CAPÍTULO 22

 

 

  “ La niebla descendía por la ladera a la hora pensativa del atardecer en lento impulso invisible, como una extraña legión aérea cuyo único fin fuera coronar y enredarse entre las altas y anaranjadas copas de los abedules.

En aquel claro del bosque, demasiado lejos de  la seguridad de los vardos y de las hogueras familiares, un niño pequeño se revolvía frenéticamente intentando defenderse a puñetazos de los seis muchachos, todos ellos mucho más grandes y fuertes que él, que cerrando un corrillo en torno, se entretenían propinándole una terrible paliza.

El niño, delgado y de piel canela, lucía el cabello largo hasta los hombros, negro como ala de cuervo y enmarañado como un nido construido con demasiadas prisas. Un hilillo de sangre brotaba de su nariz y de sus labios partidos en dos.

—¡Mestizo! - gritó uno arrojándole una piedra, que rebotó contra la cabeza del pequeño. La sangre empezó a manar como de un surtidor pero ni una sola lágrima asomó a sus airadas pupilas oscuras.

—¡Hijo de nadie! ¡Gitano maldito! - gritó otro descargando un enorme palo sobre la nuca del pequeño. Inevitablemente éste se dobló sobre sí mismo agarrando con desesperación la parte herida.

—¡Bastardo! - bramó un tercero propinando una terrible patada sobre la pierna doblegada del chiquillo. A causa del golpe el hueso crujió y el niño rugió lanzando al viento un terrible alarido.

 

Surgido de la nada como un espíritu de las sombras, un muchacho moreno de oscura y densa cabellera apareció en el claro blandiendo un enorme hierro.

—¡Recoged lo que sembrasteis, hijos de perra!

Sin ningún tipo de miramiento y sin aviso previo empezó a descargar golpes como un poseso contra los seis muchachos. Un torbellino de sangre, gritos espeluznantes, dientes rotos e imprecaciones invadieron el tórrido escenario.

Finalmente los otrora ejecutores abandonaron el claro a buen paso, o al menos todo lo rápido que les permitían sus cojeras y un par de piernas rotas.

Acercándose al niño y rodeando sus hombros en un cariñoso abrazo, le ayudó a levantarse.

—¡Byron, te he dicho que no te alejes del campamento! - regañó. Pero en sus palabras no había enfado sino compasión.

El niño se limpió la sucia y ensangrentada nariz con el dorso de la mano sin apartar sus pupilas obsidiana de los ojos coléricos del muchacho.

—¿Por qué siempre se meten conmigo, Kavi? ¿Por qué dicen que soy un bastardo? ¿Acaso no soy como tú? - el muchacho frunció el ceño. - Somos hermanos, ¿por qué a mí me llaman bastardo? “

 

Drake se revolvió en el lecho. Permanecía desnudo, cubriendo su piel a la altura de la cintura con una fina sábana de raso, y sin embargo todo su cuerpo aparecía perlado de sudor. Su rostro ceñudo y contraído evidenciaba las turbulencias de padecer una terrible pesadilla.

“  -¡Fuera de mi casa, maldita gitana del demonio! - gritó el viejo blandiendo en alto su fusta.- ¡Y llévate contigo a ese maldito bastardo, engendro del diablo!

Su madre lo protegió con su cuerpo, interponiéndose entre él y aquel viejo airado. A su lado Kavi se obligaba a mantener la calma.

—No me iré hasta que me prometa que le ofrecerá un trabajo en la propiedad. ¡Es su hijo, por el amor de Dios, tiene que ayudarle! - y cayó de rodillas en la amplia escalinata, juntando las manos y alzándolas al cielo.

—¡Madre, no suplique! - rugió Kavi. - ¡No se humille más ante este viejo hijo de perra!

—¡Fuera de mi vista o soltaré a los perros! ¡Y llévate a tus hijos, al bastardo y a ese otro gitano salvaje!

—¡Se lo ruego, señor, es su hijo! No pedimos caridad, tan solo desea un puesto de trabajo.

