16

Viernes. Oscuro, frío, lluvioso. En las calles tan sólo hay transeúntes que deben cumplir con sus obligaciones. Ayer, mientras trataba de terminar un capítulo de la novela sin mucho éxito (la editora está que se tira de los pelos, y cada vez me siento más avergonzada), se me ocurrió quedar con mis amigos tal como hacíamos antes. Necesitaba apartarme de la oscuridad del despacho; echarnos unas risas, cotillear, soñar con el futuro. Todos los cambios que nos han llegado tan de repente me han trastocado. Sé que puede sonar a niñata, a inmadura, porque la vida continuamente está modificándose, y hay que evolucionar y no quedarse anclada al pasado, pero lo único que necesito es darme cuenta de que están ahí. Al final sólo he podido quedar con Dania y con Aarón porque Ana come con Félix en casa de sus suegros y Héctor tiene una comida de negocios.

Así que aquí estoy, solita ante la mesa más arrinconada que da a la calle, observando la lluvia que cae tras el cristal y estudiando el aire taciturno de los transeúntes. «Caminar bajo la lluvia es propio de personas con un corazón atormentado». Dios, cómo me gustaría desconectar la mente, poseer un mando a distancia que, con tan sólo un clic, me permitiera apagar todos esos pensamientos indeseables. ¿Por qué los seres humanos tenemos esa manía de dar vueltas a todo aquello que no debemos, de traer a la memoria acontecimientos, escenas, palabras y detalles que tan sólo nos provocan desazón? Hace un tiempo apunté en uno de mis cuadernos una frase de una película que me caló muy hondo y que ahora no puedo evitar recordar: «El pasado sólo es una historia que nos contamos a nosotros mismos».

El estómago me gruñe. Es la tercera vez que lo oigo desde que he entrado en la hamburguesería. Huele demasiado bien y me muero de hambre. ¿Cuándo van a llegar? Mientras pienso en lo que pediré, por el rabillo del ojo veo una figura familiar al otro lado de la calle, esperando en el semáforo. Es Dania con un abrigo verde oscuro casi hasta las rodillas y unas preciosas botas de color negro. Está volviéndose muy estilosa, y ese pensamiento me hace sonreír. Mientras camina hacia aquí, con el paraguas en una mano y con la otra alzada a modo de saludo, rememoro esa canción de Nancy Sinatra tan pegadiza. «These boots are made for walking and that’s just what they’ll do…». («Estas botas están hechas para caminar y eso es justo lo que van a hacer…»).

Segundos después la tengo a mi lado, inclinada para darme un beso. Echa un vistazo a las sillas vacías.

—¿Y éste? —pregunta refiriéndose a Aarón.

—No lo sé, Nancy.

—¿Qué? —Parpadea sin entender a qué me refiero. Sonrío y le señalo las botas. Como continúa sin pillar la bromita, le tarareo la cancioncilla hasta que se une a mis risas—. ¿Te gustan? Las vi en un escaparate y no pude controlarme. —Deja el paraguas colgado de la silla—. ¿No ha enviado Aarón ningún mensaje ni nada? —Hace amago de sacar el móvil, pero niego con la cabeza—. Pues vaya, ¡está convirtiéndose en un impuntual! —Sacude su cabello encrespado por la humedad y se quita el abrigo.

Adoro contemplar su tripa bajo esos jerséis ajustados. Espero a que se siente para interrogarla acerca de la sonrisilla que ilumina su rostro.

—¿Al final hubo buen sexo? —bromeo.

—¡Guarrilla! —Coge una servilleta de papel, hace una bola con ella y me la lanza. La atrapo al vuelo, me encojo de hombros y río. ¡Vamos, a mí no me engaña! Ahora que no se haga la señorita escandalizada—. Me lo pasé tan bien, Mel…

—¡Venga, cuéntame!

—Como el día era tan bonito comimos en una terraza muy coqueta por Ruzafa. Me sabía mal que lo pagara él con su situación, pero al final insistió tanto que tuve que aceptarlo. Y tampoco quería herir su orgullo. —Se detiene un momento y vuelve a sonreír—. Por la tarde paseamos, hablamos muchísimo… —Sus ojos sueltan un destello que me sorprende. Está eufórica, ilusionada. Después de lo que le hizo el traidor de su ex y de lo que le ocurrió con el embarazo, no puedo más que alegrarme—. ¿Sabes? —Agita la mano para llamar mi atención—. Creo que jamás he hablado tanto con alguien. Ni siquiera con… —Calla y hace un gesto de indiferencia—. Bueno, ya sabes. Pero Diego me escucha, se interesa por mi vida, y la verdad es que a mí también me apetece contarle todo.

