28
Casi no me da tiempo a salir a la calle. Vomito en la acera lo que he tomado a mediodía, justo delante del guardia de seguridad que está mirándome con malas pulgas. De inmediato Ian se sitúa a mi lado y se dispone a ayudarme, pero hago aspavientos para que me deje en paz y se aleje. Me aprieto el estómago con la esperanza de que los espasmos se me pasen, pero sólo consigo que el vómito vuelva a aparecer. Me riego los zapatos sin poder evitarlo. Sollozo como una chiquilla asustada.
—Melissa, permite que te…
—¡Vete! —Mi propio grito me sorprende. Ni siquiera sé cómo he tenido voz para lanzarlo después de la vomitada.
Recojo el bolso, que se me ha caído al suelo, y empiezo a andar lo más rápido que puedo, aunque tengo claro que Ian me pisa los talones. Dios mío, lo que he visto en ese lugar cruza mi mente sin cesar. Y lo que me ha contado está trastornándome por completo. Ahora mismo no puedo hacer otra cosa más que odiar a este hombre que no sé qué pretende.
—¡Márchate, maldito mentiroso! —grito una vez más.
Estoy dando un espectáculo, pero por suerte este lugar está tan apartado que no hay nadie. No alcanzo a dar un paso más porque Ian me atrapa y hace que me vuelva con brusquedad. Me cruza los brazos delante del cuerpo formando una barrera y me zarandea como si fuera una muñeca desmadejada.
—¿Adónde crees que vas?
—¡Lejos de ti! —le increpo. Me escuecen los ojos. Estoy a punto de ponerme a llorar como una histérica.
Estoy tan asustada. Tan dolida. Tan rabiosa. Tan aturdida… Creo que ahora mismo podría volverme loca después de lo que he visto ahí dentro. Esos hombres y esas mujeres tratando de buscar placer en otros cuerpos distintos del de la persona que aman. Ian me ha traído a un lugar que jamás pensé que existiría. «Dios, Mel, eres patética. A tu edad, ¿y todavía tan inocente? Como si nunca hubieras oído hablar de sitios como éste; de gente a la que le gustan los tríos, el intercambio de parejas, las orgías». En el fondo, ¿hay algo de malo en ello? Claro que no. Sólo que, según Ian, Héctor estuvo ahí. Llevó a Naima. Dejó que fuera tocada por los dos. Y la golpeó… Me sobreviene otra arcada.
—Te lo dije: las personas a veces no son lo que creemos —musita agarrándome todavía.
Forcejeo y, al fin, me suelta. Lo miro con rabia, con los dientes apretados y la respiración acelerada.
—Estás inventándote una historia horrible —le digo, incapaz de creer algo como esto. No, incapaz no. Lo único que sucede es que no quiero creerlo porque eso supondría derribar todo lo que he construido. Supondría aceptar que Héctor es otro hombre distinto al que conozco. Mi estómago suelta un gañido.
—¡Jamás me inventaría algo así! —ruge Ian de repente, asustándome. Me mira con furia, con desdén y con algo que no logro adivinar—. ¿Es que acaso no has visto cómo te escudriñaba esa mujer? ¡Ella es la dueña! ¡Se ha quedado extrañada al verte… por tu parecido con Naima! ¡Es la que nos abrió las puertas la primera vez que vinimos, la que compartió charlas regadas de alcohol con ella cuando decidió acudir aquí sola! —Su tono sube y sube hasta que me pitan los oídos.
—¿Qué? —pregunto confundida.
—Naima se sumió en un mundo diferente, uno en el que podía ser otra persona porque al final no se soportaba a sí misma. Primero lo hizo conmigo.
—¿Qué fue lo que hizo?
—Ya lo viste en el vídeo. Me convirtió en una especie de amo.
—¿Qué quieres decir? —inquiero aturdida.