—¡Maldita perra! - y levantando la fusta en alto empezó a descargar golpes como un poseso contra aquella anciana mujer. La pobre se aovillaba intentando protegerse de la abominable paliza pero los golpes caían por todas partes; por el rostro, por la espalda, por los pechos, por las extremidades...

—¡Por Júpiter que no volverás a hacerle daño, viejo hijo de perra! - bramó Kavi abriéndose paso como un loco. En su mano derecha brillaba el filo de un puñal. Brillo que desapareció en el acto hundido hasta el estoque en el vientre del viejo Turlington.”

 

Drake jadeó y golpeó la cabeza a un lado y a otro sobre la almohada. Su rostro permanecía completamente transmutado.

—No debiste hacerlo... no debiste matarle, Kavi.

-Se lo merecía. ¡Maldita sea, no podíamos permitir que tratase así a nuestra madre!

-¿Y Darlington? ¿Había necesidad de enfrentarse a él?

-Tuvo mucha suerte de que no le matara también.

-Pero ahora te perseguirán. Deberás huir como un cobarde el resto de tu vida.

-No voy a huir...

-Entonces te conducirán a la horca. ¡Has asesinado a un hombre, al viejo Turlington, y herido a un caballero!

-Nadie sabe lo del viejo. Él no nos ha acusado, se ha callado como un viejo zorro. En el pueblo se comenta que entraron a robar en la mansión y que el viejo hizo frente a los ladrones. Nadie sospecha de mí, ni de ti.

-Pero Darlington te acusa directamente. ¡Vete, Kavi, aléjate de estas tierras, por tu bien!

-Me iré si de esa forma estás tranquilo. Aunque jamás te dejaré, phral, vendré a visitarte periódicamente para comprobar que sigues bien.

-No es necesario que te arriesgues, Kavi...

-Soy el mayor, ¡maldita sea, y te quiero!“

Drake sollozó en sueños y atrapó la sábana bajo la presión de sus puños cruelmente apretados.

 

“El cuerpo de Emily se movía lentamente intentando amoldarse a su sexualidad. Él la apretaba fuerte contra sí, atrapando sus nalgas bajo la suave caricia de sus manos y atrayendo su pelvis hasta su propia cadera ansiosa y cimbreante. Necesitaba más de ella, necesitaba hundirse en ella hasta desbordarse por completo en su femineidad...

Y la amaba.  Amaba su perfección, su pureza, su ingenuidad, su arrojo, su atrevimiento... había tenido infinidad de amantes, rubias y morenas, viejas y jóvenes, pero jamás había tenido entre sus brazos a una mujer como Emily.

—No te vayas...

—Te prometo que volveré... “

 

Drake despertó sorprendido ante su propio grito. Su cuerpo bronceado, perlado de sudor, resplandecía bajo los claroscuros de la alcoba. Su respiración entrecortada y jadeante evidenciaba su agitado estado de ánimo.

Miró a su alrededor con desesperación mientras se mesaba el cabello una y otra vez. Jamás se había sentido tan solo.

Emily, su Emily podría estar en esos momentos felizmente tumbada a su lado, desnuda, receptiva y sonriendo ante la perspectiva de dicha y de amor que tenían por delante. Ambos podían estar a esas horas despiertos, disfrutando mutuamente de sus cuerpos, amándose y conociéndose en profundidad y sin embargo... ¡Maldita sea! ¿Donde diablos estaba?

Arrojó las sábanas a un lado y saltó fuera de la cama completamente desnudo, observando desde la ventana la oscuridad derramada sobre el parque de Ravendom. Su solitario y oscuro parque de Ravendom.

  En el arco de ébano de sus pestañas cintiló el brillo de una lágrima solitaria.

—Te encontraré, Emily, donde quiera que estés, te encontraré.

 

 

 

  Julius Elmstrong se adentró en la penumbra característica de la oficina del alguacil de Portesham escoltado por dos de los hombres más robustos de Ravendom. Su gesto despreocupado y sonriente disfrazaba de modo efectivo la creciente tensión que embargaba su espíritu. En realidad se sentía inquieto, incómodo, asustado, pero no podía permitirse el lujo de mostrar debilidad frente al enemigo.

