CAPÍTULO 23

 

 

—¿Estás seguro de lo que dices, muchacho?

El jovencito se rascó el cogote con inusitado brío mientras intentaba mantener a raya su cobardía frente a un hombre cuya sola presencia le imponía terriblemente.

Byron Drake, el romaní de Ravendom, era temido y respetado en todo el condado a partes iguales. La gente de la calle lo veneraba como al legendario barón forajido de los bosques de Sherwood y de todos era sabido que aquel gitano había estado siempre del lado de los más necesitados facilitándoles comida, aperos de labranza a aquellos que pudieran trabajar y dándole trabajo a quienes así se lo solicitaran.

John Elliot, el alguacil de Portesham, se había convertido en su enemigo más acérrimo y continuamente malmetía entre los indigentes con el fin de levantar al pueblo contra él. Pero el romaní era un buen hombre, un tipo generoso que siempre había estado del lado de los pobres, mientras que el alguacil era un villano, un tirano opresor que operaba al margen de la ley.

—Sí, señor, yo mismo lo he visto con estos ojos que se han de comer los gusanos.

Drake cruzó firmemente los brazos sobre el pecho, hundiendo la barbilla al tiempo que miraba al joven por encima de su ceño fruncido. Al cabo de un minuto de breve observación revolvió el cabello del muchacho mientras le obsequiaba con una sonrisa amistosa. Frente a él, todos los reos que habían sido rescatados de la opresión de Elliot le observaban con una mezcla de temor y agradecimiento silencioso dibujado en sus desnutridos rostros. Todos sabían de algún modo que le debían sus vidas a aquel romaní intrépido de corazón generoso y terrible reputación.

—Quiero que sepáis que John Elliot ha intervenido en el rapto de mi esposa y que si mis pesquisas son exactas es posible que esté retenida en alguna de las celdas de esa prisión. Ninguno de vosotros está en deuda conmigo, ninguno tiene la obligación de ayudarme en lo que os voy a pedir a continuación. Mi administrador os habrá informado que daré trabajo a todos aquellos que lo necesiten y deseen quedarse conmigo, pero aquellos que decidan marcharse están en libertad de hacerlo desde ahora. No os he sacado de una prisión para encerraros en otra.

Uno de los hombres más ancianos del grupo, cuyas barbas alcanzaban dimensiones desproporcionadas y que apenas podía sostenerse en pie si no era ayudándose del brazo de otro de los reos, avanzó varios pasos hacia Drake mientras alzaba unos ojos acuosos y cargados de años.

—Estamos en deuda con usted, señor, le ayudaremos en lo que sea menester.

—¡Cuente con nosotros! - exclamó otro.

—¡Todos iremos con usted, señor, encontraremos a su esposa y acabaremos con ese villano de Elliot! - gritó un hombre joven que lucía una terrible cicatriz en el cuello.

Drake sonrió y palmeó al anciano afectuosamente en el antebrazo mientras paseaba una mirada cargada de gratitud sobre aquellos rostros demacrados.

—No me debéis nada, pero vuestra ayuda será de gran estima para mí. Nadie mejor que vosotros conoce los pasadizos de esa mazmorra. Voy a asaltar la prisión esta misma noche y necesito saber quiénes están decididos a acompañarme y guiarme a través de sus corredores.

Un tremendo estallido de voces resonó en el aire así como varias decenas de puños alzados reclamando justicia a voz en grito. Exhortaciones masculinas que coreaban en rumorosa ovación el deseo de acabar con la opresión que desde hacía años imperaba en Portesham y cuyos propietarios estaban decididos a seguir a un nuevo líder a quien admiraban y respetaban de forma imperiosa.

 

 

 

Emily se frotó los ojos despertando de la modorra en la que llevaba sumida, ¿cuanto tiempo? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Un día entero? ¿Una semana quizás? Resultaba muy fácil perder la noción del tiempo encerrada entre aquellas cuatro húmedas y malolientes paredes.

Sin poder evitarlo pensó en Drake. De hecho pensaba en Drake cada segundo que permanecía consciente, o al menos cada segundo que permanecía despierta, pues la consciencia en su estado era un lujo que no se podía permitir. Drake, Drake, Drake... ¿se encontraría a salvo? ¿Habría encontrado a aquel canalla que la mantenía retenida? Y en ese caso, ¿habría salido ileso del inevitable enfrentamiento que se sucedería entre los dos?

