CAPÍTULO  10

 

 

Nígel Darlington se tiró de los puños y de los extremos del chaleco antes de cruzar las dependencias del cuartelillo de Portesham.

Acababa de llegar a aquel remoto e insignificante pueblecito perdido en mitad de la nada y el encontrarse con la ausencia de novedades satisfactorias desde su última visita no podía más que incomodarlo en grado superlativo. ¡Ineptos lugareños... resultaban del todo incompetentes a la hora de actuar con efectismo y resolución! Estaba claro que si deseaba que ciertos asuntos se despacharan satisfactoriamente él mismo debía tomar las riendas y no confiar su destino a la buena disposición de unos cuantos catetos sin aptitud alguna.

Cruzó el austero umbral con decisión, afectado sin duda de la arrogancia y la displicencia características de aquellos hombres que se consideran altamente importantes en comparación con las circunstancias desfavorables de que, por algún capricho del destino, se ven habitualmente rodeados. Y por mala fortuna ese había sido su caso. Un noble de rancio abolengo al que los oscuros designios de la vida habían dejado tan solo con el prestigio de un apellido. Pero el renombre de un apellido, como todos saben, no llena de dinero las arcas, ni proporciona elegantes carruajes con los que pasearse por St. James, ni cebados faisanes en el plato o efectivo para gastar y fanfarronear en las mesas de juego y en las camas de las meretrices.

La estancia resultaba fastidiosamente reducida y tan desprovista de iluminación que la escasa claridad imperante llegaba únicamente a través de una diminuta aspillera horadada en la pared. Sacando un pañuelo del bolsillo procedió a llevárselo acto a seguido a la nariz, intentando paliar el penetrante olor a humedad que imperaba en aquel oscurecido habitáculo. Entre sus luces y sombras distinguió con facilidad el rostro picado de viruelas del alguacil, repantigado de medio ganchete detrás de su mesa. El oficialillo, de faz acartonada y sobresaliente quijada, alzó la vista del fajo de cuartillas en que permanecía abstraído y se sonrió maliciosamente ante la inesperada visita.

—¡Vaya, vaya, vaya, Nígel Darlington en persona! Le confieso que no le esperábamos por estas tierras.

Darlington ladeó su sonrisa observando a su interlocutor como quien observa una inmundicia de caballo en plena calle. Aquella mueca de profunda náusea se había convertido en una constante en su rostro, respaldada sin duda por la acusada elevación de barbilla con que adornaba cada gesto.

—Parece que no me queda más remedio que acudir en persona a este maldito pueblo dada la ausencia de resultados positivos por su parte.- se guardó nuevamente el pañuelo en el bolsillo.- ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Dos años? - arrastrando las palabras. - Resulta vergonzosa su ineptitud...

El alguacil no se inmutó. Semejaba demasiado encrestado en su condición de valedor de la ley como para dejarse amedrentar por los aires almidonados de aquel caballerete.

—Ya ha sido usted informado por escrito de que no se ha podido hacer nada todavía con respecto a su asunto.

—¿Y debo resignarme a sus palabras, Elliot? ¿Tengo que creer que usted, como autoridad suprema de este maldito pueblo, es incapaz de hacer valer su supremacía y apresar a ese cíngaro endemoniado y a sus secuaces?

El alguacil, ofendido, se irguió abruptamente de su silla encarando al caballero y mirándolo a través de sus perversos ojillos de hurón. Pese a ser varias cabezas más bajo que su interlocutor, el oficial era un hombre rudo y curtido en mil batallas que no se dejaba amilanar por los aires de suficiencia de ningún pisaverde de ciudad. Sabía bien que estos caballeros de regio blasón y escasa fortuna solían mirar a los demás por encima del hombro, esperando de ellos una sumisión y una deferencia que él jamás estaría dispuesto a ofrecer.

—¡Escúcheme bien, Darlington, hace tiempo que le sigo los pasos muy de cerca a ese maldito bastardo y créame que nada me satisfaría más que apresarle con mis propias manos y hacerle pagar uno a uno sus alzamientos! - siseó. - Pero el desgraciado es astuto, como todos los de su calaña, y se cuida mucho de dejar cabos sueltos.

