19
Paraíso Escarlata
Lunes al mediodía
Sylvia se sentía marchita como una pasa de uva...y que ya no tenía más lágrimas. Markus estaba irritado y preguntaba constantemente por el señor Jones y por su caída. Parecía pensar que el señor Jones estaba involucrado en cierta forma. Sylvia intentaba asegurarle que se había tropezado. Después de una seguidilla de discusiones en su defensa, ella comenzó a jugar con la idea del señor Jones como responsable. Sería más fácil achacarle la culpa a él que dejar que su marido registrara el barco en busca del verdadero responsable.
Markus estaba sentado con la espalda encorvada en un rincón de la cama. El médico le había vendado la cabeza mientras estaba dormitando y suministrado algunos calmantes. El daño era superficial, pero el hombre era como un bebé ante el dolor.
Cuando el médico partió, Sylvia advirtió que Markus se había quedado dormido. No podía soportar la vista de la cama donde Benjamin había estado tendido una vez, y se marchó. Con el correr de los días, se fue dando cuenta de que su frágil compostura disminuía paulatinamente. Las grietas estaban comenzando a aparecer.
Una línea despareja y difusa delineaba sus párpados, y sus labios coloreados lucían agrietados como el desierto. Una persona que la cruzó por el corredor se dio vuelta dos veces para mirarla, sorprendida ante esta visión. A fin de cuentas, cualquier otro día se aseguraría de verse impecable antes de dejar la habitación.
Una idea alocada le pasó por la cabeza. Ir hacia la baranda, inclinarse sobre ella y comprobar hasta dónde podía balancearse. Deseaba sentir el ardor del agua salada quemándole en la nariz, saborearla en su lengua. Quizás entonces se sentiría viva. De pronto, mientras apresuraba el paso, se detuvo repentinamente.
Unos sonidos guturales provenían de las instalaciones médicas. Podía sentir como si cientos de ratas estuvieran corriendo detrás de la puerta. Petrificada, se colocó de espaldas contra pared y se quedó mirando fijamente. Nunca nadie le había enseñado a pelear, a ser valiente. Pero los tiempos habían cambiado. Quizás cuando no se tiene una razón para vivir, uno se vuelve temerario y estúpido.
Dio un paso adelante y movió la perilla. La puerta no estaba cerrada. Una investigación más cercana le permitió advertir que la cerradura había sido forzada. Abrió la puerta y escuchó más ruidos. ¿Qué había allí adentro? De pronto, un par de ojos verdes abiertos de par en par surgieron desde la oscuridad de la habitación. Gritando, se tambaleó hacia atrás, contra la pared.
Un hombre de aspecto desgreñado se dirigió a su encuentro. Tenía los ojos muy abiertos, como inundados por el terror. Él también estaba aterrorizado. Era difícil determinar su edad con la barba crecida y la cara manchada con sangre y hollín. Las tonalidades de verde que rodeaban sus ojos parecían arremolinarse y producían un efecto hipnótico. Le brotaba sangre de la mano y ella vio que llevaba un fragmento de vidrio.
Abrió la boca para gritar, pero el miedo la paralizó.
El hombre se escabulló rápidamente por el corredor.
Congelada contra la pared, respiró varias veces. ¿Qué había sucedido? Estaba viva. El hombre no la había lastimado. Pero era evidente que había algo extraño en él. ¿Qué estaba haciendo en ese lugar?
Un destello le llamó la atención desde el interior de la habitación. Se trataba de un panel de vidrio, totalmente destrozado; sus fragmentos estaban desparramados por el piso. Cruzó la habitación en puntas de pie y se dirigió hacia el gabinete de las drogas. El hombre debía de haberlo golpeado. Una voz la apremió para que limpiara todo. Sabía que era la voz de Markus. ¿Qué pensaría de ella como esposa si no poseía el gen del aseo en su cuerpo?
Los fragmentos de vidrio habían captado primero su atención a causa de los brillantes reflejos. Pero lo que realmente la cautivó fueron las píldoras desparramadas entre los fragmentos. Como si fueran miles de personitas gordas y pequeñas apresurándose para llegar a destino en su ciudad de vidrio. ¿Era ella una de esas personas?
Se arrodilló y tomó una de las píldoras entre sus dedos. ¿Cuál era el sentido de seguir a las masas? ¿Qué bienestar se obtenía en esa competencia feroz por dinero, belleza y fama? La sociedad era frágil. ¿Tenía sentido vivir cuando todo se estaba desmoronando?