Aquel individuo le había dicho que él era el heredero legítimo de Ravendom House y que Drake se las había ingeniado para apoderarse de la propiedad empleando malas artes. Pero ella no era tonta. De hecho ella era un mujer inteligente e intuitiva, como la mayoría de las integrantes de su sexo o al menos como aquellas lo suficientemente sensatas como para no malgastar su intelecto en la brillante tarea de dar caza al esposo perfecto. A esas alturas y sin necesidad de hablar con su esposo de ello, estaba convencida de que Drake era hijo de Turlington. Hijo ilegítimo, evidentemente. Lo que no había conseguido hilvanar en su cabeza era el modo en el que Drake habría tomado posesión de la propiedad puesto que, tal como había corroborado en su día aquella apocada doncella, el anciano Turlington jamás habría consentido que el romaní campara a sus anchas como dueño y señor de Ravendom. ¿De qué otro modo podría haber conseguido coronarse como señor de aquel lugar? ¿Y qué había de cierto en las afirmaciones de aquel cretino en lo que respecta a la extraña filiación entre Drake y el clan romaní escondido de forma furtiva en los bosques?

Drake jamás sustentaría a unos bandoleros. Jamás se convertiría en cómplice de las fechorías de unos asesinos, rateros y salteadores salvo... que no le quedara más remedio. Salvo que los lazos familiares le obligaran a ello. Porque aquellos hombres eran romaníes y Drake, evidentemente era romaní.

 

 

 

 

La noche cerraba completamente sobre el pueblo. Escondido entre los matorrales y bajo los ángulos oscuros que se dibujaban en los muros y en las tapias de las casas, un séquito importante acechaba las cancillas de forja de la prisión.

El silencio imperaba en la atmósfera; un silencio tan artificioso y lapidante que incluso podrían percibirse con claridad los latidos acelerados de decenas de corazones que a esas horas permanecían ocultos entre las sombras. Sin embargo eran tan solo los grillos los que en ese instante tomaban las pulsaciones a la noche llenando el aire con su rítmico y potente chirriar. Todas las contraventanas permanecían cerradas a cal y canto y ni un solo transeúnte, ni un solo carruaje errante transitaba los caminos en aquellas horas. El silencio más absoluto, la calma agorera que precede la tempestad pesaba sobre el pueblo del mismo modo que una maldición pesa sobre los infieles.

Drake, escoltado por Julius y Kavi, elevó el cuello sobre los helechos reales para hacerse ver entre sus hombres. A un gesto de su cabeza varios de ellos se desplegaron a los lados de la cancilla principal, reptando ceñidos al murado de piedra silenciosos y raudos como lagartijas. Él mismo, empuñando su pistolón bien ceñido al costado, avanzó con andares felinos hasta cruzar los umbrales de aquel sombrío edificio.

No había indicios de movimiento en el interior. Probablemente a esas horas se encontraran tan solo el propio Elliot y alguno de sus centinelas ultimando papeleo.

Cruzó el vestíbulo apenas iluminado por la luz oscilante de varias antorchas ancladas en la pared. Nada. En aquel lugar siniestro reinaba el mismo silencio inquietante del exterior ahora que la mayoría de las celdas permanecían vacías.

De pronto un silbido familiar rasgó el aire, un silbido humano que pretendía imitar el grito de alerta de un avecilla nocturna.

A continuación se escuchó un golpe seco procedente de algún lugar en las profundidades de aquel averno y el lamento desgarrador, seguido de un sonido informe, de alguien que había caído herido.

Elliot surgió de repente de entre las sombras blandiendo un mosquete. Parecía un animal salvaje que acabara de huir de sus captores. Su cabello revuelto, sus ojos desenfocados y su quijada tensa y sobresaliente evidenciaban el deseo de una desesperada huida. Su tez pálida era el reflejo del espectro de un endemoniado.

Sabía que le habían tendido una emboscada y en esos términos no le importaba a quien tuviera que llevarse por delante con tal de salvar su vida.

—¡Maldito bastardo! - exclamó al ver a Drake ante sus ojos. - ¡Has venido a meterte en la boca del lobo, pues muere como el salvaje que eres!