—¡Sus palabras no me proporcionan ningún alivio, Elliot! ¡Le he pagado muy bien para que actuara en consecuencia!

—¡Usted debería saber tan bien como yo que no se puede encarcelar a un caballero ni llevarlo al cadalso sin un buen motivo! - bramó el alguacil. - ¡Las cosas no se hacen así! ¿Donde cree que estamos, en las colonias?

—¡Pero no se trata de ningún caballero, Elliot, por el amor de Dios, sino de un maldito y sucio romaní!

—¡Debe existir un motivo de peso para quitarlo de en medio, Darlington! - insistió el alguacil empezando a impacientarse.

—¿No le parece suficiente motivo el hecho de haberme arrebatado Ravendom House?

El oficial esbozó una sonrisa perversa.

—Según tengo entendido no era suyo.

Darlington enrojeció.

—¡Pero iba a serlo! ¡Me correspondía heredarlo a la muerte del viejo Turlington! - intentando serenarse tiró de los extremos ondulados del cravat. - Soy su único pariente. - Esto lo dijo sin demasiada convicción.

—Yo no estaría tan seguro de eso.

—¿A quien le importa un maldito bastardo?

—Pues parece ser que a la ley, sin ir más lejos. Por eso él vive en Ravendom House y usted en una posada en Malborough Street.

Darlington alzó la barbilla con altivez.

—¿Necesita más dinero? ¿Se trata de eso?

John Elliot se acarició la barbilla, ebrio de la ambición que fácilmente avasalla las almas más pequeñas. Su tono se suavizó visiblemente.

—No resulta sencillo atrapar a ese astuto zorro, Darlington. Parece tener ojos y oídos en todas partes, la gente del pueblo le aprecia, le veneran como a una especie de defensor de los desamparados. Además está también ese administrador suyo, ese afeminado de Elmstrong,  cuidando cada paso y cada movimiento en falso de ese desharrapado.

—Tiene que haber algo de donde podamos tirar, alguna flaqueza, alguna debilidad... ¡por el amor de Dios, Elliot, no estamos hablando de ningún caballero de dudosa moral y rancio abolengo sino de un maldito romaní encumbrado en una posición que no le pertenece! ¿Quién pondría la mano en el fuego por él? ¿Cree que la cámara de los lores se hará de cruces porque borremos de la faz de Inglaterra a ese hijo de perra? Seguramente lo agradecerán...

—Se trata de un romaní astuto, Darlington, no de un mequetrefe atildado y ceñido en sedoso cravat. - dándose por aludido, Nígel Darlington se ahuecó el suyo con indiferencia.- Ese infeliz no le teme a nada, ni siquiera a la muerte, es un hijo de la noche, un condenado sin alma, un hijo del diablo...

—¡Supercherías de aldeanos! - pese a sus palabras, Nígel Darlington no pudo evitar acariciar la cicatriz que cruzaba su mejilla derecha de lado a lado, fruto de un antiguo encuentro con un integrante de la estirpe maldita de aquel romaní. - ¿Y qué me dice del otro maldito romaní? ¿Tampoco ha conseguido echarle el guante?

—Desde la muerte del viejo Turlington no se le ha vuelto a ver por aquí. Ya se sabe cómo es esa gente, van y vienen con el viento.

Darlington acarició de nuevo su horrible cicatriz.

—¡No entiendo cómo ha podido dejarlo marchar! Ojalá lo tuviera a mis pies en este mismo instante, le obligaría a morder el polvo como el perro que es.

Elliot sonrió poniendo en duda las palabras del caballero. Al fin y al cabo de su último encuentro con aquel romaní salvaje él se había llevado una horrible cicatriz en el rostro mientras que el otro habría salido completamente ileso.

—¡Y mientras tanto estoy harto de ver cómo discurren los años y ese maldito infeliz vive en Ravendom House a cuerpo de rey!

Elliot sonrió con malicia.

—No lo dudo, sobretodo cuando el que debería estar viviendo a cuerpo de rey debiera ser usted, ¿cierto?