—Parece que no sabes mucho de este mundo. —Esboza una sonrisita—. A Naima le gustaba sentirse sometida. Con Héctor tenía el poder, pero no conmigo. Ella quería que yo le diera sexo sucio, duro, que la golpeara, que la insultara. No sabes cuánto le excitaba todo eso.
—Estás mintiendo otra vez.
—¡Por supuesto que no! Hay personas que disfrutan con ello. Naima lo descubrió y quiso probarlo. No es tan extraño. Todo empezó con unas palmadas en el trasero, con unos arañazos más fuertes que otros, con mordiscos. Luego la cosa subió de tono y me pidió que introdujéramos juguetes. Estuve informándome bien. Al fin y al cabo, no quería hacerle daño. Siempre hubo respeto entre nosotros.
—No parecía que fuera así en el vídeo…
—Estás muy equivocada. Naima lo hacía todo por voluntad propia, ella misma me lo pedía. Le gustaba que le provocara dolor. Después, cuando empezó a írsele la cabeza, lo probó con otros. Participó en orgías, en un sado mucho más oscuro. Yo fui perdiéndola también a medida que se le iba de las manos.
—Erais unos sádicos —le suelto, furiosa y mareada.
—A tu novio también le gustaba.
Me quedo paralizada. Niego con la cabeza, a punto de echarme a llorar.
—¡Deja de mentir de una puta vez! —le grito.
Su mirada cambia y se torna rabiosa.
—¡Él la destrozó! ¡Hizo que se sintiera perdida, que tuviera ganas de quitarse la puta vida día sí y día también! ¡Él provocó que necesitara buscarse en otros hombres! —La saliva de Ian aterriza en mi cara, dejándome sorprendida y sin poder moverme del sitio—. La alejó de él, pero también de mí. Y de ella. Es lo que se propuso hacer desde que Naima le contó que nos amaba a ambos: convertirla en una cáscara vacía.
—No, no… —Niego con la cabeza una y otra vez. Ése no es Héctor. Él jamás haría algo así. Naima hizo lo que hizo porque le apetecía, punto. ¿Cómo iba a llevarla él a esa situación?
—La rompió por completo, la convirtió en una sombra. —El rostro de Ian se va acercando al mío peligrosamente y yo, sin embargo, continúo sin poder moverme—. Necesitaba que alguien le hiciera recuperar la sonrisa y yo estaba ahí, su mejor amigo de siempre, el que estaba enamorado de ella como un bobo. ¡Héctor sólo le amargó la vida por sus putas locuras! —De nuevo está gritándome.
—¡No son locuras! —Logro reaccionar, encarándome a él. Nosotros sí que parecemos dos dementes gritándonos en plena calle—. ¡Héctor está enfermo!
—¿Enfermo? —Se echa a reír, y ese sonido me trastoca—. Puede que lo esté, pero ¡no tenía ningún derecho a hacer que ella enfermara también! Naima estaba llena de vida, y él se la fue quitando poco a poco. Se apagó porque él no luchaba por salir de lo que fuera que tuviera, porque le gustaba regocijarse en su oscuridad, lamerse las heridas, hacer que todo el mundo lo siguiera y se sintiera como él. Es lo que le gusta, ¿lo entiendes? ¿Es que no lo sabes ya?
—¡Eso no es cierto! —Me duele la garganta de haber vomitado y de estar gritando ahora. Noto algo caliente en las mejillas y comprendo que son mis lágrimas. Para mi sorpresa, Ian me las limpia, colocando ambas manos en mi cara.
—Intentamos ayudarlo, ¿sabes? Todos, todos lo hicimos. Y él nos echaba de sus vidas. Naima no sabía qué hacer, se sentía atrapada. ¿Cómo no iba a volverse loca también?
—Basta… —murmuro tratando de negar con la cabeza.
Él me lo impide. Me aprieta las mejillas y acerca su rostro al mío tanto que por unos segundos creo que va a besarme.
