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Rosado Escarcha
Viernes a la noche
Michael jugueteó con su cinturón y acomodó la camisa dentro de sus pantalones. La mujer se subió la ropa interior y giró para mirarlo con las mejillas arrebatadas. —¿Te gustó eso, cariño?
Ella fingió una sonrisa de satisfacción, pero Michael podía jurar que quería más. No era sexo lo que ella deseaba. Era la misma mirada que veía en su esposa todos los días.
El polvo que se elevaba de los sucios estantes en el interior del armario estaba comenzando a sofocarlo. Encontró a la mujer después de su fallido intento por caerle bien a los Phillips. Llevaba el cuerpo ceñido por unas ondas de volados dorados. Un maquillaje blanco gélido le cubría la cara. La falta de pasión y la culpa inevitable le hicieron advertir las arrugas en sus ojos. Ella era mayor de lo que sospechó al principio.
—Gracias, encanto.
Él le dio un beso ligero. Después, con sus palmas sudorosas, masajeó las colinas de sus senos antes de deslizar el dinero entre ellos.
—Nos veremos en otro momento.
Sin vacilar, se dirigió hacia la puerta y salió del sórdido armario.
El aire que ventilaba los corredores purificó sus vías respiratorias. Michael tosió. Maldijo la elección de la bailarina. Estaba seguro de que el polvo que había inhalado lo tendría tosiendo durante unos cuantos días. Se palmeó el pecho con la palma de la mano. Sus años de fumador empedernido estaban comenzando a pasarle factura.
Los sonidos amortiguados de la fiesta que llegaba a su fin llegaron a sus oídos. No le vio sentido regresar al desfile de intercambios superficiales. Si bien Michael odiaba ese ambiente, también se involucraba en él con frecuencia. Todo este crucero de siete noches organizado por los Phillips, viajando desde Gran Bretaña hasta Norteamérica, consistía en darse un gusto de entretenimiento y placer. Era la manera de jugar el juego. Quería asociarse a los negocios bancarios del señor Phillips. Con un poco de suerte, este hombre que no había tenido hijos, confiaría todo el futuro de sus negocios en los hombros de Michael y su bien establecida familia.
Cuando el señor y la señora Phillips dejaron la fiesta, pensó que ya no era necesario permanecer allí y hablar distraídamente con el resto de la gente. La anciana pareja haría alguna aparición espontánea y en unos minutos más habría desaparecido nuevamente. Entre los invitados comenzó a circular el rumor sobre un ataque a una de las bailarinas. Si esto era verdad, entonces sería necesario que ellos se ocuparan del asunto y su propuesta tendría que esperar.
Mañana tendría que hacer un gran trabajo si quería pertenecer a la prestigiosa familia Phillips. Esta noche había sufrido un revés. No había pasado la última década trabajando como uno de los principales gerentes bancarios para nada. Tendría que asegurar su bien merecida posición.
Michael se dirigió directamente al camarote que ocupaba con su esposa. Los corredores de la primera clase estaban alfombrados en un llamativo color azul zafiro y de las paredes pendían unos candelabros antiguos. La titilante luz le nubló la vista. Sentía la pesadez del alcohol en su cabeza y le dolían los ojos. Golpeó en la puerta de su cuarto.
La puerta se abrió. Michael entrecerró los ojos. Betty estaba oculta tras los abundantes pliegues de su bata de noche. Su expresión denotaba preocupación, y su frágil mano lo sujetó con una fuerza inesperada. Lo empujó hacia adentro y cerró la puerta.
La oscuridad inundaba la habitación. No podía divisar la cama que estaba a sólo dos metros de distancia, pero podía sentir el firme puño de Betty en su cintura.
—¿Dónde has estado? — siseó Betty.
Michael tosió ruidosamente. —En la fiesta.
Asustada, Betty le indicó que se callara.
—¿Qué sucede?
La boca de Betty se abrió y se cerró como si fuera un pez.
—No sé en qué te has metido, Michael — dijo Betty. Su tono lo preocupó.
— El señor Phillips estuvo aquí.
—Esa sí que es una espléndida noticia. ¿Le contaste sobre mi...?
Betty se apresuró a taparle la boca con su mano.
—No hables tan fuerte.
