24

Madre de Dios, ¡mirad cómo me sudan las tetas! —exclama Dania como si no hubiera nadie más alrededor.

Unos chavales de unos veinte años sentados a la mesa de al lado se echan a reír y comentan algo sobre una MQMF.

—¿Qué leches es MQMF? —pregunta Héctor a los presentes.

Todos nos encogemos de hombros menos Diego, que pone mala cara. Se vuelve hacia los chicos y les pregunta:

—¿Tenéis algún problema?

Se quedan pasmados y luego alzan las manos y niegan con las cabezas. Al cabo de unos minutos ya han pagado y se han largado. Creo que ninguno entendemos nada de lo que ha ocurrido porque estamos intercambiando miradas de soslayo. Dania, por su parte, está riéndose por lo bajito.

—Pero ¿qué pasa? —quiere saber Héctor con una sonrisa.

—Pues que esas iniciales significan Madre Que Me Follaría —responde Diego con cara de asco.

Y, sin poder evitarlo, nos echamos a reír. Dania también deja de disimular y se une a nuestras carcajadas. Al principio Diego nos mira con los ojos muy abiertos, hasta que al final también se parte el culo como todos.

—¿Cómo es que sabes eso? ¿Es la nueva jerga juvenil? —pregunta mi hermana, muy sorprendida y un tanto escandalizada.

—Estás un poco anticuada, cuñada —la pica Héctor con una sonrisita.

—¿Perdona? ¿Me lo dice el que se pone esas chaquetas de viejuno? —Se vuelve hacia él con una ceja enarcada.

—¡Eh, que a mí me gustan sus chaquetas! —intervengo agarrándole uno de los botones.

—Ahora que me acuerdo, eso de Madre Que Me Follaría viene de la peli esa de American Pie, ¿no? —dice Aarón en ese momento con su cerveza en la mano.

—¡Hostia, sí! —exclamo toda emocionada. ¡Madre mía, pero si la vi un montón de veces cuando era adolescente! Era una de esas pelis que a Germán no le llamaban mucho la atención y a mí, en cambio, me encantaban.

—¡Yo también la he visto! Tiene ya un montón de años. —Félix se ha apuntado a la conversación. No me lo imagino viendo ese tipo de películas.

—Pues yo no me acuerdo. —Mi hermana se encoge de hombros y se acaricia la panza.

—Joder, pues yo me meaba de la risa —continúa Aarón moviendo la cabeza con una sonrisita en los labios—. ¿Os acordáis de que eso de Madre Que Me Follaría venía a cuento de que el personaje más tonto se ligaba a la madre del macarra?

—¡Una de las mejores escenas! —Félix apunta a Aarón con un dedo, todo emocionado. Ya se le ha subido a la cabeza la media cañita que se ha tomado—. Se la tiraba con la canción de Mr. Robinson de fondo.

—¿Se la tiraba? —Mi hermana se pone blanca y lo mira con los ojos como platos.

—Es un sinónimo de follar, Anita —me meto con ella.

—Hay que reconocer que esos chavales tenían razón —opina Aarón, llamando la atención de todos nosotros—. En esta mesa hay dos MQMF.

—¡Y son nuestras MQMF! —exclama Diego señalándose a sí mismo y a Félix.

Veo que Aarón va a abrir la boca, pero al final se calla. Leñe, qué susto, pensaba que iba a decir algo referente a que se había acostado con Dania (bueno, supongo que Diego lo sabrá) o que había tonteado con Ana (y esto no lo sabe Félix, sólo faltaría que se fastidiara la tarde tan buena que estamos pasando).

Observo a mis amigos y sonrío. Dania y Diego están dándose un piquito, Félix y Ana discuten por el «vocablo malsonante» que ha dicho él, y Aarón escribe algo en el móvil, supongo que preocupado porque Alice está tardando un poquito. En ese momento Héctor me coge de la mano y arrima el rostro a mí para hablarme.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Por supuesto. Cuando estamos todos juntos me siento muy feliz.

—Yo también. —Me da un beso en una mejilla y sonrío.

—Has tenido una idea estupenda. —Le acaricio la barbilla—. Aún no sé cómo hemos podido venir todos, con lo que nos costaba últimamente.

—Me apetece ir al cine —dice Dania de repente. Da un enorme lametón a su helado. Menos mal que no están los chavales de antes—. ¿Y a vosotros?

—¡La verdad es que sí! —Diego se muestra muy conforme con lo que ella propone. ¡Ay, madre, el amor…!

—¿Qué pelis hay en la cartelera? Busca en tu móvil, porfa —le pide.

