7
Sabor a Lujuria
Sábado a la tarde
El brillante atuendo rojo se adhería al cuerpo de Sylvia como si fuera su segunda piel. Estaba sentada rígidamente a la mesa reservada, esperando a Markus. Su cabello dorado flotaba sobre sus hombros desnudos y cosquilleaba sobre su espalda.
—¿Qué piensas sobre él, vader? — preguntó Sylvia y tomó asiento al lado de su padre, que estaba leyendo. Él colocó el libro sobre la mesa.
—¿Qué pienso sobre Markus?
Sylvia asintió con la cabeza, jugando nerviosamente con su vestido.
—Ya ha pedido mi bendición.
—¿Qué? Si ni siquiera hemos hablado sobre casarnos — dijo Sylvia sacudiendo la cabeza. ¿Por qué habría hablado con mi padre antes de consultar primero conmigo? No era que Sylvia estuviera loca, pero a ella no le gustaba sentir que perdía el control. Esta decisión era tan suya como de su familia. Además, tampoco hacía tanto tiempo que estaban de novios...si bien Markus era un hombre que sabía lo que quería.
—Él podrá ocuparse de ti; ya no tendrás que preocuparte por el dinero, la estabilidad o la seguridad nuevamente — respondió su padre, mirándola dulcemente. — Aunque eres tan joven todavía....
—Estoy lista para casarme. Janneke se casó el año pasado, y yo soy mayor que ella.
—No se trata de casarse joven o no. Se trata de casarse con la persona adecuada.
—No todos pueden tener lo que tú y moeder tienen.
Sylvia sabía que sus padres tenían un matrimonio feliz. Era lo que idealmente habría esperado para ella, pero la oportunidad con Markus era inmediata. Le permitiría salir de su hogar, se convertiría en su mujer, y sería rica.
—¿Y por qué no? — dijo su padre con los ojos brillantes mientras se levantaba de la silla. Sylvia sonrió.
—¿Qué le dijiste cuando pidió tu bendición?
—Le dije que confiaba en que habías hecho la elección correcta — respondió su padre, besándole la frente. —Ahora, ¿qué te gustaría almorzar?
Un colgante con un rubí, el último regalo de Markus, pendía de su cuello. Cuando había regresado al camarote para prepararse para la cena, lo vio tendido junto a una romántica carta que había dejado para ella. Al principio, las cartas le habían parecido un gesto dulce de su parte, pero en algún momento a lo largo de su matrimonio, habían comenzado a amargarla. No sólo se repetían una y otra vez, sino también eran excesivamente melosas. Esa clase de dulzura que ella no podía tomar en serio. Lo único que recordaba de la carta de hoy era, “Este rubí nunca podrá igualar tu belleza perfecta, pero será un intento. Las mujeres te envidiarán por tenerlo, así como los hombres me envidiarán por tenerte”.
Los pequeños pero penetrantes ojos azules de Sylvia miraban fijamente el vino rojo sangre que había en su vaso. Markus se sintió contento cuando ella no protestó la noche pasada ante su alarde adelante de sus asociados comerciales, sus antiguos amigos o los conocidos que encontraron. En lugar de conversar con estas personas, ella se limitó a sonreír. Se había sorprendido ante la reacción de Markus cuando la encontró conversando con Jacobus. Normalmente, se habría enfurecido a la vista de su esposa hablando con otro hombre.
Miró el reloj. Habían pasado otros quince minutos. Markus nunca se retrasaba tanto. ¿Qué podría estar haciendo? Al principio, pensó que podía estar ocupado con trabajo. Pero estaba demasiado retrasado. La delicada sonrisa que había estado usando se desvaneció.
¿Con quién se estaría acostando Markus? Sylvia sabía que esa podía ser la única razón de su retraso. Markus era un hombre mayor, gordo e infiel cuando se casaron y seguía siendo así. En la mayoría de las ocasiones, no le molestaba a quien estaba sofocando con sus gelatinosos rollos —esto la mantenía alejada de su acoso— pero ahora estaba muy demorado. Odiaba tener que esperar. Ella nunca esperaba a nadie.