Drake le había pedido que husmeara en las dependencias de la cárcel para ver si podía sacar algo en claro de su visita. Evidentemente si Elliot había participado en el rapto de Emily, y no le cabía la menor duda de que así había sido, se habría cuidado mucho de dejar evidencias a la vista. Pero también era muy probable que alguien hubiera visto algo o que quizás al sentirse cercado el alguacil se pusiera nervioso y cometiera algún error garrafal.

La visión del alguacil, (aquel hombre de reducida estatura, enjuto y acartonado como un junco excesivamente sacudido por el viento, de ralos cabellos que cómicamente pretendían retejar un cráneo a la vista, rostro carcomido por la viruela y una quijada que de forma independiente pretendía avanzar por delante de su propietario) sentado de medio ganchete detrás de su buró no consiguió más que aguijonar un ánimo ya de por sí agitado. Avanzó con determinación hasta posicionarse frente a aquel oficial que apenas se molestó en levantar la vista por encima de los cristales de sus diminutas lentes cuadradas para fijar su atención en el recién llegado. De no ser porque todo el mundo conocía el despotismo de aquel hombre podría presumir que de algún modo pretendiera ignorar la presencia del administrador de Ravendom House.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? - preguntó al cabo de varios segundos viendo que el recién llegado no tenía intención de marcharse. El tono de su voz denotaba cierto fastidio.

—Me preguntaba si dispondrían de algún reo que pudieran ceder a Ravendom. Por desgracia hemos perdido varios de nuestros hombres durante el incendio de hace un par de noches y necesitamos trabajadores para el inicio de la siembra. Con unos cuantos de esos reos cubriríamos algunas de las bajas más importantes.

El alguacil lo observó de hito en hito uniendo las yemas de los dedos hasta formar con ellos una pirámide. John Elliot era un hombre muy baqueteado que por regla general desconfiaba de todo el mundo, pero también era un tipo avaricioso cuya ambición y afición por el dinero resultaba completamente desmedida. Y en aquellos tiempos era muy habitual que las grandes personalidades buscaran mano de obra gratuita en las cárceles inglesas.

—¿Pagará bien el romaní por este servicio?

Julius Elmstrong percibió el tono despectivo empleado por aquel individuo y, reprimiendo un insulto, arrojó sobre la mesa a modo de respuesta un saquito lleno de guineas. El alguacil se lanzó sobre él como un enano sobre su olla de oro. Sus dedos largos y huesudos descorrieron el cordón de rafia y se pasearon por el frío metal con una ambición desmedida.

—¿Y bien? ¿De cuantos reos disponemos?

—Creo que hay algún borracho y varios rateros de mala muerte ahí al fondo...  - murmuró sin dejar de contar las monedas.

—Si están sanos sirven. - sentenció Julius. - ¿Podemos echarles un vistazo?

—¿Para qué?

Elmstrong sabía que para tratar con aquella calaña había que ponerse a su altura y por ello no dudó en emplear un tono absolutamente despectivo.

—Drake no piensa pagar por mercancía inservible.

El alguacil lo miró furtivamente durante un largo segundo, que a Elmstrong se le hizo eterno, pero finalmente esbozó una sonrisa torcida llena de dientes amarillos.

—Perro viejo, su señor. - comentó entre dientes y se apresuró a guardarse la bolsa de dinero en uno de los bolsillos internos de su casaca, levantándose a continuación a desgana mientras echaba mano de una argolla abarrotada de pequeñas llaves. Acto seguido se adentró arrastrando los pies por el estrecho y húmedo corredor que semejaba hundirse hasta las entrañas de aquel antro húmedo y nauseabundo.

Julius Elmstrong, perfectamente escoltado en todo momento, le siguió a una distancia prudencial, frunciendo el ceño de indignación e impotencia ante la visión de las celdas que surgían a ambos lados del corredor principal. En su interior, hacinados como ratas y muy alejados de la humanidad que su condición requería, una sucesión lamentable de muchachos, hombres adultos e incluso ancianos en sus últimas horas se aovillaban en los ángulos oscuros de cada calabozo mostrando las argollas y las cadenas que los anclaban a aquellas mazmorras del infierno. La mugre predominaba en sus harapos, así como los restos de la sangre seca que en demasiadas ocasiones habría aflorado en sus carnes.