En ese momento Aarón da un brinco en su asiento. Me vuelvo hacia donde mira y descubro a Alice con sus dos hijos. La pobre viene casi corriendo, pero parece estar bien. Él se levanta y va a su encuentro. Se dispone a besarla en los labios, pero al bajar la vista hacia el niño cambia de opinión y lo hace en la mejilla. Ella sonríe con dulzura y después nos saluda alzando la barbilla.

Tras las presentaciones, Ana está como loca con los chiquillos. No deja ni respirar a Javi, el niño, que tan sólo responde con gruñidos o monosílabos hasta que mi hermana le pregunta si quiere un cucurucho de chocolate. Al cabo de media hora se lo ha camelado. Luego los dos nenes nos abandonan para ir a corretear por la plazuela, bajo la atenta mirada de su madre.

—Lo siento —se disculpa—. Está un poco revoltoso últimamente.

—No pasa nada. —Ana sacude la mano, restándole importancia—. Si es monísimo.

—¿Verdad que es bonito vivir un embarazo? —pregunta Alice a Dania y a Ana.

—Es maravilloso —responde la primera con una sonrisa en sus labios rosáceos.

Diego la coge de la mano y posa la otra en su vientre. Noto un molesto pinchazo en el corazón. ¿Por qué siento que Héctor y yo, a pesar de todo lo que hemos vivido, no estamos en la misma situación?

—Y vosotros, ¿cuándo? —nos pregunta entonces.

Me quedo callada, sin saber qué contestar, pero no lo necesito porque Héctor lo hace por mí.

—Quizá pronto. Después de casarnos podríamos ponernos a ello… —Lo ha dicho mirándome a los ojos fijamente y después me ha besado el dorso de la mano. Lo único que hago es sonreír.

—¡Claro que sí! ¡Quiero ser tía! —chilla Ana—. ¡Cuánto me habría gustado estar embarazadas a la vez! Habrían jugado juntos los primitos.

—Sí, hombre.

—¡Habría sido genial parir las tres a una! —Ahora es Dania la que berrea.

Como se ponen a hablar con Alice sobre embarazos, pañales, pipís, lloriqueos por la noche y unas cuantas cosas más que todavía no entiendo, aparto la atención de ellas y la deposito en los hombres, que están hablando de fútbol. Por Dios, menudo aburrimiento.

—Oigan, que voy al baño —les aviso al cabo de unos cinco minutos de cháchara incomprensible.

Apenas me hacen caso, tan sólo Héctor me guiña un ojo. Me levanto con cuidado para que no se me suba la falda y me encamino al aseo. Cuando estoy en él, inclinada hacia delante, me doy cuenta de que voy un poquillo contentilla. Normal, después de tres dobles y sin haber comido mucho a mediodía, como para no estarlo. Tras mi infructuosa visita al piso de Aarón, he vuelto al mío y me he dedicado a dar vueltas a la cabeza mientras miraba la foto. Qué maravilla, ¿eh?

Cagoentó —protesto al descubrir que no hay papel.

Atrapo el bolso del suelo y rebusco en él. Me queda un pañuelo en el paquetito. Sin embargo, parece que se ha acabado la buena suerte porque, cuando salgo del aseo, descubro una figura familiar apoyada en la barra. El corazón me da un vuelco, se me escapa el aire y no puedo atraparlo. Una mujer se acerca a donde estoy, supongo que con la intención de entrar en el baño, pero doy un par de pasos hacia atrás y vuelvo a entrar en él.

Ay, Dios, ¿qué hago? No puedo pasarme toda la tarde aquí, esperando a que él se marche. Me están esperando fuera y, por si fuera poco, hay una persona que quiere entrar aquí. Me acerco al espejo y observo mi rostro inquieto. Suelto un gruñido, maldigo unas cuantas veces y me revuelvo el pelo sin poder contener el nerviosismo y el cabreo. Bueno, Mel, ¿no era esto lo que querías? ¿No necesitabas algo que volviera a ponerlo en tu camino sin tener que ser tú quien contactara con él?

Mi mente se pone a montar historias, a imaginarse que me ha seguido… o qué sé yo. ¿Qué hace él en un lugar como éste? No le pega para nada. Joder, ¿y si Héctor lo ha visto? Suelto otro gemido de exasperación.

—¿Perdone?

La mujer que espera fuera está llamando a la puerta. No puedo quedarme aquí dentro más rato, al final pensarán mal o creerán que me ha pasado algo. Lanzo otra mirada a la imagen que me devuelve el espejo, cojo aire, lo suelto y me doy la vuelta para abrir la puerta. «Venga, Mel, si aún te queda un poquito más de suerte, quizá ya se haya marchado… o puedes pasar sin que te vea».

