18

Quiero teneros a los dos.

Para sorpresa de la joven, él soltó una carcajada. ¿Por qué? ¿Por qué reía? Quizá tendría que haberse callado, haberse aguantado las ganas, pero él había insistido y ahora ella estaba arrepintiéndose porque sabía lo tradicional que era. Se negaría en redondo. O puede que estuviese tomándoselo a broma.

Permaneció en silencio, con los nervios a flor de piel, hasta que las carcajadas se convirtieron en risas y las risas fueron calmándose hasta apagarse. Se observaron con cautela, conscientes de que la situación era peligrosa, de que una palabra fuera de lugar podría echarlo todo a perder. Y ninguno de los dos lo deseaba.

—¿Te has oído, Naima? De verdad, ¿eres consciente de lo que acabas de decir? —preguntó él, aún con una leve sonrisa en los labios, como negándose a creer lo que estaba ocurriendo.

—Sí —respondió ella con un hilo de voz.

Él musitó algo que no logró entender, se levantó de la cama con expresión furiosa, alterada, y empezó a caminar por la habitación como una fiera enjaulada, deseoso de soltarle todas esas malas palabras que le habían venido a la cabeza desde que le había confesado que tenía un amante al que veía con asiduidad. Se detuvo de repente y se volvió hacia ella con el rostro desencajado, con esa mirada en la que se había asomado en más de una ocasión un brillo de algo parecido a la locura.

—Necesitas ayuda.

—No —susurró ella negando con la cabeza.

Él se aproximó, la tomó por los hombros y acercó su rostro.

—Sí la necesitas. Puedes venir a mi psiquiatra. Iremos juntos, ¿de acuerdo?

—¿Por qué piensas que necesito ayuda, Héctor? —Se atrevió a fijar su mirada en él y, poco a poco, la vergüenza dio paso a la furia. Una cosa era que ella se hubiera comportado como una promiscua y la otra que le permitiera insinuar que estaba loca.

—Porque es evidente que te pasa algo. O quizá soy yo… ¿Qué es lo que he hecho mal? —La miró con desesperación.

—No has hecho nada mal —respondió ella, aunque se moría de ganas por confesarle todos los errores que creía que había cometido durante sus años de relación. Sin embargo, tras la confesión se hallaba en una posición de inferioridad, así que decidió callarse y guardarlo, quizá para algún otro momento—. Sólo es que estas cosas pasan.

—¿En serio? Pues no conozco a nadie que esté viéndose con dos hombres a la vez. ¿Sabes que eso no es posible en nuestra cultura?

—¿Y quién lo dice? —lo retó alzando la barbilla, mostrándole sus ojos brillantes y molestos.

De nuevo el silencio los invadió. Y otra vez él se puso a caminar por la habitación, a dar pasos y más pasos, a negar con la cabeza y a mirarla con expresión interrogativa de vez en cuando. La joven se mantuvo erguida, resuelta a no mostrar indecisión o vergüenza por lo que deseaba.

—¿Lo amas? Dímelo. Te lo he preguntado antes, y no has contestado. No quiero mentiras.

—Yo tampoco las quería —se apresuró a responder ella.

—Te pedí perdón. Lo he hecho una y otra vez desde entonces. Joder, ¿es que no podemos cometer errores?

—No consentiste que te ayudara en esos momentos. Me expulsaste de tu vida durante ese tiempo, me dejaste fuera de todo. No permitiste que intentara salvarte. ¿Sabes cómo me sentí?

—¡No tuve la culpa! —contestó él, empezando a enfurecerse—. No podía. Algo en mi cabeza me lo impedía, ¿entiendes?

—¿Por qué tendría que ser sincera yo ahora? Podría habérmelo callado, no contarte la verdad. Pero ya ves, lo he hecho. ¿Qué cambiaría si te dijera que lo amo?

—Naima… —Se acercó a ella e, inclinado, la agarró de las mejillas con fuerza, clavándole los dedos en la carne hasta que se quejó—. Dime la puta verdad. O vete. Porque si lo amas a él y no a mí, no sé qué haces aquí.

