29

Dania fue la que avisó a Héctor de que me quedaba a dormir en su casa. Yo tenía un par de llamadas suyas, a las que no me atreví a responder. Él le preguntó qué sucedía, que por qué no lo llamaba yo, y a Dania no se le ocurrió otra cosa que decirle que había cogido un pedo.

—Ese hombre te ha hecho daño —murmuró entre dientes cuando me acompañó al cuarto de invitados y me ayudó a acostarme. No lo preguntó. Lo dio por hecho.

—No me ha tocado, si es lo que piensas.

—¿Por qué fuiste? ¡Te avisé! ¡Te dije que no era de fiar! Muy guapo, elegante, todo lo que quieras. Pero ¿te fijaste en sus ojos? ¡Provocan escalofríos!

Alcé una mano para que se callara. Los martillazos en la cabeza estaban matándome. Para colmo, Diego dormía en el sofá, y no quería que despertara por mi culpa y me viera en semejante estado.

—¿Qué es lo que ha pasado, Mel? —preguntó mi amiga otra vez, sentándose en el borde de la cama, a mi lado—. Por favor, si te ha hecho algo, dímelo. Lo denunciaremos. Estaré contigo.

Ladeé la cara y la apoyé en la almohada, mojándome con mis propias lágrimas. Tenía un nudo en la garganta que me hacía imposible soltar una sola palabra.

—No ha sido eso.

—¿Entonces…? ¡Mírate! Estás fatal.

—Me ha contado cosas horribles —susurré.

—¿Y tú lo crees? ¿Qué es lo que te ha contado? —quiso saber mi amiga, inclinándose hacia delante.

—No puedo, Dania. Ahora mismo soy incapaz de hablar de ello.

Me avergonzaba demasiado tener que contar lo que Ian me había explicado sobre Héctor. Yo… no lo creía, ¿no? Entonces ¿por qué sentía ese retraimiento?

Ella se quedó callada durante un buen rato, seguramente sopesando para sus adentros si era buena o mala idea insistir. Optó por lo segundo, ya que soltó un profundo suspiro, palmeó la sábana y me dijo:

—Sabes que estoy aquí, ¿no?

Asentí con la cabeza de forma imperceptible. Me dolía tanto el cuerpo, estaba tan aturdida y cansada que empezaba a amodorrarme.

—Cuando quieras me lo cuentas. Por favor. Sólo deseo ayudarte. —Depositó un beso en mi frente—. Diego y yo estaremos en la habitación de al lado, ¿vale? Si necesitas algo, no dudes en llamarme.

Nada más apagar la luz y marcharse, el corazón me dio un vuelco. Las sombras en la pared y en el techo se me antojaron demasiado fantasmagóricas. Pensé en todo lo vivido esa noche, en cada una de las palabras que había oído. Recordé la mirada de Ian, su llanto, su ira, su horrible petición.

¿Dónde me había metido?

No me sentía con fuerzas de regresar a casa. Temía mirar a los ojos de Héctor y no reconocerlo en ellos ni reconocerme a mí. Sin embargo, echaba de menos su aroma en la almohada y el peso de su brazo rodeándome la cintura.

Soñé con Naima. Y con Héctor. Soñé conmigo misma. Por mucho que Dania dijese lo contrario, en ocasiones es imposible dejar a los muertos en paz porque ellos mismos no lo están y se cuelan dentro de nosotros.

Por la mañana me fui de puntillas del piso de Dania como una vulgar ladrona. Dejé una notita a mi amiga en la mesa de la cocina, asegurándole que estaba bien y que no se preocupara. Al llegar a casa me encontré a Héctor dormido en el sofá, boca abajo y con un brazo colgando fuera. Me quedé allí plantada durante un buen rato, observando su sueño, estudiando los gestos de su rostro, gestos inquietos que me decían que estaba teniendo una pesadilla. Al final se despertó y le costó enfocar la mirada unos segundos. Cuando comprendió que era yo la que estaba allí de pie, se incorporó del sofá de golpe y corrió a mí. Me abrazó de forma intensa, desesperada. Me acarició el rostro con sus dedos suaves y me inundó con su mirada.

—¿Estás bien?

—Sí… —atiné a responder, un tanto desconcertada. La verdad era que había dormido mal y que todo me daba vueltas.

—Creo que todavía vas un poco borrachita —dijo con una sonrisa. Sentí un poco de odio. ¿Por qué me lo estaba poniendo tan difícil? ¿Por qué no estaba enfadado? Creí que cuando llegase me gritaría, que se enfadaría o qué sé yo.