Ella se inclinó hacia él y le susurró: —No son buenas noticias. Te estaba buscando, a ti, y estaba como loco. Más que loco. Estaba furioso.
*
Sábado a la mañana
El efecto de la luz pintaba unas tonalidades caramelizadas, rojo y naranja, sobre el pálido rostro de Sylvia. Las frazadas la sofocaban, y el calor de las sábanas la hacía sentir claustrofóbica. A su lado, Markus roncaba. Cuando quiso abrir los ojos, la máscara de pestañas amenazó con quedarse adherida a sus párpados durante todo el día. Como una pluma, se deslizó fuera de las pesadas frazadas y se dirigió al baño en puntas de pie. La puerta emitió un chillido, y Markus se movió. Sylvia se mordió el labio cuando intentó pasar entre la puerta y la pared tan silenciosamente como pudo. No quería despertarlo. Quería estar a solas por un par de horas más.
Con unos toquecitos, Sylvia untó sus enmarañados párpados, negros como el hollín, y se lavó la cara hasta quitar por completo todo resto de maquillaje. Su piel estaba rosada y tenía los párpados mojados, y de pronto una imagen de unas gotas de rocío sobre pétalos rosados le vino a la mente. Los recuerdos de los gélidos vientos holandeses y de los tulipanes recién cortados... Su familia había sido propietaria de campos donde se cultivaban tulipanes de todos los colores posibles. Extrañaba correr libremente por aquellos prados con los colores del arco iris con su hermano y su hermana a su lado. Su cara a menudo estaba húmeda por el sudor y con las mejillas rosadas por aquellas correrías.
—Moeder, ha salido el sol. ¿Podemos hablar más tarde?
La mano de Sylvia descansaba sobre el cerrojo. No hacía más que mirar por la ventana hacia los campos de tulipanes multicolores.
—No es momento para juegos. Tenemos que empacar ahora — respondió su madre, tomándola del hombro con sus pálidos y delgados dedos.
—¿Empacar?
Su madre la empujó con fuerza hacia atrás y cerró la puerta.
Sylvia se masajeó el hombro y miró a su madre con desconfianza. Ella siempre había sido la persona más tranquila de la familia. Era la roca en quien todos se apoyaban.
—¿Adónde nos vamos?
El corazón de Sylvia se aceleró. ¿Todo esto tendría que ver con las reuniones que sus padres habían estado manteniendo con extraños? ¿Tendría algo que ver con los judíos sobre quienes la gente hablaba en la escuela?
Su madre se dio vuelta y la abrazó fuertemente. Susurrando entre sus cabellos, le dijo: —Hicimos lo mejor que pudimos para mantenerlos a todos a salvo. Ahora, ve y empaca tus cosas.
Liberada del abrazo, Sylvia dio un paso hacia atrás. Su madre sacó una valija con costosas joyas de la familia y dinero. Los ojos de Sylvia se agrandaron. Ella nunca había visto tanta riqueza en un solo lugar.
Su madre la miró fijamente. —Te dije que empaques tus cosas.
—¿Vamos a llevar eso con nosotros?— preguntó Sylvia indicando hacia la valija con la cabeza.
—Sólo un poco. Tu padre ha vendido casi todo lo que tenemos para poder llegar a América.
Cuando su madre pronunció la palabra América, un país tan lejos de su amada Holanda, la realidad de la situación cayó sobre Sylvia. Los ojos comenzaron a arderle ante la idea de que su familia se encontraba en peligro.
—¿Estaremos bien? — susurró.
—Tu padre está haciendo todo lo posible para mantenernos libres.
Los ojos de su madre brillaron. — Ahora, haz lo que te corresponde; empaca. Y haz que tus hermanos hagan lo mismo.
El recuerdo de sus padres le sobrecogió el corazón. Su madre los había mantenido cuerdos. Y su padre estuvo a punto de vender un brazo y una pierna para garantizar que su familia estuviera a salvo.
Ella era una europea afortunada...la habían protegido de la mayoría de los horrores durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Una vez que pasó lo peor, regresaron a su tierra. Como una rama de su familia era alemana —sus abuelos maternos— no acarreaba el mismo odio por los alemanes como muchos otros holandeses. Al cumplir los veinte años, incluso se había casado con un alemán.
