CAPÍTULO 5
Emily se encontró aquella mañana en disposición de unos ánimos visiblemente más tolerables ante la manifiesta mejoría experimentada por su hermana pequeña y el deseable cambio de buen humor exhibido por Charity durante las últimas horas.
Tras haber dado buena cuenta de sus desayunos en la cálida intimidad que confería la alcoba de Pippa, seguramente para escarnio personal del señor Elmstrong, y tras afianzarse en la tranquilidad y la certeza de que Charity acompañaría a la pequeña durante las horas muertas matinales, Emily se decidió a salir a explorar los jardines decidida a refrescar los ánimos, desentumecer las articulaciones e insuflarse una mínima porción de energía positiva.
Los jardines de la mansión denotaban un cuidado y un esmero tan solo obtenido bajo la atenta supervisión de varias personas dedicadas exclusivamente a su mantenimiento. Hermosos parterres de rosas de mil colores crecían bordeando un sendero de grava, entremezclándose sus delicados bouquets esmaltados en oro y grana con el tupido ramaje de elegantes macizos de thujas azuladas, verónicas en flor y enormes matas de lavanda que alzaban sus espigas violáceas hacia un cielo eternamente encapotado.
Emily, amante de la naturaleza en general y de la belleza campestre en particular, avanzaba sumamente complacida a lo largo de aquel sendero trazado de tal forma que ni una sola grava ni uno solo de los bojs que lo delimitaban invadiera la mínima parcela de terreno que no hubiera sido dispuesta para tal fin. Caminaba en compañía de su sempiterno cartapacio de cuero y su inseparable material de escribanía, deteniéndose de cuando en cuando para abstraerse con la oleada de fragancias y colores mientras garabateaba en sus cuartillas de vitela, con la prisa característica de las almas inquietas, cualquier idea surgida durante el paseo.
Escribir era su vida y mientras tuviera uso de razón escribiría a pesar de la desesperación, o quizás a causa de ella.
Al rebasar al final del sendero un enorme macizo de hortensias no pudo menos que permanecer inmóvil al verse sorprendida por un alboroto desconocido procedente del ala trasera de la mansión, lugar destinado a los establos y cobertizos de servicio.
¡Cuál no sería su sorpresa cuando, efectivamente, frente a los espaciosos establos se encontró de pronto con tan dantesca escena!
Un enorme caballo negro se alzaba encabritado sobre sus cuartos traseros, sacudiendo en el aire las manos de forma nerviosa y expresando toda su excitación a través de relinchos histéricos y de la apariencia desorbitada que ofrecían sus grandes orbes. Prominentes espumarajos se derramaban de sus belfos esparciéndose por doquier y un fino hilillo de sangre escurría de uno de sus ollares.
A escasa distancia un desconocido de apariencia indómita y larga cabellera negra golpeaba con saña a un muchacho que sorprendentemente permanecía inmóvil y doblegado a sus pies, protegiendo la cabeza entre las rodillas y aceptando aquella brutal lluvia de golpes en silencio y sin hacer ademán alguno por defenderse. Alrededor un grupo de curiosos observaba la escena bajo la visera que ofrecían los cobertizos sin mover en defensa del zagal ni uno solo de sus músculos, permaneciendo impasibles unos o fumándose un cigarrillo otros mientras la inhumana lucha proseguía.
Emily no pudo soportarlo más. ¿Por qué aquellos hombres estúpidos no intervenían y ponían fin a semejante injusticia? ¿Por qué permanecían impasibles como si estuviesen observando una vulgar carrera de caballos y no el linchamiento de un pobre muchacho indefenso?
—¡¡Basta, basta ya, por el amor de Dios!! - se tiró de rodillas delante del joven apaleado, protegiendo aquel cuerpo herido con su propio cuerpo mientras lo rodeaba con sus brazos. El maltratador se enderezó de inmediato, observando con desdeñosa mirada olímpica a la señorita Alcott tal que si la hubiese, de algún modo incomprensible, reconocido en el acto.
—¡¡Lárguese de aquí, este asunto no le incumbe en absoluto!! - bramó el hombre.- ¡¡Mitch, Hugh, llevaos ahora mismo a esta mujer de aquí!!
—¡¡No!! - Emily se levantó furiosa, completamente roja de la ira y con labios trémulos, encarándose con aquel hombre que le sacaba, al menos, una cabeza de altura.