—¿Podrían servir algunos de estos holgazanes?

Julius tuvo que reprimir una náusea antes de responder. La mayoría de ellos presentaba un aspecto lamentable. Jamás hubieran sido contratados para realizar ningún tipo de trabajo. Pero Drake no quería trabajadores. Drake tan solo desearía libertar de aquel infierno a todos los hombres que pudiera.

—Sí, pueden servir. De todas formas nos llevaremos también a los más ancianos.

—¿A los viejos? ¡Si no pueden ya ni con sus carnes! ¡No le servirán de nada más que para echarlos a los perros! ¿Para qué diablos querría el romaní a unos cuantos viejos inútiles?

—¡Nos los llevamos! Si pueden caminar hasta Ravendom también podrán trabajar.- sentenció decidido.

Elliot torció el gesto.

— Pagaremos el doble por cada uno de ellos.

Con diligencia introdujo la primera llave en su respectiva cerradura.

 

 

 

 

 

Emily se levantó de su minúsculo catre alertada por un inesperado sonido que durante un momento le había resultado familiar. Se ciñó a las rudimentarias paredes de piedra consiguiendo humedecerse el talle y contuvo la respiración durante unos segundos tratando nuevamente de escuchar. Nada. Lo único que podía oír con claridad era el intermitente repiqueteo de aquella gotera que desde algún punto de la estancia se estrellaba de forma sonora contra el suelo. Tragó saliva mientras hacía rodar sobre su dedo con evidente nerviosismo el anillo que Drake le había entregado para sellar su compromiso. ¡Drake! Estaba convencida de que a esas alturas estaría buscándola como un loco y tan solo deseaba que la Fortuna no le hubiese llevado directamente a aquel individuo despreciable que le estaría esperando con las fauces en alto. Porque todo se trataba de una trampa, una trampa ideada para atraparle, torturarle y Dios sabe qué otras ruindades más. Una trampa en la que ella era el señuelo. Sollozó. Jamás se perdonaría haber sido tan estúpida como para dejarse atrapar.

Porque la decadencia, el trágico final de aquel hombre perfecto, hermoso y único en el mundo vendría única y exclusivamente de su mano. Porque tan solo ella sería la culpable de lo que le pudiera acontecer a Byron Drake por parte de aquel hombre mezquino que rezumaba odio por cada poro de su piel.

"¡Pschhhh!"

Se llevó una mano a los labios obligándose a callar. Porque esta vez lo había oído claramente. Pese a lo gruesas que debían ser aquellas toscas paredes de piedra y pese a la apariencia maciza de aquel enorme portón había creído escuchar claramente al otro lado el chirriar de una verja al abrirse. Ahogó un jadeo y una sonrisa nerviosa mientras corría hacia la puerta y empezaba a aporrear sus maderas con renovados bríos, consiguiendo lastimarse los nudillos, los pulsos,  y extender el dolor desde los brazos hasta los hombros.

—¿Alguien puede oírme? ¡Santo Cielo, estoy aquí! ¿Hay alguien que pueda escucharme? - la colosal compuerta no se zarandeó lo más mínimo.

Semejaba que hubiese sido colocada allí por los mismos Titanes y que desde muchos siglos atrás permaneciera inamovible. Las lágrimas principiaron a surcar sus mejillas y el impulso de aporrear la madera comenzó a aflojarse, limitándose a algún puntapié ocasional y a desesperanzados puñetazos discontinuos. Acabó dejándose caer de rodillas sobre el vasto suelo de piedra, apoyando el peso de su cuerpo sobre un hombro y contra la pared.

— ¡Estoy aquí, por el amor de Dios...!

Y por un momento la certeza de que jamás saldría de aquel lugar siniestro empezó a apoderarse de ella.