—Y pensar que esto empezó únicamente con que te gustaba su culo…

—¿Crees que estoy precipitándome? —Me mira asustada—. ¿De verdad estará interesado en mí? Quiero decir, en mí como mujer con su corazón y esas cosas… Ay, tía, que a mí no se me da bien expresarme.

—Tranquila, que te entiendo. —Le dedico una sonrisa—. Sabes que no lo conozco apenas… Seguramente Aarón podrá decirte más que yo. —Jugueteo con la bolita de papel que me ha tirado—. Pero vamos, que creo que Diego es un hombre serio y responsable.

—Es tan joven… Y yo… —Dirige la mirada a su barriga—. Quiero decir, ¿qué es lo que le habrá llamado la atención de mí?

—¿Tú? —Parpadeo sonriendo, haciéndole ver que tiene que valorarse más. ¡La de veces que me dio consejos sobre autoestima y ahora le falta a ella!

—No me refiero a eso, Mel. Es que Diego no es de los que quieren metérmela y ya está. —De repente me mira muy pícara—. Bueno, lo hicimos, pero fue muy especial. Me sentí…

—¿Querida? —le ayudo a terminar. Asiente y se atusa el cabello—. Diego ha visto en ti a la auténtica Dania, a esa que se merece todo el respeto y el amor del mundo —le digo.

Alarga la mano por encima de la mesa. Saco la mía del regazo y se la tiendo. Me la estrecha y sonríe, agradeciéndome todo en silencio.

—Me da un poco de miedo, pero tengo tantas ganas de volver a verlo… —Sonríe al recordar algo—. Y encima no le importa que esté esperando al bebé. Es más, parece ilusionado…

—Quizá la situación con su madre le haya hecho madurar mucho antes y ver la vida de otro modo —opino.

—La antigua Dania, la que era egoísta y alocada, se habría largado corriendo al saber todas las dificultades que tiene. —Me mira como si ella misma no lo creyera—. ¡Pero es que quiero ayudarlo!

—Eso pasa cuando te importa alguien de verdad —le digo, y me saca la lengua—. Tú siempre has sido muy buena persona… aunque te empeñes en no reconocerlo.

Sonríe y, unos segundos después, da un respingo. Se sujeta la barriga y se echa a reír.

—¿Patada?

—Madre mía, cómo se mueve. Estoy segura de que va a ser bailarina.

—¿Es que acaso será una niña? —le pregunto apoyando la barbilla en una mano.

—Es lo que siento.

—Que sepas que estoy cabreada con la tontería esa de mi hermana y tuya de no querer conocer el sexo del bebé. Ahora podrías estar segura de tu premonición. Si estuvierais del mismo tiempo, seguro que pariríais juntas. Qué cansinas —lo digo medio en broma, medio en serio.

No nos da tiempo a comentar nada más porque unos golpecitos en el cristal nos hacen dar un brinco. Aarón nos saluda desde fuera con una sonrisa. Dania suelta un gritito y yo le devuelvo el gesto a nuestro amigo. Cuando llega hasta la mesa me fijo en que no tiene ese aspecto radiante de siempre. La verdad es que lo perdió hace ya algún tiempo, y es algo que no me agrada. Su barba está más descuidada, tiene ojeras oscuras y los ojos apagados. Tanto Dania como yo cruzamos miradas mientras nos saluda con besos.

—¿Qué tal mis bombones?

Sé que está tratando de aparentar ser el mismo Aarón de siempre, pero es imposible engañarnos. Lo conocemos bien. Dania se adelanta a mí, incluso antes de que él se haya despojado de la chaqueta.

—Hijo mío, entre tu cara y la de aquí nuestra amiga escritora… —Me señala con una de sus uñas de color chicle—. ¡Podéis formar parte de un cortejo fúnebre!

