21
No puedo dejar de echar ojeadas al anillo que llevo en el dedo. Es pequeño, porque Héctor sabe que a mí no me gustan esos pedruscos del tamaño de una bola de billar, pero es el más hermoso que he visto en mi vida. No se me había ocurrido que fuera a regalarme uno. Pensaba que iríamos juntos a comprar las alianzas o que quizá ni siquiera llevaríamos unas. Y también creía que iba a darme igual o que, bueno, me gustaría pero que no sería nada del otro mundo. Sin embargo, no ha sido así. Cuando Héctor me ha entregado la cajita con esa cara tan tierna que ha puesto, mirándome con esos ojos de enamorado, mi corazón se ha lanzado a la carrera. Dios, me he emocionado como una boba y me he puesto a llorar en plan histérica.
¿Cómo puedo dudar de este hombre? Está claro que me ama muchísimo y que está haciendo todo lo posible para hacerme feliz, para que ambos lo seamos. Me obligo a pasar por delante de El Corte Inglés sin inmutarme. «Deja de ser tan gilipichi, Melissa. Ese hombre ya se ha ido de tu vida. El que tienes a tu lado es el que te colmará de dicha hasta el fin de tus días». Supongo que él ha reparado en mi reacción de antes, ya que me mira intrigado, esperando que actúe como hace un rato. No obstante, le aprieto la mano y le sonrío, mostrándome radiante.
—He dejado el coche en Ruzafa.
—Menos mal que me he puesto botas cómodas —respondo riéndome.
Por el camino compramos unos zumos en el Starbucks y me empeño en pagar yo. Lo que pasa es que quiero enseñar el anillo que llevo en el dedo. La empleada lo mira con expresión de asombro, y le dedico una sonrisa en plan «mira, maja, lo que acaba de regalarme mi pedazo de futuro maridín». Estoy que no quepo en mí ahora mismo.
Héctor sonríe cada vez que observo con disimulo el anillo. Me pasa un brazo por los hombros y me da un beso en la sien.
—¿Me dejas probar tu zumo?
Me lo tiende y le doy un buen trago. No está mal, pero el mío tiene un sabor más intenso. Le devuelvo la pajita mordida, algo que le molesta un poco pero que no puedo evitar hacer.
—Hasta por esto te quiero —me dice señalando la pajita. Le doy un suave codazo en el costado.
—En nada están aquí las Fallas —digo al acercarnos de nuevo a Ruzafa, donde unos técnicos están haciendo malabares con las luces que colocan cada año.
—¿Qué te apetece, Mel? ¿Nos quedamos o nos vamos por ahí? Podría tomarme unas vacaciones… Imagino que al orco de Mordor le encantará que me marche unos días para no fastidiar nada.
Suelta un suspiro resignado. Su jefe le echó una bronca por lo de Abel Ruiz como si de verdad tuviera la culpa. Héctor me contó que se encerró en su despacho todo el día con un nudo en la garganta, aguantándose las ganas de llorar. «Los hombres no lloran. No al menos allí, en ese trabajo», me dijo tras comentarle que su jefe me caía fatal. Le recordé que Julio le habría dejado un hombro para que derramase sus lágrimas.
—¡No seas tonto! —Termino mi zumo y me suelto de su abrazo para ir a la papelera. Una vez que lo he tirado, me vuelvo hacia él y le digo—: La verdad es que prefiero quedarme. Para estar cerca de Ana. Si es que en nada estará aquí el bebé… —Abro mucho los ojos, sorprendida.
—Me parece bien —acepta, rodeándome los hombros una vez más. Apoyo la cabeza en su cuello, coqueta y mimosa—. Este año podríamos ir a ver la mascletà algún día, ¿no?
—Uf, no soy mucho de eso…
—Ni yo. —Se echa a reír y me da un sonoro beso en la cabeza.
—Pero sí que me gusta comer churros con chocolate y buñuelos.