El baño apestaba al sudor de Mark, y Sylvia detectó la ropa interior de su marido desparramada por el piso. Su nariz dio un respingo de disgusto. Su reflejo en el espejo le llamó nuevamente la atención. ¿En esto querías convertirte? ¿Era esta la vida que deseabas?
Sylvia no pudo responderle a la mujer en el espejo, a la mujer que hacía alusión a quien fuera una vez. Incapaz de soportar su propio escrutinio o enfrentar el vacío que sentía en su interior, apartó la cara del espejo.
Silenciosamente, tomó uno de sus muchos vestidos de diseñador del vestidor. Observando en el interior de su guardarropa, recordó por qué había elegido esta vida. Tenía vestidos de todos los colores, materiales y estilos. Un elaborado joyero grabado contenía innumerables anillos, collares y aros. Su colección habría puesto en un aprieto la valija de joyas de su madre. Su marido la llevaba a grandes fiestas y cenas elegantes. Nunca tendría que trabajar un solo día de su vida. Esta era la vida que llevaba, una vida de ricos. ¿Cómo era que no podía ser la vida que siempre había deseado?
Se dio una ducha, se maquilló y se colocó el vestido. Cuando Sylvia salió del baño, el vapor se metió en la habitación. Markus bostezó ruidosamente. El ruido del agua de la ducha no lo había despertado sino profundizado su estado de sueño.
Sylvia tomó las llaves del camarote y se aventuró directamente hacia los salones del comedor.
No había nadie más excepto ella y la tripulación de cocina a esta hora. Llegó hasta la barra y un mozo adolescente la atendió. No tendría más de diecinueve años, sólo unos años menos que ella. Tenía una piel impecable color chocolate oscuro y en su frente brillaban unas gotas de sudor producto del arduo trabajo.
—Buenos días, señora. ¿En qué puedo ayudarla?
Una voz profunda y aterciopelada salió de sus labios. Su acento no era del todo británico; por debajo de su pronunciación se revelaban unos toques exóticos.
—Quisiera un vaso de jugo de naranjas y dos tostadas.
—¿Con qué va a acompañar las tostadas?
El joven tomó nota de su pedido, pero sus ojos la miraron de soslayo. Ella sonrió suavemente.
—¿Manteca?
—Oh, no.
Ella intentó evitar sonreír de oreja a oreja infantilmente.
—¿Tienen chocolate? Un poco de crema de chocolate sería delicioso.
Los ojos del joven se posaron brevemente sobre ella.
—Sí tenemos, señora.
—Muchas gracias.
Ella se humedeció los labios. Este joven ya la había atendido en muchas oportunidades con anterioridad, y su atención había sido encantadora. En una de esas ocasiones, se había enterado de su nombre: Benjamin.
—Tomaré asiento en la sección A. Envía la factura al camarote 5.
Sylvia se alejó de la barra y luchó por no mirar hacia atrás. Una vez afuera, encontró una cómoda silla reclinable en la cubierta superior. El viento seco agitó su vestido de encaje cuando se recostó sobre los almohadones.
La débil luz comenzó a elevarse firmemente sobre el horizonte. Estaba amaneciendo y Sylvia se sumergió en los cambiantes colores del alba que iban del rojo herrumbre al amarillo abrasador. No había nubes en el cielo. Tomó una profunda bocanada de aire puro y cerró los ojos.
—Señora— escuchó decir en una voz familiar.
—Puedes llamarme Sylvia.
Se levantó mientras el joven colocaba la bandeja del desayuno sobre la pequeña mesa que estaba a su lado. La expresión de Sylvia se suavizó en una sonrisa.
La mirada de Benjamín se cubrió de inocencia. Parado bajo el brillo dorado del amanecer, no parecía tan joven. Parecía un hombre fuerte.
Sylvia refrenó el impulso de pedirle que se sentara a su lado, que le hiciera un masaje en los hombros o que le contara una historia. La inocencia de este joven siempre la había cautivado. Sus tímidas miradas y asustadizos gestos la inquietaban. Markus era un hombre viejo, fofo y obtuso. Sin previo aviso, siempre sacaría provecho de cualquiera de las partes de su cuerpo, y tan violentamente como se le antojara. Mientras lo miraba fijamente, Benjamin apartó la vista y se rascó la nuca. Ella observó cómo sus músculos se tensaban y sintió que se ruborizaba. Cada vez que se las arreglaba para atraer su mirada, el desviaba la vista. ¿Estaba nervioso?