Ya que ella no sabe nada de lo acontecido con Alice y mucho menos de mi discusión con Aarón, me limito a forzar una sonrisa al tiempo que él suspira. De inmediato el camarero se acerca para tomarnos los pedidos. Es Dania la única que se decide por una megahamburguesa. Yo, no sé por qué, me noto nerviosa y he perdido el apetito. Aarón, por su parte, tampoco parece tener hambre. Lo observo con intensidad, para que comprenda lo que se me pasa por la cabeza, pero se limita a desviar la vista hacia Dania.

—¿Qué tal tu San Valentín, cariño? —le pregunta ella.

—No hice nada especial. Alice y yo nos quedamos en casa viendo una película.

Quiero preguntarle qué tal van las cosas con el exmarido, pero tengo que morderme la lengua y guardar silencio.

—¿Cómo está? —pregunto al final.

—Bien. —Aarón desvía la vista hacia mí, consciente de que me preocupa la situación. Por unos segundos se muestra ausente, como si quisiera revelarnos algo y no se atreviera. Alargo la mano y la sitúo sobre su brazo, haciéndole saber que estoy aquí, que siempre lo estaré—. Mel —susurra muy débilmente, y esa mirada sombría que me dedica casi se me antoja una llamada de auxilio—. Quería que se viniera a mi piso. Me preocupa… —Jamás había visto a Aarón tan abatido—. Necesito proteger a sus hijos. Son una parte de ella y… ahora de mí. Creo que también los quiero.

—Por supuesto que sí. —Le sonrío, aunque no tengo ganas.

—En mi ático no hay habitación para los niños… No sé, he estado pensando en mudarnos todos juntos a un piso más grande, pero Alice dice que no se siente preparada, que necesita su espacio, y que es mejor que primero los niños se acostumbren a mí. —Se frota la cara con ansiedad—. Y lo entiendo, joder, claro que sí. Pero también siento que no estoy ayudándola en nada.

—Aarón… —Lo he interrumpido porque está poniéndose demasiado nervioso—. Esas cosas no se superan tan fácilmente. —Le froto el brazo con ternura. Me apena mucho verlo así—. Si Alice no se sintiera bien contigo, no intentaría nada, te lo aseguro. Debe de ser difícil para ella abrirse a otro hombre y, aun así, lo está haciendo. Estoy convencida de que le importas.

—Tú lo estás haciendo muy bien, Aarón. —Dania intenta animarlo cogiéndole la otra mano—. ¡En serio! —Lo atrapa de la barbilla y le vuelve la cara hacia ella—. Has sido uno de los hombres que mejor me ha tratado. El otro es Diego. —Hace un mohín gracioso con los labios y consigue que Aarón esboce una débil sonrisa—. Lo que quiero decir es que tú, por mucho que creas que no, sabes cómo tratar a una mujer y, por supuesto, amarla.

—Exacto —coincido, acariciándole la barbita descuidada. Parece un niño al que estamos colmando de atenciones.

El camarero se acerca con nuestras bebidas, interrumpiendo la íntima escena. Sin embargo, continúo con la mano en el brazo de Aarón, y no voy a retirarla hasta que llegue la comida porque el calor de su piel me reconforta, y porque sé que él necesita este contacto.

—No debería haber pedido una Coca-Cola porque estos días tengo unos gases… —Dania da un buen trago a su bebida—. Pero por una no creo que pase nada. Es que echo muchísimo de menos su sabor.

—Mientras no dispares aquí… —bromea Aarón.

Pocos minutos después nos traen la comida, y Dania se lanza sin contemplación alguna a su hamburguesa. Mientras comemos —bueno, mi amiga se zampa lo suyo en menos de cinco minutos—, apenas hablamos y cuando lo hacemos es para comentar las náuseas que Ana tiene últimamente.

—Estoy un poco cagada. ¿Y si me pongo igual? Y encima me ha dicho que le cuesta un montón dormir, que no sabe en qué postura ponerse y que el bebé le da unos patadones que la deja seca. —Dania se limpia la barbilla y pone la servilleta en su plato vacío. A continuación señala el mío—. ¿Puedo cogerte unas patatas?

Le indico con un gesto que es todo suyo. Abre los ojos con sorpresa y luego mira la comida con gula.