—Me lo imaginaba, no sé por qué… —dice mirándome con cara de pillo—. Pero ¿qué tipo de churros? Porque para mi niña, creo que mejor porras…
Le doy un cachete en el brazo, me suelto de él, que quiere atraparme, y echo a correr. Me persigue, y río y suelto grititos, y la gente nos mira, unos como si estuviéramos locos y otros sonriendo. Cuando me alcanza, me alza en vilo, me da un par de vueltas en brazos que hacen que todavía chille más y, al fin, se detiene y me besa. Nuestros labios van encendiéndose poco a poco, nos calentamos sin apenas ser conscientes de ello. Me concentro tan sólo en el cosquilleo que sus labios unidos a los míos me provocan en todo el cuerpo. Al dejarme en el suelo, pienso que ha sido uno de los besos más largos de mi vida.
—Todos nos observan —le susurro al oído como si me avergonzara, aunque me siento mejor que nunca.
—Pues que lo hagan —responde aferrándose a mis mejillas, cogiéndome mechones de pelo y retorciéndolos entre sus dedos—. Nos miran para contagiarse del amor que nos tenemos.
—O porque piensan que somos unos tarados.
—De locos sería no amarte, aburrida.
Me engancho otra vez a su cuello y nos fundimos en otro beso que se alarga y se alarga hasta que necesito coger aire. Héctor ríe sobre mis labios, con sus pestañas aleteando en mi rostro y su aliento alimentándome.
—Dime, ¿vas a comprarte un vestido de novia? —me pregunta cuando hemos reanudado el camino.
—¡Claro que no! —Lo miro como si estuviera loco.
—Ah, prefieres casarte en ropa interior, como me recibiste aquella vez… —Dibuja una sonrisa maligna.
—¡Héctor! —exclamo escandalizada. Se me escapa un poco de saliva que aterriza en el dorso de su mano. Suelto un gritito. ¡Por Diooos, qué vergüenza!—. Joder, lo siento. —Me apresuro a limpiárselo.
—¿Qué será lo próximo? ¿Mear mientras me lavo los dientes?
—¡Callaaa! —grito otra vez con voz de niña.
Ríe bien a gusto, me atrapa por la cintura y me atrae hacia él como antes. No me da tiempo a protestar que ya están sus labios sometiéndome a esa deliciosa tortura. Me engancho a su pelo y se lo acaricio. Tras unos cuantos besos llenos de actos y no de promesas, se separa y me mira de tal forma que se me encoge el estómago.
—Me gusta todo de ti, Melissa.
—No creo que te gustaran ciertas cosas —le llevo la contraria. Si piensa que algún día le permitiré entrar en el baño mientras meo o hago caca, va listo.
—Estas cosas… —Se señala la mano en la que había caído mi saliva. La miro por si acaso todavía hay algún resto. Menos mal que no—. Éstas… son las que me hacen sentir vivo.
—¿En serio? —Arrugo el gesto.
—La normalidad. La sencillez. Tu sonrisa. Tu cara redondita mirándome sin maquillar por las mañanas. Tus piernas encima de las mías cuando nos recostamos en el sofá. Tu respiración en mi cuello cuando te quedas dormida con la boca abierta. Nosotros corriendo por las calles como dos chiquillos, riendo sin importarnos que se nos vean las encías… —Calla para tomar aire y me dedica una sonrisa enorme, enorme—. Todo eso, Melissa. El mínimo gesto, siempre y cuando provenga de ti, es el cielo.
Hoy estamos de lo más ñoño. En cualquier momento me veo soltando arcoíris y unicornios por la boca. Mientras lo abrazo lanzo otra mirada al anillo y se me escapa un suspiro. ¡Por favor, estoy frívola total! Pero no es el objeto en sí, no es la brillante piedrecita ni lo bonita que queda en mi dedo. No. Es el significado del que lo ha dotado Héctor, depositando en él todas sus esperanzas, sus proyectos de vida conmigo, sus ilusiones y su amor. Es increíble que pueda caber tanto en una cosita tan pequeña.
Nada más llegar a casa nos quitamos la ropa de calle y nos ponemos cómodos: Héctor el pijama y yo el camisón. Me besa en el hombro medio desnudo mientras me aplico crema corporal. Le lanzo una mirada a través del espejo y sonreímos. Tan cómplices… Ya nunca dudas. Nunca más. Sólo sonrisas y suspiros de placer y de amor.