La camarera había venido dos veces desde que Sylvia había llegado. La primera vez la había despachado con un ademán de la mano; la segunda, había pedido la botella de vino. Sylvia había consumido la primera copa poco después. Si Markus no llegaba durante los próximos minutos, se levantaría y se marcharía. Ya la había avergonzado lo suficiente por una noche.
Sylvia jugó con su rubí, pensando en su collar favorito, con dijes en forma de tulipanes, que estaba guardado en la caja fuerte de la oficina. Sus padres se lo habían dado como regalo de bodas. Cuando lo usaba, se sentía más feliz y vivaz, igual a como solía sentirse años atrás. Pero este rubí rojo que ahora llevaba puesto sólo le recordaba las exigencias de Markus y sus juegos manipuladores.
Sabía que sus razones para casarse con Markus habían sido estúpidas, y se torturaba al pensar en ello. La desilusión y la frustración la habían ido atrapando, hasta que ya no pudo más sentirse bien con ella misma, o con él...con nada. En Alemania, ya había comenzado a ver a un terapeuta, pero ¿cuántas sesiones le llevaría volver el tiempo atrás?
El sonido de las pisadas de la camarera se hizo más cercano. Sabía que regresaba para ver si ella deseaba pedir alguna cosa, por tercera vez.
—Señora Wrinkler.
—No— la mano de Sylvia se detuvo a mitad de camino. Se dio vuelta para ver de dónde provenía la voz. No se trataba de la camarera, sino del mozo conocido.
—Benjamin — dijo Sylvia, colocando una coqueta sonrisa a su rostro.
Benjamin estaba parado allí, en su uniforme negro formal. Tenía una servilleta de tela doblada sobre el brazo. La mirada de Sylvia se suavizó mientras seguía con la vista la firme curva de sus anchos hombros.
—Señora— dijo él evitando mirarla directamente a los ojos. —¿Cómo está usted? Es una hermosa noche...
—Estoy disgustada— respondió Sylvia dando unos golpecitos a la copa con la cuidadosamente pintada uña de su dedo.
Suspiró hondamente y miró hacia el asiento vacío a su lado. —Mi marido está durmiendo con otra mujer.
Cuando Sylvia se dio vuelta para mirar a Benjamin, advirtió que los ojos de él la miraban con sorpresa y que acomodaba nerviosamente la servilleta sobre su brazo. ¿Estaba a punto de escapar? La ansiedad y el temor parecían haber tensado los músculos de su cuello. Ella deseaba mordisquear y besar ese músculo firme.
—Esa...esa es una noticia muy desagradable — balbuceó Benjamin. —Ahora, le ruego que me disculpe, señora. Si no desea nada más, solicito su permiso para retirarme.
Sylvia pasó sus pálidos y temblorosos dedos por el cabello. Se tragó el nudo que tenía en la garganta, pero fue en vano. Cerró los ojos herméticamente por un instante.
—Tráeme un aperitivo. Sorpréndeme — dijo Sylvia sin vacilar, asombrada por el tono firme de su voz.
—Sí,... sí, por supuesto. Con su permiso, señora — respondió frunciendo el ceño, y se marchó con una gentil reverencia.
Sylvia no dejaba de golpear con su uña roja la base de la copa. Los engranajes de su mente no dejaban de dar vueltas. Las imágenes de Markus arrojándose sobre alguna mujer continuaban disparándose en su conciencia. Quería librarse de ellas. Terminó la segunda copa de vino en segundos. No era que realmente le importara lo que Markus hiciera con sus genitales sino que él esperaba que ella no le fuera infiel. ¿Por qué? ¿Sólo porque era una mujer?
Sylvia se humedeció los labios con la lengua mientras tomaba la botella de vino. El vino cayó en remolinos dentro de la copa; este sería su tercer trago de la noche. Bebió ávidamente, y el sabor terroso se distribuyó por toda su boca. Silenciosamente, corrió la silla hacia atrás y se puso de pie.
Con la cabeza en alto, atravesó el salón comedor. Giró hacia la izquierda y se dirigió hacia el baño. Benjamin venía caminando por el pasillo con una fuente con pasteles de alguna clase. Aminoró el paso.
—¿Señora?