—¿No quieres más? —Ladea la cara hacia el plato de Aarón. Bueno, al final él se ha comido media hamburguesa y todas las patatas, que ya es más que lo que yo he picoteado. Aun así, no es nada en comparación con el apetito que nuestro amigo tenía antes—. No quiero que penséis que no me afecta vuestra mala racha. Estoy preocupada, que lo sepáis. Lo que pasa es que no puedo evitar tener un hambre… —Se pone morada de patatas mientras trata de disculparse.

—Tú come, pelirroja. —Aarón le acaricia el pelo.

—Ya sabemos lo que le pasa a Aarón… Pero ¿y a ti, Mel? ¿Y esa cara de mustia?

Suelto un suspiro resignado. Sabía que me tocaría alguna vez. Y, de todos modos, los he llamado porque en el fondo esperaba desahogarme de alguna forma. Dania sabe algo de lo que me sucede. No así Aarón, y tal vez podría explicarle… Al fin y al cabo, yo le he guardado su secreto.

—¿No tuvisteis un buen San Valentín Héctor y tú? —me pregunta mi amiga.

—La verdad es que todo lo que preparó fue maravilloso.

—Entonces no sé qué…

—Fui yo quien no pudo actuar como quería.

—¿Qué quieres decir?

—Todo iba bien hasta que me llevó a un hotel y allí, no sé qué me pasó, pero empecé a pensar cosas, y al final no pude disfrutar de nada.

—¿Ni del sexo? Pues, chica, eso es un pecado mortal. Anda que no gozar de tu pedazo de futuro marido… Mira yo, que quiero y cada vez puedo menos. ¡Qué injusta es la vida! —Intenta ser graciosa, pero la verdad es que ni Aarón ni yo reímos. Él, por sus motivos; yo, por los míos. Dania se da cuenta y se muerde el labio inferior—. Vale, ya me callo. —Y se dedica a comer más patatas.

—¿Qué cosas pensaste, Mel? ¿Tienes problemas con tu novela? —me pregunta Aarón.

—Aparte de eso… —No me sale lo que quiero contarle.

¿Por qué ahora siento vergüenza de decirles que continúo obsesionada con el pasado de Héctor? Quizá porque una parte de mí es consciente de que no estoy haciéndolo bien. Ni por él ni por mí. No obstante, siempre he sido así. Siempre tratando de averiguar, de comprender todo aunque no haga falta, de buscar causas en cosas que no la tienen. Toda mi vida sometiéndome a torturas tejidas con remordimientos, recuerdos, frustraciones y anhelos.

Dania bebe de su Coca-Cola y, una vez que ha tragado, decide hablar por mí y explica a Aarón mi comida de cabeza.

—Está paranoica perdida con la zorrupia aquella. Tiene sueños y todo.

—¿Qué? —Aarón se vuelve hacia mí sin comprender.

—Sí, ya sabes, la ex de Héctor —le explica Dania.

—¿Ha pasado algo con él? —Aarón se sobresalta.

Como de inmediato sé a lo que se refiere, agito la mano para calmarlo. Soy consciente de lo mucho que sufrió intentando ayudar a Héctor.

—Soy yo, ¡yo! Él está bien. Es más, aunque no me lo diga, es muy probable que apenas piense en ella ya.

—Vale… —Aarón arquea una ceja—. ¿Entonces…? A ver, Mel, sé clara. ¿Ha pasado algo para que estés así?

Miro a Dania, quien me hace un gesto como animándome a contar la verdad. Sin embargo, vuelvo a dar un rodeo.

—Todo estaba genial, en serio. Fue de repente. Un día algo cambió para mí al observar las sillas o la cama de la casa de Héctor. Empecé a soñar con ella.

—¿Por qué no me lo dijiste antes, Mel? Podríamos haber hablado de ello. —Aarón se muestra un poco sorprendido.

—No pensé que fuera nada. Es más, supongo que no lo es, y que estoy haciendo una montaña de un grano de arena. La cuestión es que en mis sueños ella me habla… Y lo peor es que se me aparece como un espíritu. —Agacho la mirada, un poco avergonzada.

—¡Cómo se nota que eres escritora! A partir de ahora dedícate al terror. —Aarón mueve la cabeza—. ¿Y qué cojones te dice la muerta?

—No seas irrespetuoso… —Le doy un golpecito en la mano—. Pues… me dice… —Noto que estoy poniéndome roja. Dania me observa atentamente. Ni siquiera a ella le he confesado mi última pesadilla—. Me dice que busque respuestas, pero que no me gustarán.