A ella le tembló la barbilla y por su cabeza pasó un sinfín de pensamientos que la torturaron. Jamás, jamás podría contarle cómo se sentía porque estaba segura de que no la entendería.

—Sí lo amo.

—Entonces…

—Pero a ti también.

La miró sin entender, casi estrábico a causa de la cercanía de sus rostros. Negó con la cabeza y le preguntó:

—¿Lo conozco?

Ni siquiera necesitó que ella le dijera quién era; con su asentimiento y el extraño brillo que atisbó en sus hermosos ojos lo supo enseguida. Las carcajadas retumbaron otra vez en el silencio de la habitación.

—¡Hijo de puta!

Segundos después, él abría la puerta y salía del dormitorio, seguido por la joven, que sollozaba.

—No, Héctor… ¡No puedes hacerlo! —Trató de retenerlo cogiéndolo del brazo, pero él se deshizo de sus manos propinándole un empujón que la hizo chocar contra la pared. Aun así, se repuso de inmediato y corrió tras él una vez más, alcanzándolo cuando ya abría la puerta de la calle—. ¡Por favor, detente! —le rogó con el rostro bañado en lágrimas.

Se volvió hacia ella y, al verla así, el corazón se le encogió. La amaba. ¿Por qué tenía que amarla tanto? Lo haría incluso hasta en la muerte. Morir y amarla todavía más. Ese sentimiento, el que se supone que es el más maravilloso del mundo, iba a destrozarlo. Su amor provocaría que hiciera cosas que no debía ni quería.

—Naima… —Su voz había cambiado por completo, mucho más ronca, más decidida, más furiosa. Ella negó otra vez con la cabeza y sollozó con fuerza. No lo ablandó. Y no lo hizo porque el ardor que se le había despertado en el estómago era más poderoso que las lágrimas de la mujer a la que amaba—. Suéltame. Te lo ruego… Ahora mismo no puedo responder de mí.

Al fin, ella lo dejó marchar porque sabía que no tenía elección. Ni siquiera cerró la puerta del piso cuando él bajó la escalera a lo loco. Corrió a la ventana y la abrió, sin percatarse del vientecillo helador que amenazaba la noche. Al poco, la puerta de la calle se cerró y se inclinó todo lo que pudo para verlo. Caminaba con pasos ligeros, aunque no parecía tener un rumbo fijo. «Por favor, que no vaya a verlo. Dios, te lo ruego, no permitas que ocurra nada malo», suplicó en silencio. Y cuando él desapareció tras doblar la esquina se le pasó por la cabeza que sería muy fácil acabar con todo de una vez. El suelo estaba tan lejos… Y ella no sabía volar. No duraría mucho y, por fin, podría respirar tranquila y se apagaría todo el dolor que llevaba dentro. Se inclinó un poco más, ya casi la mitad de su cuerpo estaba fuera y el viento le daba en plena cara. Cerró los ojos, aspiró con fuerza…

Le dio un tremendo mareo que la asustó. Entró en el apartamento llorando, con hipidos que apenas la dejaban respirar. Cerró la ventana y estuvo un rato merodeando por la casa como un perro que echara de menos a su dueño, y tan sólo quince minutos después se dio cuenta de que la puerta estaba abierta, a pesar de haber pasado por delante un par de veces.

No concilió el sueño en toda la noche, y a las cuatro de la madrugada, según marcaba su reloj, el sonido de la llave en la cerradura la hizo brincar en el sofá y correr hasta la puerta. Abrió antes de que él atinara a hacerlo y se lo encontró tan bebido que el mundo se le cayó encima. Parpadeó. No. En realidad no estaba tan borracho. Todo había sido producto de su maldita imaginación, de sus temores, de esos traumas de los que no podía deshacerse.

Entraron en silencio y con cada paso de él a ella le parecía que el ambiente se oscurecía más. Cuando se volvió y le sonrió, la joven se asustó.

