14
Cereza Moteado
Domingo a la tarde
Los trozos del antiguo papel tapiz y de pegamento estaban desparramados por todo el piso y sobre los brazos de Patricia y Rodrigo, y cubrían sus cabezas como caspa. Patricia trabajaba rápidamente, tratando de limpiar lo mejor que podía. Intentaban construir una cavidad segura para ocultar a Patricia. Solamente tenía que esconderse hasta el martes, cuando el barco llegara a Nueva York.
Patricia se preguntaba si su actual plan de acción funcionaría. Originalmente, habían tratado de hacer una especie de cueva en la parte posterior del pequeño vestidor. Se encontraron que era de metal. Con las herramientas tan rudimentarias que tenían, no era posible cortar un cuadrado en la pared para que ella se ocultara.
En vez de ello, Rodrigo había sacado el tablón de la parte posterior del escritorio que había en la habitación. Si apoyaban el escritorio contra la pared, nadie notaría su ausencia. Colocaron el tablón a unas pulgadas de distancia de la verdadera pared del vestidor, y crearon un espacio que quedaba oculto detrás de ella. Sería suficiente para acomodar su pequeño cuerpo. Las ropas colgadas ayudarían a encubrir el trabajo amateur.
—¿Cómo respiraré? — preguntó Patricia, pegando una tira del papel tapiz roto en la nueva pared.
Los vellos del brazo de Rodrigo pegados a su piel, chorreaban de transpiración.
—Haremos unos agujeros adicionales y los cubriremos con el papel tapiz.
Continuaron trabajando en su proyecto, cuidando de detenerse cada cierto tiempo para poder escuchar en caso de que alguien viniera caminando por el pasillo. Después del susto que habían pasado con el Detective Jones, habían estado trabajando arduamente en su proyecto. Pasó el horario del almuerzo, y solamente habían comido unas pocas galletas. Patricia preparó un poco de té mientras Rodrigo intentaba remendar estratégicamente la pared con el papel tapiz humedecido.
—Toma tu té. Yo continúo con el trabajo — lo instó Patricia.
Ahora que la adrenalina había desaparecido, ella se dio cuenta nuevamente cuánto se estaba sacrificando este hombre por ella y arriesgándose para ayudarla. El daño que estaban ocasionando al camarote sería suficiente para que lo metieran preso o le cobraran unas abultadas multas. No era un obrero; era un médico. Pero, ¿cómo podía rechazar su ayuda? Era su vida la que estaba en juego.
—Tenemos que terminar — gruñó Rodrigo.
Patricia no quería desanimarlo pero no estaba segura del éxito de este plan. Romper el viejo papel tapiz para pegarlo en el tablón de madera no parecía demasiado convincente, pero al menos las ropas colgadas ayudarían a ocultar la pobremente disimulada pared improvisada. Recordar que sólo tenía que sobrevivir a bordo hasta el martes a la mañana era tan esperanzador como alarmante.
—Bebe tu té — insistió ella.
—Ya está casi lista.
Después de otro minuto de insistencia, él se rindió. Patricia lo observó mientras se lavaba la cara con agua, las gotas corriendo por su barba, antes de probar el té.
Mientras Patricia mejoraba el aspecto camuflado de la puerta, decidió pedirle un terrible favor que hubiera deseado tener que evitar. Rodrigo ya había hecho tanto por ella, ¿cómo podía pedirle más?
—Esto te puede sonar un tanto loco, pero necesito ir a mi camarote esta noche.
—¿Qué? — balbuceó Rodrigo, expulsando el sorbo de té que tenía en la boca.
—Tengo que buscar algo.
—Nos hemos pasado todo el día trabajando para asegurarnos que puedas escapar, para contar con una habitación segura, ¿y quieres andar por ahí? Te van a atrapar.
—Necesito buscar algo.
Ella intentó ser lo menos precisa posible.
—¿De qué se trata?
—Una reliquia familiar. Es lo único que me queda de mi difunto padre.
—No vale la pena que mueras por ello, Patricia. Piénsalo.
—No puedo dejar el barco sin ella. Si espero demasiado, no podré regresar a mi camarote y recuperarla. Se trata de un reloj de bolsillo. Es mi bien más preciado. Siempre lo llevo conmigo. Excepto el viernes pasado.
—¿Arriesgarías tu vida por un objeto? — dijo Rodrigo con tono sombrío.
Patricia continuó ignorando su mirada, enfocándose en cambio en el elegante diseño negro sobre verde del papel tapiz que acababan de arrancar.
—Es también un objeto valioso. Esperaba obtener algo de dinero por él, para mi madre y para mí — admitió Patricia, suspirando avergonzada. —Necesitamos el dinero...mi madre está enferma.
Rodrigo exhaló lentamente. — Okay.
Patricia giró el rostro para mirarlo. — Gracias.
—Pero yo iré a buscarlo.
—¡No!
—Sí. Si te dejo salir de esta habitación todo lo que hicimos habrá sido en vano. Te atraparán. Yo no estoy en la lista, pero tú sí.
La culpa estaba carcomiendo sus entrañas.
—Pero, tú ya has hecho demasiado por mí...no puedo dejar que...
—Exactamente. Ya estoy demasiado involucrado, Patricia. No voy a dejar que eches todo a perder para los dos.
—No tienes que arriesgarte de nuevo.
—¿Necesitas esa reliquia? ¿Realmente la necesitas? — preguntó Rodrigo con una mirada que penetró en su alma.