Sylvia continuó avanzando hacia él; apartó la mano que sostenía la fuente hacia un lado. Se apoyó en su pecho y lo besó con más suavidad de lo que esperaba. Pero el beso se sintió bien, realmente muy bien, y su torso joven y firme bajo sus senos la excitaron. Gimiendo suavemente, sus manos buscaron sus hombros para atraerlo hacia ella. Buscaron su rostro para acariciarlo, mientras lo besaba más apasionada y desesperadamente. Pronto, él la estaba besando también, pero luego se detuvo. Sylvia abrió los ojos.
—Delicioso.
Ella se mordió el labio y miró seductoramente la boca generosa de Benjamin. Ahora ambos compartían el mismo sabor intenso y terroso del costoso vino.
Benjamin desvió la mirada. Se sonrojó y se limpió frenéticamente los labios.
— Señora, por favor, no puedo perder mi trabajo.
Luego miró por encima de su hombro y examinó desesperadamente el área mientras balanceaba la fuente con los aperitivos.
—Ven al camarote 5 cuando termines. ¿A qué hora debería esperarte? — dijo Sylvia, deslizando su dedo sobre la mandíbula del joven, pero éste rehuyó su contacto.
—Señora, no puedo perder mi trabajo — repitió Benjamin en un debilitado susurro.
—¿A qué hora terminas tu turno? — insistió ella.
Sylvia continuó mirándolo incesantemente hasta que el rostro de Benjamin —con expresión preocupada — se cubrió de gotas de sudor. El aire estaba cargado alrededor de ambos. Ella deseaba sentir nuevamente el cuerpo del joven contra el suyo.
—Dentro de una hora — respondió. La respiración de Benjamin era agitada.
—Bien — murmuró Sylvia —no me gusta esperar.
Sylvia dejó a Benjamin asombrado y confundido. Cuando ella regresó a la mesa para recoger su chaqueta blanca, colocó una generosa propina junto con el dinero de su marido sobre la mesa.
*
—¿Amenazó a nuestros hijos? — la aguda voz de Betty se escuchó en todo el camarote. Iba y venía como una leona en una jaula. Las pecas de su cara iban desapareciendo mientras el color rojo de la rabia oscurecía sus mejillas.
Michael dio otro paso hacia atrás en el rincón adonde se había refugiado. Continuaba mordiéndose las uñas mientras resistía el aluvión de insultos de su esposa. Generalmente, Betty era una esposa dócil y amable, que a él le venía bien, porque carecía de firmeza. Pero cuando se trataba de sus hijos, no era tan fácil de avasallar. Esa era una de las cosas que siempre había amado en ella; era una verdadera madre de sus hijos y hasta ahora, había sido una gran madre.
—Fue una amenaza vacía. Estoy seguro de ello.
—¿Cómo puedes estar seguro de ello? — argumentó Betty. — Se trata del señor Phillips. Tú, más que nadie, deberías reconocer su fortuna y hasta dónde llegan sus influencias. ¡Él no hace amenazas vacías, Michael! ¿Por qué diablos te habrá elegido a ti?
—No lo sé — murmuró Michael.
—Sí que lo sabes. Me estás ocultando algo. Tú no eres un detective; seguramente habría encontrado un mejor candidato para entrevistar a los posibles sospechosos.
Michael había estado dando vueltas sobre los mismos pensamientos en el día de ayer. Pero volvía a enfrentarse con el mismo camino sin retorno. El señor Phillips podría haberle pedido cualquier cosa, y él se hubiera inclinado ante su voluntad. Michael era una persona débil y estaba desesperado. Era mucho más que una persona maleable; era un títere. La cuestión sobre la razón del señor Phillips para contratarlo no era lo que más le preocupaba, sino saber si era capaz de realizar su tarea: ¿y si fracasaba?
—Joe, recuerda cuidar de tu hermano y de tu hermana — dijo Michael mirando a su hijo de 9 años que estaba muy absorto frente al televisor.
—Pero, papi, ¿por cuánto tiempo estarán afuera? — preguntó la pequeña Sue, de cuatro años, mientras se balanceaba sobre las rodillas de su padre. Su cabello rubio estaba peinado hacia atrás y recogido con un clip. La familia estaba sentada en el comedor, alrededor del televisor blanco y negro.
—Mami y yo estaremos de regreso en un mes. El tiempo pasará rápido, bomboncito — respondió Michael.