—He tenido mucho tiempo para pensar —dijo con voz ronca, como si hubiera estado llorando, aunque no tenía los ojos hinchados ni rastro de lágrimas en su rostro—. Si es lo que quieres, Naima, si eso nos ayuda en la relación, entonces lo haremos.

—¿Qué? —Su confusión ni siquiera le permitió pensar con claridad.

—He hablado con él —le anunció, y ella abrió la boca temerosa, pero no la dejó hablar—. Tranquila, no le he hecho nada, si es lo que piensas. Hemos conversado como hombres civilizados, ¿sabes? Me ha contado las fantasías que, alguna vez, le confesaste. ¿Por qué no me las dijiste a mí? —Se mostró apesadumbrado durante unos segundos, pero después sonrió. Una sonrisa extraña, que no auguraba nada bueno—. Te gustaría hacer un trío, ¿no es así? Que dos hombres te dieran todo el placer que ansías. —Calló unos instantes, pensativo—. Pero no dos cualquiera. Nos quieres a Ian y a mí.

—Yo… —Naima titubeó durante unos segundos, pero al fin alzó la barbilla y mirándolo con los ojos entrecerrados le dijo—: Sí, es lo que quiero. Lo deseo.

—¿Te has oído, Naima? ¡Es de locos! ¡Te has forjado una doble vida, joder!

Ella lo miró enfadada, con los labios apretados y el rostro congestionado. Él no entendía por qué no le bastaba el sexo que mantenían juntos, por qué necesitaba otro, mucho más duro, más retorcido.

—No permitiré eso… Jamás dejaré que otro hombre te tenga.

—Entonces… tendré que reflexionar sobre lo nuestro.

—¿Qué? —Parpadeó, como si no la hubiera entendido.

—Héctor, piénsalo. No es nada tan malo como tú crees. Únicamente necesitas abrirte un poco. Sólo será sexo… A veces pienso que lo necesitamos para reavivar lo que nosotros tuvimos. He visto que a otras personas que lo hacen les ayuda en su relación…

—¿A quién has visto haciendo eso? Pero ¿a qué clase de personas conoces tú? —Alzó la voz. Se frotó los ojos al sentir que se mareaba—. No lo haré jamás… —murmuró.

Ella soltó un gruñido, se levantó y, sin añadir nada más, lo dejó con la palabra en la boca. Él se toqueteó el cabello, con un sinfín de pensamientos increíbles rondándole la cabeza. ¿Lo había dicho de verdad? ¿Iba a dejarlo si no aceptaba formar parte de ese estúpido trío?

Ardió en deseos de llorar. De gritar.

Observo a Ian con los ojos muy abiertos, los labios apretados y una sensación indescriptible en el estómago, como si tuviera en él miles de patitas de arañas correteándome. Al coger la taza de té para darle un sorbo, las manos me tiemblan tanto que derramo parte del contenido. Él no abre la boca; se limita a mirarme con una sonrisa que, en el fondo, tiene algo de melancolía.

—Estás mintiendo —respondo al cabo de unos segundos, cuando he reunido el valor suficiente.

Ian parpadea sorprendido, ladea la cabeza y abre la boca… pero no dice nada. Espera que yo añada algo más. Sin embargo, como no lo hago, suelta un suspiro y dice:

—¿Por qué iba a mentir? ¿Qué ganaría yo con eso?

—Es una locura lo que me has contado —le espeto entre dientes, un poco furiosa.

—Tú me has pedido respuestas y yo te las he dado. —Su taza de café ya está vacía, así que se dedica a juguetear con la cucharilla, removiendo un líquido imaginario y poniéndome más inquieta con el molesto sonido—. Soy yo quien debería estar enfadado. Estoy contándote parte de mi intimidad y tú, de forma descarada, me tachas de mentiroso a pesar de que sabes que es verdad. —De repente sus ojos, tan claros, adquieren un matiz oscuro.

