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Cenizas de Rosas

Domingo a la mañana

Los zapatos de tacón alto de Sylvia resonaban en el corredor mientras se dirigía hacia la oficina de Markus. Su cabello estaba formalmente arreglado y lucía un estilizado vestido color azul cielo. Los aros de perlas todavía estaban en su lugar. Nadie hubiera sospechado que apenas media hora atrás, Sylvia se había derrumbado.

El roce de su mano sobre su vientre le produzco un temblor. Tenía un atraso en su ciclo menstrual. ¿Y si estaba embarazada? Mientras se encontrara en este barco, no tenía manera de confirmar si estaba esperando un bebé. Markus había estado deseando un hijo. ¿Era este el momento para probarse a sí misma? ¿Lo deseaba? Las ideas retumbaban en su cabeza. Sabía que no era de Benjamin porque siempre se habían cuidado. Había algo enfermizo en el hecho de saber que el bebé de Markus crecía dentro de su vientre, como un parásito, alimentándose de ella y consumiéndole la energía. Rogó que fuera solamente un atraso; no estaba preparada para ser madre. No sabía si alguna vez lo estaría. 

Se dirigió a la oficina porque quería saber cuánto habían costado las perlas. Esto se había convertido en un hábito para ella: descubrir el precio de sus joyas. A su modo, lo sentía como un pequeño acto de desafío. Él quería que siguiera siendo una mujer ingenua e ignorante en muchas áreas de su vida. Saber el precio de las joyas le daba, al menos, cierto control. 

Cuando Sylvia dobló la esquina, vio que una figura salía de la oficina. Deteniéndose de pronto, se ocultó detrás de la pared y espió. Pudo ver una enrulada cabellera color rubio ceniza. El hombre no era otro que Jacobus van Tiel. La furia se apoderó de su corazón y se desparramó por todos los confines de su cuerpo.

De manera furtiva, Jacobus deslizó una pequeña bolsa de tela en el bolsillo. Mirando rápidamente por encima del hombro, cerró la oficina con llave. Si bien la furia inicial fue injustificada, Sylvia pronto sintió que la furia se propagaba como una herida de bala. 

Normalmente, hubiera hecho lo que se esperaba de ella, mantenerse a un lado de la situación. A pesar de saber lo que debía hacer, Sylvia no podía quedarse allí. No podía permitir que le robaran a su marido, por mucho que lo despreciara. Si a Markus le robaban, era como si se lo hicieran a ella también. Si Markus no podía aumentar sus ganancias, ella ya no podría acumular más joyas.

Un frenesí de mariposas se agitó en su estómago. Bruscamente, Sylvia dio un paso hacia adelante.

—¿Jacobus? — preguntó, intentando sonar natural. —¿Eres tú?

Jacobus giró la cabeza en dirección a ella. Sylvia creyó advertir un dejo de temor en su expresión.

—Oh, lo siento, señora Wrinkler. Me asustó.

—¿Puedo preguntarle por qué estaba en la oficina de mi esposo?

Jacobus no respondió pero, en cambio, sostuvo su mirada con intensidad.

—¿Y yo puedo preguntarle por qué no confía en mí, señora Wrinkler?

Sylvia se obligó a no quebrarse. ¿Por qué no había respondido a su pregunta? En vez de sincerarse, había elegido ser evasivo. ¿Era esto algo para alarmarse?

—No tengo razones para confiar en usted.

—Pero tampoco tiene para no hacerlo.

—¿Por qué está evitando mi pregunta original?

Jacobus se echó a reír y se tocó la barba incipiente.

—Simplemente tengo mis dudas. No sé si puedo confiarle esta información. Después de todo, este es el negocio de Markus. Este no es un lugar para una mujer, aun cuando sea su esposa. 

Un movimiento en sus ojos hizo que Sylvia pensara que la estaba provocando para obtener una reacción de ella. ¿Se estaba apresurando en sus conclusiones? En lugar de fruncir los labios, dejó entrever una coqueta sonrisa. 

—Puedes preguntarle al propio Markus. Te confirmará que tengo pleno acceso a sus negocios.

—¿Es usted feliz, señora Wrinkler?

—¿Perdón? — le retrucó Sylvia.

—Discúlpeme — rogó Jacobus. Había algo genuino en su voz.

—Simplemente me di cuenta de que tenía los ojos enrojecidos.

Sylvia luchó para tragar.

—Quizás su vista le esté fallando.

El silencio era ensordecedor. Jacobus se balanceó de un lado a otro, como ansioso por marcharse.

—Todavía no ha respondido mi pregunta inicial — dijo Sylvia, esperando.

—Markus me pidió que revisara nuevamente los números de las ventas. Anoche tuvimos algunas cuestiones, y él quería asegurarse de que todo quedara resuelto tal como lo dejamos. 

Sylvia se acomodó algunas hebras de cabello detrás de la oreja.

—¿Es eso todo?

—Sí, señora Wrinkler.— Y luego, a toda prisa y mientras se secaba el sudor de la frente, agregó: — Debo marcharme. Su marido me espera.

Sylvia permaneció en su lugar y lo observó alejarse. Excepto por el parpadeo de sus ojos, el resto de su cuerpo estaba inmóvil. Apenas desapareció de su visión, lamentó no haberlo confrontado sobre la bolsa de tela. Jacobus tuvo el temple para cuestionar su autoridad. Debería haber hecho que le tuviera miedo.