—¿Respuestas a qué? —Aarón cada vez parece más confundido.

—Nuestra amiga locuela piensa que Héctor le oculta… cosas —interrumpe en ese momento mi querida amiga.

—¡¿Qué?! —Aarón abre los ojos todavía más y ríe negando con la cabeza—. Pero ¿qué te pasa, Mel? ¿Qué tienes ahí? —Me da unos golpecitos en la sien.

—¡Que ya no pienso eso! —me quejo, un poco molesta por su reacción.

—No me lo creo —discrepa Dania poniendo los ojos en blanco.

Me vuelvo hacia ella, indignada.

—Lo único que me ocurre es que a veces me parece que Héctor no ha sido ni es del todo sincero conmigo.

Hala, ¡por fin lo he soltado! Me quedo callada unos segundos, pero me siento igual de intranquila.

—¿Qué te hace pensar eso? —Otra vez Aarón, con esa voz inquisidora que enerva.

—Si nos vamos a poner en plan amiguismos, mejor me callo. —Cruzo las manos sobre la mesa, mostrándome muy seria.

—Mel, no seas así. Sólo quiero saber. Tú misma dices que se comporta con normalidad… Además, ¿qué iba a ocultarte? ¿Que ha sido un asesino en serie o algo así? —Se ríe de su propia broma, pero me temo que he palidecido.

—Justamente no fue el más sincero del mundo al principio. Tardó siglos en confesarme que estaba enamorado de mí, y cuando empezamos a salir me ocultó lo de las pastillas y el psiquiatra… —Trato de defenderme, aunque sé que estoy comportándome como una niña malcriada.

—Bueno, creo que eso es más normal que si te hubiera dicho: «Mel, te quiero. Ah, y antes era adicto a los ansiolíticos y tenía pensamientos suicidas». No es algo que la gente vaya confesando por ahí, ¿a que no?

—Pero ¡yo soy su pareja!

—¿Y qué? Hay cosas que necesitan su tiempo. —Me mira fijamente, muy serio.

Dania está muy callada, observándonos al uno y al otro alternativamente. Le hago un gesto con las cejas para que diga algo.

—A ver, no sé… Quizá esperaba el momento adecuado para contártelo…

—Pues creo que si no hubiera sido por su madre, no lo habría hecho y habría tenido que enterarme de repente por uno de sus ataques. —Los miro con los labios apretados, y empiezo a pensar que no tendría que haber abierto la boca sobre el tema—. ¡Escondía las pastillas! —les recuerdo.

—Creía que estabais bien y que confiabas en él, Mel. —Aarón se frota los ojos, haciendo más visible su cansancio—. Si no, no habrías vuelto con él, ¿me equivoco?

—Sólo es que creo que con Naima le sucedió algo más… algo que hizo que Héctor se comportara así, que tuviera tanta rabia y tanto dolor acumulados…

—¿No te parece motivo suficiente que la persona a la que amaba se la pegara con otro y que encima muriera?

—Olvídalo… No lo entendéis. —Ladeo la cara para dejar el tema.

—¡Eh! Que yo no he dicho que no lo entienda… —protesta Dania. Se echa la manga hacia arriba y mira la hora en su reloj—. ¡Por Dios, si he de irme ya! Qué ganas tengo de cogerme la baja… —Se levanta con movimientos un poco más pesados que antes y se inclina para mirar por el ventanal—. Menos mal que apenas llueve, que es un rollo.

Nos despedimos con abrazos y besos y con la promesa de que el próximo fin de semana quedaremos para mirar cositas de bebé. En ocasiones anteriores ha ido con Ana, pero le hace ilusión que esta vez sea yo su acompañante. Cuando me quedo a solas con Aarón un silencio incómodo nos envuelve. Tiene la mirada perdida en algún punto de la calle, y lo observo con atención, intentando descifrar qué significan esas ojeras oscuras y esos movimientos nerviosos de sus dedos, con los que no para de tamborilear sobre la mesa.

—Aarón…

—¿Sí? —Parpadea y me mira.

—¿Cómo estás?

Ahora que Dania se ha marchado podemos hablar con tranquilidad. Comprende a qué me refiero y chasquea la lengua.

—Bien, Mel.

—¿No has vuelto a…?

—No. —Su respuesta es demasiado rápida, demasiado seca, casi como un dardo para que me calle.