Sin darle tiempo a reaccionar levantó el arma apuntando directamente al blanco perfecto que ofrecía el despejado torso de Drake. Y hubiese atinado sin el menor lugar a dudas de no ser por el impacto preciso de una enorme piedra que le abrió el cráneo a la altura del cogote. Aquel chiquillo de apenas diez años que había admitido haber visto a Emily le ofrecía ahora una jovial inclinación de cabeza. Drake le devolvió el saludo y lo que sucedió a continuación se desató de la forma más vertiginosa que podría esperarse: una barahúnda de presos invadió el vestíbulo formando un terrible alboroto. Todos blandían palos, piedras o garrotes y descargaban su furia de forma salvaje contra aquel alguacil que durante años los había torturado y tiranizado de un modo impío. Su cuerpo inerte y desmadejado pasaba de mano en mano como si de un muñeco de trapo se tratara deslizándose sobre aquella marea humana con los miembros rotos y el rostro desfigurado. Y no importaba que la vida hubiera huido ya de su sayo o que su rostro deshumanizado reflejara el absentismo de su alma; aquellos justicieros seguían desahogando su rabia contra él para finalmente enarbolarlo y exhibirlo en el patio a modo de banderola triunfal. El tirano había caído.

Días más tarde se comentaría que en la muerte del oficial no había existido un único culpable sino que todo el pueblo había ejercido de soberano linchador.

 

 

 

 

Emily se despertó sobresaltada cuando le pareció percibir movimiento del otro lado del enorme portón. Se acercó temerosa y desconfiando de que se tratara de nuevo de aquel caballero despreciable. No se sentía con ánimos de seguir escuchando sus ofensas y sus calumnias hacia Drake, el único hombre que había amado y que amaría mientras existiera un hálito de vida en su alma.

Por otro lado no recordaba la última vez que le habían traído algo de comer así que era posible que se tratara de algún centinela que, dotado de una extraña compasión, le arrojara un plato con alimento del mismo modo que si se tratara de un perro sarnoso.

Retrocedió varios pasos cuando la puerta cedió haciendo chirriar sus goznes y un breve haz de luz hirió de forma furtiva la atmósfera sombría de aquella celda. Pero no apareció ningún caballero de porte flemático y aspecto de víbora belicosa, ni siquiera un guardia que la mirara con lastimosa actitud condescendiente, sino que la sombra que se recortó bajo el umbral pertenecía a un hombre de rasgos felinos y abundante cabello azabache que se acercó a ella mediante grandes zancadas. En su sonrisa destacaba el brillo siniestro de un colmillo de oro.

—¡Usted! - Emily apenas acertaba a balbucear. - ¡Usted es el bandido que asaltó nuestro carruaje aquella noche! ¡Maldito!

Y retrocedió varios pasos aovillándose en un rincón. Prefería morir sepultada entre cuatro paredes que soportar la lascivia de aquel salvaje.

Pero el hombre no se molestó en responder sino que se acercó a la joven con la clara intención de echársela al hombro impropiamente y sacarla de aquel lugar.

—¿Qué cree que va a hacer? - Emily retrocedió aún más, pegándose a la pared. - ¿Acaso ha tenido algo que ver en mi encierro? ¿Es cómplice del otro individuo? ¡No se acerque más o le aseguro que...!

El hombre sonrió de forma ladeada y por un momento su sonrisa le recordó a la sonrisa seductora y hechizante de Drake. Ese breve instante de vacilación y embelesamiento le sirvió al romaní para cogerla toscamente por el talle y echársela al hombro, abandonando la celda y cruzando a continuación el húmedo corredor con la jovencita pataleando y aporreando su espalda entre exclamaciones de indignación.

—¡Es usted un bruto, un zafio y un asno! ¿Qué diablos cree que está haciendo, salvaje rufián? ¡Suélteme de inmediato!

Intentó morderle pero el romaní le propinó un azote en las nalgas que obligó a Emily a soltar un grito fruto de la sorpresa y la indignación.

El hombre oprimió los dientes hasta hacerles restallar. En el fondo sentía unas ganas terribles de echarse a reír ante la bravura de aquella gadji insólita.

—No piense ni por un momento que voy a soltarla así que, gadgi peleona, estese quietecita de una maldita vez o volveré a azotarla.

—¿No se atreverá?

—¡Oh, por o Del que sí!

—¡Suélteme le exijo! ¿Por qué hace esto? ¿Qué saca usted de esto?

Al fin y al cabo, ¡y que los diablos se lo llevaran!, Drake iba a tener razón: aquella jovencita no era una apocada endeble como la mayoría de las de su clase sino que bajo la blancura de su piel y la fragilidad de su estampa se adivinaba la ferocidad de una verdadera mujer rom. ¡Qué suerte tenía Drake de haber encontrado una mujer hermosa, valiente y apasionada como aquélla!

—Le prometí a mi hermano que le ayudaría a rescatarla, mujer deslenguada.