Nos sentamos en el sofá y llamamos al restaurante Don Sushi para que nos traigan la cena. Encargamos nigiris y temakis, y tan sólo de pensarlo se me hace la boca agua. Héctor jamás había comido en un japonés —al menos no en uno bueno— hasta que me conoció a mí. Él me ha descubierto cosas como la música clásica o el jazz, pero yo también le he aportado algo mío como esto. Y la verdad es que me encanta.
—¿Te apetece ver una peli?
—Venga, vale. —Coloco el culo en el borde del sofá para observar la pantalla de su portátil.
—¿Cuál?
—No sé. ¿Hay alguna chula?
Entra en su cuenta de Wuaki.tv y pincha en la sección de más populares, pero no nos decidimos. Uno quiere ver comedia (o sea, yo) y el otro algún clásico (él, claro). Todavía estamos debatiéndolo cuando llaman al timbre. Me levanto de un brinco y voy corriendo a abrir.
—Me parece que alguien tiene hambre —oigo decir a Héctor desde el salón.
Saludo al repartidor, le pago, él me da el cambio y regreso más feliz que una perdiz con mi bolsa llena de comida. La dejo en la mesa del salón y me marcho a la cocina a por servilletas, vasos y una botella de agua. Como no quiero que la cena se enfríe y ninguno de los dos va a dar el brazo a torcer, al final optamos por ver una de las pelis de nuestra infancia: Jack. La habré visto una treintena de veces y hasta me sé diálogos de memoria, pero Héctor tampoco se queda atrás.
—Y yo que pensaba que de crío también verías cosas cultas…
—Pues era un auténtico fan de Williams. Bueno, continúo siéndolo. Es una pena lo que le sucedió. —Niega con la cabeza. Me mira con una sonrisa que tiene algo de tristeza—. ¿Si te cuento una cosa te reirás de mí?
—Claro que no.
—Cuando me enteré de su muerte, me pasé el día llorando.
—¿En serio? —Abro los ojos, sorprendida.
—No sé, no lo conocía. Para todos era un actor más, y ya está… Pero para mí era el actor de mi infancia, ese que me hizo reír y también llorar con sus películas. El hombre que tenía mirada de chiquillo travieso. El que siempre sonreía, pero que tenía los ojos tristes. Una persona que hacía felices a los demás, pero que no supo cómo guardar para sí un poco de felicidad.
Se me encoge el corazón con la confesión de Héctor. Está claro que Robin Williams le recordaba a él, a su situación, a ese deseo de encajar, de aportar algo a los demás, de sonreírles, pero que no sabía encontrar una sonrisa para sí mismo. Me inclino y le acaricio la mejilla. Me provoca tanta ternura… Se queda mirándome con una sonrisa ladeada unos segundos, y a mí me gustaría adivinar sus pensamientos. Entonces, con un gesto rápido, me quita uno de los temakis y se lo zampa de un solo bocado.
—¡Eeeh! —me quejo.
Hacemos una lucha de palillos y acabamos riendo a carcajadas. Coge un nigiri y me lo acerca a los labios. Nos besamos riendo, con las bocas llenas. Al cabo de un rato ya estoy llorando con la película porque me acuerdo de todo lo que sucede y me da mucha pena, en especial el momento en el que el personaje de Robin Williams es consciente de que no podrá ser como los demás niños, que no vivirá su momento, que no dará ningún primer beso a la chica que le gusta y no verá nacer a sus hijos.
—Pero tontita… No llores tanto… —Héctor me acuna entre sus brazos.
—¡Es que es tan triste! —digo entre sollozos. Me entrega un pañuelo y me sueno con un ruido estruendoso.
Cuando ya me he recuperado un poco, Héctor me mira con una sonrisilla y me sorprende diciendo:
—Hoy va a haber maratón de pelis.
—¿Todas de Robin Williams?
—No. De anime.
—¿En serio? —Como si fuera un personaje de una de esas pelis, me salen dos estrellitas en cada ojo de la ilusión que me hace. No habría esperado que Héctor quisiera ver anime conmigo.
—Estuve investigando… Y he encontrado algunas que creo que me gustarán.
Me enseña la lista de pelis. Estoy más feliz que unas castañuelas.