—No puedo controlarte como lo haría con un niño, pero…

—Te dije que no lo volvería a hacer, ¿verdad? Te aseguré que podía dejarlo cuando quisiera, y no te mentí. —Me mira de modo que me preocupa. Asiento y suelto un suspiro, guardándome para mí la intranquilidad.

—Me preocupo por ti, ¿lo entiendes? No sabes lo mucho que te quiero, Aarón. Si te pasara algo, yo…

—Eso no ocurrirá, Mel. No soy un inconsciente. —Me coge la mano que he apoyado en su mejilla y me la besa—. Y debes mirar por ti, porque esas cosas que se te han metido en la cabeza no van a hacerte ningún bien.

—Tú y yo somos muy amigos, Aarón. Sé que Héctor también lo es y sé cuánto lo aprecias, por eso te juro que no quiero hacerle daño.

—No lo dudo. Mira, quiero mucho a Héctor, pero tú siempre serás mi Mel. —Me da un abrazo que hace que se me caiga el velo que llevaba puesto.

—Estoy así de rayada porque… conocí a alguien. —Por fin se lo digo, tal como hice con Dania.

—¿A quién? —Arruga el ceño, curioso.

—Es… un hombre que… estaba relacionado con Naima. —Me encojo con timidez.

—¿Cómo lo has conocido?

—Fue pura casualidad. —Vuelve a acudir a mi cabeza la frase que Ian dijo—. ¿Tú crees en ellas? —pregunto a mi amigo con ansiedad.

—Por supuesto que sí, Mel. —Me da la respuesta que deseaba.

—Estaba en unos grandes almacenes y… me llamó Naima.

—Bueno, creo que ella no sería la primera ni la última Naima en el mundo.

Lo miro con impaciencia.

—¿Hablaste con él?

—Hubo otro encuentro. —Trago saliva, preocupada por lo que vaya a decirme. No obstante, se mantiene callado, a la espera de mi explicación—. Fue también casual. En serio —insisto cuando esta vez me observa con los ojos entrecerrados. Miento fatal—. Bueno, quizá hice por encontrarme con él, pero en todo caso…

—¿Qué relación tuvo ese hombre con Naima?

—No lo sé. No hablamos apenas.

—¿Crees que era uno de sus amantes?

Sabe mi respuesta, así que ni siquiera la aguarda. Suelta un suspiro y niega con la cabeza.

—¿Y qué esperas sacar de él, eh? ¿Que reconozca que se acostaba con esa mujer? Bueno, eso no sería nada nuevo. Ya sabíamos que la ex de Héctor era un poco promiscua.

—Pero ¿y si hay más cosas? Es decir, uno no es infiel así porque sí…

—¿Por qué no? A ella le apetecía estar con otros hombres y ya está.

Me quedo callada, sin saber qué más decir, sin poder encontrar las palabras adecuadas para mi inquietud porque ni yo misma lo entiendo. No sé qué estoy buscando ni qué espero, pero es como si una fuerza en mi interior tirara hacia fuera.

—Tengo que irme, Mel. Los viernes a esta hora Alice va al supermercado y quiero acompañarla.

—¡Claro!

Asiento forzando una sonrisa. Me inclino hacia delante para darle dos besos.

—Nena… Deja pasar todo lo que ya fue y no va a volver. Quédate con Héctor, que es el que está aquí contigo —me susurra al oído.

—Dania me dijo que a los muertos debía dejarlos en paz.

—Dania está más sabia que nunca con esto del embarazo. —Aarón posa un beso en mi frente y me hace reír de verdad.

—Te quiero.

—Y yo, morenaza.

Lo observo mientras cruza el semáforo, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y la otra sosteniendo el paraguas cerrado. Aún mantengo fija la mirada cuando ha desaparecido por una esquina, sumida en mis pensamientos.

—¿Quiere un café? —La voz del camarero a mi lado me sobresalta.

—No, gracias. ¿Me trae la cuenta? —le pido. Asiente y se dirige a la caja.

Meto la mano en el bolso para sacar el monedero. Rozo algo de cartulina que me paraliza el corazón. Sé lo que es. No debería haberla guardado. No tendría que sacarla. Sin embargo, lo hago.

Contemplo ese nombre y el número que hay anotado bajo él hasta que la tinta se emborrona ante mi mirada.