27

Carmín Intenso

Martes a la mañana

A los tropezones, Michael se lanzó por la escalera. La goma de sus zapatos chirriaba a medida que iba frenando en su descenso. Al final de ella había una puerta entreabierta. Con prisa, y quitándose la chaqueta del traje, se introdujo por ella. Unas grandes manchas de transpiración se asomaban debajo de su camisa blanca, y respiraba con dificultad.

La puerta conducía al garaje que correspondía de la tripulación del barco. Varias docenas de automóviles estaban estacionados en prolijas hileras. Si bien podía ver con facilidad por encima de ellos, sabía que esto era engañoso. Había muchos lugares donde esconderse. ¿Dónde estaba esa perra? Lo que advirtió, y se sintió agradecido por ello, era que la puerta principal con salida hacia el puerto todavía permanecía cerrada. Pero, ¿por cuánto tiempo?

Agachado, comenzó a recorrer lentamente las hileras de automóviles. Su mirada cubría un ángulo de ciento ochenta grados en un solo movimiento, controlando los pasillos. Solo era cuestión de tiempo hasta que la encontrara. Su puño se tensó sobre el cañón de la pistola.

Tschh... El repentino sonido de una pisada rozando el suelo lo hizo sobresaltar. Sin dudar, corrió hacia el lugar de donde provenía el sonido. Se detuvo al llegar a un punto de detención. Nada...Todo estaba silencioso, demasiado silencioso. Volvió a agacharse y dobló hacia la izquierda. 

De pronto, se encontró cara a cara con Patricia. El susto lo paralizó por una décima de segundo, pero la distracción fue suficiente para que ella lo golpeara en la cara con una barra de metal. La pistola se le cayó de la mano. Sintió dolor y rabia al mismo tiempo.

Clang. Se escuchó el ruido de la barra de metal al ser arrojada al suelo. Y los pasos de ella, que se alejaba corriendo. Michael se limpió el sudor que le caía sobre los ojos y advirtió que también tenía la cara ensangrentada. De inmediato, se echó a correr detrás de ella. Patricia zigzagueaba entre los automóviles, pero ya no iba tan rápido. La furia de Michael crecía con cada zancada y lo impulsaba a correr más rápido. Extendió la mano y sus dedos alcanzaron a atraparla del hombro. 

¿Hasta dónde tenía que llegar para satisfacer los deseos del señor Phillips? ¿Patricia le haría las cosas fáciles o difíciles? Todo lo que sabía era que iría tan lejos como fuera necesario para obtener lo que quería.

*

—¡Esto es un disparate! — gritó Jacobus.

Brian y el doctor Orwell luchaban para mantenerlo bajo control. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que Smith y Robinson llegaron y, como personal a cargo de la seguridad del barco, tomaron el asunto en sus manos.

—Hay rastros de chocolate en la boca del señor Wrinkler — confirmó el doctor Orwell. Luego tomó los chocolates y aseveró sombríamente. —Parece que fueron mezclados con algo. Es muy probable que estas pastillas fueran trituradas y colocadas dentro de los chocolates. Yo no soy detective, pero...esto parece sumamente sospechoso, Jacobus.

—¡Yo no lo hice! ¡Ella miente!

Desesperada, Sylvia lloraba sin cesar en un costado de la cama. El bello rostro de Jacobus lucía las marcas de los rasguños que le había hecho con sus uñas.

Toc. Toc.

Para sorpresa de Sylvia, se trataba del muy respetado señor Phillips quien, llevándose un pañuelo a la boca, dijo entre jadeos: —Oh... es verdad. Lamento mucho su pérdida, señora Wrinkler.

El frágil hombre se sentó al lado de Sylvia. —Markus era un muy buen amigo. Es una verdadera vergüenza verle llegar a este final, y a tan temprana edad.

Estas palabras de consuelo provocaron más lágrimas en Sylvia que recostó su cabeza sobre el hombro del señor Phillips. El hombre pasó las huesudas manos por su cabello en un intento por reconfortarla. Ella sabía que a menudo habían trabajaban juntos.

El momento se vio interrumpido por el alegato de inocencia de Jacobus. Una vez que el señor Phillips estuvo al tanto de la situación, su rostro se transformó de disgusto.

—¿Es verdad que ha estado trabajando en los negocios del señor Wrinkler? — preguntó el señor Phillips.

—Así es, durante los últimos seis meses. Yo evité que su compañía se fuera a la quiebra. Yo lo logré.

—¿Tuvieron una discusión anoche?

Jacobus dudó.

—¿Sí o no? — gruñó el señor Phillips.

—Digamos que fue un malentendido.

—¿Fue despedido?

Jacobus se sobresaltó. —Sí.

—Y estaba enojado.

—Bueno, cualquiera se habría enoja—

—¿Piensa que puede manejar los negocios mejor que el señor Wrinkler?

—Yo no lo maté — respondió Jacobus, exasperado.

—¿Y estos chocolates? — preguntó el señor Phillips con voz ponzoñosa.

—Yo los envié.

—¿Sabía que fueron envenenados?

—¡Yo no lo maté!

—¡Arresten a este patético hombrecito!

—¡No! — gritó Jacobus.

—¡Llévenselo! — dijo el señor Phillips a sus custodios.

—¡Esa perra!

Entre patadas y gritos, los hombres se llevaron a Jacobus. Sylvia desvió la mirada, tuvo miedo de mirarlo a los ojos. Le temblaban las manos.

—Sédelo si es necesario, doctor Orwell. Lamento muchísimo este caótico viaje — expresó el señor Phillips dirigiéndose al médico. —Debo solicitarle que permanezca usted a bordo un rato más todavía. Con el señor Richards, y ahora con el señor Van Tiel... bien, usted entenderá. Necesitaré su ayuda ahora más que nunca.

Agotada, Sylvia dejó caer la cabeza. Sintió que alguien la tomaba de las manos antes de acunar entre las suyas, su rostro bañado en lágrimas. Era el señor Phillips. La piel flácida debajo de los ojos ocultaba el brillante color azul cielo de su mirada.

—Le tenía un profundo aprecio a su esposo, y no quiero imaginar lo que usted estará atravesando en este momento. Era un hombre notable, y la calidad de sus joyas era excelente — dijo con una leve sonrisa. Sylvia sollozó pero le devolvió la sonrisa. — Cualquier cosa que necesite, cualquier cosa, no dude en ponerse en contacto conmigo. Puedo ayudarla a resolver cualquier tipo de asunto legal o financiero. Ahora, cuídese.

Sylvia asintió enérgicamente con la cabeza y continuó sollozando. Le dolían los ojos y el pecho de tanto llorar. ¿Qué iba a hacer ahora? El señor Phillips se puso de pie y se quedó parado al lado de la puerta, seguramente para marcharse y ocuparse de atender otros asuntos.

—¿Podemos indicarle a alguien de la tripulación que se ocupe inmediatamente de las pertenencias de la señora Wrinkler? Necesita terminar de empacar para regresar a su hogar, descansar y recuperarse. Nosotros nos ocuparemos del cuerpo de su esposo. No tema, mi querida.

Algo se agitó en el interior de Sylvia. Las palabras le bullían en las entrañas. Estallaban y chisporroteaban, saltándole a la garganta. Querían escapar de su boca. Sus labios se abrían para pronunciarlas, pero nada...su boca estaba silenciada.