Ella asintió sin dudar.
*
La luz se filtraba a través de los ojos de buey, arrojando largas sombras en el camarote de Harold. Durante todo el día tuvo la sensación de que alguien le estrujaba el corazón en una garra mortal. ¿Qué iba a hacer? Se levantó y recorrió el camarote por milésima vez. Se masajeó la nuca y la sintió dolorida y sensible al tacto.
Aunque había colocado la almohada nuevamente sobre el cuchillo ensangrentado, en su mente todavía tenía rastros de él. ¿Quién lo había colocado allí? Si alguien lo había visto, sabía lo que pensarían de él. En cuestión de segundos, se abalanzarían sobre él y lo enviarían a prisión. La idea de la cárcel o de ser encerrado bajo la tutela de una institución, lo aterrorizaba. Le ardían los ojos. ¿Qué iba a hacer?
Con dedos temblorosos, volvió a levantar la almohada y a descubrir el cuchillo. Estaba tal cual lo había encontrado antes, cubierto de sangre seca. Si cualquiera tocaba a su puerta, estaría arruinado. Finalmente, tomando el coraje suficiente para empezar a hacer algo, lo colocó en el lavabo y sacó todas las sábanas para lavarlas. La mucama estaría aquí más tarde, pero no podía dejar que vea las manchas de sangre. ¿Cómo demonios haría para sacarlas a tiempo?
Haciendo una pausa a mitad de camino, se preguntó si tenía que informar a las autoridades. No...posiblemente no le creyeran. Él estaba en la cubierta la noche del asesinato. Si bien no tenía motivos, pero... ¿acaso importaría? Ellos querrían simplemente cerrar el caso. Helen no era nadie en especial. El cuchillo ensangrentado sería elemento suficiente para cerrar la investigación.
La sábana manchada con sangre dejó su huella en el lavabo al tomar contacto con el agua. Echó unos chorros de champú, y enjabonó la tela hasta que ya no pudo divisar sus manos entre las pecaminosas burbujas color rojo oscuro. Enjabonar. Enjuagar. Repetir. La mancha de sangre seca adherida se estaba debilitando, pero todavía podía verse una débil aureola rosada.
Dejó la sábana para que se escurriera, recogió la funda y trató de limpiarla lo mejor que pudo. Se puso paranoico pensando que las burbujas coloreadas podían dejar marcas sobre el banco del baño. Sacando todo la ropa de cama del baño, la puso a secar. La preocupación, el temor y la furia estaban grabados en su cara. Después de varias horas de limpieza desesperada, ordenó toda la habitación. ¿Lucía demasiado perfecta ahora?
—Ellos van a atraparte — dijo en su mente la familiar voz femenina que se burlaba de él.
El cuchillo todavía estaba sucio. De alguna manera, la rabia se había ido acumulando en su cuerpo, como una zarpa sobre su espalda. ¿Quién había hecho esto? ¿Quién había sido lo suficientemente perverso como para ponerlo a prueba y tenderle una trampa? La llama de cólera que quemaba en su interior quería intensificarse, hacer justicia. En cambio, Harold intentó sofocarla. Hasta que no se liberara de la evidencia, no estaba a salvo de una persecución.
—Están intentando incriminarte. ¿Qué piensas hacer?
Un pensamiento lo asaltó. Podía tirar el cuchillo al océano. Nadie lo encontraría. Pertenecería al mar, y se llevaría sus secretos con él. Convencido de que esta era la mejor idea, envolvió el cuchillo en una vieja camisa y lo introdujo dentro de su chaqueta. Verificando que todo en el camarote estuviera perfectamente ordenado, se marchó.
Con la mirada fija en el suelo, salió al exterior. Ya había caído la noche y la oscuridad lo envolvió. Era una noche perfecta para arrojar el cuchillo. Estaba solo en la cubierta y, de pronto, se vio abrumado por un terrible y familiar recuerdo: la noche de la muerte de Helen. Y aquí estaba, con el cuchillo que probablemente la había matado. Blancas columnas de vapor escaparon de sus labios resecos.
Había olvidado colocarse los guantes y su mano resbaló fuertemente al intentar aferrarse de la baranda del barco. Los fuertes vientos le lastimaban la cara. Con los ojos entrecerrados, atisbó la negra masa de agua. Nadie tenía que saberlo.
Buscando dentro de su chaqueta, sacó el cuchillo ensangrentado. Lo sostuvo con firmeza sobre la baranda. Algo parecía reprimir su deseo de arrojarlo de inmediato. ¿Era demasiado tarde para dirigirse a las autoridades y entregarles esta evidencia? Sí, lo era. Ya había limpiado la mayor parte de las pruebas.
—Rápido — lo apuraba la voz en su interior. Las lágrimas se le secaron en el costado del ojo, porque el viento ni siquiera les daba oportunidad para deslizarse por su mejilla.
—Lo siento — dijo, como disculpándose con Helen. Sabía que estaba colaborando para que el asesino se saliera con la suya.
—¿Señor? — dijo una mujer. Estaba lejos, pero lo suficientemente cerca como para que Harold temiera por su vida.
Sobresaltado ante el sonido de su voz, el cuchillo se le resbaló de la mano. Harold nunca escuchó el plop final cuando tocó el agua. Había estado demasiado preocupado por la mujer en la cubierta. Como un diente afilado, puede que el cuchillo mordiera el costado del barco. Puede que todavía estuviera sediento de sangre.