—¿Parte de tu intimidad? —Se me escapa una risa sarcástica, incrédula—. Más bien parte de la intimidad de Héctor y Naima.

—La intimidad de los tres está unida. —Ian se remueve en su asiento de manera elegante—. Al menos durante una época.

—Héctor jamás haría eso. No habría aceptado algo así.

—Te sorprenderías de lo que son capaces los seres humanos ante la desesperación por miedo a perder a la persona que aman.

Niego con la cabeza, aturdida y con un zumbido en los oídos que va aumentando en molestia. Este hombre… Continúa atreviéndose a jugar conmigo. «Su vida lo aburre, porque si no, no lo entiendo. Quizá quiere vengarse de Naima o qué sé yo», me digo. No puedo pensar con claridad después de su relato.

—Tu versión y la de él no coinciden —le echo en cara intentando mantenerme serena. No quiero mostrarle debilidad porque entonces perdería en el juego.

—Ya te lo he dicho… No tengo ninguna razón para mentirte.

—¿Ah, no? Porque yo creo que sí.

—¿Qué es lo que crees tú?

—Que tienes una razón para mentirme.

Hace un gesto con la mano para que se lo diga. De nuevo la sonrisa le ha vuelto al rostro y me provoca un escalofrío.

—Quieres ponerme en contra de Héctor.

Ian suelta otra de esas carcajadas que se me antojan desprovistas de cualquier matiz de humor. Si no fuera porque cuando sus manos me han tocado las he encontrado cálidas, continuaría pensando que está hecho de cables.

—¿Y para qué querría hacer eso?

—Porque le guardas rencor… o qué sé yo. Si tú albergabas algún sentimiento por Naima… Ella continuó con él, a pesar de todo.

Ni por un segundo me paro a pensar en las consecuencias que puede tener mi opinión. De inmediato la sonrisa se le borra de la cara y sus ojos se abren de par en par; desprenden chispas, y no puedo más que encogerme en el asiento. Aun así, no aparto mi mirada de la suya. Las aletas de su nariz se mueven con nerviosismo, al igual que la nuez en su cuello.

—Puede que le guardara rencor durante algún tiempo —admite Ian al cabo de unos segundos, cuando parece haber recobrado la compostura. Y me sorprende que lo consiga tan pronto—. Y puede que no sea una de mis personas favoritas en el mundo. Pero, de todos modos, no es un motivo lo suficientemente bueno para mentirte.

—A mí me parece que sí. —Me mantengo en mis trece, con la barbilla bien alta—. Además, tu forma de contarme lo ocurrido… ¿Cómo podrías saber tanto, si no? ¿Estabas allí cuando pasó o qué? —Sé que mi tono ha sonado un poco burlón, pero eso hace que me sienta mejor, que esté a su altura, que se dé cuenta de que yo también puedo jugar como él.

—Eso me lo contó Naima.

—Ah, ya. Y tú la creíste.

—¿Cómo no hacerlo? Era mi mejor amiga. Una de las personas más importantes de mi vida. ¿Es que acaso tú no crees a Héctor? —Apoya las manos en la mesa y esboza esa sonrisa ladeada a la que estoy empezando a coger tirria—. Supongo que no del todo, porque entonces no estarías aquí, hablando conmigo. No habrías vuelto a recurrir a mí.

Me dan ganas de insultarlo, pero las manos han retomado su propio camino y han empezado a temblarme. Las coloco bajo la mesa para que no se dé cuenta de que estoy nerviosa, de que me siento totalmente desnuda ante él.

—Naima me contaba todo. Yo fui, durante su corta vida, un hombro en el que llorar. —Desvía la mirada y la posa en la cristalera que tenemos al lado. Me pregunto en qué estará pensando y, por unos segundos, su semblante serio me provoca algo similar a la lástima. ¿Este hombre amaría a Naima tanto como lo hacía Héctor?—. Estábamos hechos el uno para el otro. —Regresa sus ojos a mí y la suya se me antoja una mirada acusadora.