—Supongo que las habrás visto…
—Sí, todas… Pero no contigo. Así las vería una y mil veces. —Le sonrío y le doy un abrazo enorme.
Héctor pone en primer lugar El viaje de Chihiro. Aunque mucha gente piense que estas películas son para niños por ser de dibujos, para nada es así. Chihiro tiene un mensaje bastante profundo: la protagonista hace un viaje de autoconocimiento al mundo de los espíritus en el que, poco a poco, va pasando de la infancia a la edad adulta. Vamos… ¡que a mí me encanta!
Me acomodo en el sofá, y Héctor me coge las piernas y me las estira sobre las suyas. Casi ronroneo de placer. Mientras vemos la peli le lanzo ocasionales miraditas de soslayo y lo descubro muy concentrado. A veces sonriendo; en otras con el ceño arrugado, como pensando. Me asusto con las apariciones de la bruja cabezona, como de costumbre, aunque la haya visto bastantes veces. En cuanto la peli acaba se vuelve hacia mí con los ojos muy abiertos.
—¿Qué pasa?
—Es sorprendente —dice únicamente.
—¿De verdad? —Lo miro con ilusión.
Y empieza a soltarme un discurso sobre su visión de la película y sus teorías, y me sorprende descubrir que lo ha entendido todo y que incluso ha sacado cositas en las que yo no había reparado.
—¿Y ahora?
—Ahora… ¿La tumba de las luciérnagas?
Y acabamos llorando los dos con la peli. Joder, ¡es que mira que es triste! Los pobres niños intentando sobrevivir en plena Segunda Guerra Mundial. Tras ésta, ambos decidimos que ya ha habido bastante por hoy y nos dirigimos al dormitorio.
Pienso que vamos a dormir porque él parece cansado, pero antes de llegar ya me ha cogido en brazos y me ha empujado contra la pared. Últimamente Héctor está más seductor que nunca y se pasa los días con ganas de hacerme de todo. Es algo que suele encantarme, aunque mi humor no es el mejor en estos tiempos. Sin embargo, me dejo llevar por su pasión. Me lame el labio inferior y lo muerde con delicadeza. Después se me queda mirando atentamente.
—¿Qué? —pregunto con una sonrisa.
—Eres preciosa, Melissa. No puedo creer lo afortunado que soy de tenerte.
—Madre mía, eres el protagonista de una película empalagosa —me burlo.
Arquea una ceja sin dejar de sonreír y de nuevo ataca mis labios. Los suyos son tan sabrosos y carnosos que me vuelven loca. Doy un saltito y me subo a sus caderas, rodeándoselas con las piernas. Me atrapa del trasero y me lo aprieta con ganas.
—¿Te gusta hacerlo contra la pared?
Me quedo pensativa unos segundos y después respondo:
—¿Sabes dónde me gustaría ahora? En el lugar en el que lo hicimos por primera vez.
Suelta una carcajada, pero, de inmediato, me lleva en volandas hasta el salón. Recuerdo con nostalgia aquella noche en que vine hasta su apartamento y al final no hice nada. Me deposita encima de la mesa, separa mis piernas y se coloca entre ellas. Aprecio el bulto en el pantalón de su pijama y me muerdo el labio inferior.
—Pero hoy no me dejarás solito, ¿verdad?
—Eso sería de locos.
Arrimo el rostro al suyo y me dedico a besarlo, a impregnarme de su sabor, a empaparme con su saliva, que es como un antídoto para todos mis problemas.
Las manos de Héctor se pierden bajo de mi ropa. Las mete también por las bragas y me acaricia las nalgas. Las apretuja con fuerza mientras me mira con una sonrisa ladeada. Se la devuelvo, y luego me dejo caer hacia atrás y me tumbo en la mesa. Héctor se inclina sobre mí y deposita una hilera de besos desde mi cuello hasta mi vientre, por encima del camisón. Me muero porque me lo suba y entre en contacto con mi piel. Como si me hubiera leído el pensamiento, noto su lengua en mi ombligo. Arqueo la espalda con un pequeño gemido.
—Espera —le digo. Se detiene y me incorporo. Lo aparto con suavidad mientras me mira extrañado—. Hoy quiero comerte yo. —Le dedico una sonrisilla traviesa. Sus ojos chispean.