— ¿Por qué mami se tiene que ir?— preguntó Tom, de seis años, desde el regazo de su madre.
—Su madre no ha tenido vacaciones desde que ustedes nacieron. Ella es también mi fiel colaboradora.
Si bien ambos sabían que este viaje era la forma que Michael tenía para disculparse por haberse acostado con la mucama, ambos sonrieron adelante de los niños.
—Lo pasarán muy bien con el abuelo y la abuela. Ellos están muy contentos con la idea de quedarse con ustedes — dijo Betty. Bajó a Tom al piso y se dirigió apresuradamente a la cocina, preguntando: —¿Quién quiere torta de chocolate casera de postre esta noche?
—¡Yo! —gritaron los tres niños al unísono. Su mamá sólo les hacía su torta de chocolate favorita cuando estaba muy contenta.
Cómo volaron los años, se dijo nostálgicamente. Pronto, el mayor comenzaría a tener citas y a enviar solicitudes para ingresar a la universidad. Tener una familia unida como la suya le daba aún mayores motivos para hacer este viaje a Europa. Regresaría con dinero suficiente para pagar sus matrículas y, con suerte, Betty ya lo habría perdonado también.
—Betty, no tengo las respuestas.
—Podrás no tener todas las respuestas, ¡pero tienes algunas! ¡Maldición! ¿Por qué te eligió a ti?
Betty dejó de dar vueltas por la habitación. La rabia burbujeaba debajo de su furiosa mirada.
Con mano temblorosa, Michael se cubrió los ojos. Las lágrimas comenzaron a rodar entre las hendiduras de sus dedos.
—Me acosté con una de las bailarinas la misma noche que ocurrió el asesinato — dijo con voz entrecortada.
Se hizo una pausa entre ambos.
—¿Te acostaste con la mujer que mataron?
El tono de Betty era duro, y tenía un dejo de indignación.
No era un secreto para la pareja que Michael tenía aventuras amorosas, pero el peso de la culpa de golpe se le había acumulado en el estómago. Negando con la cabeza, enfrentó a su esposa.
—No, con otra bailarina. Los dos acontecimientos ocurrieron la misma noche. El señor Phillips me está extorsionando. Yo no la maté, y no tengo nada que ver con Helen.
Tenía un sabor amargo en la boca. Michael comenzó a comerse las uñas nuevamente. Sólo quería escaparse de esta habitación — de la situación — y de la temible mirada de Betty.
—¡Oh, Dios! — el rostro de Betty empalideció.
Se llevó la mano a la boca. Intentó retener los desgarradores sollozos que la estaban quebrando por dentro. Betty se tomó del respaldar de la cama como si estuviera a punto de desmayarse.
—Estamos condenados. Mis niños...
—No. No lo estamos. Puedo solucionarlo. Betty, confía en mí.
—¿Confiar en ti? — gritó Betty, avanzando hacia él. ¡Ni siquiera puedo confiar en que mantengas tu pito dentro de los pantalones!
Michael ya se había recuperado cuando Betty se acercó levantando la mano para pegarle. Con rapidez, Michael la sujetó de un brazo.
—¿Vas a golpearme? — disparó Betty. — Golpeas a tu esposa, te acuestas con putas, y como todo cobarde, dejas que tus hijos paguen el precio. El precio de tener un bastardo como tú por padre.
Michael la miró intensamente. Había sido lo suficientemente bueno como para escucharla quejarse y culparlo durante la última hora. Se había disculpado, pero nada era suficiente para su estúpida esposa. Sí, se sentía culpable, pero esta vez lo haría mejor. ¿No se suponía que ella debía ser comprensiva? De todas formas, era la clase de mujer que necesitaba de esa bofetada ocasional que la colocaba nuevamente en su lugar.
La bofetada sonó como el ruido de un relámpago. Betty se echó hacia atrás por el impacto y se llevó las manos a la cara. Una huella color rojo intenso afloró en su pálida mejilla.
Lentamente, volvió su rostro hacia él. El habitual comportamiento débil y silencioso que seguía a sus abusos no apareció en esta oportunidad. El fuego debajo de su mirada ahora se consumía en sus ojos.
—Cobarde — susurró con malicia.