—¡Por supuesto! ¿Cómo se atreve a dudarlo? ¡Yo soy el único pariente legítimo del viejo Turlington! ¿Acaso cree que ese viejo avaro consentiría que un maldito engendro del demonio campara a sus anchas como dueño y señor de sus dominios? ¡Antes preferiría que le arrancasen los ojos!

—De nada le servirían en el Infierno al viejo cicatero.

—¿De parte de quien está usted, Elliot? Creí que deseaba ver a Drake entre rejas tanto como yo. - componiendo un tono más zalamero. - Ya le dije en su momento que si me ayudaba a recuperar Ravendom House recibiría una cuantiosa recompensa por mi parte. Ahora mismo no tengo fortuna, pero en cuanto recupere Ravendom...

—Lo recuerdo, pero las cosas han de hacerse bien, Darlington. De poco o nada nos serviría encerrarlo en estos momentos, no pasarían ni dos días antes de que su gente acudiera a pagar la fianza. No olvide que ese descamisado es sumamente rico.

—No crea que lo olvido, ¡no puedo permitirme olvidarlo! El dinero que goza ese infeliz me pertenece por ley. Si conseguimos meterlo entre rejas, o llevarlo a la horca, yo mismo podría acudir a un tribunal y reivindicar mis derechos. Si usted colabora conmigo le garantizo que no le pesará, acostumbro a ser generoso con quienes me prestan cualquier tipo de ayuda.

El alguacil se paseó por la estancia, replegando sus manos tras la espalda y meditando sin duda algún  plan maquiavélico.

—Si queremos acabar con ese infeliz debemos pensar en algo grande, algo de lo que no le puedan salvar ni su dinero ni los desgraciados mugrientos que le rodean. Podríamos atribuirle un asesinato. Resultaría sumamente sencillo culpar a ese salvaje de la muerte de cualquier viajero de paso. A menudo se sabe de la existencia de grupos de salteadores que abordan a los coches de posta.

Darlington achicó los ojos, superado por la rabia.

—No, resulta demasiado sencillo. Podría alegar cualquier coartada, presentar falsos testigos... Debe ser algo más escabroso, algo que ni el clamor del pueblo sea capaz de disculpar con facilidad.

—¿Se le ocurre algo, Darlington?

—Quizás, pero necesitamos meditar el asunto con calma. Precisamos elaborar un plan razonable.

—Póngame al corriente.

—¿Quienes resultan más vulnerables en esta sociedad, Elliot?

El alguacil pareció pensar un minuto.

—Sin duda los viejos, los niños y las mujeres.

—¡Exacto, las mujeres! Esas pobres criaturas indefensas cuya virtud resulta tan fácil de mancillar a manos de cualquier rufián de la estirpe del diablo…

Elliot se sonrió maliciosamente comenzando a entender.

—No podemos servirnos de una meretriz, - continuó aquel desaprensivo, - nadie se escandalizaría ante la deshonra de una mujer cuya moral vale menos que un penique de madera. Debería tratarse de una joven dama de intachable virtud, alguien vulnerable e indefenso, una víctima apetecible para esa alimaña despiadada.

—¿Donde encontraríamos a una incauta disponible?

Darlington achicó los ojos y esbozó una maligna sonrisa ladeada.

—Solo concédame tiempo, Elliot, concédame tiempo.

Y Elliot sumó su sonrisa a la sonrisa maliciosa de aquel caballero dispuesto a llevar su perversidad hasta el único final capaz de resarcirle.

 

Faltaban pocos días para que el año tocara su fin y las tardes se habían vuelto plomizas y terriblemente desapacibles. El acusado descenso de las temperaturas evidenciaba la pronta llegada de las primeras nieves y la escasez de luz natural dificultaba el placer innato de disfrutar del paisaje que ofrecía Ravendom House.

 

Las Alcott más jóvenes parecían disfrutar al máximo de su estancia en aquellos verdes parajes. Charity había explorado ya hasta el último rincón de sus jardines estudiando detenidamente cada diminuto espécimen, haciendo bosquejos en su cuadernillo de botánica y disecando pequeños ejemplares entre sus cuartillas. También había llegado a un extraño pacto con la cocinera, la cual le habría cedido algunos botes de compota vacíos donde la joven asilaba ejemplares vivos. Emily había descubierto en la alcoba de su hermana varios recipientes que albergaban en su interior mariposas de mil colores, saltamontes, ciervos voladores y demás variedades de pequeño tamaño. Charity, de algún modo, habría recuperado en aquel lugar tan alejado de Mayland su primitiva arca de Noé.