Lo empujo contra la mesa y me acuclillo ante él al tiempo que le bajo el pantalón y el bóxer. Su tremenda polla se libera y apunta hacia mi rostro. La miro con gula y, en cuanto la rodeo con los dedos, Héctor jadea.
—Aburrida, qué malo me pones…
Me echo a reír. Cuando se me pasa, acerco la cara y lamo el glande con movimientos circulares. Los músculos del abdomen de Héctor se contraen y eso me excita. Deslizo mi mano hacia abajo y hacia arriba, sin dejar de pasar mi lengua por su carne. Alzo la vista y lo descubro con la boca abierta y los ojos cerrados. Su cara es la pura imagen del placer. Parece darse cuenta de que estoy mirándolo porque los abre y los clava en mí. Me pone a mil descubrirme deseada por él y saber que le provoco un gran placer.
—Mueves demasiado bien esa lengua, Melissa —susurra apoyando una mano en mi cabeza. Después la baja a mi mejilla y me la acaricia de una forma demasiado intensa hasta para mí.
Tengo las bragas empapadas. Ahora mismo lo que más deseo es que se corra en mi boca y, a continuación, empotrarlo en la mesa y colocarme encima de él. Me introduzco su polla y me ayudo con la mano. Héctor suelta uno de esos gemidos que tanto me gustan. Su mano empuja mi cabeza con el propósito de que me la meta más. Muevo también la lengua e incluso se me escapa algún jadeo. Yo misma me acaricio a través de las braguitas. Héctor se da cuenta y gime. Esta noche estoy provocándole mucho.
—No podré aguantar más…
Continúo con mis movimientos de lengua y mano y, unos segundos después, su sabor inconfundible me llena la boca. Héctor gruñe, suelta alguna palabrota que otra y me estira de un mechón de pelo. Alzo la cara, pasándome la lengua por los labios como una niña traviesa, y él sacude la cabeza.
—Un día me vas a matar.
No le dejo terminar. Me levanto y hago que se tumbe sobre la mesa. En cuestión de segundos me he deshecho de las bragas y me pongo encima de él al tiempo que le subo la camiseta. Me ayuda a que se la quite. Me lanzo contra su tatuaje y lo mordisqueo. Suspira y suelta una risita. Me aprieta las nalgas y me mueve de manera que su sexo se coloque exactamente en mi entrada. Me dejo caer sin dudarlo ni un solo segundo. Él gruñe y yo gimo cuando su polla se clava en mí sin piedad alguna. Cabalgo hacia delante y hacia atrás, doy saltos sobre él apoyándome en su abdomen con tal de tener más ayuda. Héctor me mira como si me hubiera poseído un diablo, y la verdad es que me siento así. Pierdo el control; las cosquillas se deslizan hacia abajo, recorren todo mi cuerpo y hacen que mi espalda se arquee. Me clavo su pene una y otra vez hasta que incluso me duele. Le susurro que le quiero, y me acaricia un pecho y el vientre con sumo cariño.
—Joder, al final conseguirás que me vaya otra vez… —gimotea sorprendido con mis expertos movimientos.
Trazo círculos con las caderas. Héctor hinca los dedos en mis nalgas, luego se pone a acariciarme el clítoris y eso acelera irremediablemente mi estallido. Suelto un grito que me sacude toda entera. Me corro como siempre lo hago con él: con los dedos de las manos y de los pies, con los ojos, con el cabello, con el sudor que se desliza por mi piel, con sus músculos temblorosos, con los míos, con el aroma de su excitación. Me corro con todo mi ser y me convierto en motas de polvo.
—Si esto es así ahora… ¿cómo será en nuestra noche de bodas y en la luna de miel? —bromea cuando logra recuperar la respiración.
Poco después nos marchamos a la habitación. Dejamos la cama cubierta de huellas de placer. Y me duermo agarrada con una mano a las sábanas, repletas de su olor, mientras que en la otra guardo el anillo.
Unos días después me despierta la voz de Madonna. Mi móvil suena y no quiero cogerlo. Estaba soñando con algo que, por fin, no era una pesadilla. Suelto un quejido frustrado cuando, minutos después, la reina del pop vuelve a decirme que se siente «como una virgen».