Caí en la cuenta de que pensaba en otro Héctor, en uno que mi mente estaba inventando por culpa de Ian, por culpa de antiguos recuerdos. El Héctor que tenía delante, no obstante, era el hombre cariñoso y atento que había aparecido tras nuestra separación. Era éste el auténtico, ¿no?

Me llevó a la cama. Era aún demasiado temprano. Me acurruqué contra su cuerpo y aspiré su olor, pero, a pesar de todo, la inquietud no se marchó.

Desde entonces los días son como un eco lejano. Me siento irreal, como si no existiera o lo hiciera en otro plano, como si mis pasos, mi voz y mis gestos estuvieran fabricados de sueños. La verdad es que duermo poco y, la mayoría de las veces, las pesadillas me acosan.

Héctor trabaja. Yo me quedo en casa fingiendo que escribo, pero lo que realmente hago es permanecer tumbada en la cama sin esperar nada, sin querer hacer nada, sin entender nada. Miro a Héctor, hablo con él, fuerzo sonrisas. Lo quiero, y sé que soy yo quien ha cambiado y que, de algún modo, tengo que poner fin a esto. Deseo estar con él y tengo claro que me ama, pero a veces se me ocurre pensar que quizá sólo se debe a que necesita alguien a su lado.

Salimos el día de San José dispuestos a ver la cremà. Nos acompañan todos, incluso Ana y Félix, aunque se marchan antes de que se queme la falla del Pilar porque mi hermana está agotada. Le queda tan poco para que nazca el bebé… Y, sin embargo, mi cabeza no puede pensar en eso. En realidad la noto vacía, como si me hubieran extraído todos los pensamientos y las ideas que tenía en ella.

Dania no deja de lanzarme miraditas, y en respuesta agacho la cabeza y aprieto la mano de Héctor. Todavía es la suya. Aún puedo reconocer su tacto. Conseguiré olvidar lo que oí, tengo que hacerlo. Al fin y al cabo, Ian no me llama. No me envía mensajes ni me escribe correos. Me esperanzo pensando que todo ha terminado, que simplemente fui el juego de un hombre rico que lo tiene todo y se aburre. Me invento yo solita mil historias para sentirme mejor: Ian lo ideó todo, no hay nada de verdad en sus cuentos, trucó la foto, ni siquiera conoce a Héctor. No obstante, cuando consigo razonar, la presión en el pecho no disminuye.

Doy un respingo en la cama. Al abrir los ojos y darme la vuelta, descubro que Héctor está apoyado en la cama acariciándome el costado por encima de las sábanas.

—¿Te he asustado? —me pregunta con su cálida voz.

—No, tranquilo. —Pero sí lo ha hecho porque estaba soñando… ¿Con qué? Ni siquiera lo recuerdo.

—¿Qué haces durmiendo todavía?

—¿Qué hora es?

—Más de las siete.

—Sólo quería echar una siesta. Me cuesta dormir por la noche.

Hago amago de incorporarme, pero Héctor me empuja contra el colchón y aprisiona mis labios con los suyos.

Le devuelvo el beso. Me doy cuenta, con júbilo, de que mi cuerpo y mi piel responden a su llamada. Paso las manos por su fuerte espalda y se la acaricio al tiempo que sus manos se pierden por debajo de la sábana.

—¿Dónde está tu pantalón? —pregunta risueño. Sus dedos me rozan suavemente la parte interna del muslo.

—Tenía calor —murmuro en su boca.

Me separa las piernas y se coloca entre ellas. Su polla dura choca contra mi sexo, arrancándome un suspiro ahogado.

—Hace días que no nos acostamos —jadea, llenándome el pelo de besos y el rostro de caricias—. Me cuesta no lanzarme sobre ti, porque te deseo cada día, cada momento.

—Y yo.

Cierro los ojos y me dejo llevar. No he pensado en sexo últimamente, pero ahora que Héctor respira sobre mi boca, ahora que su expectante miembro se frota contra mis húmedas braguitas, ahora que su lengua explora en mí, reparo en que yo también lo he echado de menos.

Su respiración se acelera y, sin más, me baja las bragas y me deja desnuda de cintura para abajo. Se levanta de la cama y empieza a quitarse la ropa. El cinturón cae al suelo, después el pantalón. Me observa con su oscurecida mirada.

—Eres preciosa, Melissa. Me encanta cómo se te sonrojan las mejillas cuando estás excitada. En realidad, me pone muy cachondo —me susurra una vez colocado sobre mí de nuevo. Suelto una risita.

Con un movimiento de cadera su sexo busca el mío. Lo encuentra de inmediato, y levanto las piernas y apoyo los talones en sus caderas. El gemido que sale de su garganta al entrar en mí me excita.

—Dios, me encanta sentir tu calor rodeándome —jadea en mi cuello.