 

Julius Elmstrong se giró repentinamente cuando se encontraban al final del corredor. Aquella galería de los horrores se cerraba súbitamente con una vasta tapia de piedra tosca que surgía de repente en medio de la oscuridad. A un lado se levantaba una celda donde un chiquillo de no más de diez años se aovillaba agarrándose las rodillas y temblando como una vara verde, al otro un enorme portón cuyos goznes aparecían cubiertos de herrumbre y que semejaba no haberse abierto jamás.

—¿Qué hay ahí? - preguntó señalando la sobria madera.

Elliot le observó de forma furtiva. Era imposible que aquel caballerete estuviese informado de la existencia de un lugar así en las dependencias del cuartelillo. Se trataba de una cámara medieval donde los prisioneros más problemáticos eran confinados sin mantener el menor contacto con el resto del mundo. Donde podían ser torturados hasta hacerles confesar sus delitos sin que ningún alma pusilánime pudiese interrumpir la labor de los carceleros. Porque las paredes resultaba tan gruesas y el portón tan vasto que los gritos y los lamentos resultaban del todo ridículos. Aquel era, por decirlo de alguna manera, la antesala del Infierno para cualquier reo. Aquel que iba a parar allí desaparecía para el resto del mundo.

—Es una vieja cámara que eventualmente usamos para almacenar los víveres y los garrafones de agua para los presos. Porque estos holgazanes son alimentados, señor, lo que pasa es que son tan haraganes que ni siquiera se levantan de sus cochiqueras para comer.

Julius levantó la barbilla sin apartar la vista de aquella monstruosa madera que se alzaba frente a él. Sin saber por qué había sentido una punzada en el corazón al pararse frente a ella, como si tras sus tablones permaneciesen atrapados los lamentos de cientos de almas torturadas llamando por él. Y no la despensa de aquellas lúgubres mazmorras.

—Vamos, soltaremos a los reos que usted se decida a llevar, - Elliot parecía de repente azuzado por una prisa sospechosa, - detesto permanecer mucho tiempo entre estas paredes inmundas. Todo aquí huele a miseria humana

  El sol resbalaba lentamente sobre las estatuas de ojos ciegos y los jarrones de piedra del jardín mientras Drake paseaba en silencio su alma herida por el solitario sendero de grava que rasgaba el infinito manto verde que vestía su propiedad.

Había salido al rayar el alba en busca de Emily; había preguntado en los pueblos vecinos por si alguien había visto a un caballero de porte adusto tomar un carruaje en compañía de una joven, pero nadie consiguió darle razón. Kavi se había reunido con él en el acostumbrado claro del bosque y tampoco había conseguido proporcionarle noticias satisfactorias. Y eso que todos los varones del clan habían batido el bosque varias veces. En su minucioso escrutinio habían alcanzado las montañas, habían inspeccionado cuevas, cursos de ríos, zanjas y otros desniveles del terreno por si Emily, Dios no lo quisiera, hubiera corrido la peor de las suertes.

Pero no había ni rastro de la joven señora Drake.

—Cielo Santo, Emily, ¿donde te has metido? - murmuró Drake para sí mismo, presa de una aplastante frustración.

Por supuesto no se le había pasado por alto regresar a la habitación de la posada donde Darlington permaneciera hospedado desde su llegada. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando, al irrumpir en la alcoba en mitad de la noche, encontró el lecho ocupado por un caballerete muy distinto de Nígel Darlington! Caballerete que, por cierto, no estimó para nada la visita del romaní puesto que la meretriz que tenía a bien calentarle la cama en esos momentos se llevó tal susto que hubo de huir despavorida sin terminar su faena.

Estaba que se lo llevaban los demonios y de no ser porque Elliot permanecía fuertemente escoltado en todo momento, quizás incluso compartiera lecho con alguno de sus inferiores con tal de mantenerse a salvo, hubiera interrogado a aquel mequetrefe hasta conseguir sonsacarle información válida. Estaba seguro de que Elliot tenía algo que ver con Darlington, que entre los dos habrían urdido aquella treta malévola. Pero el caso era que, sea como fuere, Emily no estaba a su lado y jamás podría perdonar que se la hubieran arrebatado, sea quien fuere el culpable.

Y en ese caso a todas luces el que había huido como un cobarde evidenciando su enorme grado de culpabilidad había sido Darlington.