A punto estoy de decirle que eso no es así, porque si no ahora estarían juntos. No obstante, logro mantenerme callada ya que reconozco que soltarle eso es algo de muy mal gusto. Y, aunque Naima no sea santo de mi devoción, está muerta y le debo un respeto.

—Jugábamos juntos de pequeños. Estudiamos juntos en el colegio. Lo hacíamos juntos todo. Yo la amaba y ella a mí también. —Se rasca una mejilla con actitud ausente, como si estuviera reviviendo momentos en los que yo sería una intrusa—. Nos habríamos casado, ¿sabes? Todos lo decían, que nos verían ante el altar. Pero entonces apareció él. Llegó con sus aires de joven atormentado, con su afición por la música clásica, los poemas y los días grises, con su sonrisa taciturna y sus ojos de cachorro abandonado. Naima encontró en él algo diferente, algo totalmente contrario a ella, que estaba llena de vida, de luz, de ganas por conquistarlo todo. Quizá quería salvarlo.

«No tenía luz, estaba hecho de oscuridad. Pero tú me has entregado toda la tuya. Es casi como un milagro». Las palabras de Héctor acuden a mi mente sin previo aviso y atruenan sin otorgarme un poco de piedad. Sé que él no ha sido el hombre más feliz del mundo, que su enfermedad no se lo ha permitido. Él mismo lo ha reconocido ante mí más de una vez. Pero… ¿y qué? He decidido amarlo por encima de todo, ¿no? Amarlo. Salvarlo es algo secundario, que viene dado por mi amor. No me enamoré de él por eso, ya que esa faceta suya no la conocí hasta un tiempo después.

—Me la quitó.

—Ninguna persona es propiedad de nadie. Naima no era tuya —me atrevo a decirle.

Ian aprieta los dientes y le rechinan con violencia, sacándome un estremecimiento.

—Pero ella me pidió que fuera suyo. —Parece enfadado, a pesar de que acaba de hablar de Naima con nostalgia—. Siempre, siempre lo quiso así. Y yo siempre estuve ahí para ella.

—Erais amigos, ¿no? —le digo, sugiriéndole que era lo menos que podía hacer.

—Los tres. Los tres lo fuimos durante un tiempo, hasta que el amor fue más fuerte que la amistad.

Me quedo con la boca abierta. En ningún momento me había insinuado que los tres fueran amigos. Niego con la cabeza, mordiéndome el labio inferior con una sonrisa incrédula.

—Todo esto es tan increíble… Es como una historia de una película de esas de sobremesa.

—La realidad a veces supera la ficción, querida. —Esa última palabra en su boca me provoca otro escalofrío. Lo miro con el semblante serio y una mueca de incomprensión en el rostro—. A menudo las personas no saben cómo afrontar su vida y se limitan a luchar por sobrevivir. En la mayoría de las ocasiones se comportan como marionetas y hacen cosas que sólo tienen sentido para ellas.

El móvil me vibra en el bolso. Al sacarlo, el corazón se me paraliza. Dios, es Héctor. Miro a Ian con expresión asustada. Bueno, Héctor tampoco es mi dueño; no tengo por qué ponerme así de nerviosa. Aunque sé que me siento de esta manera porque hay algo de culpabilidad en mí. Trato de poner mi voz más serena al contestar.

—¿Melissa? —Noto a Héctor preocupado, ansioso—. He llegado hace nada. ¿Dónde estás?

—Salí a dar una vuelta. Me faltaba inspiración y pensé que en una cafetería la encontraría…

—¿Y lo has conseguido? —me pregunta, aunque por su tono de voz más que interesado parece un poco molesto.

—Sí. Más o menos.

—¿Vas a tardar mucho?

—No, claro que no. Enseguida iré.

—Bueno, no te preocupes. —De repente se relaja—. Voy a darme una ducha. Después prepararé la cena. Te quiero.

—Y yo —respondo en voz muy bajita.