Le clavo las uñas en la espalda y me penetra con más violencia. Gruñe, hundiendo la nariz en mi cabello. Sus manos rodean mis pechos y los estruja. Le pido más, le ruego que me folle como sólo él sabe. Apoya las manos a cada lado de mi cabeza y toma impulso para adentrarse más en mí. Sus ojos oscurecidos están bañados por el placer. Cruzo las manos en su nuca y lo atraigo para besarlo.

Y entonces, antes de que sus labios toquen los míos, sus ojos se me antojan los de Ian. Y sus labios —su sonrisa— me parecen los de él. Mi mente se llena de imágenes tórridas y desagradables cuyos protagonistas son ellos tres: Naima, Ian, Héctor. Imágenes que me repugnan y, al tiempo, me excitan. Me asusto tanto que el vientre se me contrae y las extremidades se me ponen rígidas. Ruego en silencio para que no se dé cuenta y prosiga. Al fin consigo recomponerme y de nuevo el placer se instala en mi cuerpo. Suelto un gemido cuando su pene se clava con fuerza en mi interior.

—Quiero saborearte un poco… —dice de repente.

Un segundo después se ha deslizado por mi cuerpo y está separando mis labios para introducirse en ellos. Los lame con precisión, con una experiencia que me resulta inaudita. Arqueo la espalda, sorprendida de ser capaz de abandonar mis inquietudes y gozar del placer que me da. Apoyo una mano en su pelo revuelto y se lo acaricio, lo enrollo entre mis dedos y tiro de él.

—Me perdería entre tus piernas todas las noches de mi vida —jadea alzando la cabeza y mirándome con los labios brillantes por mis flujos. Le sonrío.

Cuando se pone a la tarea de nuevo todo mi cuerpo se contrae. Me masturba con dos dedos mientras que con la lengua y con los dientes juguetea con mi clítoris, que cada vez está más hinchado. Gimo, me retuerzo, arqueo la espalda y tiro aún más de su cabello. No me da tregua. Con la otra mano estruja uno de mis pechos, y me siento tan sexy viéndome totalmente desnuda y abierta de piernas ante él que el cuerpo empieza a temblarme y, segundos después, estoy terminando en su boca.

Pero entonces otra vez viene a mi mente todo lo que Ian me ha contado, las prácticas que realizaba con Naima y su insinuación de que Héctor también lo hizo. Mi cabeza se vuelve loca y piensa que quizá le gustaría practicar un sexo más osado, parecido a lo que hiciera tiempo atrás.

—Héctor… —susurro, un poco nerviosa.

—¿Sí? —Se me queda mirando con una sonrisa.

—¿Quieres que juguemos?

—Claro que sí.

Intento tragar saliva, pero lo cierto es que tengo la boca muy seca. Si le propongo lo que estoy pensando, tal vez pueda averiguar qué es lo que ocurrió de verdad… No lo pienso mucho más.

—Podríamos jugar en otro lugar —le sugiero.

—¿Qué quieres decir? —Parpadea.

—Ir a un club, comprar juguetes…

—Ya tenemos a Ducky.

—Me refiero a otro tipo de juguetes…

—¿Qué? No te entiendo.

—¿Te gustaría que nos miraran mientras lo hacemos?

—¿A qué viene esto, Melissa?

—Mucha gente lo hace, ¿no?

—¿Y por qué tenemos que hacerlo nosotros?

—No sé, quizá nos gustara. —No reconozco mi propia voz. ¿De verdad estoy comportándome de esa forma?

Para mi sorpresa Héctor se aparta y se levanta de la cama. Segundos después se está poniendo el pantalón. Descubro algo diferente en sus ojos.

—¿Héctor?

Se sienta en la cama y se pasa una mano por el cabello. Me fijo en que su mirada está perdida. ¿Acaso piensa en su pasado? ¿En lo que hacía con Naima? ¿Así que era real? Hay algo que me tiembla muy adentro. No debería haberme comportado así. ¿Qué es lo que pretendo?

—¿Qué te pasa, Melissa? —En su tono hay demasiada preocupación, y me siento culpable.

Ladeo la cabeza y lo empujo con suavidad para colocarme de lado.

—¿Estás bien? ¿Por qué me has dicho eso?

—Sólo quería probar cosas nuevas. Muchas parejas lo hacen —me excuso.

—¿Es que no tienes bastante con nuestro sexo? Porque a mí me parece el más maravilloso del mundo —me dice con los ojos oscurecidos.

—Claro que sí, pero… No sé, Héctor. Lo siento, yo sólo…

—Además, te he notado rara un par de veces más. Estás distraída, Melissa, y seria. ¿Va todo bien?

—Estoy estresada —miento.