—¿Está usted bien? —me pregunta la señora cuando salgo.

—Sí, lo siento —me disculpo al tiempo que agacho la cabeza.

Asiente y entra en el baño. Me coloco el pelo por delante del rostro para ocultármelo. Pero entonces… otro vuelco en el corazón.

Él ya no está en la barra, sino unos pasos delante de mí, apoyado al lado de la puerta del aseo de los hombres. Me mira con esa mirada burlona que me hace temblar. Hemos empezado a jugar de nuevo. Podría pasar por delante sin dirigirle la palabra. ¿Qué haría él? ¿Y si simplemente le digo «hola»? ¿Qué ocurriría? No obstante, antes de que pueda decidirme se acerca un poco más, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones negros de vestir. Arriba tan sólo lleva una camisa azul que resalta el color de sus ojos. Las otras veces iba muchísimo más arreglado, pero, a pesar de todo, es alguien que destaca mucho en un barucho como éste. Quizá por esa aura que desprende. Quizá por sus andares felinos. Quizá por esa mirada que hace que te quedes clavada en el suelo.

—Vaya, qué casualidad encontrarte por aquí —dice a modo de saludo con el labio superior curvado en un gesto socarrón.

—Las casualidades no existen —respondo, repitiendo lo que me dijo una vez. Me fijo en que sus ojos se tornan más oscuros.

—¿Cómo estás? —me pregunta en tono bajo y con voz ronca.

Echo un vistazo de reojo hacia el bar, con miedo de que Héctor entre en cualquier momento y me encuentre con este hombre. No puedo ni imaginar lo que sucedería.

—Tengo que irme. Me están esperando.

Alargo los brazos para hacerlo a un lado, pero me corta el paso. Alzo la cabeza, topándome con su penetrante mirada, y no puedo evitar que un escalofrío me recorra la espalda.

—¿Por qué tanta prisa? —Sus ojos están posados en el anillo que Héctor me regaló. Me apresuro a ocultar la mano.

—¿Me has seguido? —se me ocurre preguntar de repente, y enseguida me arrepiento.

Arquea una ceja, abriendo los ojos en ese gesto tan característico suyo.

—No eres tan importante —murmura. Se ha puesto serio. ¿Lo he cabreado? Ojalá sea así para que me deje pasar. Pero entonces añade—: He venido con alguien.

—¿Una mujer? —Dios mío, pero ¿por qué le estoy preguntando esto? ¡Si a mí realmente no me importa nada su compañía!

Vuelve a dibujar esa sonrisa. En esta ocasión no es burlona, pero sí puedo atisbar en ella algo de orgullo. Se imaginará cosas que no son, y no puedo permitirlo, me digo, aunque ni siquiera tengo claro qué pretende.

—Un cliente.

—No te va nada estar aquí. —Se me escapa lo que he pensado antes. ¿Por qué estoy hablando con él como si nuestra relación fuera normal?

—¿En serio? —Saca las manos de los bolsillos y apoya una en la pared con una expresión relajada—. ¿Y qué crees tú que es lo que me va? —Lo ha dicho en un tono de voz que provoca que me sonroje.

Noto lo mucho que me arden las mejillas y aún me avergüenzo más cuando, sin previo aviso, toca mi piel. Apenas un leve roce, una milésima de segundo, pero ahí ha estado. Me echo hacia atrás. La mujer sale del baño en ese momento y me pide que me aparte. Al pasar por nuestro lado se nos queda mirando con curiosidad. Susurro unas disculpas y, al instante, volvemos a estar solos.

—Quería decir que… Bueno, pensaba que frecuentarías otro tipo de lugares. Más sofisticados.

—¿Me consideras un pijo engreído? —me pregunta en tono divertido, algo que me sorprende porque siempre se ha mostrado muy comedido.

—No es eso… Yo…

—Sólo tengo dinero. ¿Y? ¿Qué es el dinero? —Sé que continúa mirándome fijamente aunque he agachado la cabeza. Sus ojos se deslizan por todo mi cuerpo, por el que voy notando un incomprensible ardor—. Me gusta beberme un buen vaso de cerveza en un bar como éste. Me acerca a ella, ¿sabes? —Alzo la cabeza en cuanto la menciona—. Yo quería a Naima. Le gustaban estos lugares. A mí también. Me encantaba tomar una cerveza en una terraza con ella y reírnos. Reírnos hasta que nos dolían las comisuras de la boca.