—Yo...yo debo regresar a mi trabajo. Lo siento, señora Wrinkler.
—Sylvia— lo corrigió ella. Sus ojos buscaron los del joven sin resultado.
—Sylvia— pronunció Benjamin con una humilde sonrisa. Sylvia deseaba escuchar su nombre pronunciado nuevamente por sus labios, pero no se atrevió a pedírselo.
—Toma tu propina— dijo Sylvia, deslizando veinte libras en su callosa mano. El joven bajó la vista hacia la propina.
—Señora Sylvia. Por favor, esto es demasiado.
La mano de Sylvia se cerró sobre su mano.
—Tienes trabajo que hacer, Benjamin, ¿no es así?
Sylvia le guiñó un ojo y liberó su mano. No era la primera vez que la daba una propina generosa.
—Usted es demasiado buena.
Sylvia se recostó nuevamente en la silla con su vaso de jugo de naranja y bebió un sorbo. El sonido de los pasos que se alejaban la hizo girar la cabeza, dándole una oportunidad de mirarlo hasta que desapareció de su vista.
A menudo llamaba la atención de otros hombres, y solía flirtear con ellos descaradamente. Sin embargo, con Benjamin era diferente. Los hombres con quienes coqueteaba eran generalmente arrogantes, pertenecían a la clase alta y apestaban a superioridad. Sylvia estaba fascinada por la voz, la inocencia y la piel de Benjamin. Él representaba la inocencia que ella había negociado por riquezas.
—Benjamin — susurró, bajo el sol naciente.
*
Harold se pasó la lengua pastosa por los dientes. Estaba sediento. A medida que recobraba el sentido, la habitación comenzaba a delinearse. Estaba solo. Lo habían colocado en un pequeño camarote con una cómoda cama y empapelado color crema. Intentó recordar lo que había pasado. Recordó la caída, pero nada más.
Cuando intentó levantarse, un punzante dolor lo paralizó. Nuevamente se le nubló la visión. Levantar la cabeza era como levantar una bolsa con piedras. Movió los dedos — estaban bien. Movió los dedos del pie — también estaban bien. Dobló la rodilla y sintió un doloroso pellizco. Seguramente tenía un feo hematoma como producto de su caída en la cubierta.
La puerta se abrió con un crujido. Un hombre de mediana edad entró; vestía una bata blanca. Las fofas mejillas tenían marcas de acné, probablemente de su lejana adolescencia. Debía ser el médico que le había salvado la vida. La memoria de Harold estaba borrosa mientras trataba de juntar los elementos dispersos.
—¿Se siente mejor, señor Richards?
Algo estaba faltando, pero Harold no podía identificarlo.
—Soy yo... el doctor Orwell.
—Usted...salvó mi vida— balbuceó Harold. El médico ignoró sus palabras con un ademán de la mano.
—Tiene una conmoción producto de su caída. El daño no fue tan grave como pronostiqué al principio. Había mucha sangre pero parece que usted se está recobrando más rápido de lo habitual — le dijo, mientras lo auscultaba con sus instrumentos y tomaba nota. Apuntó una linterna hacia uno de los ojos de Harold, cuya brillante luz lo cegó momentáneamente. También controló el vendaje de la cabeza.
—No hay nuevas pérdidas de sangre. Ni infección. ¿Cómo se siente, señor Richards?
Harold miró fijamente al doctor, con la mente en blanco. Intentó comprender todo lo que le había dicho, pero no lograba concentrarse. No deseaba parecer un tonto, si es que el médico no lo pensaba ya...Si hubieras mirado por donde caminabas, no estarías aquí, pedazo de tonto.
—¿Señor? ¿Me está escuchando?
—Lo siento, sí, sí, lo escucho. Mi cabeza está un tanto confusa. Mis pensamientos...Gracias, me siento mejor. Pero mi cabeza...está tan pesada...me duele.
Harold decidió no mencionar su magullado trasero porque el médico no podía hacer nada por ello. Era un dolor que sólo el tiempo podría aliviar. ¿No era esa la droga mágica para todos los sufrimientos? ¿El tiempo?
—Son los síntomas esperados. ¿Pudo ver algo fuera de lo común?
