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Blanco Hueso
Viernes a la noche
Michael tomó a su esposa del brazo mientras se dirigían hacia los Phillips. El señor y la señora Phillips eran los extravagantemente acaudalados anfitriones de este crucero y dueños de numerosos bancos en Europa y América. La gente se había congregado alrededor de los Phillips durante la mayor parte de la noche, y a Michael se le había hecho difícil saludarlos. Con un cordial carraspeo y algunos empujones llegó hasta la pareja británica y estrechó la mano del señor Phillips y besó a la señora Phillips.
—Mucho gusto — tronó la voz de Michael mientras mostraba su blanca sonrisa. Betty, su esposa, estaba parada modestamente su lado.
Conversaron educadamente sobre el slang británico, sobre lo agradable de este crucero, y sobre las inclemencias del clima británico. Cuando Michael advirtió que el señor Phillips miraba hacia otro lado, siguió su mirada para descubrir que una multitud se había agolpado cerca de las puertas que llevaban a cubierta. Al principio, Michael intentó ignorar el ruido retomando todo su conocimiento sobre cortesías, chistes y sugerencias británicas para involucrarse en una conversación exitosa. Pero entonces, para su consternación, se hizo evidente que algo grave había acontecido afuera.
Las arrugas en los rostros del matrimonio Phillips comenzaron a convertirse en gestos de preocupación. La ansiedad de la multitud reunida los envolvió hasta que terminó por contagiarlos también a ellos. Michael observó cómo un hombre alto se llevaba a los Phillips a un lado y susurraba algo en sus oídos. ¿Qué les estaba diciendo?
El señor Phillips asentía agitadamente. El hombre alto desapareció, posiblemente con órdenes para cumplir.
En pocos minutos, el sonido de las botellas de champagne que se descorchaban y de los pies moviéndose al ritmo de la música llenó el salón nuevamente y se ordenaron más aperitivos.
Michael se recordó a sí mismo que lo que había sucedido no era de su incumbencia. Este es mi momento, y nada lo arruinará. Sintió que tenía otra oportunidad de abalanzarse sobre la anciana pareja. Ya se habían encontrado en otras ocasiones anteriormente, pero ahora quería dar el próximo paso. Esta familia tenía mucho dinero y él quería convertirse en un socio importante dentro de su negocio bancario. Estaba preparado para hacer cualquier cosa para lograrlo.
El señor y la señora Phillips sacudieron la cabeza como respuesta.
—Lo siento mucho, pero tenemos obligaciones que atender.
El señor Phillips continuaba desviando su mirada hacia las puertas que daban al exterior.
Michael apretó los dientes y se despidió de ellos de la forma más agradable y almibarada posible. Una vez que los Phillips se marcharon, con sus frágiles huesos temblando bajo el peso de sus adornadas vestimentas, Michael dejó escapar un gemido de frustración.
—Está bien, querido — insistió Betty, tomándole la mano rígida entre sus cálidas manos. Betty era una mujer de treinta y pico, con las curvas suaves de la maternidad, el cabello corto rubio oscuro y boca pequeña.
Irritado, Michael se desprendió de ella. No quería su lástima. Los ojos de su esposa brillaron ante su brusca respuesta. Para evitar una escena, Michael le tomó la mano y se la besó, rozándole la piel con sus labios.
—Tienes razón, pronto haremos otro intento — respondió antes de indicarle que fuera a buscar unas bebidas. Cuando su esposa se hubo alejado, advirtió la presencia de una joven mujer y le guiñó el ojo.
*
Patricia atravesó las puertas y se internó en el frío de la noche. Algunos de sus compañeros de fiesta la siguieron. Todos ellos, Patricia inclusive, intentaban desesperadamente encender un cigarrillo en la noche ventosa.
Una mujer gritó. Patricia perdió la sensibilidad en los dedos y dejó caer el cigarrillo apagado. La adrenalina comenzó a fluir por su cuerpo. Estaba lista para echarse a correr, para huir de la escena. Sin embargo, no lo hizo. Decidida, se mantuvo en su lugar pese a escuchar que la mayoría de sus amigos comenzaba a alejarse.