Al recoger las píldoras, se cortó el dedo con el vidrio y retiró la mano. Se sintió seducida por la mancha de sangre. En cierta forma, el dolor fue una especie de alivio. Después de todo, podía sentir algo. La sangre que se escurría por su palma era real. Era suya. Podía sentirla.
Un pensamiento sombrío le cruzó por la mente. Encontró terreno fértil en su abatido estado mental, hasta rodear con sus espinosos zarcillos cada rincón de su ser.
El sonido de otras pisadas y vidrios rotos la devolvió a la realidad. El doctor Orwell estaba parado a su lado, conmocionado y aterrorizado.
—¿Qué pasó aquí? — preguntó con voz demandante.
Con cierta inseguridad, Sylvia se puso de pie, alegre de haber logrado esconder las píldoras en su bolsillo.
—No lo sé. Salí a tomar un poco de aire fresco y encontré el lugar así. ¿Esto no es responsabilidad suya?
—Señorita, le garantizo, que estoy exactamente donde debo estar. Mi horario regular acaba de comenzar. Son las 10 a.m.
—Bien, lo siento, doctor Orwell, pero no tengo la menor idea de lo que ha pasado. Podría llamar a seguridad. Yo ya me he cortado.
Sylvia se envolvió la mano en su cárdigan, simulando ser una víctima.
—Déjeme atender su herida, Señorita...
—Señora Wrinkler —respondió Sylvia. Mientras esté con vida, pensó con tristeza.
El doctor Orwell condujo a Sylvia hacia su consultorio y allí le desinfectó el dedo cortado. En esos momentos en que estuvieron a solas, Sylvia hubiera querido preguntarle si alguna vez había estado cercano a la muerte. Cómo se sentía morir.
Su mirada se alejó del dedo y se dirigió a las píldoras. Los bichitos blancos también se habían desparramado por el consultorio.
—¿Para qué son? — preguntó inocentemente.
—Aquí tenemos distintos tipos de medicamentos. Sirven para aliviar el dolor, reducir inflamaciones, luchar contra las bacterias e infecciones. Algunos le provocarán sueño y otros harán que se sienta mejor.
—¿Sentirse mejor?
—La mayoría de nuestros medicamentos en este lugar tiene fines medicinales, pero seguramente usted habrá escuchado sobre las drogas que se venden en la calle, Señora Wrinkler. Incluso las drogas medicinales se pueden usar con fines recreativos.
Sylvia asintió.
—Para algunas personas son un paraíso, como estar el país de las maravillas.
—¿Igual que Alicia?
El doctor Orwell sonrió mientras finalizada de vendarle el dedo.
—Sí, como Alicia en el País de las Maravillas.
Las palabras le hacían cosquillas en la punta de la lengua. Quería preguntar más sobre las píldoras, sobre el país de las maravillas al que se refería el doctor Orwell. Pero en vez de forzar su permanencia, se puso de pie y le agradeció por su ayuda.
—Yo también debo retirarme; debo ir a buscar a la gente de seguridad. Limpiar esto me va a llevar todo el día — dijo el doctor Orwell, suspirando.
Sylvia continuaba mirando las habitaciones de las instalaciones médicas. El gabinete roto estaba escasamente iluminado al final de la habitación. Giró para marcharse y advirtió que Jacobus la estaba observando desde el rincón. Irritada, dejó de mirar los fragmentos de vidrio que destellaban como diamantes y las píldoras que brillaban como perlas preciosas.
*
No había manera de que Patricia pudiera permanecer escondida en su camarote. Las horas habían pasado y la hora del almuerzo pronto se les vendría encima. Debería haberse marchado cuando tuvo la oportunidad. Mientras no había conocido a Rodrigo...todo bien, pero la culpa se estaba instalando más rápido de lo que se imaginaba.
Cada vez que estaba por poner un pie en el pasillo, dudaba. Continuaba escuchando las palabras de las mujeres: “El doctor está muerto”.