Alzo la vista tras colgar y me topo con la de Ian, entre curiosa y burlona. Me paso la lengua por el labio inferior y me dispongo a coger la chaqueta para marcharme.

—Es tarde. Tengo que irme.

—Era él. —No es una pregunta, sino una afirmación rotunda.

—¿Y qué te importa a ti? —Me muestro más enfadada de lo que realmente estoy.

—¿Tienes que regresar a casa cuando él te lo pide? Me recuerda a algo…

—Me voy a casa porque quiero —le contesto mirándolo con mala cara. Pero ¿qué se ha creído el muy cretino? ¿Cómo osa decirme algo así?

Se levanta al mismo tiempo que yo. Se adelanta y paga lo que hemos tomado. No debería dejar que me invitara siempre; es algo que crea un sentimiento de confianza que no quiero que se dé. Salimos a la calle, donde ha empezado a chispear.

—Nos vemos pronto, querida.

Me tiende la mano, pero decido no estrechársela. Parpadea, entre sorprendido y un poco molesto.

—No. No nos veremos. No quiero oír cuentos.

Ian permanece callado. Una gota cae justo en su párpado, humedeciéndolo. Me mantengo sería mientras lo miro, inquieta, luchando con todas mis fuerzas para mantener la respuesta que le he dado, para no joderme a mí misma quedando otra vez con él.

—¿Y qué pasa si tengo pruebas de todo cuanto te he explicado?

Sus palabras me dejan clavada en el suelo. El hormigueo de mi estómago se acrecienta bajo su atenta mirada, esa que estudia cada uno de mis gestos, de mis parpadeos, de mi respiración entrecortada.

—¿Pruebas?

—Si me lo permites, te demostraré que no son cuentos. Puedo enseñarte cosas… Y entonces dejaré que saques tus propias conclusiones.

Me rasco el cuello a lo bestia, tratando de calmar el terrible picor que me ha entrado. No. Debo dejarlo aquí, detener todo esto y continuar con mi vida. «No remuevas el pasado, Mel —me pide la vocecilla de mi cabeza—. Ni siquiera es un pasado que te afecte». «¿Seguro que no?», ahí está la otra voz, esa que ansía descubrir más y meterse en lodazales.

—Si me das tu correo electrónico, te haré llegar algo.

—¿Qué? No. Ni hablar. No voy a darte nada. —No permitiré que este hombre se meta más en mi vida. Lo mejor es mantener una barrera de seguridad con él porque no puedo saber a ciencia cierta qué es lo que pretende.

—¿Es que acaso no te interesa saber lo que hacíamos Naima y yo? ¿No sientes un poco de curiosidad siquiera? ¿No te interesa descubrir qué es lo que ella buscaba en mí?

Niego con la cabeza, asustada. No dice nada más. Me coloco el bolso en el hombro y agacho la cabeza. Cada vez me siento más avergonzada. Este encuentro ha sido tan extraño, tan fuera de lugar…

—Adiós, Ian. Que te vaya bien. Siento no poder ayudarte en tu deseo de desahogarte, pero no soy la persona indicada… y creo que deberías entender mis motivos.

Dicho esto, echo a andar. Por unos segundos temo que vuelva a seguirme, que me agarre del brazo y me apriete contra su pecho, que me pida que lo escuche tal como ha sucedido hace un par de horas. No obstante, nada de eso ocurre. Continúo mi camino en busca de un taxi; supongo que él se ha quedado atrás, o puede que se haya marchado también… Sea como sea, no me vuelvo para ver qué ha hecho.

Cuando estoy en el taxi, luchando por sacar de mi mente todo lo que he escuchado hoy, el móvil me vibra una vez más. Me asusto pensando que será él. Me regaño a mí misma por ser tan paranoica cuando veo el nombre de Héctor.

Ya he salido de la ducha. Voy a prepararte una cena tan estupenda que la inspiración no tendrá más remedio que acudir a ti.

Te quiero, Melissa.

Y yo sé que también lo amo. Por eso, me siento demasiado culpable por dudar. No quiero ser así.