Harold hurgó en su mente para tratar de recordar algo, pero no pudo.
—Estaba asustado, supongo, igual que todos.
—¿Ha estado tomando su medicina?
—¿Para la vista? Sí, religiosamente.
—Okay...
El médico se quedó mirándolo reflexivamente.
—No lo retendremos aquí mucho tiempo más. Lo más probable es que esta tarde le demos el alta— dijo el doctor Orwell haciendo un gesto para marcharse.
El miedo se apoderó de su corazón. No quería quedarse solo.
—Uh... — intentó decir Harold
El doctor Orwell ya estaba parado junto a la puerta pero se dio vuelta hacia Harold.
—¿Dijo algo señor Richards?
Ante el temor de sonar débil por desear compañía, Harold negó con la cabeza.
*
Las frazadas se habían deslizado hacia el piso. Rodrigo había intentado en vano conciliar el sueño. Pudo dormitar unas pocas y esporádicas horas, pero el resto del tiempo lo pasó dando vueltas en la cama. La visión de la cara pálida y del ensangrentado abdomen de Helen había estado consumiendo su mente en forma permanente.
Rodrigo había sido relevado de su breve función como médico. Para ser totalmente honesto, sentía que ni siquiera había desempeñado su labor como médico sino que, en cambio, habia sido el custodio de un funeral. Nadie, salvo él, había intentado canalizar todos los esfuerzos posibles para la recuperación de Helen.
Si bien se sentía satisfecho por estar fuera de aquella habitación y de regreso en su propio cuarto, Rodrigo estaba irritado. Unos minutos después de que aquellos grandotes se llevaran a Helen, trajeron a un hombre lastimado. Estaba apenas consciente y la cabeza la sangraba profusamente. Se llamaba Harold Richards. Si bien su deber por el cuidado de Harold había terminado, aún se sentía responsable.
Incapaz de soportar estar solo en su camarote, salió a dar una vuelta por el barco. El aire exterior le hizo arder la cara, aunque fue bienvenido. Había menos personas de lo que esperaba. Después de la fiesta de anoche con canilla libre de alcohol, debería haber previsto que la mayoría de la gente todavía estaría recuperándose.
Rodrigo se frotó los cansados ojos, esperando que el recuerdo de la joven muerta desapareciera. Cuando volvió a abrirlos, intentó enfocarlos en el océano, pero esto le costó unos minutos. Apenas si podía ver algo, y cuando pudo, no había nada a la vista. Nada, solamente el océano hasta donde era capaz de ver. Estaba solo. Tan pronto como se dio cuenta de ello, retiró las manos de la baranda. Las imágenes de estar prisioneros y enjaulados en este barco cruzaron por su mente.
Todavía mirando hacia el océano, recorrió el oleaje con la vista. ¿Dónde estaba Helen? ¿Se habría hundido o estaría flotando todavía? No estaba en ningún lado. ¿Cuántas personas habrían sido arrojadas al agua en los últimos años? Demasiadas, estaba seguro. ¿Cuántas personas arrojadas por los custodios del señor Phillips? Una pregunta sobre la cual no estaba seguro e indeciso sobre su respuesta.
Después de la noche pasada, no sabía qué pensar sobre el señor Phillips. ¿Era un hombre malvado? Rodrigo lo recordaba como una persona encantadora, amigable y benévola cuando se conocieron por primera vez.
—No veo la hora de recompensarlo por lo que ha hecho por mi esposa — dijo el señor Phillips, estrechando la mano de Rodrigo con firmeza. Su apretón de manos era fuerte.
Con una sonrisa educada, Rodrigo movió la cabeza.
—Hice lo que cualquier persona de bien hubiera hecho.
—No sea tan humilde doctor. No hay tantas personas de bien como usted piensa.
Hurgando en sus bolsillos, el señor Phillips sacó un puñado de monedas.
—Por favor, tome esto, y le enviaré más.
—Ya me ha pagado usted los suministros médicos y mis honorarios. Esto es mucho más de lo que puedo cobrarle.
—Yo no soy un cliente común, doctor Gorrin — dijo el anciano. Sus ojos brillaron mientras se inclinaba sobre su bastón.
—¿No tiene hijos que mantener? He oído decir que educarlos es muy caro.
—Ya hemos abonado la matrícula de mi hijo para la escuela de leyes.