—Y tú imagino que también estarás intentándolo. Pero dime, ¿qué es lo que ha hecho él? Sé sincera, por favor. Alguna vez te ha echado de su vida, ¿no? Te ha dejado fuera de lo que coño le pase, ¿verdad? ¿Y le ha importado cómo te sentías tú?
Sollozo con fuerza, agachando la cabeza y dejando que el cabello me cubra el rostro. No quiero que me vea tan derrotada, aunque no hay manera de que pueda escapar de él. Recuerdo aquella horrible época, mis intentos para que Héctor se sintiera bien y no deseara esas pastillas. Rememoro la mañana en que me echó de su piso y, con ello, de su vida. Los meses posteriores en los que creí morir. Y me siento morir también al pensar que, quizá, eso podría volver a suceder. ¿Estoy dispuesta a vivirlo de nuevo? ¿Hasta dónde alcanzan mis límites?
—Mírame, por favor. —Ian ha bajado la voz a un susurro. Me alza la barbilla y, al final, nuestros ojos entran en contacto. Advierto en su mirada comprensión, preocupación y dolor—. Sólo quiero que no te pase eso otra vez.
¿Otra vez? ¿Es que acaso él sabe que Héctor y yo…?
—¡Yo no soy ella! —chillo aferrándome a sus brazos, clavándole las uñas a través de la ropa—. ¡Estás tratando de exorcizar tus propios pecados a través de mí! O de vengarte, seguramente, tanto de él como de ella. Lo único que quieres es separarnos… —Otro sollozo.
—¡No! —Ha perdido la compostura por completo. Me coge de los hombros, me zarandea y yo sólo tartamudeo, suelto un gemido tras otro y lloriqueo—. ¡Lo único que quiero es protegerte! Cuando te veo a ti pienso en ella. No puedo evitarlo, ¿qué quieres que haga?
—Odias a Héctor por lo que sucedió, pero lo que deberías entender es que yo lo amo y que nada de lo que me digas cambiará eso —le espeto entre dientes, tratando de que mi voz sea segura, aunque es totalmente imposible porque yo misma tiemblo como la luna en el río.
—Claro que lo odio. Pero eso no significa que no sea consciente de lo que puede sucederte.
—¿Y qué coño crees que va a sucederme, eh? —Estoy gritando otra vez, y él tan sólo me mira con enfado, con las aletas de la nariz moviéndose de forma desenfrenada. Sé que está conteniéndose para no insultarme o algo peor.
—Te marchitarás. Te darás cuenta demasiado tarde, por eso estoy avisándote. —Sus ojos me provocan inquietud y, al mismo tiempo, siento una gran lástima por él y no entiendo los motivos.
—Ahora mismo no sé qué pensar de todo esto… Yo… —Me llevo las manos a la cabeza para procurarme algo de tranquilidad, pero es imposible.
Para mi sorpresa, me estrecha entre sus brazos con fuerza. Me mantengo rígida hasta que no puedo más y relajo cada uno de mis músculos. Lo nota, y el abrazo se torna más cálido. Soy consciente de su aroma un tanto salvaje, del palpitar desenfrenado de su corazón, de su respiración agitada, de la forma en la que apoya su mano en mi cabeza, un tanto posesiva.
—Es difícil de entender, lo sé. Las personas a veces actuamos de manera imprevisible. —Oigo un eco en su pecho mientras habla—. Nos equivocamos los tres. Hicimos cosas horribles, ¿verdad? Bueno, al menos lo eran porque ambos queríamos a Naima para nosotros y nadie más, y no nos atrevimos a luchar por ella lo suficiente.
Quiero decirle que eso no es cierto, que quizá él no lo hizo pero Héctor sí y que precisamente por eso accedió a esa situación repugnante y dolorosa. Incluso lo fue para Naima. Me pregunto si tan sólo Ian disfrutó. Debido a esos pensamientos se me revuelve otra vez el estómago, así que apoyo los puños en su pecho y lo empujo para apartarlo.
