13

Bermellón Brillante

Domingo al mediodía

La piel alrededor de una de las uñas de Benjamin se partió; se la había mordido demasiado. Retiró el dedo de la boca y continuó organizando los cubiertos.

¿Por qué se había involucrado con Sylvia? Si bien continuaba diciéndose que no había manera de que Sylvia hubiera matado a Helen, no estaba del todo seguro. Esta duda estaba destrozando la poca compostura que le quedaba. Su conciencia se estaba desmoronando sobre él como una tonelada de ladrillos.

Fuere o no fuere lo más inteligente de hacer, Benjamin tenía que contárselo a alguien. El secreto en su interior amenazaba con explotar. Temía reaccionar mal durante el trabajo. Era la hora del almuerzo, y esperaba que el señor Jones tuviera sus comidas normales en la cafetería compartida. Benjamin no estaba del todo seguro sobre cuánta información deseaba contar, pero tenía que liberarse de algo. Lo único que lo mantenía medianamente tranquilo era que el crucero finalizaba oficialmente el martes a la mañana. Una vez que se bajara del barco, no quería escuchar hablar nuevamente sobre la muerte de Helen.

—A ver, idiota — Mary le sacó la mano de la boca. Benjamin no se había dado cuenta de que se estaba comiendo las uñas nuevamente.

—¿No has desayunado acaso?

Benjamin intentó sonreír: —Sí, sí, ya desayuné. Es sólo un mal hábito.

—Es algo asqueroso— le dijo Mary, apretándole el brazo para tranquilizarlo. —Continúa trabajando.

Benjamin se ofreció para oficiar de mozo y Gary aceptó con un gruñido. Según lo previsto, el señor Jones se presentó a la 1 en punto. El estrés burbujeaba en su estómago como un ácido efervescente. Se acercó para tomar el pedido.

—Un fillet mignon, por favor — dijo el señor Jones frotándose rabiosamente las sienes. — Rápido.

Benjamin sabía que era ahora o nunca. —Este... señor Jones, ¿puedo hablar con usted sobre... Helen Gardener?

El señor Jones lo miró con ojos febriles. Un ejército de pelos había comenzado a crecer alrededor de sus mejillas, y su escaso bigote ahora estaba camuflado. El hombre bien acicalado con quien Benjamin había hablado ayer, había comenzado a desintegrarse.

— Habla, niño.

Conteniendo la respiración, Benjamin se esforzó para hablar. —Creo haber escuchado a una mujer.

—¿Una mujer?

El señor Jones había apoyado ambos brazos sobre la mesa y lo escuchaba atentamente, deteniéndose en cada palabra.

—No tengo todo el día para perder. ¿No me habías dicho que no estabas en la cubierta?

Benjamin respiró profundamente repetidas veces.

—Estaba...estaba en la cubierta porque quería tomar un poco aire fresco. Sólo estuve allí un minuto pero fue suficiente. Escuché que una mujer hablaba. O discutía —se percibía que no estaba bien. Me estaba marchando cuando escuché el grito. Temí que mi jefe descubriera que estaba en la cubierta durante mi descanso.

El ojo del señor Jones se contrajo.

—¿Por qué me lo dices ahora?

—Tenía que hacerlo. Si es útil para atrapar al asesino, tenía que hacerlo. No sé por qué demoré tanto tiempo. Tenía miedo.

Benjamin advirtió que había estado apretando la servilleta de tela. Rápidamente, la soltó.

—Tráeme el almuerzo — exigió el señor Jones con expresión contrariada.

Benjamin asintió enérgicamente.

—Espera — agregó el señor Jones, llevándose el vaso de vino blanco a los labios enjutos —¿Reconociste a la mujer?

Sylvia. Sylvia. Sylvia. —No — dijo Benjamin con voz ronca.

*

Domingo al mediodía

La horquilla se deslizó dentro de la cerradura y, como un cirujano, Sylvia comenzó a explorar. Se escuchó un alentador clic, y la puerta se abrió. Colocándose nuevamente la horquilla en el cabello, Sylvia entró silenciosamente en el camarote de Jacobus. Cuando la idea de entrar se le cruzó por la mente por primera vez, la rechazó. Pero continuó acechándola hasta que se encontró haciendo repiquetear el pestillo de la puerta. Quería recuperar las joyas. Eran suyas. ¿Qué derecho tenía Jacobus a tomarlas?

Sylvia sabía que tendría que haber hablado con Markus. Tendría que haberle contado sus dudas y aliarse con él antes de tomar el asunto en sus propias manos. Pero, ¿quién tenía tiempo para ello? Markus estaba siempre ocupado con su trabajo o fumando con sus amigos chauvinistas. Cuando revisó la caja fuerte y descubrió que su collar de tulipanes no estaba, lo primero que pensó fue dirigirse rápidamente al camarote de Jacobus. El collar era suyo por derecho, y era capaz de recuperarlo a la fuerza, si era necesario.

