo, es otra mano la que toca la mía. Me quedo con la mirada fija en esas bonitas uñas masculinas y en esos dedos largos y finos. Permito que sea él quien coja el paraguas mientras me levanto, esta vez con los ojos clavados en sus zapatos, de aspecto carísimo.
—¿Se encuentra bien? —Me está hablando y sé que también me mira, pero yo no quiero hacerlo.
Sin embargo, al fin alzo el rostro y dirijo mis ojos a los suyos.
Esa mirada fría, dura y burlona me hace trastabillar. Es como si me reconociera, como si supiera quién soy. Y, en cierto modo, estoy segura de que está pensando en otra mujer.