Pippa también parecía disfrutar como nunca lo hubiera hecho antes. Gozaba de una extraña camaradería con el señor Drake, que de algún modo la habría convertido en su favorita, consintiendo todos sus caprichos hasta el punto de agasajarla incluso con un pequeño pony.

Con tales atenciones hacia sus personas no resultaba de extrañar que ninguna de las dos estuviese dispuesta a abandonar una existencia tan privilegiada.

Tampoco Emily podía negar a esas alturas un secreto placer en su permanencia en Ravendom, pues la presencia del señor Drake conseguía apasionarla, irritarla y atraerla a partes iguales. Y aunque le doliera admitirlo, de hecho su orgullo todavía se mostraba reticente, sabía a ciencia cierta que cada día que pasaba se encontraba más seducida, prendada y peligrosamente atraída por él.

Cierta tarde permanecía sentada en un discreto parterre entregada a su hobby más placentero, la escritura, descansando en un banco de piedra con un pie recogido bajo el cuerpo y la mirada perdida en el infinito. Había iniciado aquella historia, la que pretendía que fuera su primera novela, durante su vida en Mayland y tras un forzoso vacío inspirador ansiaba continuarla a como diera lugar. Precisaba hacerlo, al igual que se forzaba a continuar con su vida.

Se colocó con pericia la plumilla sobre el labio superior y, frunciendo éste contra la punta de la nariz, lo sostuvo en perfecto equilibrio durante unos segundos.

—Señorita Alcott... - una voz masculina a su espalda la sorprendió hasta el punto de obligarla a dar un saltito en su posición.

—¡Señor Drake! - y la pluma cayó al suelo.

—Aquí está usted. Pronto oscurecerá y se prevé que hiele esta noche, ¿no resulta arriesgado permanecer a la intemperie a estas horas?

—No me importa, me gusta el aire libre.

Fijando su mirada en el viejo cartapacio.

—¿Escribe usted?

—¡Oh, anotaba ideas tan solo! - Emily se ruborizó, colocándose un mechón suelto por detrás de la oreja.

—¿Qué escribe?

El cartapacio se cerró bruscamente.

—Se trata tan solo de una tonta historia...

Drake se acercó a ella rodeando el banco. Se movía como un gato, lentamente y con andares sigilosos. Emily se mantuvo erguida en su posición, visiblemente turbada e intentando permanecer con la vista al frente; aunque la cercanía de aquel hombre erizara secretamente cada vello de su piel.

—Existen muchos tipos de historias... ¿de qué trata la suya?

El caballero se encontraba ahora detrás de ella descansando ambas manos sobre el respaldo de piedra, a cada lado de la joven. Una punzada de calor se instaló en su nuca.

—Intento... intento estudiar las relaciones humanas entre una joven dama y sus amistades. - bajó la vista, encendida. - Por supuesto eso incluye también a posibles admiradores.

—Ya veo, una novela para señoritas. - su voz reflejaba un marcado tono de burla. - Tengo entendido que quienes se recrean en ese tipo de historias lo hacen buscando refugio a una existencia aburrida y carente de pasión. Buscan a través de esas historias lo que les falta a sus vidas.

Una oleada de calor ascendió por el pecho y el escote de Emily. Sus manos de nieve revolotearon al cuello, inquietas.

—No estoy de acuerdo... - sin saber cómo Emily tuvo la certeza de que el señor Drake sonreía a su espalda. - Solo quienes distinguen ese tipo de emociones son capaces de disfrutarlas como se merecen.

Drake se inclinó más sobre Emily, manteniéndose aún a su espalda y ajustando sus poderosas manos a ambos lados de la joven. Emily se estremeció sintiéndose enjaulada entre los brazos de aquel hombre misterioso y embriagador.

—Me pregunto qué tan elevado resulta su conocimiento acerca de ciertas pasiones humanas como para atreverse a escribir sobre ellas. Jamás hubiera imaginado que contara usted con la suficiente experiencia al respecto.