—Esto se acabó —murmuro con la cabeza gacha.
—¿Perdona?
—No quiero volver a verte en mi vida. No me mandes correos. No te cruces en mi camino.
Suelta una carcajada incrédula. Cuando alzo la cara atisbo cabreo en sus ojos entornados.
—¿Cómo puedes estar tan ciega después de todo? ¿Cómo puedes tratarme de esta forma tan desconsiderada después de lo que estoy haciendo por ti? —Me habla como si nos conociéramos de toda la vida, como si hubiéramos sido amigos, pareja, amantes, qué sé yo. ¿Es que acaso piensa que soy ella cuando habla conmigo?
—¿Y qué cojones es lo que estás haciendo por mí, eh? ¿Intentar destruir, de nuevo, una relación?
Sus manos se cierran en puños temblorosos. Trago saliva, consciente de que quizá debería marcharme de una vez.
—¡Te estoy iluminando, joder! Te he traído al lugar en el que todo empezó porque me pediste pruebas. ¡Has sido tú quien ha querido remover el pasado!
—Lo reconozco. Y me he equivocado —murmuro.
—No siempre es bonito lo que uno se encuentra, ¿sabes? —Noto cierto resentimiento en su tono—. En ocasiones el pasado sólo trae sombras.
—Lo siento, Ian. Puede que… estés haciendo esto por mi bien. No lo sé, no te conozco de nada. Héctor jamás me habló de ti.
—¿Acaso lo ha hecho de algo? —Se mofa, cruzándose de brazos—. De ser así, no estarías aquí.
—Sólo sé que ahora estoy con él y quiero ser feliz.
—¿De verdad crees que puedes serlo?
Nuestras miradas se encuentran. Me estremezco porque está observándome de una forma que me hace sentir desnuda. Tanto física como mentalmente. Me rasco la frente, nerviosa, asqueada, deseosa de marcharme… ¿Adónde? ¿Por qué ahora mismo no quiero ir a casa?
—Lamento mucho lo que ocurriera entre vosotros, pero es cosa vuestra. Sois vosotros los que deberíais solucionar aquello que os esté carcomiendo…
—Lo único que me carcome de verdad es la muerte de Naima, y no podemos hacer nada al respecto. —Su mandíbula se tensa.
—Me voy, Ian. Y tú también, para siempre. Nuestros encuentros han sido un error. También lo loca que me he puesto con todo esto, con querer saber… —Alzo los brazos mirando a un lado y a otro, sin encontrar las palabras adecuadas para explicarme—. Siempre he sido así… Intento rascar hondo, y no es algo bueno.
Ian está muy tieso, demasiado callado. Necesito que diga o haga algo, que me asegure que se alejará de mí. De Héctor. De los dos.
Por fin me aparto de este hombre que se ha colado en mi vida sin ningún derecho. Camino, doy un paso, otro, un tanto aturdida pero impaciente por doblar la esquina para buscar un taxi que me aleje de ese desagradable lugar. No, en realidad lo que quiero es que me lleve lejos de los recuerdos de Ian, de su historia, de la de Héctor. Estoy a punto de lograr mi cometido cuando oigo su voz muy cerca de mí.
—¿Vas a dejarme así?
Contengo la respiración, vuelvo apenas el rostro y lo encuentro caminando casi a mi lado. Aprieto el paso. Él también. Acelero. Él lo mismo. Empiezo a asustarme, a sentir que este hombre no es de confianza.
—¿Qué quieres?
Se queda callado, mostrándome su sonrisa hueca. Casi estoy corriendo, pero él también. Atisbo un taxi a lo lejos. No me verá, por mucho que alce el brazo. Ian trata de detenerme, a lo que respondo forcejeando.
—¿Qué coño quieres de mí, eh? —grito.
—Un trato.
Me detengo de golpe, con los ojos muy abiertos. Él también, y su sonrisa se ladea.
—¿Un trato…?
—Te he dado todo lo que deseabas… Ahora te toca agradecérmelo, ¿no?