Bajo ningún aspecto era posible que Markus le hubiera pedido a Jacobus que sacara algo de la caja fuerte de su oficina. Era tan celoso que incluso tenía reglas estrictas sobre la forma en que ella podía utilizarla. ¿Cómo podría Jacobus saber ya el código? Este hombre que apenas conocía estaba merodeando sobre sus tesoros. No sólo parecía sospechoso; tampoco estaba admitiendo lo que había hecho.

Jacobus apestaba a podrido. Podía imaginarse una nube de moscas acumulándose sobre su cuerpo.

*

Domingo a la mañana

La calidez y la luz cubrían sus cuerpos como si fueran miel. La boca de Harold buscó ávidamente cada pulgada del cuerpo de Nadine. Sus cuerpos se fundieron, y el sonido de sus profundas respiraciones llenó la pequeña y oscura habitación. Harold se detuvo un momento abrazando a Nadine de espaldas contra su pecho, mientras hacían el amor. Ella giró para mirarlo.

—¿Qué pasa mi amor? — susurró.

—No vas a abandonarme nunca, ¿no?— dijo él, rozándole la mejilla con su nariz. Sus dedos recorrieron la curva de su cintura.

Una dulce sonrisa se dibujó en los labios de Nadine: —Eres un tonto. Vamos, hazme el amor — lo apuró, mordiéndole el labio.

Harold besó las deliciosas gotas de sudor que se habían acumulado en su cuello. Sabían a sal. La piel de Nadine estaba tan caliente que le quemó los labios. El amor, la lujuria y la pasión emanaron de ambos. Las oleadas de bienestar, cariño, y placer multiplicaban en miles de veces su deseo por ella. Harold deseó que este momento no terminara nunca.

Mientras sus manos buscaban su vientre, se encontró con algo inesperado. Una substancia pegajosa cubría sus dedos. ¿Qué era eso?

Nadine ya no respondía rítmicamente a sus movimientos; estaba inmóvil. Se acercó para besarle el cuello pero estaba pálido y helado. Se echó hacia atrás sobresaltado y, de pronto, se miró las manos. La sangre oscura se estaba coagulando entre sus dedos. Volvió la mirada hacia Nadine mientras el horror lo aferraba del cuello. Intentó lanzarse sobre su moribunda esposa, pero la fuerza lo tiraba hacia atrás. Nadine yacía inmóvil, mientras la sangre fluía de su cuerpo y se escurría por el suelo como una catarata.

Harold se despertó empapado en un sudor frío.

—Señor Richards— la voz provenía de un tímido doctor Orwell, quien continuó diciéndole que era libre de marcharse.

En vez de estar escuchando al doctor, Harold había estado mirando fijamente su mano, horrorizado. La limpió repetidamente contra las sábanas, esperando que la sangre manchara la tela, pero no había nada en ella.

—¿Señor Richards?

—Estoy bien, gracias por su ayuda, doctor.

Después de que el doctor Orwell se marchara, Harold se quedó tendido en la cama por unos quince minutos. El sueño sobre Nadine lo acosaba, sus siniestros residuos flotaban en el aire. ¿Por qué su mente lo torturaba? Mientras que la mayoría de los hombres les temía a otros hombres o a las bestias grandes y poderosas, Harold deseaba poder estar a salvo de sus propios pensamientos. El mayor verdugo era uno mismo; cada uno de nosotros conocía sus puntos débiles y también cómo destruirlos.

Después de haber vertido unas lágrimas e intentado olvidar el dulce sabor de Nadine, salió de la cama y comenzó a empacar sus cosas. Estaba contento de marcharse, y ya no le dolía la cabeza. Le habían quitado el vendaje y solamente le quedaba una fea costra. Cicatrizaría con el tiempo. Sólo tenía que evitar futuras caídas. Con suerte, también podría olvidar los malos recuerdos sobre Nadine.

Mientras Harold regresaba a su camarote con sus escasas pertenencias, no pudo olvidar el sueño. Él sabía lo que significaba la sangre en el vientre de Nadine. Estaban intentando concebir un hijo. Un aborto espontáneo fatal se había llevado a su dulce amada. La muerte de esta joven mujer, Helen, probablemente había desencadenado los recuerdos de su esposa muerta.

La sangre siempre lo había perseguido desde el día en que Harold encontró a su esposa desangrándose en el piso del baño. Los médicos no pudieron hacer demasiado, sólo esperar. Si él hubiera sabido, nunca hubieran intentado concebir un hijo. Ahora no tenía esposa, ni hijo, ni futuro. Pero era demasiado tarde para alimentar resentimiento por sus elecciones; lo único que podía hacer era mirar hacia adelante, o al menos así se decía a sí mismo. ¿Qué podía posiblemente contener el pasado más que pesar?

Cuando llegó al camarote, ya era cerca del mediodía. Arrojó sus pertenencias en su interior y decidió llamar al servicio de habitaciones. Al acercarse al teléfono para hacer la llamada, notó algo extraño en la cama. Corrió las sábanas y vio unas manchas. Cuando levantó la almohada, su corazón dio un vuelco hacia el fondo del océano.

Un cuchillo ensangrentado le devolvía la mirada.