—¿Qué? No lo entiendo. —Calla durante unos segundos y luego pregunta—: ¿Es por lo de la boda?

—Sí —me apresuro a contestar, aunque ni siquiera he pensado en ella últimamente. No me doy la vuelta porque no quiero que vea mi cara de mentirosa—. Me preocupa que no salga bien.

—Melissa… —Me acaricia el pelo, y me tenso aún más. «Por el amor de Dios, no puedes seguir así. Tú lo amas. ¿Por qué dejas que las historias de un desconocido te afecten?».

—¿Qué?

—Saldrá bien. Yo haré que todo sea perfecto, que sea el mejor día de tu vida. Y luego vendrán muchos más.

Nos quedamos en silencio un rato. Su corazón palpita en mi espalda, y me provoca más y más culpabilidad y tensión. Deseo que se abra a mí, deseo saber, deseo que sea sincero conmigo. Antes de que mi cabeza pueda controlar mi boca, me he vuelto hacia él y estoy mirándolo fijamente.

—¿Qué pasa?

—¿Qué sentiste al descubrir que ella no era como tú creías?

Le he lanzado la pregunta sin pensar en las consecuencias.

Héctor abre los ojos de par en par. Su nuez tiembla al comprender a qué me refiero. Lo reto con la mirada y, aunque me la sostiene, soy consciente de que se ha molestado y reparo en que se ha puesto nervioso.

—¿Cómo te sentiste al saber que no era la mujer que esperabas? ¿Al descubrir todos sus secretos? —continúo, presionándolo.

Separa los labios, dispuesto a decir algo. O va a gritarme, y esto se acabará aquí, o me lo contará. No hay más. Sus pupilas se dilatan y contengo la respiración.

El teléfono lo salva. Esa melodía molesta le dibuja una expresión de alivio. Sé que está dudando si cogerlo o no, pero me rindo y le hago un gesto. Se levanta y sale de la habitación con el móvil pegado a la oreja. Lo oigo hablar, pero me da igual. Cuando regrese sé que ya no estará dispuesto a hablar. Me lo confirma su sonrisa unos minutos después, al aparecer por la puerta.

—Abel Ruiz quiere participar en el número de verano. Ha hablado con mi jefe y éste lo ha convencido. —Atisbo la alegría en su voz y trato de sonreír también, aunque siento cierto enfado al saber que eso le interesa más que yo—. Cenamos pasado mañana con ellos. —Me coge de la barbilla y me mira profundamente—. Te vendrá bien despejarte.

Asiento con la cabeza. Tengo un nudo aprisionándome la garganta. Acostados el uno al lado del otro nos mantenemos en silencio. Creo que ha pasado más de una hora cuando Héctor susurra:

—Sentí que yo era el culpable de todo, Melissa. —El estómago se me cierra, pero el corazón me palpita emocionado al oír esas palabras. Está respondiendo a mis preguntas—. Aún hoy no sé si es mejor sacar los secretos a la luz o guardarlos a buen recaudo.

Me obliga a darme la vuelta para enfrentar nuestras miradas.

—Sé lo que te ocurre. Aarón me contó que no confiabas del todo en mí —dice muy serio. ¡Maldito Aarón! ¿No me aseguró que se quedaría calladito? ¡Yo no he contado lo suyo!—. Tengo claro que necesitas saber. Pero yo… Estoy un poco asustado, Melissa. Me habría gustado hacer las cosas de otra manera, pero no supe. Por eso estoy tratando de hacerlo bien contigo. —Calla unos segundos; está pensativo mientras se acaricia el labio inferior—. Te prometo que te lo contaré. —Me sujeta de las mejillas—. Antes de la boda lo haré. Quiero que decidas casarte sabiéndolo todo de mí. —Sus ojos se entornan—. ¿Puedes esperar un poco más? Quizá esté pidiéndote demasiado porque ya te defraudé… Yo… necesito tiempo. No mucho. Hablar con mi psiquiatra. Encontrar las palabras adecuadas…

Asiento con la cabeza antes de que pueda continuar. Si necesita tiempo, se lo daré. Mientras me cuente todo sobre él, no me importa cuándo lo haga. Éste es un paso mucho mayor de lo que esperaba. Puedo entenderlo. A veces es muy complicado abrirse, incluso a la persona que amamos. Incluso más a ella.

Me abrazo con fuerza a su cuerpo, demostrándole que no me importa nada más que nuestro amor.

Pero no sé si es cierto del todo. No sé cómo me sentiré o cómo actuaré si me confirma todo lo que Ian me reveló.

¿Podré amar a Héctor a pesar de su otra cara?

¿Quizá sería mejor, como ha dicho él, dejar los secretos enterrados?