—Has hecho esto porque querías. No te debo nada —susurro con rabia.
—Una noche.
—¡¿Qué?! —Parpadeo sin comprender.
—Dame una noche —repite muy serio, casi como un robot.
—No entiendo qué…
—Te quiero una noche entre mis brazos.
El mundo se paraliza a mi alrededor. Primero abro mucho los ojos, luego me echo a reír como una loca. Ian mantiene su gesto imperturbable, y yo río hasta que me doy cuenta de que esto no forma parte de ese humor negro suyo. El gesto se me muda en uno de asco. Lo miro de arriba abajo, y su proposición indecente me produce repugnancia.
—¿Acaso piensas que soy una prostituta?
—Eres una mujer que me recuerda a la que amé con toda mi alma. —Y esta vez ya no parece un autómata, sino que sus ojos se tornan oscuros, manchados de un infinito dolor.
—En serio, esto es de locos… —Me revuelvo el pelo, sin saber qué hacer o decir. La vocecilla de mi cabeza está chillándome que eche a correr.
—No pude despedirme de ella. —Para mi sorpresa, sus ojos empiezan a brillar y, unos segundos después, un par de gruesas lágrimas se deslizan por sus pómulos—. ¡No pude abrazarla por última vez! —Su voz está bañada de tormento—. Lo necesito. No sé, yo… Lo he meditado, no creas que no. —Trata de reponerse, pero le cuesta, está nervioso, perdido; como yo—. Sé que lo que te pido es algo increíble, pero créeme que no lo haría si supiera que soy capaz de continuar viviendo.
—No puedo hacer eso. Ni siquiera alcanzo a entender que estés pidiéndomelo —murmuro.
—Lo siento… Yo… la amaba tanto…
Me sorprende tanto verlo llorar con ese sentimiento que, por un breve instante, me da pena. Siento ganas de abrazarlo, de acariciar su pelo, de calmarlo y decirle que todo irá bien. Sin embargo, la voz de alerta me insinúa que son lágrimas de cocodrilo, que tan sólo está mintiendo, que busca una venganza y no sabe cómo conseguirla, que la única forma de hacer daño a Héctor es a través de mí.
—Necesitas ayuda —le digo en voz baja—. Deberías ir a…
Todo sucede muy rápido. Su mano se cierra en torno a mi muñeca y sus uñas, aunque cortas, se clavan en mi piel. Cuando quiero darme cuenta me la está retorciendo.
—¿Insinúas que estoy loco, querida? —Y ahí está de nuevo esa sonrisa que asustaría a cualquiera que tuviera un mínimo de inteligencia. Yo, desde luego, he actuado como una imprudente, y me arrepiento.
—Sólo digo que necesitas ayuda para aliviar tu dolor —respondo simulando que estoy tranquila. Creo que es mejor no provocarlo. No sé de lo que es capaz.
—Y ahí entras tú, ¿lo ves? —Parpadea de manera infantil sin borrar la sonrisa.
—Suéltame. Me haces daño. —Forcejeo otra vez, y lo único que consigo es que me apriete con más fuerza—. Gritaré. Haré que venga la policía —le advierto, luchando para contener las lágrimas. Su mirada me hace pensar que le importa una mierda que alguien se entere de esto, que continuaría haciéndolo de todas formas.
Al fin me suelta. Suspiro con alivio y me froto la muñeca dolorida.
—Piénsalo, Melissa… —De nuevo esa mirada triste que no sé cuánto tiene de real. Y de repente, vuelve a parecer el mismo hombre sereno, el imperturbable.
Nos quedamos en silencio, observándonos el uno al otro. Y entonces echo a correr sin saber adónde voy, derramando todas las lágrimas que he retenido. Al final mis pies me llevan al piso de Dania, que me rodea con sus brazos y guarda silencio mientras descargo toda la incertidumbre, el miedo y la incomprensión que llevo dentro.