—¿Por qué siempre que nos encontramos tenemos que hablar de ella? —pregunto con un hilo de voz.

—¿De qué más podríamos hablar? Es Naima la que nos ha unido, ¿no? —Otra vez ese tono cargado de segundas intenciones.

«Unido». Me mareo unos instantes, así que me apoyo en la pared y me abanico con una mano aunque, por supuesto, no me da aire ninguno. Ian hace amago de acercarse a mí, pero levanto el dedo avisándole de que no es buena idea.

—Mis amigos están ahí fuera. Él también. ¿Te ha visto? —Lo miro con ojos suplicantes.

Se queda callado unos segundos. Mi corazón palpita tan fuerte que creo que me explotará en el pecho. Al fin, niega con la cabeza.

—Hay dos entradas en este bar. No nos hemos encontrado.

—Entonces no lo estropees.

—¿Crees que me apetece ver su cara? —Lo ha dicho de una forma tan despectiva que me asusto.

—Estoy pasándomelo bien con mis amigos. Por favor… —le suplico. Soy patética—. Déjame pasar.

—¿Viste el correo?

La boca se me seca y el estómago se me revuelve. Sólo con pensar en lo que hacían, en la relación que los unía, me pongo enferma. Me muerdo el labio inferior, con lo que rápidamente comprende que sí lo he hecho. Su mirada se oscurece.

—¿Y bien? ¿Por qué no me has contestado? —Y lo ha dicho como si estuviera ofendido, algo que hace que me enfade a mi vez.

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

—Me acusaste de mentiroso, y te dije que podía darte pruebas. Ahí las tienes. Creo que ahora merezco mi recompensa, ¿no?

—¿Tu recompensa? —Me quedo estupefacta. ¿A qué recompensa se refiere?

—Te pedí que me escucharas. —Su tono de voz cada vez es más duro y estoy deseando salir de aquí—. ¿Sabes? No tengo nada que perder con todo esto, porque ya lo perdí. Pero tú… Podrías evitarte mucho sufrimiento.

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué siempre tienes que hablar con acertijos? —lo acuso, frustrada.

No contesta, tan sólo me mira con los ojos entrecerrados y, al fin, replica:

—Este viernes. A las ocho. Quedamos donde elijas. Te mostraré cosas. Te daré todas las respuestas que estás buscando. Me lo niegas, pero todo tu cuerpo me deja claro que necesitas saber, que no puedes vivir con esas dudas que te atormentan. —Calla durante unos segundos para coger aire—. Si no acudes, te dejaré en paz. Lo prometo.

—Yo…

—A veces las personas no son lo que nos muestran —me susurra al oído, paralizándome.

Y se marcha por el pasillo. Me deja sola, con la sensación de que toda yo huelo a su fragancia. Héctor va a darse cuenta enseguida de que he estado con alguien; es más, sabrá que es él porque reconocerá su aroma. Entro corriendo en el baño, me lavo las manos, la cara, me echo un poco de desodorante que llevo en el bolso. El corazón no deja de latirme con una fuerza tremenda.

Una vez que salgo y cruzo el bar lo descubro sentado a una de las mesas más ocultas con otro hombre que parece mayor. Agacho la cabeza para no mirar, para escapar de sus ojos, pero no lo consigo. Me persiguen hasta que abandono el bar. Fuera brilla el sol y todo parece haber sido una pesadilla.

Cuando me siento con mis amigos se me quedan mirando con preocupación. Supongo que tengo una cara terrible. Héctor me agarra de las manos y me pregunta:

—Mel, ¿qué te ocurre?

Y, de repente, me echo a llorar. Ana suelta un gritito, asustada, y los demás se quedan callados mientras Héctor me abraza y tiemblo sobre su pecho.

—Nada… Es que… me he quedado encerrada en el baño y… lo he pasado fatal —digo limpiándome las lágrimas. Mentirosa.

—¿Por qué no nos has llamado? —me pregunta Dania, y chasquea la lengua.

—No… no tenía cobertura.

—Bueno, la cuestión es que estás bien, ¿no? —Héctor me seca el resto de las lágrimas—. Y estás aquí, ¿verdad? —Esboza una de sus hermosas sonrisas. Tan dulce, tan impregnada de amor.

De nuevo me entran unas tremendas ganas de llorar, y me culpo a mí misma por repetir una y otra vez en mi mente la frase que me ha dicho Ian: «A veces las personas no son lo que nos muestran».

¿De verdad éste no es el auténtico Héctor?

¿Acaso soy yo quien está cambiando por completo? ¿Quién es esta mujer que miente descaradamente?