Paso a paso, Patricia comenzó a buscar por la cubierta. La oscuridad era densa, y tuvo la sensación de que la noche se la tragaba entera. Su respiración se agitó. ¿Y si el responsable andaba por los alrededores? ¿Sus gritos acompañarían los alaridos de la otra mujer? Quizás no se tratara de un criminal. Quizás era una falsa alarma.
Vio una forma entre las sombras y se le paralizó el corazón. Había una mujer tendida en el piso, inmóvil. Patricia se acercó a ella, intentando levantarla. Un agujero, como un ojo, que la miraba fijamente, estaba alojado en el otrora brillante vestido de la mujer. Un cuchillo sobresalía de la herida. La conmoción adormeció los labios de Patricia.
—¿Helen? — murmuró Patricia, con lágrimas en los ojos.
—El hombre...apareció de la nada... — dijo Helen, respirando profundamente.
—¿Qué hombre?
Patricia tomó a Helen por el hombro y comenzó a sacudirla suavemente. Los ojos de Helen ya no lograban enfocar su cara, y sus miembros comenzaban a debilitarse. Había demasiada sangre en su vestido.
—No, no, quédate conmigo. Quédate conmigo, Helen.
Cuando comprendió que Helen estaba muriendo en sus brazos, se sintió abatida y comenzó a gritar. Patricia gritó pidiendo ayuda, por razones de seguridad y para que alguien la salvara.
*
Rápidamente, el doctor Rodrigo Gorrin se colocó un par de guantes esterilizados. Los murmullos de incertidumbre perturbaban la armonía de la noche. Poco después, uno de los mensajeros del señor Phillips le ordenaba que se preparara para otro pasajero herido.
Rodrigo era un médico confiable. Había salvado a la señora Phillips de una fiebre que casi le quitara la vida años atrás mientras viajaba por España. Fue a través de este acto de generosidad, entre otros, que Rodrigo se había ganado el viaje a bordo de este magnífico barco.
La puerta se abrió, y tres hombres fornidos trajeron una joven mujer que parecía tan frágil como una muñeca. Si bien en su boca había una mueca de agonía, estaba en silencio. La puñalada en su estómago era peor de lo que había anticipado. La colocaron sobre la mesa y Rodrigo colocó una delgada almohada bajo su cabeza. El brillante vestido color miel que llevaba puesto indicaba que había sido una de las artistas en escena.
—¿Cómo se llama? — preguntó Rodrigo con su profundo acento español.
—Helen Gardener — respondió uno de los tres hombres, rascándose la cabeza calva.
—Era una de las bailarinas.
Rodrigo se sintió incómodo atendiendo su herida mientras los musculosos hombres permanecían mirando fijamente el cuerpo indefenso de la mujer. No sabía si podía pedirles que se retiraran, dudando hasta dónde alcanzaba su autoridad en ausencia del señor Phillips.
La puñalada era profunda, y la sangre impregnaba sus guantes. La cara de Helen estaba fantasmalmente blanca; había perdido demasiada sangre y no estaba seguro de poder ayudarla.
Levantó la vista hacia los hombres que la habían traído. Se sentía demasiado intimidado como para pedirles que lo dejaran a solas. Tomando la brillante tela del vestido entre sus dedos, la rasgó para exponer la herida. Inmediatamente, Rodrigo presionó sobre ella. Si quería que sobreviviera, tenía que detener la hemorragia.
—Helen, ¿puedes oírme? — preguntó Rodrigo. Sus ojos estaban vidriosos por el miedo. No obtuvo respuesta.
—Helen, quédate con nosotros.
Rodrigo comenzó a coser la herida y finalmente la vendó. Controló su pulso. Los marchitos ojos de la mujer indicaban un cadáver, un envase vacío. Aun así, Rodrigo respiró aliviado momentáneamente.