—Pero también tiene una hija.
—¿Tomaría un No como respuesta?— dijo Rodrigo sonriendo.
El señor Phillips sacudió la cabeza.
—Si usted tuviera tanto dinero como yo, seguramente estaría feliz de pagarle un dinero extra al médico que salvó a su esposa. ¿O no es así?
Rodrigo asintió con la cabeza.
—Ella despertará en una hora aproximadamente, pero necesitará muchas horas más de descanso. Debo ir a verla ahora — dijo Rodrigo, introduciendo las manos vacías en su chaqueta.
En el término de una hora, el señor Phillips había sido lo suficientemente generoso como para comprarles pan y carne para la cena familiar. Y dos días después había descubierto que la familia Gorrin había estado luchando para pagar el sueño de su hija de estudiar medicina. No fue hasta después de que los señores Phillips se marcharan de la casa de España que Rodrigo descubrió que lo que aún adeudaba de la matrícula de su hija, había sido pagado en su totalidad.
¿Dónde había quedado aquel hombre? El hombre que se había preocupado tanto por su familia y por la de Rodrigo y que prácticamente lo había obligado a recibir un dinero adicional en mano.
Quizás lo de la noche anterior no había sido un acto de malicia sino el proceder de un astuto hombre de negocios. Nadie continuaría navegando en sus cruceros si se corriera la voz de que viajaban asesinos a bordo. La falta de compasión mostrada por el señor Phillips había desconcertado a Rodrigo, pero en última instancia, él no había apuñalado a Helen. Otra persona la había matado. Ellos eran solamente los idiotas que tenían que limpiar el desorden.
Rodrigo esperaba que encontraran pronto al asesino. Era inquietante pensar que una persona de su calaña podía estar en libertad. ¿Quién era? Rodrigo miró a su izquierda y vio un hombre que estaba mirando el océano, igual que él. ¿Sería el asesino? La ansiedad lo desbordaba.
En un intento por mantener su cordura, decidió visitar las instalaciones médicas para distraer la mente. Sabía que se encontraba de descanso pero quería ver cómo se encontraba Harold. Se había ocupado de él hasta que el doctor Orwell fue llamado. Consciente de que la noche anterior había perdido un paciente, era insoportable pensar que podía perder dos.
Rodrigo se dirigió a las dependencias médicas, pero desconocía cuál era el mejor camino para tomar. Finalmente eligió regresar caminando por la parte posterior del barco. Esto no le molestó. Disfrutó la caminata y la posibilidad de explorar el barco un poco más. Era un laberinto de pasillos interminables y puertas dispersas. La complejidad de su diseño lo asombró.
De pronto, sintió un ruido sordo. Y luego otro. Corrió hasta el lugar de donde provenía el sonido. Dobló por el corredor, en estado de alerta. Los ruidos sordos se hacían cada vez más fuertes y luego, escuchó otro ruido. Alguien estaba llorando...o hablando. O quizás las dos cosas.
Miró a su alrededor para determinar su posición en el barco. No estaba cerca de los camarotes, ni siquiera de los camarotes de la tripulación. Este corredor estaba a sólo tres metros de distancia de las dependencias médicas. Había tres puertas a lo largo del extenso pasillo. Aquí no había un alfombrado elegante y el empapelado se estaba descascarando. Parecía uno de los corredores que llevaba al piso inferior, escaleras abajo, donde el carbón era trasladado en pala dentro de la boca hambrienta y ardiente del barco.
Esperó, con los oídos atentos. Ya no se escuchaba nada más. Deslizó los dedos por las paredes y presionó la cabeza contra ellas. Nada. Había algo que no estaba bien. Indeciso, dio un paso hacia atrás.
¿Podía haberlo imaginado? Todavía se sentía tremendamente cansado. Pero ahí estaba de nuevo. ¿Era el débil sonido de una mujer llorando?
Rodrigo se escabulló del lugar. No se suponía que debía estar aquí. Desde el pasillo pudo divisar a los custodios del señor Phillips. Ellos no lo reconocieron y siguieron caminando. Cuando Rodrigo miró hacia atrás, los vio dirigirse hacia el corredor donde él había estado unos minutos antes. ¿Qué estarían por hacer? No estaba seguro de querer saber la respuesta.