33
En cuanto salgo de casa lo entiendo. Desaparezco por una esquina y comprendo que no soy el hombre adecuado para Melissa. Quizá no lo sea para nadie. ¿Qué mujer en su sano juicio querría estar conmigo? Recuerdo que una noche, después de haber hecho el amor, me dijo entre risas que le encantaba amarme. Eso fue cuando retomamos lo nuestro, cuando ambos pensábamos que todo marcharía bien. Le contesté que era una loquita, y su respuesta me dejó sin habla: «No, Héctor, loca sería si no te amara». Y en aquel momento, con su suave cuerpo pegado al mío, con sus enormes ojos sonrientes contemplándome, con su cabello revuelto haciéndome cosquillas en el cuello, lo creí.
Sin embargo, después de haber visto esa foto no tengo nada claro. Joder, sé muy bien que Melissa no se ha acostado con ese cabrón y, a pesar de todo, le he gritado reprochándoselo. Sé perfectamente qué motivos la empujaron a encontrase con Ian. Y estoy muerto de miedo. ¿Es por lo que él le haya contado que ha estado tan distraída, tan apartada de mí? No podía rozar sus pensamientos. No lograba acercarme a ella con una simple sonrisa, como tantas veces hice anteriormente.
Debería haber sido yo quien se lo contase todo. Al fin y al cabo, todos guardamos algún secreto, ¿no? Aunque es evidente que el mío es mucho peor que el de la mayoría de la gente. Melissa es una mujer comprensiva, pero ¿hasta qué punto?
No quiero que la historia se repita. Por nada del mundo permitiré que ella se convierta en lo que Naima fue. Yo fui un cobarde, y tampoco deseo comportarme de ese horrible modo. No logré entender a mi expareja, en mi mente la convertí en la mujer que no habría sido, si la hubiera ayudado de alguna forma. Pero, al fin y al cabo, soy terrible, ¿no? En mí tengo una oscuridad de la que no puedo desprenderme por mucho que lo intente. Y eso bien lo sabe Ian. El muy cabrón se ha aprovechado. Aunque claro, ¿cómo reprochárselo después de todo? Si Melissa prefiere estar con él… ¿Quién soy yo para interponerme?
De inmediato hay algo en mi cabeza que me avisa de que me estoy equivocando, y mucho. Melissa no es para él. Es para mí. Por eso le pedí que se casara conmigo, por eso le regalé el anillo, por eso he luchado para ser otro hombre. Uno mucho mejor, uno que sepa cómo ser feliz, cómo vivir. ¿Cuándo aprenderé, joder? Cómo voy a amarla tal como se merece si ni siquiera sé hablar. Discuto. Grito. Rompo cosas. Doy golpes. Y me marcho. Las dejo tiradas en los peores momentos. No repetiré esa historia nunca más. No quiero que la felicidad de la mujer que amo se rompa por mí.
Lo único que recuerdo de mi infancia es a un niño triste y solitario del que muchos se burlaban. Recuerdo también a unos padres cariñosos a los que no sabía querer. No elegí nacer así, con este pecho que a veces se me desgarra aunque luche por impedirlo. No quise ser una persona dañina para los demás. Odio las épocas en las que sale ese otro yo que intento esconder. Puede que la soledad sea mi mejor opción. Al fin y al cabo, cuando jugaba con las mujeres no les hacía tanto daño como a Naima y a Melissa. A ambas las destrocé. Una se me fue para siempre. La otra quizá esté a punto de hacerlo. Y puede que así sea mejor. Puede que me equivocara volviendo a por ella en su boda.
Mi corazón me dice una cosa. Mi mente otra. Odio estas batallas que pugnan en mi interior. Me odio en tantas ocasiones…
Sólo deseo amar a Melissa como cualquier persona normal. Quiero ofrecerle sonrisas, cosquillas en el estómago, latidos en el pecho, susurros a medianoche. Quiero jugar con nuestros hijos, abrazarlos cuando tengan frío y contemplarlos mientras duermen. Y aunque el psiquiatra me dijo que no tenían por qué heredar mis problemas, el miedo no se va. Y nunca lo hará.
Necesito tener una vida normal con Melissa. Se lo debo a ella. Me lo debo a mí. A los dos.
¿Ha sido este otro de esos avisos que te da la vida? ¿Qué debo hacer: mantenerla a mi lado para siempre y hacerla infeliz… o dejarla marchar y que rehaga su vida con otro hombre? Creo que soy el mismo egoísta de siempre. No he sido capaz de enfrentarme a mí mismo. ¿Acaso pensaba que lo había conseguido sólo por abandonar aquellas pastillas?
El teléfono suena arrancándome de todos estos horribles pensamientos. Es Aarón. Otra persona que tiene problemas. Un amigo al que tampoco estoy ayudando. Respondo con voz ronca.
—Héctor, ¿dónde estás? —pregunta con voz ansiosa.
—En la calle. He discutido con Melissa, y no sé qué…
—Escucha… —Me corta bruscamente. Un retortijón en el vientre me avisa de que su llamada no augura nada bueno—. He visto a Melissa.
—¿Y…?
—Creo que tiene problemas. Yo, no sé… —Suelta un bufido, y me inquieto más. Aprieto el teléfono hasta que los nudillos se me quedan blancos, pero no me sale la voz para poder preguntarle—. Héctor, ¿estás ahí? He visto a Melissa con… —Duda si decirme la verdad, pero ahora mismo sé con quién está ella. Y, como si se tratara de una premonición, tengo claro que no ha sido de forma voluntaria.
Ni siquiera me espero a que Aarón añada algo más. Cuelgo y echo a correr.
Hace mucho que no veo a Ian, pero me acuerdo de sus ojos la última vez que hablamos de Naima.
El pecho empieza a abrírseme mientras corro. Si le sucede algo a Melissa, seré yo mismo quien lleve al infierno a aquel que le haga daño.