—Todavía tiene pulso — dijo, para tranquilizar a los custodios, aunque éstos no se mostraban demasiado preocupados.
Rodrigo tomó una frazada e intentó mantenerla abrigada y cómoda. Si tan sólo pudiera alentarla a hablar, podría contarle lo que había sucedido. No le cabía a él investigar lo sucedido pero su conciencia se lo demandada. Esta mujer merecía que su atacante fuera arrestado.
El señor Phillips ingresó en la habitación con decidida autoridad. Rodrigo se sobresaltó cuando se dio vuelta y lo vio. El frágil anciano empuñaba su bastón firmemente, y tenía los labios fruncidos.
—¿Se pondrá bien? — preguntó el señor Phillips.
—No lo sé, ha perdido mucha sangre. Es muy probable que la perdamos.
El señor Phillips inclinó la cabeza.
—¿Quién pudo cometer semejante acto? — preguntó Rodrigo, mirando nuevamente a la pálida mujer. El señor Phillips sacudió la cabeza.
—No lo sé. Nadie vio a ningún hombre cerca de ella cuando comenzó a gritar.
—¿Están buscando el cuchillo? ¿El hombre? Alguien debe haber visto algo.
—Veré que se ocupen de ello.
El señor Phillips palmeó el hombro de Rodrigo en forma tranquilizadora. Presionó suavemente su bastón contra el piso como si estuviera perdido en sus pensamientos y luego se marchó de la habitación. Los custodios lo siguieron; Rodrigo quedó a solas con Helen.
Rodrigo controló su pulso nuevamente. Por un momento pensó que estaba muerta pero luego lo sintió latir bajo sus dedos. Era más débil ahora.
—Helen, ¿puedes oírme?
No obtuvo respuesta.
Fiebres, embarazos, sarpullidos, alergias y huesos rotos, todas eran enfermedades comunes, y él sabía cómo mejor tratar cada una de estas condiciones. No había más nada que hacer, excepto esperar. La ansiedad lo estaba carcomiendo.
Los párpados de Helen se despegaron para revelar una mirada acuosa y vacía.
—¿Qué sucedió?
Rodrigo no pudo evitar hacerle esta pregunta. La culpa se instaló poco después. Los ojos color avellana de Helen brillaron y una lágrima corrió por sus mejillas. Sus labios se separaron.
—Ella... — susurró.
Rodrigo esperó que terminara la frase pero las palabras no surgieron de su boca. Colocó los dedos en su cuello; ya no había pulso, y sus ojos estaban dilatados.
Los hombres fornidos regresaron a la habitación. Rodrigo apretó el puño y se dio vuelta hacia ellos.
—¿Qué dijo el señor Phillips?
Con la punta de los dedos, cerró los párpados de Helen. Rezó una plegaria en silencio por su alma.
—Que la salves, y que te pagará para que cierres el pico — dijo el hombre calvo.
—¿Y si ya estuviera muerta?
La lágrima en su mejilla ya se había secado. Los recuerdos de lo que había sucedido ya estaban perdidos para siempre.
—Que la arrojemos por la borda.
Abatido, Rodrigo se dio vuelta para enfrentar al hombre mientras con su brazo intentaba proteger el cuerpo de Helen. Los hombres se rieron entre dientes.
—Yo no haría eso si estuviera en tu lugar; no olvides que él también tiene tu dinero.
¿Acaso el señor Phillips pensaba que podía ser sobornado para quedarse callado?
—No quiero su dinero — dijo Rodrigo moviendo la cabeza. — Esto no es lo que yo....no es lo que hago... yo...
El hombre calvo avanzó hacia él, prácticamente respirándole en la nuca.
—¿Valoras tu vida?
Rodrigo tragó saliva. ¿Qué podía hacer? Tenía un hogar y una familia que lo esperaban. No podía arriesgar su vida por ella cuando su familia dependía de él.
—Sí.
Uno de los matones fue hasta Helen y la alzó en sus brazos.
—Bien, ahora apártate de nuestro camino, doctor. Ella desea tomar un baño.