Las puntas de sus dedos se deslizaron por la superficie de un banco, dejando una aureola de polvo en sus guantes blancos. Miró hacia un costado y frunció la nariz al advertir que la cama estaba deshecha. El acre olor a sexo impregnaba el aire. Las sábanas estaban enredadas en formas torcidas. Se sintió incómoda y sintió que se ruborizaba. 

Se apresuró mientras corría los adornos y abría los cajones. Trató de hacer lo mejor posible para dejar todo nuevamente en su lugar, pero el camarote era un lío. Se preguntó si Jacobus llegaría a darse cuenta. No encontró ninguna bolsa de terciopelo. Sus mejillas ya no estaban ruborizadas por la incomodidad sino por la frustración. ¿Adónde las había escondido?

Sylvia se dirigió hacia el otro lado del camarote y encontró su mesa de luz. Inspeccionó los cajones con impaciencia. Un revólver golpeó contra la estructura de madera. Se paralizó.

Su primer pensamiento fue ¿Mató a Helen? La idea era absurda. En primer lugar, Helen había sido apuñalada. Y en segundo lugar, por más irritante que Jacobus fuera, no era un asesino, ¿no? Lentamente, cerró el cajón. No era raro que los hombres tuvieran revólveres, pero ¿por qué llevar uno a un crucero? ¿Tendría alguna razón para temer por su seguridad?

Algo siniestro en su interior hizo que llevara la mano hacia el arma. La sintió fría al tacto, como si la muerte esperara dentro de sus cámaras. ¿Cuán fácil sería desaparecer de este mundo? Ya no tendría que volver a vérselas con Markus nuevamente, con el posible hijo que crecía dentro de ella, o atenerse a las reglas de ningún otro hombre. Sus uñas inmaculadas acariciaron el gatillo; levantó el revólver. Era más pesado de lo que imaginaba. 

La felicidad había sido breve. Benjamin pronto desaparecería. ¿Lo amaba? No. Sí. No lo sabía. Pero sabía que él representaba muchas de las cosas que ella deseaba, cosas que había cambiado por dinero. Cuando el crucero finalizara, y con él su breve romance, ¿qué otras razones tenía para vivir? Su puño se tensó sobre el arma, y se preguntó si el sabor de la muerte sería dulce o amargo.

Cautivada por el mortífero revólver, Sylvia no podía moverse. Estaba paralizada y sorprendida por la belleza del arma. Luchó contra el impulso de apretar el gatillo. Los ecos de una riña desde el pasillo, la llenaron de pánico. Dejó el revólver en su lugar y se alejó del cajón. 

Tenía que salir de allí. La búsqueda fue infructuosa. Si Jacobus se había llevado la bolsa, no estaba en ningún lugar obvio. Era muy temerario permanecer aquí, esperando ser atrapada. Temía lo que Markus podía hacer si la encontraba. Apresuradamente, salió el camarote.

Caminando por el pasillo, se secó el sudor de la frente. Un repentino peso cayó sobre sus hombros. Sus zapatos blancos de tacón no pudieron sostenerla y trastabilló. Unos fuertes brazos la sujetaron con firmeza. Jacobus.

—No estará acechándome, ¿no? — le dijo en holandés antes de echarse a reír.

Le dirigió una sonrisa encantadora. ¿Desde cuándo era nuevamente amigable con ella? Sylvia odió reconocer que le gustaba su voz; le encantaba escucharlo hablar en su lengua materna.

—¿Habría alguna razón para ello?

La imagen del revólver que él guardaba en su mesa de luz destelló en su memoria.

Sus ojos azul cielo brillaron.

—Soy una persona terriblemente aburrida. Probablemente es por eso que no tengo una encantadora esposa de mi propiedad.

—Hay otras cosas de las que enamorarse — dijo Sylvia, y se mordió la lengua. Markus era uno de los hombres más aburridos del mundo. Afortunadamente, era rico.

—Bien, no la entretengo más. Estoy seguro de que tiene otros asuntos que atender.

—Oh, sí.

Ella se dio cuenta de que estaban solos y continuó: —No queremos dar lugar a chismes.

Otra sonrisa escapó de sus labios.

—¿Qué?

Él dudó. —Con todo respeto, señora Wrinkler, usted no es mi tipo.

—¿Por qué no? — dejó escapar Sylvia. Y en el momento en que habló, se arrepintió. ¿Por qué tendría que importarle? Cuanto menos le interesara a Jacobus, mejor para ella.

—Bien, por empezar, usted está casada. Y eso es suficiente.

Sylvia frunció los labios. —Buenos días.

—Igualmente para usted, señora.

Cada uno siguió su camino. Cuando Sylvia estaba por doblar la esquina, Jacobus le habló una vez más. Un tono repentinamente serio había reemplazado la ligera charla previa.

—A propósito, señora Wrinkler. La próxima vez recuerde cerrar nuevamente la puerta con llave antes de salir.