Se trataba de un hombre de tez oscura, excesivamente oscura para tratarse de un caballero. Lucía el cabello de un largo impropio, negro y brillante como ala de cuervo, peinado al descuido hacia atrás. Su frente amplia y despejada reflejaba los surcos de una vida azarosa y no excesivamente bisoña, mientras que los abismos oscuros de sus ojos semejaban irradiar en esos momentos las llamaradas propias del mismísimo averno. Entre los negros y lacios mechones el brillo inesperado de un gran aro plateado consiguió llamar su atención.
—¿Qué pretende, mujer? - bramó el hombre entre dientes, tratando visiblemente de aplacar su ira. Sus maxilares vibraron a causa de la cólera contenida y su torso le semejó entonces a Emily tan imponente como una terrible muralla esculpida en la roca.
Tragó saliva sin apartar un ápice sus ojos de los ojos llameantes de aquel individuo. La presencia de aquel hombre la intimidaba de un modo brutal, así como el halo salvaje y peligroso que irradiaba su persona, pero en modo alguno ninguna de esas cualidades conseguiría lavar a sus ojos la evidencia de una injusticia.
—¡¡Tan solo impedir que cometa usted un asesinato!! ¡Se trata apenas de un niño, por el amor de Dios! ¿Qué clase de desalmado es usted enfrentándose a un chico al que dobla en edad y talla?
El hombre levantó amenazadoramente la fusta ante los ojos de Emily, golpeando el aire con ella y provocando con ese gesto y ante el violento zumbido que estalló en la atmósfera que la joven oprimiera con fuerza los párpados y se viera obligada a dar un respingo.
—¿Pretende asustarme? - Emily se remangó las mangas de muselina de su vestido, dispuesta a encararlo.- ¡Le aseguro que yo no me quedaré quieta como este infeliz! - alzó los puñitos en el aire ante el asombro de aquel hombre.- ¡Vamos, está claro que es usted un abusón así que atrévase a levantar nuevamente esa fusta contra mí!
Los mirones que los rodeaban se revolvieron incómodos. Algunos carraspearon, otros se daban codazos entre sí mientras murmuraban por lo bajo. El desconocido sin embargo esbozó una amplia y reluciente sonrisa sin apartar sus ojos de obsidiana de las vibrantes pupilas de la joven.
—Vuelva por donde ha venido, mujer, o acabará haciéndose daño. Y baje esos puños, no sea ridícula; no conseguiría amedrentar con ellos ni a un gatito... - murmuró al fin dándose media vuelta con el propósito de concluir la conversación.
Pero Emily no iba a darse por satisfecha. De un salto se situó delante de él para cortarle el paso.
—No esté tan seguro. - insistió con sus puños en alto.
El desconocido la miró perplejo, y fascinado, ante la terquedad y la osadía de aquella mujercita.
—No tengo la menor intención de discutir, y mucho de menos, de pelearme con usted. - murmuró divertido cruzando los brazos sobre el pecho.
Emily resopló y finalmente desistió de su actitud beligerante.
—¿Se puede saber con qué derecho maltrata usted a un pobre muchacho indefenso?
Él meneó la cabeza. Parecía incómodo y fastidiado de tener que dar explicaciones a una mujer.
—¿Todavía sigue con eso?
—¡Y seguiré hasta que consiga explicarme con qué derecho maltrata usted a uno de sus compañeros!
“¿A uno de sus compañeros?”
El hombre la miró con incredulidad, sin duda sintiéndose más ofendido que si le hubiera arrojado a la cara los restos del pudin de arroz del desayuno.
—¡¡Con el derecho que me otorga ser el encargado de velar por la seguridad de mi propiedad y sus integrantes!!
Emily comprendió entonces el alcance real de aquellas palabras. Se encontraba, de un modo sorprendente e incomprensible, frente al propietario de Ravendom House. Se encontraba frente al señor Drake. Frente a su señor Drake. ¿Qué clase de broma era aquella? ¡Acababa de confundirlo con uno de los empleados de la propiedad!
Su voz se dulcificó ligeramente, obligada por educación y cortesía a mostrar ante aquel hombre un respeto apremiante. Aunque su corazón no fuera capaz de sentirlo en esos momentos. Aunque acabara de comportarse como un asno desalmado.
—¿Qué pudo haber hecho este pobre muchacho para merecer un castigo tan cruel? - el individuo por toda respuesta alzó una ceja y ladeó los labios, evidenciando así la presencia de una media sonrisa escéptica.