Era gracioso pensar con qué rapidez uno se puede encariñar con otra persona. Quizás encariñarse era una palabra demasiado fuerte...Patricia no estaba segura sobre qué sentía o dejaba de sentir. Tristeza, remordimiento, culpa, y una gran dosis de enojo. Estaba enojada con ella misma por no haber sido capaz de controlar la situación. ¿Por qué lo había involucrado? ¿Por qué no lo había dejado en la comodidad de su camarote tan pronto como tuvieron un momento libre? Tantos errores tontos que ahora se habían transformado en graves remordimientos.
Patricia no era una santa; sabía eso. Había embaucado a muchas personas, lastimado a unas cuantas más, pero nunca había matado a nadie. Y si bien no había matado en forma directa a Rodrigo, sabía que ella había sido la razón principal de su muerte. Él había sido un médico santo, un hombre que simplemente trataba de ayudar a los demás.
Podía escuchar que dos mujeres venían hablando por el pasillo. Estaban chismoseando sin descaro.
—¿Deberíamos invitarla a almorzar también?
—¿Por qué lo haríamos?
—Podría saber algo sobre el asesinato en el barco. Me aterra saber que hay alguien peligroso que puede estar caminando por estos pasillos en estos momentos.
—No temas, Ruth. De todos modos, ella es una ingenua e ignorante. Incluso con su marido involucrado en el asunto, estoy segura de que ella no sabe más que mi gato.
—Siento pena por ella... todos saben en qué anda su marido.
—Él mira a todas las demás mujeres porque ella es tan... sencilla. Vamos, niña, ponte un poco de labial de vez en cuando.
—Amelia, lo que dices es muy terrible. Creo que tenemos que cruzar por acá...
—Qué lugar tan monótono este...
Patricia escuchó con sumo cuidado. Una vez que el clic—clac de sus zapatos se perdió en el pasillo, salió corriendo con su bolso en el hombro. Abrió una puerta que estaba sin llave y se encontró con muchas escaleras. Se apresuró a subirlas. Cuando se detuvo, advirtió que estaba en el corredor de la segunda clase.
Justo cuando desembocó en el pasillo desierto, escuchó unos pasos que se acercaban. ¿Pertenecerían a Smith y Robinson? Por todo lo que sabía, también podían ser del señor Phillips. Con una carga de adrenalina en el cuerpo, Patricia giró y corrió por el pasillo en dirección opuesta. Iba probando los picaportes de las puertas mientras pasaba. Cerrado. Cerrado. Cerrado.
Llegó a otro pasillo diferente, con puertas nuevas. Intentó con la puerta de la esquina. También estaba cerrada. Había sido estúpido pensar que podía encontrar una puerta abierta. En vez de ello, sacó su ganzúa y comenzó a trabajar en la cerradura. Las pisadas de los hombres se sentían cada vez con mayor intensidad por el pasillo.
—¿Por qué demonios estamos nuevamente en este lugar?
—Cuida tus palabras — dijo Smith, y su obsesionante voz llenó el espacio, — si el señor Phillips quiere que registremos nuevamente el camarote de esta mujer, eso es lo que haremos.
La ganzúa se deslizó de la mano de Patricia y cayó sobre la alfombra. Rezó una plegaria apresurada. Afortunadamente, no hizo ningún ruido. Sin vacilar, comenzó a trabajar nuevamente. De pronto, la puerta se abrió sin oponer mayor resistencia. Patricia se escurrió en su interior y cerró la puerta silenciosamente detrás de ella.
El camarote estaba bien conservado y parecía no haber nadie en su interior. Corrió hacia el placard y encontró ropa de hombre y de mujer en su interior. Descolgó un vestido y comenzó a vestirse. Encontró delineador negro en el baño.
Patricia comenzó a transformar su cara desnuda en una mujer diferente y con un aspecto sorprendentemente dramático. Las mujeres usaban el maquillaje para resaltar sus rasgos. Patricia lo utilizaba para modificarlos, para convertirse en otra persona. Cuando finalizó, se dispuso a partir.
El sonido de una voz femenina detrás de la puerta la puso en conocimiento de que ya era demasiado tarde para escapar. Patricia intentó calmar su corazón que latía salvajemente contra su caja torácica. De un salto se metió en el placard y cerró la puerta.
Del placard de Rodrigo, se había trasladado al placard de unos extraños. Patricia solamente necesitaba permanecer con vida y en libertad hasta la mañana del día siguiente. Cuando la mujer entró al camarote, no estaba segura si iba a poder pasar inadvertida durante tanto tiempo. Conteniendo el aliento, esperó su oportunidad para escapar de allí.