Emily principió a sudar bajo las capas de ropa. Si el señor Drake alcanzara siquiera a intuir lo elevado de su desazón en esos momentos...

—Me pregunto si goza usted del requerido conocimiento para escribir sobre, digamos... - sus fibrosos brazos se cernieron en torno a ella, rodeándola y cercándola,- el hecho de sentirse atraído por una persona en particular hasta comprender que ninguna otra existe. Tan solo ella, que se convierte de pronto en el eje que te sostiene en el mundo.

Emily tragó saliva. Tenía la boca seca, el pulso acelerado y un nudo en la boca del estómago. No podía hablar, no podría hacerlo sin desmayarse. ¡Sobretodo si el señor Drake continuaba inclinándose sobre ella y agitando sus tirabuzones con la calidez de su aliento!

—Me pregunto si tal vez goza usted de la experiencia suficiente para describir con fidelidad, por ejemplo - con la nariz acarició la oreja de Emily, - lo que se siente cuando se está tan cerca de esa persona que su cercanía consigue derretirnos por dentro.

Emily descubrió un ligero temblor en su cuerpo y deseó que el señor Drake no fuese capaz de percibirlo también. Sentía la calidez de su aliento rozando su lóbulo derecho, el roce de su larga cabellera oscura acariciando su nuca desnuda...

—Y lo difícil que resulta contenerse cuando lo que realmente desearías es arrancarle la ropa y poseerla y que te posea hasta desmayarse ambos de pasión.

Drake dijo eso en un susurro y Emily no pudo menos que cerrar los ojos e inclinar ligeramente la cabeza hacia atrás. En esos momentos desmayarse sería su opción más digna.

—Me pregunto si posee usted la requerida experiencia para describir con todo lujo de detalles, digamos... - ahora el caballero acariciaba desde atrás el esbelto cuello de la joven con sus labios ardientes, - … un beso.

Sin poder evitarlo Emily giró el rostro en el acto buscando la mirada del caballero. Antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, Drake se apresuró a capturar bajo el ardor de su boca los labios inocentes y temblorosos de Emily. Sujetando firmemente con una mano su mandíbula percibió cómo Emily se tensaba bajo su ineludible posesión, estremeciéndose y golpeándole el pecho con sus puñitos en un vano intento de protesta.

Pero los golpes cedieron pronto dando lugar a que la protesta inicial se transformara en correspondencia. Sus dedos traidores se aferraron con ardor a los densos mechones color obsidiana, su pecho se ciñó más firmemente al torso marmóreo del caballero y sin darse cuenta se descubrió a sí misma entregada a una experiencia que ni en cien mil años hubiese podido describir con semejante vehemencia.

Cuando en un momento dado entreabrió la boca para tomar aire, Drake aprovechó para introducir la lengua y explorar su boca en profundidad. Emily dio un respingo ante una invasión tan inesperada como íntima, aunque pocos segundos después se sorprendió dando la bienvenida y abrazando con su propia lengua la lengua sedosa y desbocada del caballero.

—Eres deliciosa, Emily Alcott... - Drake se apartó lentamente de ella sin desatar su mirada obsidiana de las pupilas vibrantes de la joven. - Bebería de ti todos los días de mi vida y aún así jamás llegaría a saciarme.

Emily se ruborizó hasta sentir el rostro arder de puro sofoco y bajó la vista, sintiéndose tan avergonzada como halagada. No podía obviar el tono familiar con el que el señor Drake acababa de dirigirse a ella y sin embargo lejos estaba de desear amonestarlo por ello.

Drake sujetó su barbilla con un dedo y la alzó obligándola a mirarle.

—Jamás he deseado a nadie como te deseo a ti, Emily, pero en tu mano está decidir si deseas que esta experiencia se repita. - rozó apenas con sus labios los labios hinchados y ardientes de Emily, provocándole un escalofrío. -No tomaré de ti más que lo que desees que tome. A partir de ahora soy esclavo de tus palabras...

Perfiló la mandíbula de Emily con un dedo antes de alejarse a grandes zancadas, con ese caminar violento y enérgico que le caracterizaba.