—¡Métase en sus asuntos, mujer!
Emily, ceñuda, boqueó varias veces sin llegar a articular palabra. Ahora el hombre se inclinaba sobre ella intentando intimidarla, clavando en ella sus ojos de fuego y abrumándola con su cercanía.
—¿Es que nadie se ha tomado la molestia de enseñarle que las mujeres no deben inmiscuirse jamás en asuntos de hombres?
—¿Cómo dice?
—Será que no existe hombre con la paciencia suficiente para meterla en vereda...
Emily abrió y cerró la boca como un pez arrojado fuera del agua.
—¿Cómo se atreve? - alzó la mano dispuesta a descargar una bofetada en el rostro de aquel descarado. Pero él, veloz y sigiloso como un reptil, atrapó su muñeca en el aire.
—¡Suélteme! - rugió entre dientes.- Estoy segura de que ni siquiera trataría con semejante brutalidad a... ¡a este caballo! - murmuró apenas con un hilillo de voz, presa de la rabia e indignación a que obligaba el momento.
—Eso puede darlo por sentado, jamás golpearía a un animal indefenso.- dijo él liberando con rudeza su mano.
—¡Pero sí a un muchacho o a una mujer! ¡Es usted despiadado y...! - pero no pudo terminar la frase puesto que el hombre la interrumpió sin reparo alguno rebasándola bruscamente. Emily se volvió en un estado de completa incredulidad, furiosa y contrariada, sintiéndose muy poco dispuesta a dar por finalizada aquella conversación.
—¡Abe, Hugh, llevaos al chico al establo y curad sus heridas! - dirigiéndose al hombre que sujetaba el inquieto rocín: - ¡Que envíen inmediatamente a alguien al pueblo en busca del veterinario!
—Hay cuatro animales más enfermos, Drake, y todavía no se sabe si las yeguas Appaloosa han comido lo mismo que el resto de los animales infectados.
Drake se mesó el cabello con impaciencia.
—¡Maldita sea! ¡Enviad a alguien al pueblo! ¡¡Ya!!
Y se alejó del lugar a grandes zancadas, provocando con su movimiento que el cabello se agitase libremente sobre sus hombros. Se percató entonces Emily de que vestía de un modo excesivamente informal para lo que cabría esperar en el propietario de una vasta mansión. Se ataviaba con mangas de camisa pese a las gélidas fechas en que se encontraban y a lo destacado de su posición, lucía un sencillo chaleco de lino que recubría la prenda a modo de complemento innecesario, puesto que permanecía desabrochado con insolencia sobre el pecho. Pantalones de hilo color beige que ceñían abrumadoramente sus atléticos muslos y unas lustradas botas de montar culminaban el vestuario informal de aquel insólito personaje. Insólito, desde luego, puesto que ni el atezado tono de su piel ni su larga melena negra parecían amoldarse a la apariencia esperada en un notable caballero inglés.
Forzándose a despertar de su abstracción momentánea, apuró el paso con el fin de alcanzar y caminar a la par del caballero; asunto que el caballero no tenía ni la menor intención de facilitar a juzgar por lo enérgico de sus pasos.
—¿Es que no tiene otra cosa mejor que hacer que perseguirme?
El señor Drake caminaba con brío, ligeramente inclinado hacia adelante y Emily se esforzaba por mantenerse a su altura, pero ni su vestimenta ni sus facultades físicas facilitaban en modo alguno tal propósito.
—No hasta que consiga comprender el por qué de tanta brutalidad. Se trataba tan solo de un chiquillo, señor Drake...
Drake puso los ojos en blanco.
—¡No es ningún chiquillo, por el amor de Dios! Se trata de uno más de mis hombres y como tal ha de ser premiado cuando hace bien su trabajo y amonestado cuando actúa erróneamente.
—¿Y trata usted así a todos sus sirvientes?
Drake se detuvo de pronto y su repentina acción provocó que Emily permaneciera varios pasos por delante de él, incapaz de detenerse a tiempo.
—Yo no poseo sirvientes, señorita, entérese de una vez. Estos hombres están aquí por su propia elección y como tal pueden ir y venir a su antojo. Realizan una labor para mí y por ello perciben un salario justo, pero yo no soy el amo de nadie ni ellos mis siervos. Este es su hogar tanto como el mío, yo tan solo les proporciono protección, seguridad y alimento. Para mí son mis hermanos, todos y cada uno de ellos.