—Por las mil cruces que me las pagarás, Nígel Darlington. No habrá lugar en el mundo donde puedas esconderte.

 

 

 

 

Una vez en Ravendom los reos fueron reubicados en los cobertizos lindantes con los establos. Por supuesto no habían sido llevados allí para ser obligados a trabajar; aquello había sido utilizado tan solo a modo de excusa para poder curiosear con cierta libertad en las dependencias del cuartelillo.  Por supuesto que aquellos que desearan permanecer en Ravendom y trabajar para Drake a cambio de protección, comida y un salario justo estaban en libertad de hacerlo, pero aquellos otros que desearan marcharse y volver a sus hogares contaban igualmente con esa opción. En el caso, claro está, de que contaran con un hogar a donde ir, lo que resultaba impensable para la mayoría de ellos.

Julius se acercó en un momento dado al muchachito que había visto en la última celda del corredor. Las marcas en sus tobillos y muñecas evidenciaban una tortura continuada. En realidad la mayoría de ellos estaban casi desnudos o recubiertos tan solo con harapos llenos de mugre. Los más ancianos apenas podían caminar y sus llagas suponían una constante en su cuerpo. Por todas partes se escuchaban toses lastimeras y el fantasma innegable de la desnutrición sobrevolaba las almas de aquellos infelices.

Le alargó un buen trozo de pan al muchacho, que lo tomó con cierto recelo recogiéndose sobre sí mismo hasta que empezó a hincarle el diente con una voracidad animal. Al cabo de varios minutos de inhumano despedazamiento el muchacho alzó sus ojos hacia Julius por entre los sucios mechones. Su mirada derramaba gratitud.

—Muchas gracias señor. - murmuró con la voz amarga de aquellos que han sido cruelmente lastimados. -Gracias por sacarnos de aquel infierno.

—Sabes que si lo deseas puedes quedarte aquí y trabajar para el señor Drake, tendrás techo y comida o si prefieres marcharte...

—No tengo a donde ir. - cortó el muchacho. - Estaré muy agradecido al señor de poder servirle. Cualquier cosa será mejor que permanecer un día más en aquel lugar. - sus ojos se llenaron de lágrimas. Unas lágrimas muy alejadas de reflejar debilidad. - Nos torturan, nos golpean, apenas nos dan de comer, odio a Elliot...

—Es un hombre cruel y mezquino, todo el mundo lo sabe. Algún día hallaremos el modo de hacerle pagar sus delitos. - murmuró Julius recordando aquellos ojillos de hurón.

—Usted y el señor Drake son hombres buenos. Han salvado a muchos de los ancianos de una muerte lamentable y a nosotros nos han dado la oportunidad de empezar una nueva vida. Una vida honrosa. Puede estar seguro de que estamos en deuda con ustedes y serviremos al amo hasta el fin de nuestros días. Lo que no puedo entender... - el joven paseó la vista por el pequeño grupo de presidiarios que descansaban sentados frente a las caballerizas. Parecía buscar algo. O a alguien.

 

El muchacho se silenció de pronto y Julius pudo percibir el frunce que ensombreció su mirada. Parecía estar pensando en algo que escapara a su entendimiento infantil.

—¿El qué, muchacho?

—No entiendo por qué nos han traído a la mayoría de nosotros y se han dejado a la mujer.

Julius Elmstrong se envaró de pronto. No había visto a ninguna mujer encerrada en aquellas celdas malolientes. La punzada de alerta que había sentido al final de aquel corredor, frente a la celda del chico y ante el enorme portón que servía de despensa, se activó de nuevo. Se obligó a tragar saliva, ocasionando un visible alzamiento en su nuez.

—¿De qué mujer estás hablando? Yo no vi a ninguna mujer.

—¡Pero está ahí! La trajeron hace varias noches y la encerraron tras el portón frente a mi celda. No pude ver de quien se trataba puesto que la cargaban al hombro y su rostro permanecía cubierto con un saco. No se movía, como si la hubiesen drogado o golpeado, pero estoy seguro que no era del pueblo, sus ropas parecían muy elegantes.