—¿Sí…? —respondo con voz ronca.
—¿Nora?
Salto en la cama. Es mi editora. Siempre me llama por mi seudónimo, que ni siquiera llegué a usar al publicar los libros.
—Dime —carraspeo, intentando sonar despierta. No quiero que piense que no trabajo. Vale, no lo estaba haciendo ahora, pero…
—Te necesito más activa en las redes sociales interactuando con tus lectoras sobre esta segunda novela, que parece que te dé igual. La semana que viene vamos a hacer un concurso para que puedan ganar una camiseta. Explícame por qué no tengo el siguiente manuscrito en mi correo. Te permití atrasar la entrega una semana. No más.
—Me quedan sólo los últimos capítulos —digo tratando de no tartamudear.
—¿Y a cuántos te refieres con «últimos»? —pregunta con sorna.
—Cuatro…
La oigo refunfuñar al otro lado de la línea. Esto con Germán no pasaría porque él se preocuparía por mí. Se habría dado cuenta de que ocurre algo y me preguntaría al respecto. Pero ella no porque, vale, únicamente es mi editora, mi jefa, y lo que le importa es que cumpla con mi trabajo.
—Dos días, Nora. No te doy ninguno más.
—No te preocupes. Los tendré, seguro. Hoy me pongo a tope.
—Ah, ¿es que no estabas ya en ello?
Me cuelga sin darme opción a contestar. Durante una media hora me quedo en la cama maldiciendo entre dientes, echándole todas las culpas a ella y murmurando que es una pesada. No obstante, al final acepto que no he trabajado como habría debido, así que me levanto, me ducho con rapidez, me pongo ropa un poco más decente por si tengo que salir a la calle y me encierro en el despacho sin ni siquiera desayunar. A los diez minutos de estar tecleando me doy cuenta de que necesito un té para dar vida a mis palabras. Después me paso diez minutos más observando la pantalla, otros diez releyendo lo que he escrito y sintiéndome insatisfecha, y unos quince cagándome en todo porque me da miedo escribir el final. Siempre igual, y ya es el tercer libro. Podrías empezar a acostumbrarte, Mel.
Me preparo un bocadillo de tortilla francesa para comer y me lo llevo al despacho mientras reviso las notas que tomé en mi libretita. El final va a ser muy diferente a lo que había planteado en un principio, pero eso siempre me tranquiliza un poco porque significa que los personajes me han llevado de la mano. Es con lo que más disfruto.
Héctor me encuentra tecleando como una loca al regresar del trabajo. Ha traído pan recién hecho y unas empanadillas de longaniza y habas. Nos las comemos acompañadas de una copa de vino tinto (yo) y un zumo de piña (él).
—Estás hoy muy inspirada, ¿no?
—Normal que sí. La editora me ha llamado y me ha dejado claro que tengo que ponerme las pilas. Voy a encerrarme cual monja de clausura para terminar la novela.
—¿Eso implica que tampoco haya jueguecitos? —pregunta picarón.
Y no me da tiempo a responderle porque ya está levantándome de la silla y llevándome al dormitorio mientras me besa con dulzura y susurra que pronto seré su mujer.
Los siguientes días transcurren tranquilos, a excepción de que tengo los nervios a flor de piel por acabar la novela. La paciencia que Héctor tiene es increíble. Ni siquiera entra en el despacho para no interrumpirme. Eso o que se asustó con el grito que le solté el otro día cuando me preguntó si no salía a cenar. Pobrecillo. Tuve que compensarle con un bailecito de lo más sensual cuando fui a dormir.
Termino la novela la noche anterior a la entrega. Me siento mal por no tener tiempo para revisarla concienzudamente. En realidad, cada vez que escribo voy releyendo y corrigiendo los errores que encuentro, pero esta vez no podré buscar minuciosamente.
Héctor y yo lo celebramos con unas copas de vino. Bueno, él tan sólo se moja los labios, como dice mi madre, pero brinda por mí, asegura que está deseando leer la novela —y sé que lo dice completamente en serio porque siempre lo hace— y me estrecha entre sus brazos en el sofá. Me siento la mujer más maravillosa del mundo, leches. Y cómo no, me hace el amor y me dejo porque me merezco un premio.