—¿Golpearía usted a sus hermanos? - insistió Emily, cruzando una peligrosa línea.
Drake la observó durante una fracción de segundo.
—¡Usted no sabe nada! - farfulló entre dientes.- ¿Por qué no se limita a quedarse en casa bordando o haciendo lo que se supone que hacen las mujeres?
Emily frunció el ceño sintiéndose enormemente ofendida.
—¡Es usted terriblemente grosero, señor Drake! - apretó los puñitos a sus costados. No recordaba haberse sentido tan indignada en todos los años de su vida.- Y pensar que yo tan solo pretendía darle las gracias por habernos rescatado la pasada noche de aquel grupo de gitanos...
Drake frunció el ceño y su rostro se tornó de pronto en una máscara siniestra. Parecía que algo le hubiera molestado.
—No lo hice por ustedes.- espetó tranquilamente, aunque en sus palabras había un claro viso de ofensa.
Emily no daba crédito.
—¿Cómo dice?
Drake se inclinó levemente sobre ella y Emily pudo aspirar la esencia picante del tabaco y el cuero que desprendía aquel hombre.
—Su sociedad, señorita, sus malditas leyes escritas por y para ustedes, suelen ser terriblemente injustas con ciertos grupos marginales.
—Pero... pero, ¿cómo se atreve? ¿Les defiende usted? ¡Si pretendían robarnos!
—Se ven obligados a robar para comer, ¿acaso es un delito procurar a como dé lugar un mendrugo de pan que llevarse a la boca?
—¿Acaso el fin justifica los medios? ¿Resultan menos criminales porque tengan hambre? ¡Por el amor de Dios, no me lo puedo creer!
—¡Qué sabrá usted de tener hambre, duquesita! ¡Apuesto a que no ha pasado hambre en su vida!
“¿Duquesita?”
Emily balbuceó como pez arrojado fuera del agua mientras el caballero se disponía a ignorarla una vez más y continuar su camino. Pero Emily no iba a ponérselo fácil. Nuevamente se interpuso en su camino, para asombro del caballero.
—Aquellos gitanos accidentaron nuestro carruaje impidiéndonos seguir nuestro camino, señor Drake, ellos...
El aludido cuadró los hombros, exhaló ruidosamente y puso brazos en jarras.
—¿Qué es lo que más le molesta, duquesita, el hecho de que la hubieran asaltado o de que los asaltantes fueran gitanos? - su tono y su ceño fruncido encerraban algún secreto reproche.
—¿Cómo dice...?
Drake sacudió la cabeza con impaciencia, como si aquella conversación constituyera para él una absoluta e innecesaria pérdida de tiempo.
—Si la justicia cayera sobre ellos, duquesita, dada su condición marginal seguramente acabaran todos en la horca. ¿Y qué sería lo peor que les podría pasar a ustedes? ¿Acaso no podrían vivir con un par de bagatelas menos?
A Emily le costó enviar saliva. ¿Lo peor que les podría pasar a ellas? ¡Santo Dios, aquellos hombres, o al menos su líder, pretendían esa noche mucho más que robarles! ¿Es que el señor Drake no se había dado cuenta de ello? Todavía recordaba la brusquedad con la que aquel salvaje había rasgado su vestido, manoseado sus pechos y Dios sabe qué otras aberraciones hubiera cometido con ella si aquel hombre no hubiera aparecido. ¡Precisamente el mismo hombre que hoy excusaba sus actos!
—¡Métase en casa, señorita, acabará resfriándose si persiste en la terquedad de pasear por los jardines sin abrigo! - exclamó en tono burlón al tiempo que le daba la espalda.
Emily frunció los labios. En sus palmas apretadas la furia con que las uñas se clavaban en la carne llegaba a provocarle un daño importante. De todas formas y teniendo en cuenta el enfado descomunal que sentía en esos momentos ningún dolor físico podría inmutarla.
—¡Puede tener por seguro que nos iremos en cuanto mi hermana pequeña se restablezca del todo, señor Drake! - y en un tono más bajo y rencoroso: - No nos quedaremos aquí ni un segundo más de lo necesario, se lo aseguro.
Pero el caballero se encontraba ya lo suficientemente lejos como para que Emily ignorara si habría escuchado o no sus palabras.