*
Sábado a la noche
Harold contó las manchas del horrible empapelado. En este diminuto camarote, no había mucho para entretenerse. Había preguntado si el médico podía traerle un libro, pero por el momento todavía no le habían ofrecido ese lujo.
Se escuchó un golpe en la puerta y ésta se abrió a medias. Una mujer de cabello largo se deslizó en su interior. .
—Oh, Harold — susurró.
Una oleada de felicidad lo inundó. Su esposa se arrodilló al lado de su cama y le acarició el rostro, despejando sus rubios y sucios rizos de su frente. Harold alargó la mano y tomó la de ella con firmeza.
Sus ojos de cervatillo, color chocolate, escudriñaron la habitación.
—Este lugar es muy desabrido — advirtió Nadine. Harold forzó una sonrisa.
—Te extrañé — carraspeó Harold; tenía las mejillas húmedas. Se estiró para besarle la punta de la nariz.
—Haz un poco de espacio para tu esposa.
Harold se movió hacia atrás hasta que su espalda tocó la pared. Nadine se deslizó por debajo de las sábanas y él la estrechó entre sus brazos y sus piernas. Se besaron dulcemente. Él acomodó su cabeza sobre el hombro de Nadine, y ella lo atrajo más hacia sí.
—Tuve tanto miedo — admitió Harold a su esposa. Ella era la única persona con quien podía ser totalmente abierto. No tenía que mantener las apariencias cuando estaba con ella. Podía hablar, reír, gritar y llorar sin sentirse juzgado o criticado.
Se habían casado tras un año de romance que fue como un torbellino. Ambos tenían solo veinte años cuando se juraron amor eterno. La boda fue discreta y simple, pero perfecta. Cuando Harold vio a Nadine caminando hacia el altar, se había quedado sin aliento y emocionado hasta las lágrimas. Nunca había amado a otra mujer; siempre había sido Nadine. Ella era una mujer hermosa, resplandeciente e inteligente. Nadine había desafiado su mente, su cuerpo y su alma de la manera más maravillosa todos los días de su vida.
—No tienes nada que temer, mi amor. Los médicos dijeron que te estás recuperando antes de lo esperado. Me diste un buen susto — dijo Nadine acariciándole la nuca con sus dedos. Harold se estremeció. Esa parte de su cabeza todavía estaba sensible y magullada.
—¿Cuánto tiempo demorará en recuperarse? — se escuchó que alguien preguntaba con voz apagada desde atrás de las paredes de la habitación de Harold. El acento era típicamente estadounidense. Harold hizo un esfuerzo para escuchar.
—Podrá retirarse a partir de mañana, pero le estaremos realizando controles diarios durante al menos una semana — respondió el médico. — Esa lesión que tiene pronto estará curada.
Harold abrazó fuertemente a Nadine. Ella le cubrió la frente de cálidos besos.
—No fue mi caída lo que me atemorizó — susurró Harold.
Él levantó la cabeza, buscando sus hermosos ojos con la mirada. Ella ya no estaba allí. El peso de la soledad se acumuló en su estómago como una bola de plomo. Sintió el dolor en sus entrañas. Sus manos vagaron por las sábanas arrugadas, buscándola.
Harold contuvo los sollozos que amenazaban con sacudir su cuerpo. Ella ya no estaba más con él en este mundo. Extrañaba su aroma, sus caricias, su voz, su rostro...
—¿Qué está insinuando doctor? ¿Qué pasa con él? — la voz apagada de acento estadounidense se escuchó de nuevo.
—Sea lo que sea, yo necesito interrogarlo. Se me informó que estaba en la cubierta cuando Helen fue asesinada. Él es el principal sospechoso.
—Debe saber que ese hombre está muy delicado de la cabeza.
—¿Cuánto tiempo le llevará recuperarse?
Toda la vida, pensó Harold para sus adentros. Había comenzado a medicarse por su cuenta cuando los médicos no lograron aplacar sus pesadillas y su depresión. Si ellos no la podían traer de regreso, él lo haría. Las fotografías y los recuerdos no eran suficientes. Él necesitaba saborearla de nuevo, acariciar su suave piel, y sentirla a su lado. Era la única manera de mantener su cordura.