A la mañana siguiente, tras asearme y prepararme el desayuno, me conecto al Mac. Entro en el correo y descubro el mensaje de la editora dándome las gracias y preguntándome si tengo ya otro proyecto pensado. Ay, Dios… Menos mal que sí. Le hablo de la nueva novela que se me ha ocurrido, dándole detalles de los personajes —es algo que realmente se me da bien, conocerlos en profundidad— y explicándole que será un poco diferente de lo que he mostrado hasta ahora. Le envío el correo y me voy a la cocina a disfrutar del poco tiempo libre que me queda… porque estoy segura de que pronto recibiré una nueva fecha de entrega. Y con «pronto» me refiero a que estará en el próximo email que ella me envíe. Es más, diez minutos después, mientras barro el salón, oigo el pitido que me avisa de la llegada de un nuevo mensaje.
Para mi sorpresa no es ella quien me escribe, sino un remitente desconocido, y sin asunto. Frunzo el ceño un tanto desconcertada. ¿Germán? ¿Se habrá dignado dar señales de vida? La verdad es que me gustaría saber de él.
Ni por un momento se me ocurre pensar que abrir ese correo es una malísima idea. No imagino que hay algo en él que trastocará esta calma y felicidad que estaban asentándose en nuestra casa.
Había conseguido dejar de pensar en él. Las caricias y los besos de Héctor me habían ayudado.
Pero ahí está. Un escueto mensaje: «Te dije que podía».
Y unos cuantos archivos adjuntos. Cuatro JPG. Cuatro fotos. El pulso me martillea en las sienes en cuanto comprendo quién es el emisario de ese correo. No. No voy a ver las imágenes. Voy a salir y borraré el email. No necesito esto.
No obstante, mi dedo hace todo lo contrario: pulsa el botón de descarga. Abre la primera foto. En la pantalla aparecen las caras sonrientes de tres jóvenes de unos veinte años. Dos chicos, a cada extremo, y una chica. Ella tiene una sonrisa de oreja a oreja, el chico de pelo oscuro y ojos azules está haciendo una mueca graciosa y el otro, de cabello castaño y ojos marrones, posa con una sonrisa contenida.
El primero, el del cabello castaño oscuro, es Ian. La del medio es Naima.
El otro…
Es Héctor.
Con un nudo en la garganta abro la siguiente foto. Lo que veo me seca la boca. La imagen está oscura, pero puedo apreciar perfectamente que la mujer que está tumbada es Naima; en cuanto al hombre que hay sobre ella, imagino que es Ian. Están practicando sexo. Las siguientes fotos son mucho más subidas de tono: ella lleva una capucha negra y está maniatada en una enorme cama de dosel. Entre sus piernas hay un hombre… Y, junto a la cama, otros dos desnudos, también con capuchas, que observan la escena de sexo. Pero ¿qué coño es eso?
Aunque lo peor… Lo peor es el vídeo que me ha adjuntado y que, si yo fuera una persona cuerda, no miraría.
En él aparecen primero dos personas, un hombre y una mujer, a las que no puedo verles la cara. Ella se encuentra tumbada sobre la cama y él está encima, penetrándola de una forma violenta. Los gemidos retumban en el despacho y me apresuro a bajar el volumen del portátil. La cámara deja de grabar unos segundos después y a continuación se reanuda, pero la escena ha cambiado. Él, de espaldas a la grabación, sostiene un cinturón bastante grueso. El primer golpe que descarga en la pálida piel de la mujer me deja muda. El segundo me ahoga. Cuento hasta cinco, con los que ella parece sufrir y gozar al mismo tiempo. En un momento dado él habla:
—Te gusta, ¿verdad? Esto es lo que deseas, que me clave en tu piel, que te la desgarre, que el dolor te consuma…
Ella no dice nada, tan sólo arquea la espalda y mueve las caderas de forma sinuosa. Y, una vez más, el cinturón restalla contra su piel, esta vez muy cerca del sexo. Suelta un grito. Yo contengo el mío.
Tengo muy claro quiénes son.
Ian y Naima.